Michel, un anciano copto de Lúxor, agregado al consulado como palafrenero durante más de veinte años y maestro de equitación de las familias de los diplomáticos, formaba parte del destacamento de criados que acompañó a Alix a Gizeh. Este tributaba a la joven la admiración temerosa que los egipcios manifiestan frecuentemente a su señor cuando ese señor es una mujer, y más aún con tantos encantos. Así que tardó en comprender lo que esta pretendía. Cuando le pidió clases de equitación, el anciano consideró que sería suficiente con montarla a mujeriegas en una silla y hacerle dar vueltas al paso, mientras él sujetaba el ronzal en un cuadrado de hierba situado en un desnivel inferior de la villa que era apropiado para hacer una carrera. El segundo día pensaba hacer lo mismo, pero Alix le dijo que deseaba hacer progresos más rápidos. Con un golpe de látigo, puso al animal a medio trote. Antes de la tercera sesión, cuando vio que el viejo palafrenero volvía a poner el ronzal, Alix fue hasta él, se plantó delante y le dijo con una firmeza poco común para una joven de su edad:
—Michel, tenemos poco tiempo. Mi padre puede pedirme que vuelva a El Cairo de un día para otro. Antes de que eso ocurra quiero aprender a montar. ¿Está claro? Dejemos las mujeriegas y el ronzal. Dame una silla de hombre y espuelas. Me he puesto unas enaguas de terciopelo que son resistentes. Enséñame todos los pasos, el salto y todo cuanto es preciso saber para ir deprisa y por todas partes.
El anciano ejecutó estas órdenes extrañado e inquieto, sobre todo porque nadie aprende equitación sin caerse. ¿Qué iban a decir si se rompía los huesos por su culpa? No le gustaba el cónsul, pero le temía. Alix disipó su última objeción diciendo que en caso de accidente asumiría todas las responsabilidades y aseguraría haber hurtado el caballo.
Michel se prestó al juego, más tranquilo. En una semana su miedo dejó paso a una gran confianza. La joven alumna había adquirido reflejos y un principio de equilibrio, y su gracia, unida a una intrepidez insospechada, le llevaba a dirigir su montura con armonía y suavidad, aunque también con mucha firmeza.
Muy pronto salió a dar un paseo. Nadie podía acompañarla pues solo había brida y silla para un caballo. Además, el anciano, aunque instruía a los caballeros, no podía montar pues sufría reumatismo y estaba prácticamente tullido. Sólo dieron aviso a los jenízaros, que acampaban a la entrada de la propiedad. Estos se acostumbraron a ver pasar cada mañana a un caballero que corría a través de los campos y cruzaba los canales por los pequeños diques de tierra rojiza que habían construido los campesinos. En ningún momento pensaron que podía tratarse de una mujer, puesto que Alix ocultaba su cabellera bajo un sombrero de ala ancha, y su amplia camisa ocultaba sus formas femeninas.
Estos ejercicios ecuestres habrían bastado para extenuarla; sin embargo la joven no se limitó a eso. A petición suya, al día siguiente de su llegada el maestro Juremi fue en barca a reunirse con ellas. Atracó en el pontón al anochecer y él mismo subió un largo cofre de madera que hacía un ruido metálico cuando daba contra el suelo. De allí sacó unos floretes con zapatillas, dos petos de cuero y caretas.
Aquella misma noche, Alix tomó su primera lección de esgrima en la terraza de madera que daba al Nilo. En esta ocasión no tuvo necesidad de decirle al maestro Juremi qué quería, pues este había comprendido y la trató con el mismo rigor que a un hombre.
Luego le pidió que hiciera trabajar también a Françoise, para proseguir las dos con el entrenamiento, en el supuesto de que tuviera que marcharse. Alix se divirtió al observar con qué turbación se desarrollaba la segunda lección. Françoise exageraba su torpeza de principiante, y el maestro Juremi, que no tenía esa excusa, se dejó tocar dos veces por descuido.
Cuando acabó la lección, Alix acompañó con un candil en la mano al maestro de armas hasta la habitación que habían dispuesto para él en el piso de arriba. Aunque a Françoise le hubiera gustado confiarse a su amiga, la joven, muy fatigada, se metió en la cama y se durmió.
Los días pasaron al compás de estos ejercicios físicos. Incluso una vez, después de haber mandado alertar a los turcos de que los criados iban a intentar dar muerte a un perro que merodeaba por los alrededores, pasaron la tarde practicando tiro con la pistola. Alix aprendió a cargarla y disparó diez veces sin parpadear.
Las veladas eran más comprometidas. Cenaban los tres en la terraza, y como los otros dos se sentían tan embarazados de encontrarse cara a cara, la conversación se centraba casi por completo en Alix. Sólo las ranas que croaban a millares en los cañizales de la ribera poblaban los largos silencios de su compañía.
A la joven le divertía ver a aquel hombre y a aquella mujer con tanta experiencia, habitualmente alegres, reducidos a tan poco por los tormentos del amor, y reflexionó largamente sobre este propósito.
