En noviembre ya hacía frío. Jean-Baptiste, que se frotaba las manos en el cuello del caballo para calentarse, llegaba helado al final de cada etapa. Había conseguido la autorización de sus compañeros para galopar a su ritmo, y les daba cita a las puertas de las grandes ciudades. Por fin podía viajar con la ilusión de sentirse solo y libre; entraba en los pueblos, hablaba con los campesinos y escuchaba a los ancianos en las plazas. En Lyon, mientras se compraba una capa de postillón y un sombrero con una pluma roja, se enteró de la muerte del rey de España.
Después de otras tres jornadas de viaje, la carroza y el caballero se reunieron en Fontainebleau. Cuando llegaron a la casa de los jesuitas era noche cerrada, y las ráfagas de viento apagaban constantemente los farolillos de cobre. Empezó a llover. Los árboles negros que delimitaban el camino se agitaban violentamente, a merced de la tempestad. Jean-Baptiste se reía y abría la boca para paladear la lluvia fría que tanto había echado de menos sin saberlo durante aquellos años en el trópico. Al día siguiente ya estaban en París. El vehículo dejó atrás el campo en la Porte d’Italie y se dirigieron hacia el Bièvre, entre unas sombras negras que se deslizaban buscando cobijo antes de que volviera a llover. Fueron alojados en una dependencia del colegio Luis el Grande. Fléhaut, que tenía familia en el pueblo de Auteuil, los dejó solos desde el primer día.
—Va a escribir el informe a Pontchartrain —dijo el padre Plantain con un aire malvado en cuanto el diplomático se hubo ido en una silla de manos.
La gran noticia del día era que Luis XIV había aceptado el testamento del rey de España, que al morir sin heredero legaba su corona al duque de Anjou. Así, cuando su nieto llegase a Madrid, el rey de Francia reuniría los dos reinos y se convertirá en el hombre más poderoso de Europa, y por lo tanto del mundo. Los vientos de guerra eran inevitables. Los jesuitas comentaban con satisfacción estas grandes noticias. El padre Plantain consideró que el gran rey cristiano no podía abandonar su papel de protector de las misiones, concretamente en Oriente y por tanto en Abisinia, y ahora menos que nunca. No había un acontecimiento que el cura no relacionase con el asunto más importante de su vida a partir de entonces: el regreso al seno de la Iglesia de un país que no conocía y que no le pedía nada.
Jean-Baptiste nunca había visto París, así que la primera noche descendió a orillas del Sena y dejó que su caballo abrevara en la ribera, entre barcas de remos y lavaderos. Al día siguiente dio una vuelta a pie. Primero estuvo en los grandes espacios abiertos donde se levantaban las nuevas obras en construcción. Pasó por los Inválidos, remontó a lo largo de la ribera hasta Pont-Neuf y dio un gran rodeo por los bulevares del norte hasta la Bastilla. También se percató de que la forma de vestir había cambiado mucho desde que abandonó el país. Los franceses de El Cairo estaban muy retrasados a ese respecto. Su casaca más hermosa tenía un triste aspecto comparado con la indumentaria que se llevaba en la capital. Al día siguiente se compró un jubón de terciopelo verde con pasamanos plateados, un chaleco de seda, calzas negras y medias en la calle Saint-Jacques. Así vestido, se atrevió a entrar en la ciudad propiamente dicha, es decir, a pasar por las estrechas calles del centro donde era habitual oír comentarios insolentes de los viandantes o los tenderos. Tenía muy buena planta con su espada y con el ojo alerta, así que nadie murmuró.
Jean-Baptiste estaba decidido a alojarse a sus expensas en la ciudad. Los jesuitas le habían llevado hasta allí y ahora se ocupaban de la audiencia real; ya era suficiente. No quería depender de ellos más allá. Sin embargo no era rico, y los precios de la capital resultaban elevados.
Será más juicioso que gaste la bolsa de oro en conseguir mi independencia que en dársela como presente al rey —pensó Jean-Baptiste—. Hasta es posible que su majestad tomara como un insulto una suma tan modesta.
Fue a ver a un cambista para convertir el oro que venía de tan lejos, aunque no por ello era más caro. El banquero le miró con cierto recelo, y al cabo de un buen rato le dio una bolsa de escudos que le pareció bastante ligera. Mejor esto que nada —se dijo— y en todo caso es suficiente para alojarme en condiciones.
