En aquel entonces, el Palais-Royal era el único vestigio parisino de una vida cortesana que se había trasladado por completo a Versalles, alrededor del rey. Aunque desprendía lujo y fastuosidad, el Palais-Royal no contaba con la abrumadora presencia de un amo, pues el hijo del señor manifestaba a todos una suerte de afecto cómplice que incitaba a la libertad. En ese ambiente cálido y apacible, las flores más bellas lucían más abiertamente que en Versalles: un número increíblemente elevado de personajes, sobre todo mujeres, reunían belleza, juventud e inteligencia, atributos que ya de por sí resulta difícil encontrar por separado. Sangray presentó su amigo a la duquesa de Chartres, que estaba sola, porque esa noche su marido, el señor de aquellos lugares, fue requerido en Versalles, y cuando llegaron ya se había marchado.
Durante y después de la cena, cuando el exiguo tropel de invitados se dispersó por los salones, Poncet obró con cierta imprudencia. Un corrillo de bellas mujeres, cuyos nombres ignoraba, salvo el de una de edad muy avanzada a quien las demás llamaban la marquesa de…, le rodearon en un rincón. Su buena planta, su insólita procedencia y sobre todo el don que tienen las mujeres para vislumbrar el misterio allí donde se quiere encubrir, y para orientar su curiosidad por esa vía, fueron motivos suficientes para que se reunieran a su alrededor las damas más ávidas de novedades. Jean-Baptiste cayó en esa trampa muy fácilmente, puesto que hablar era el mejor recurso que tenía para frenar la emoción y la timidez que le inspiraba aquella deslumbrante corte. Se dejó llevar hacia el tema de Abisinia, y esto suscitó cientos de apasionadas preguntas. En el caos de aquella conversación mundana, Jean-Baptiste cometió el error de explayarse algo más de la cuenta con los aspectos pintorescos. Contó con todo lujo de detalles que, en los banquetes más fastuosos, los abisinios tenían la costumbre de yantar bueyes vivos a los que les arrancaban la carne aún palpitante, para luego meter los dedos en los cortes que practicaban a lo largo del espinazo de aquellos pobres animales.
Terminó su historia en medio de un silencio sepulcral. La vieja marquesa le lanzó una mirada de indignación, agitó febrilmente el abanico y levantó el vuelo hacia la veranda. Toda la tropa de jóvenes siguió su ejemplo, en un voluptuoso frufrú de tafetanes multicolores.
El joven se quedó solo en el sofá, respirando durante un rato las fragancias que habían emanado a su alrededor aquellas carnes arropadas en encajes, aquellas gargantas que exhalaban almizcle, pimienta y jazmín, y aquellos rostros empolvados con polvo de arroz y coloreados con palo de Pernambuco. Nunca había visto mujeres tan agraciadas; todas ellas, tanto las más jóvenes como las más viejas, eran tremendamente apetecibles. Todas poseían la quintaesencia de lo femenino hasta el punto de hacer con sus encantos una sustancia casi pura, como ocurre al destilar las plantas para extraer unas gotas, que curan o matan.
Sin embargo, algo le incomodaba. Tal vez fuera la índole estrictamente artificial de esas gracias. Al fin y al cabo —se dijo— todo esto es muy propio de los palacios, bajo cientos de velas encendidas y durante las pocas horas en que las galas lucen intactas y aún no se han marchitado. Pero ¿en qué se convertirían estas mujeres si se sumergieran por un segundo en el otro mundo, o sea en el verdadero? Seguramente en momias, porque está claro que solo saben respirar ese aire saturado de polvo de arroz. Por otro lado, para gustar aquí, los hombres se ven forzados a vivir a las mismas horas, en los mismos escenarios y con los mismos modales. De hecho, no hay más que mirarlos.
Tratando de mostrarse lo menos insolente posible, Jean-Baptiste observaba a aquellos jóvenes petimetres de campo, a aquellos obispos caballerosos, a aquellos gentilhombres que se habrían espantado ante una espada desenvainada. El corazón, la fe, la gloria de las armas, todo aquí está domeñado —se decía— y estas delicias solo son un dulce cautiverio. No obstante, seguía estremeciéndose cuando dos bellezas pasaban cerca y lo miraban.