Pero muy pronto el ambiente de las veladas empezó a resultar agobiante. Alix deseaba que pasara algo, aunque no se atrevía a confiárselo abiertamente a Françoise. Una noche, al regresar de un paseo en que se había dejado llevar a todo galope, la joven tuvo por fin la sensación de que la situación había cambiado. Después de la cena, que fue muy silenciosa, el maestro Juremi dijo con una voz grave que se hacía eco en la oscuridad:
—Le pido que me disculpe, señorita, pero he dejado a un vecino al cuidado de las plantas. Usted sabe mejor que nadie cuánto significan para nosotros y quisiera pedirle permiso para regresar a El Cairo mañana por la mañana.
—Pero las lecciones… —dijo Alix, al tiempo que se reprochaba inmediatamente su egoísmo.
—No hay que ir demasiado deprisa. Usted ha adquirido los rudimentos. A partir de ahora, solo la práctica le procurará progresos. Dejaré aquí los floretes y los petos para que pueda practicar con Françoise. Ya no soy imprescindible, francamente.
Françoise miraba fijamente al maestro Juremi con aire ausente y labios temblorosos. Se levantó, tuvo el aplomo de llevar la bandeja de café a la cocina y desapareció. El maestro de armas abandonó la mesa, saludó respetuosamente a Alix y se alejó con el candil en la mano, en el sentido opuesto.
El maestro Juremi partió al día siguiente al amanecer. Las dos mujeres le acompañaron hasta el pontón. En cuanto soltó amarras, la barca enfiló el río. El sol, deformado por la bruma del desierto, se elevaba entre las palmeras de la otra orilla. Una falúa sin vela, cargada de madera, deslizaba el mástil por encima del agua, manteniendo su fina botavara como la pértiga de un funambulista. Dos grandes zancudas inmóviles de color rosa apuntaban el pico hacia el sol, y de lejos se habría dicho que se apoderaban del disco solar y lo sacaban lentamente de las aguas. Françoise lloraba.
—¿Qué ocurre? —preguntó Alix, tomándola por el brazo.
Françoise se secó los ojos, miró a Alix suspirando y se encogió de hombros.
—Perdóneme. Debo recobrar la serenidad, eso es todo. Bien, ya está. Ahora estoy más calmada. ¡Qué tonta soy! ¡A mis años!
—¿Le ha hablado? —preguntó Alix mientras se sentaba en el malecón y atraía a su amiga a su lado.
—¡Desde luego! Voy a contárselo, pero usted ya lo ha adivinado todo. Ya sabe que se pasaba los días enteros en este pontón, fingiendo pescar para no verme. Así que ayer por la tarde fui a ver a Michel; siempre tiene una garrafa de orujo para aliviar su reumatismo. Me tomé dos vasos y vine aquí. Juremi estaba sin hacer nada, pero al oírme cogió la caña e hizo el gesto de echar el anzuelo al agua. Cuando me senté a su lado refunfuñó. Tenía miedo, créame. Si hubiera sabido nadar, habría tenido más coraje para tirarme al agua. Pero habló él. Con su voz, ya sabe. Imagínese cómo me encontraba… Iba a abrir la boca cuando empezó a resonar ese gran tambor en mis oídos.
—¿Qué le ha dicho?
Como el sol ya estaba bastante alto, la ribera se veía más clara y el río más negro; las zancudas echaron volar.
—Françoise, me dijo, y al oír que pronunciaba mi nombre sentí una emoción que no puedo describir. Françoise, ya sé qué viene a decirme. Pero es inútil hablar. Mire usted, en mi familia hemos soportado todo porque querían obligarnos a renegar de nuestra fe. Y eso es algo que ninguno de nosotros ha hecho nunca. No es una cuestión de religión. La verdad es que nunca hemos podido traicionar nuestra palabra. Pues bien, debe saber que yo di la mía. Se detuvo un momento, dejó la caña a un lado y puso su mano sobre la mía, antes de proseguir: Si la vida me ha liberado de mi juramento, cosa que tal vez sepa algún día, seré libre. Entonces le daré mi palabra a usted, si usted acepta. Y será para el resto de mi vida.
Alix acogió en sus brazos a Françoise, que siguió llorando un buen rato, y luego volvieron a la casa.
Es un motivo de felicidad para ella —pensó Alix—. ¡Pero hay que ver qué infelices son los enamorados!
Se puso a pensar en silencio en los breves momentos que había pasado con Jean-Baptiste y le pareció que también ella debía de dar una imagen muy débil de sí misma, y muy aburrida.
En Versalles —se dijo—, entre todas aquellas hermosas mujeres, ¿cómo va a acordarse de mí?. Pero ese pensamiento, que meses atrás la habría abatido, solo infundió más ímpetu a su galope.