Se fue en busca de una hostería. Primero callejeó por la Île de la Cité, luego pasó cerca del ayuntamiento y terminó por descubrir el lugar que necesitaba al lado de la iglesia de San Eustaquio. Era una taberna con un rótulo que le había llamado la atención y que consideró muy acorde con las circunstancias. En una chapa había pintada la figura de un africano alto, ataviado con un sayo de tela sujeto a la cintura y con una lanza en la mano. El establecimiento se llamaba Le Beau Noir. Jean-Baptiste entró. El hospedero, un hombre alto, flaco y de barba cana, parecía dar a sus clientes un trato mejor que a sí mismo pues desde la calle se oían risas y voces alegres procedentes de la amplia sala.
—Compré el negocio a un tintorero que había colocado ese curioso letrero —contó el hombre con una sonrisa franca—, y lo he conservado.
Jean-Baptiste preguntó si tenía una habitación libre y a qué precio. La que quedaba era más bien un cuartucho y muy cara, pero el hospedero le aseguró que le subiría tanta leña como quisiera quemar en la chimenea. El joven, que estaba aterido de frío de la mañana a la noche y que cada vez se complacía menos en el encanto nostálgico de esa sensación, aceptó y pagó cuatro días por adelantado. Regresó a buscar sus cosas y el cofre de los remedios a la casa de los jesuitas, y les informó de que se trasladaba; solo les pidió que se ocuparan de su caballo. El padre Plantain intentó retenerlo, pero fue en vano. Poncet prometió pasar por el colegio cada mañana para tener noticias y ponerse a su disposición para la audiencia real, una vez que esta se hubiera fijado. Volvió a Le Beau Noir, cenó con buen apetito y bebió sin contenerse un vino de Borgoña que le hizo entrar un poco en calor. El posadero, que era curioso, fue a darle conversación, y Poncet le contó que había llegado de El Cairo y que sabía curar enfermedades con ayuda de las plantas.
—¡Conque un médico! —exclamó el hospedero, haciendo un respetuoso saludo.
—Más o menos —dijo Poncet, que desconfiaba de los doctores con título.
—¡Oh! Más, señor, ciertamente más. Conozco bien a esos tunantes de la facultad que nos asesinan y para colmo nos roban. Esas plantas misteriosas, sobre todo si provienen de Oriente, me inspiran más confianza.
Jean-Baptiste se abstuvo de añadir nada más, y menos aún de impedir al hombre que hablara. Así, mientras subía a su habitación, oyó al tabernero que iba de mesa en mesa para divulgar la noticia de su profesión, y el médico sintió a sus espaldas miradas llenas de respeto.
Esperemos que lleguen los clientes —se dijo—, porque con la rapidez con que se va el dinero en esta ciudad, todo el polvo de oro se habrá evaporado muy pronto. Y quién sabe cuánto tiempo habrá que quedarse…
Sin embargo, los jesuitas no estaban de brazos cruzados. Los acontecimientos de España habían trastornado a la corte y tenían muy ocupado al rey. Pero los curas supieron esperar un poco, y entretanto hicieron llegar el asunto de Etiopía a sus superiores. La Compañía contaba en sus filas con la mayor parte de los directores espirituales de la alta nobleza, empezando por el del rey propiamente dicho. Por esa vía hicieron correr el rumor de la fabulosa misión en cien casas de abolengo, y anunciaron la presencia en la capital del protagonista de aquella expedición. Hubo algunas cenas de devotos, a las que Jean-Baptiste se negó a acudir alegando que reservaba la primicia de su relato al rey en persona, actitud que le valió unos sutiles reproches del padre Plantain. No obstante, el cura se sentía muy honrado de presentarse solo en esas prestigiosas residencias y de ser escuchado por hombres ricos y con títulos, y por hermosas mujeres; en suma, de codearse con un círculo social que habría sido motivo de orgullo para sus ancestros chalanes. No hay duda de que los curas son particularmente habilidosos para hacer fructificar el misterio. De lo poco que sabía del viaje de Poncet y del desdichado Brèvedent, el padre Plantain construyó un relato virtuoso, apasionante por sus propias lagunas y triunfante por su conclusión, pues se trataba ni más ni menos de que un noble pueblo volvía hacia la fe verdadera. Poncet, invisible, alcanzaba las dimensiones de un mito en los círculos aristocráticos.
Mientras tanto, Jean-Baptiste jugaba a las cartas con los comensales de Le Beau Noir, con los pies junto a la chimenea, iba a pasear a las horas de sol a los jardines de las Tullerías, y al regreso regaba las semillas de hibisco que había plantado en una jardinera. Al día siguiente de su llegada vio al primer paciente, el hijo de una sirvienta que el señor Raoul, el hospedero, había llevado personalmente a su habitación. El niño estaba aquejado de unas fuertes anginas, y Jean-Baptiste le proporcionó unos remedios sin cobrar. A los dos días el enfermo se había curado, algo que la naturaleza había conseguido por sí misma, pero que el médico tuvo la habilidad de anotarse en su favor. Se ganó una buena reputación muy deprisa, y aquello empezó a reportarle beneficios.