Sangray lo encontró ensimismado en estos pensamientos y fue a sentarse a su lado.
—¡Le felicito, amigo! He oído comentarios muy elogiosos sobre su persona y también he recibido muchos parabienes por haberle traído.
—Se burla de mí. Todo lo contrario, he sido muy torpe.
Jean-Baptiste le contó la funesta anécdota del buey y cómo su auditorio había desertado con el semblante indignado.
—No tiene ninguna importancia. No ha hecho más que dar a esas damas un pretexto fácil para lanzarse con elegancia sobre los pastelillos que acababan de servir. Créame, no solo se han olvidado de todo, sino que además lo encuentran encantador.
Y como para confirmar sus palabras, un corrillo en el que se hallaban algunas de las jóvenes acompañantes de la marquesa de… pasaron por delante y le dirigieron unas graciosas sonrisas.
—De hecho —continuó el consejero— tengo novedades con respecto a su asunto. El rey de España abandonará Versalles mañana. Nuestro soberano habrá terminado entonces su tarea de preceptor, así que podrá reemprender sus audiencias, y la suya ya no debería demorarse mucho.
Los presentes, diseminados por todos los rincones de los salones, empezaron a reunirse alrededor de las mesas donde se jugaba al faraón o a las tablas reales. Jean-Baptiste y Sangray aprovecharon aquel pequeño tumulto para marcharse, después de haber saludado con discreción a la duquesa. Volvieron en calesa. Françoise había encendido unos buenos fuegos en las habitaciones. Jean-Baptiste se durmió con la muñeca derecha contra su rostro, la misma muñeca que la duquesa había apretado con familiaridad y que continuaba exhalando su perfume almizclado. Al día siguiente, el señor Raoul fue a llevar un mensaje a Jean-Baptiste. Se trataba de una carta del padre Plantain, que seguía enviando su correo a Le Beau Noir, pues el médico no había considerado prudente decirle al jesuita que vivía en la residencia del consejero. La misiva decía:
Esté preparado. Saldremos para Versalles pasado mañana. El rey nos recibirá en audiencia el miércoles a las cuatro de la tarde.
Padre G. Plantain S. J.
Después de almorzar, Jean-Baptiste fue hasta el colegio Luis el Grande para concretar los detalles de la audiencia.
A su regreso dio un rodeo a pie por el Louvre, donde se rumoreaba que la caballería del rey Felipe V hacía un primer ensayo del glorioso cortejo que al día siguiente se pondría en marcha. Allí se cruzó con el primer y segundo caballerizo del rey, tocados con magníficos sombreros de plumas y trajeados. Tras ellos iban veinticuatro pajes ataviados con jubón y calzas de satén con ribetes de plata y festones de encaje, que montaban en corceles engalanados con jaeces. Doce caballos españoles llevados de la brida exhibían crines adornadas con cintas, bocados, copas y estribos dorados, y gualdrapas de terciopelo rojo con bordados en oro y plata. Después, Jean-Baptiste apenas pudo ver mucho más pues una tropa de mosqueteros vestidos de gris empezó a alejar a los curiosos de los alrededores de palacio.
Al llegar a casa encontró al consejero en el salón, sentado junto al fuego, así que también él se acercó para tender las manos y entrar en calor. Eran las tres de la tarde y Françoise les sirvió la comida delante de la chimenea. Hablaron del cortejo real y luego de la audiencia.
—¿Cómo piensa abordar la cuestión? —preguntó Sangray.
—Bueno, diré la verdad —respondió Jean-Baptiste.
—Oh, empieza usted mal. ¿Acaso ignora que para los reyes la verdad solo es aquello que les complace oír?
—No sé lo que le complacerá oír al rey, pero sí sé lo que algunos quieren decirle, aunque sea falso.
—¿De qué habla?
—De los jesuitas.
—¿No son ellos quienes han conseguido para usted esta audiencia?
—Así es. Pero eso no significa que tengamos la misma opinión sobre lo que debemos decirle al rey.
El consejero dejó el trozo de pava que se estaba comiendo con los dedos, bebió un trago de vino rutilante y miró extrañado a Jean-Baptiste.