El consejero Pomot de Sangray era exactamente como le había descrito brevemente el posadero: muy alegre por naturaleza. Le gustaba la gente y volvió a sentir las ganas de vivir en cuanto los dolores empezaron a ceder. Gracias a Jean-Baptiste, por primera vez tenía un arma para combatirlos. Unas horas de sosiego habrían bastado para darle prueba de toda su gratitud. No obstante, como el tratamiento le proporcionó una paz prolongada, que se afianzó en los días siguientes, su agradecimiento ya no tuvo límites. Le dio al boticario una bolsa de treinta escudos de oro y le aseguró que cubriría todos sus gastos durante su estancia en París, que esperaba fuera muy larga.
La bondad a manos llenas a veces anula las deudas, y Jean-Baptiste consideró que la amistad del anciano era un salario elevado y suficiente. No se habría atrevido a pedir otro; así que tomó la bolsa y dijo que no aceptaría nada más.
Cada tarde iba a visitar a su paciente, que como ya tenía libertad para moverse corría por la ciudad y acudía por su propio pie a la hora a la que estaban previstas las visitas, aunque no se sabe muy bien quién iba a ver a quién. Más de una vez el médico y el paciente se habían tropezado en la puerta de entrada, procedente cada uno de un extremo de la calle. La conversación había traspasado el terreno de la enfermedad para convertirse en la charla de dos amigos que hablan libremente.
—¿Y por qué no se instala usted en mi casa? —le preguntó el consejero apenas una semana después—. Le Beau Noir es una buena taberna, pero una hospedería horrorosa, por lo que dicen.
—Eso sería un acto de poca consideración hacia el posadero, a quien le debemos el habernos conocido.
—Ya me las arreglaré yo con él. Seguirá haciéndose cargo de sus comidas. Y como ya no necesito los hervidos insulsos de Françoise, le diré que me traiga a mí también el condumio. Seguiremos siendo buenos clientes. Además, con las ferias que hay en esta época del año, mañana mismo habrá alquilado su habitación.
Jean-Baptiste aceptó. Y el consejero mandó preparar para su huésped un alojamiento luminoso, amueblado con gusto, y cuyas dos ventanas delanteras daban a la calle bulliciosa y permitían observar cómo los fieles entraban y salían bajo el porche de San Eustaquio. Se puso en funcionamiento de nuevo una gran chimenea de mármol italiano, donde Jean-Baptiste avivó grandes fuegos para entrar por fin en calor. En la parte trasera disponía de una habitación, dos gabinetes y un guardarropa donde mandó llevar desde la posada de enfrente su ligero equipaje, el cofre de los remedios y la caja con las orejas del elefante.
—Cuando compré esta casa —le dijo Sangray, que llegaba entonces para ver cómo iban las mudanzas—, llevaba diez años cerrada. Los propietarios la odiaban a muerte.
—He oído decir que se combatía aquí.
—A principios de siglo era el punto de encuentro para quienes se hacían llamar los refinados del honor. Y nadie duda de que tuvieran honor. Pero su refinamiento consistía en establecer unas normas estrictas, que por lo demás fijaban ellos mismos para justificar las prácticas de descuartizadores. Imagínese, el conde de Montmorency-Boutteville, que era el inquilino titular, tuvo veintidós duelos a la edad de veintisiete años. El último se celebró bajo las ventanas del hotel Richelieu, lo que le valió ser decapitado la víspera de San Juan.
—¡Gloriosos recuerdos! —dijo Poncet con emoción.
—¿Usted cree?
—Sí, me parece que aquellos hombres vivían.
—Y sobre todo morían —dijo Sangray—. Y provocaban la muerte de otros. Conocí demasiado bien el horror de la Fronda, un período en que ya tenía mi conciencia de niño, para lamentar ese caótico reino de la fuerza. No, querido doctor, soy un hombre de leyes, de orden. Me siento más el carcelero de estos fantasmas que su conservador.
Jean-Baptiste confió inmediatamente en aquel hombre paciente y de maneras dulces, que analizaba todo con una mente tan abierta. Le contó con detalle su viaje a Abisinia y el relato los tuvo entretenidos unas cuantas noches, sentados en grandes sillones de patas curvadas y con las piernas estiradas hasta tocar prácticamente los morillos de bronce.
Aquellas charlas despertaron el deseo de realizar trabajos literarios. Sangray se prometió reemprender la obra que había empezado sobre la comparación de las leyes humanas y, con su consejo, Jean-Baptiste decidió recoger por escrito la crónica de su viaje. Ambos se pusieron a la tarea el día siguiente. Pero el consejero no era solo un hombre de estudio. Conforme mejoraba, se sentía volver a la vida y no había momento de gozo que no aprovechara. En cuanto hubo un baile en el Palais-Royal, él, que era un asiduo de la residencia del duque de Chartres, se dio el placer de acudir y pidió a Jean-Baptiste que lo acompañara.
Eran de la misma estatura, aunque uno menos corpulento que el otro. El consejero prestó a su huésped un jubón de gala con ribetes de oro y ondas de fino encaje. El señor Raoul, el posadero, que también alquilaba carruajes, les proporcionó un cochero y un vehículo. Salieron a tiempo para cenar.