Así fue como Jean-Baptiste cultivó su fama en dos ámbitos muy diferentes durante su primera semana en París. Por un lado la de embajador, en la residencia de los príncipes que no le conocían; y por el otro la de curandero, en el barrio pobre donde pasaba el día. Lo cierto es que incluso adquirió una más, que ignoraba y que no decía nada bueno en su favor. Debido a la demora de la audiencia real, la correspondencia del señor De Maillet y de los capuchinos de El Cairo dio alcance a los viajeros y empezó a consumar su labor de zapa. A partir de ese momento el conde de Pontchartrain tuvo en su poder argumentos consistentes contra ellos, y un grupo de clérigos, más vinculado a Roma que a los jesuitas, propaló el rumor de que ese asunto de la embajada era una invención, un cuento, y Poncet un impostor.
El padre Plantain consideró necesario acabar con aquella odiosa campaña de descrédito, por muy modesta que entonces fuera. Era imprudente esperar la audiencia del rey, que podía retrasarse, pues su majestad preparaba el viaje de su nieto para España y debía proporcionarle a marchas forzadas algunas nociones sobre la tarea de gobernar. Así que el jesuita llamó a Poncet al colegio Luis el Grande. Este apareció una mañana, aprovechando el lapso entre dos visitas a enfermos, con las mejillas enrojecidas por el frío.
—Querido amigo —dijo el padre Plantain con fervor—, algunas mentes celosas (sabemos bien quiénes son, ya que nuestra orden está acostumbrada a sus críticas henchidas de odio), tienen el descaro de poner en duda su viaje a Abisinia. Así pues debemos dirigirles un desmentido formal y rápido. Habida cuenta de que ya estamos aquí, debería tener usted la amabilidad de entregarme la carta que le dio el negus. La mandaré traducir inmediatamente, será autentificada y la publicaremos en las gacetas que, por una vez, servirán a la verdad y a nuestra causa.
El aire de París había distraído a Jean-Baptiste hasta el punto de que al caminar hacia la calle Saint-Jacques se había ensimismado tanto viendo pasar los rápidos cabriolés, las cuadrillas de los mosqueteros vestidos de gris y las calesas donde se distinguían damas en flor, que había olvidado completamente el asunto de los jesuitas y concretamente la carta que se había inventado. En realidad solo se trataba de un trozo de papel que había garabateado él mismo y cuyo sello no era sino la marca que había dejado en la cera un viejo atizador.
—¿La carta del negus? —repitió con la mirada perdida.
Entonces se acordó.
—¡Ah, sí!, ya estoy en ello. Perdóneme, padre, pero es que el frío me entumece los sentidos. En fin, eso es imposible.
—¿Y por qué?
—La he perdido.
La expresión de estupefacción que se dibujó en el rostro del padre Plantain no habría sido mayor si un rayo hubiera caído en la habitación, hundiendo el techo.
—¡Y me lo dice así, con esa naturalidad! Perdida… ¿Pero se da cuenta de la situación?
Luego, recobrándose, el hombre de negro añadió con una voz poderosa:
—¡Encuéntrela! Esto es increíble. Mire por todas partes. Vuelva a Marsella si es preciso y mire en el suelo.
—No —dijo Poncet, que quería acabar con aquella farsa ahora que la había soltado—. Se lo aseguro, no serviría de nada. La perdí en el barco.
—Enviaremos un correo a Marsella. Tal vez la galera esté aún allí. En caso contrario podría alcanzarla un crucero.
Jean-Baptiste sacudió la cabeza.
—Le digo que es inútil.
Tomó una silla, se sentó de lado con un codo sobre el respaldo, con la naturalidad de un conversador de taberna y empezó con su relato:
—Habíamos rodeado la isla de Cerdeña. Recuerdo bien que usted estaba en el castillo de proa, como era su costumbre. Creo que rezaba, no, leía un misal, eso era. En la superficie del agua se veía el rastro blanco de unos peces de tres pies. Se diría que nos seguían. Yo fui a las cocinas a buscar unos mendrugos para lanzárselos y observar si desviaban su curso.
—¿Y entonces? —dijo el jesuita completamente abatido.
—¡Entonces, sí! Se desviaban, iban a atrapar el pan y luego…
—¡Al diablo con los peces! —exclamó el padre Plantain—. ¿Y la carta?
—Se cayó de mi bolsillo.
—¿En el puente?
—No, al agua.