—¿Me está diciendo que piensa contradecir a los jesuitas ante el rey? Amigo mío, me alegra comer con usted porque temo que esta será la última vez. Pero ¿le importaría explicarme qué objetivo persigue exactamente?
—A decir verdad, tengo dos objetivos.
—Mal principio.
—Aunque en realidad se resumen en uno solo —añadió resueltamente—. La cuestión es la siguiente: primero quiero que el rey vuelva a enviarme a Abisinia como su embajador de pleno derecho, y después que me asigne todos los privilegios del cargo, incluido el título de nobleza.
—Tal como formula la idea, su proyecto es ambicioso, pero no imposible.
—Ve usted…
—¿Pero por qué tiene tanto empeño en regresar allí?
—No se trata de que me empeñe. Pero el favor del rey me permitiría hacer honor, a la vez, a dos juramentos que he hecho.
—¡Diablos! ¿Y a quién?
—El primero a una joven con quien no puedo igualarme porque es de buena cuna. Le di mi palabra de que nos casaríamos, pero solo tendré alguna esperanza si el rey me concede un título nobiliario.
—Comprendo. Esas cosas son propias de la edad. ¿Y el otro juramento?
—Al emperador de Abisinia. Le juré que los jesuitas no regresarían y que, si solicitaba una embajada a Francia, yo estaría al mando.
—Así pues pretende que le envíen, y al mismo tiempo hacer saber al rey que no quiere a los jesuitas… cuando son precisamente los jesuitas quienes le han traído aquí…
—No tenía elección. Sin ellos no habría podido abandonar El Cairo.
—Eso es precisamente lo que digo.
—Pero no conocen mis intenciones —dijo Jean-Baptiste.
—Me lo figuro. Eso significa que deberá contradecir su palabra en el último instante, en presencia del rey. Pero ¿se da cuenta de lo que va a hacer? ¡Y para colmo se ríe!
—Me río porque pese a todo tengo plena confianza.
—La juventud le induce a ser temerario. Pero tenga cuidado. La corte es un nido de intrigas donde se burlan del coraje, porque no hay nada más fácil que hundir a los valientes. Basta con que coloquen a unos cuantos ocultos en las sombras y que luego le sorprendan por la espalda.
—No, señor consejero —dijo Jean-Baptiste con calma—, yo creo que no estoy loco. La confianza no es producto de la ceguera, y si tengo tal actitud es precisamente porque he abierto los ojos. ¿Quiere que le diga en qué momento? Pues cuando venía hasta aquí a caballo; cuando cruzaba este reino y hablaba con la gente en los campos y en las ciudades. Sabe qué me decía a mí mismo: El hombre que reina sobre todo esto es un gran rey.
—¡Buen descubrimiento!
—No, espere. Es un gran rey porque aún recuerdo, cuando vivía en este país, que los viejos hablaban de la Fronda, de guerras de religión, de grandes pestes y de grandes hambrunas. Pues bien, tras el reinado de su padre y de su abuelo, este rey ha acabado con todo eso. Ha amordazado a los poderosos y ha sometido a la nobleza. He tenido ocasión de ver en el campo los castillos que la corte ha abandonado y la humilde sumisión de quienes se han quedado. Y vea la iglesia: debido a la ayuda que el rey le ha prestado para luchar contra los protestantes, se ha doblegado a su autoridad. Ha erigido una potencia militar, ha hecho retroceder a los enemigos del exterior y ha conquistado un poder sin parangón.
—Supongo que también sabrá con qué se ha pagado todo eso. Toda Europa se ha aliado contra nosotros, el pueblo vive oprimido por los impuestos. Los protestantes y los jansenistas viven acosados como animales porque no se permite tener opinión en política, a excepción de la del rey. Treinta años en el Parlamento me dan cierta credibilidad.
—La cuestión no es esa —dijo Jean-Baptiste, sacudiendo la mano para retomar el hilo de la conversación—. No estoy haciendo juicios sobre la Historia. Describo la obra de una personalidad que ha querido ser un gran rey y lo ha logrado. Y debo decir que el rey de Abisinia también es así.
—Está comparando…
—Sí. Ambos poseen la misma voluntad, el mismo ímpetu para someter todo a su autoridad, el mismo poder sin igual. Yesu I ha culminado la misma obra. Si hay dos hombres que pueden entenderse, sin duda son estos dos.
—Y pretende hablarle así al rey de Francia…
—Estoy seguro de que sabrá escucharme. Cuando los jesuitas le digan que los abisinios desean volver a acogerse a la fe de Roma, yo le diré: Majestad, acepte la amistad de un gran rey de Oriente. Envíele una embajada, comercie, cómprele su oro, véndale los artículos de sus manufacturas, pero no quiera alterar el sistema de su nación intentando convertirla, porque usted mismo tampoco toleraría que se alterase la suya.
—¡Está usted loco, Jean-Baptiste! —exclamó Sangray, levantándose—. Le aprecio demasiado para dejarle caer en una trampa que usted mismo se habría tendido con sus propias manos.
Dio dos pasos por la sala, volvió hacia la chimenea y dijo:
—¿Qué es Abisinia, Poncet?
—Un país.
—No. No es nada. Es un rincón de África poblado de salvajes. Nada, ¿me oye bien? ¿Y qué es Francia? Todo.
—¡Me dice eso usted, señor consejero! Usted, que ha escuchado mis relatos sobre Abisinia… Usted, que acerca a sus semejantes los usos y las costumbres, intenta decirme ahora que no hay que juzgarlos sin comprenderlos… Usted, que me ha sugerido escribir…
—Escribir sí, pero no hablar. Y menos aún hablar al rey. Son muy pocos los que sienten y comprenden cuanto yo pienso. Por eso aboco mis pensamientos en ese gran río de las abstracciones escritas, donde tal vez haya otro hambriento como yo que abra mi botella y me oiga en alguna parte. Pero de momento, lo que hay es lo que todos piensan y todos piensan lo que piensa el rey. Si ha buscado el poder, no ha sido con el ánimo de compararse con nadie. Y menos aún con hombres que según él viven en lugares donde la civilización no ha llegado nunca. Por mi amistad y la estima que usted me merece y que es la que se tiene por un hijo, debo advertirle, Poncet, que se ande con los ojos abiertos. Ante el rey, cualquier comparación de su poder con la de un indígena —aunque sea un cristiano— será considerada como un insulto, y no solo perderá de un plumazo la posibilidad de obtener cuanto usted desea, sino que incluso le podrían negar la autorización para salir libremente de este país.
Jean-Baptiste se estremeció ante una advertencia tan tajante y tan sincera.
—¿Qué debo hacer entonces? —preguntó abatido.
—Escriba sus ideas. Yo le apoyo. Más tarde ya se verá cómo publicarlas y a qué mentes preparadas podremos dárselas a leer. Pero ante el rey, no ponga obstáculo alguno a los jesuitas, por ahora. Exagere si gusta las dificultades del viaje y sus peligros, para que duden en emprenderlo, aunque vaya por delante que nada les detendrá. Pero si afirman que el negus quiere convertirse, no los contradiga. Acate sus dictados. No puede esperar obtener un favor del rey, a menos que se fije en usted. ¿Quiere convertirse en un noble? Es algo muy posible y puedo ayudarle a conseguirlo, pero primero debe complacerle. El rey debe saber cuánto le admira. Dígale que ha propalado su grandeza por los confines de la tierra y que los reyes orientales, maravillados, le pidieron que le presentara sus más humildes respetos. Dígale que gracias a él progresa la fe, que llevó con usted a un jesuita, desaparecido desgraciadamente durante el viaje, pero que confía en que le acompañen hasta allí muchos otros.
—¿Que me acompañen otros? —exclamó Jean-Baptiste—. Pero si le prometí al emperador que les impediría volver…
—No sea tan orgulloso, amigo mío. Usted no será el único parapeto contra la voluntad de una orden que tiene en su confesionario al rey cristiano más poderoso de la Tierra. Déjese de juramentos. Ya no estamos en la época de los refinados del honor. Algunos lo lamentan, pero no seré yo. Además, hay que ver las cosas como son. ¿Ha visto abajo los comederos y los toneles vacíos? Se lo suplico, no se equivoque de época.
Jean-Baptiste se volvió hacia el fuego y se cruzó de brazos.
—Ya veremos —murmuró entre dientes.