El religioso se apoyó en la mesa de roble para no caerse.
—¿Y me creerá si le digo —continuó Poncet con tono animado— que vi a tres de esos monstruos saltar sobre el papel y disputárselo?
El jesuita se llevó la mano al corazón. Apenas respiraba.
—¿Qué le ocurre? —preguntó Jean-Baptiste—. ¿Se encuentra mal?
Le indicó que se sentara en su lugar en la silla y llamó para que trajeran un vaso de ron.
El padre Plantain se recuperó rápidamente de su malestar, porque era un hombre fuerte. Pero el otro cura que había venido en su ayuda hizo comprender a Poncet que valía más que los dejara solos, pues su mera presencia arrancaba gritos de furor a aquel desgraciado.
Jean-Baptiste volvió a marcharse con el semblante circunspecto. Pero en cuanto dobló la esquina del hotel de Conti, estalló de risa en plena calle.
Hasta entonces había hecho sus clientes entre los malandrines que frecuentaban Le Beau Noir. Algunas habitaciones estaban ocupadas por modestos hombres de negocios y extranjeros cuyos asuntos se desconocían. La taberna atraía a cocheros, soldados y todo un mundillo de gente de los mercados vecinos a quienes el señor Raoul trataba con familiaridad. La noche en que Jean-Baptiste volvió de Luis el Grande, el tabernero le esperaba para llevarle a casa de un misterioso enfermo de quien le habló con una voz quebrada de respeto.
El hombre vivía en la misma calle, casi enfrente de la taberna. Pero la alta fachada de piedra de su morada contrastaba con el perfil de hierro de Le Beau Noir y las casuchas vecinas.
—Hace medio siglo —dijo el posadero—, cuando el rey aún no había prohibido los duelos aquí, la casa a la que vamos era el centro de reunión de esgrima de todo París.
—Oh —exclamó Poncet—, tendría que haber traído una espada.
—Afortunadamente no tiene nada que temer —le dijo el señor Raoul, deteniéndose antes de llegar a la puerta del hotel para hacerle a Poncet ciertas revelaciones antes de entrar—. Un burgués muy honorable que fue durante mucho tiempo magistrado en el Parlamento compró la casa. Su mujer murió veinte años atrás durante una epidemia. Se dice que aquello fue el motivo de su ateísmo, pero a mí eso me tiene sin cuidado. Lo que sí es seguro es que educó muy bien a sus dos hijos, que ahora ya son mayores y que vienen muy de vez en cuando. La hija está casada con un extranjero y vive fuera del país; en cuanto a su hijo, sirve en un regimiento en la India. Vive solo y es un hombre más bien alegre que gustadle salir y recibir visitas. Pero hace seis meses que enferma con frecuencia. Sus crisis son tan fuertes que grita de dolor. A veces se le oye desde mi casa, y ahora duerme en la otra ala para no asustar a los viandantes cuando grita. Los médicos le han desangrado impunemente, no solo el cuerpo, sino también la bolsa.
Si siguen así lo matarán, además de arruinarlo. No obstante podemos estar tranquilos de que harán las cosas en condiciones y que antes lo arruinarán. Se ocupa de él una sirvienta. Por fortuna es una santa mujer que solo quiere su bien. Le he hablado de usted. Ayer tuvo otra crisis y esta mañana ha venido corriendo para decirme que su señor estaba dispuesto a ponerse bajo sus cuidados.
Dicho esto, el señor Raoul avanzó hasta el portal y tiró de una cadena de hierro. Una campanilla, muy lejana, sonó en los corredores vacíos. Un momento después apareció la sirvienta. Era una mujer con el rostro surcado de arrugas, aunque conservaba la mirada bondadosa y brillante de la juventud. Llevaba un delantal anudado a la cintura y una simple cofia de batista.
—Para tu señor, Françoise —dijo el posadero.
Al oír el nombre, Jean-Baptiste se ensimismó un instante y el pensamiento de Alix le atravesó como una puñalada. Pero se recobró enseguida. La sirvienta los condujo por largos pasillos amueblados con baúles de roble, sombríos y abandonados ahora, aunque se podía imaginar que en el pasado había vivido una familia y se habían oído gritos de niños. Subieron una escalera que rechinaba y entraron en una habitación decorada con terciopelo carmín con motivos adamascados.
Acostado en sábanas de lino les esperaba un hombre de gran estatura, con el rostro redondo y el pelo canoso y cortísimo. Al verles esbozó con gran esfuerzo una tenue sonrisa en su máscara de dolor.
Poncet pidió al posadero y a la sirvienta que esperaran fuera. Examinó al enfermo, que le indicó con el índice dónde se localizaban las punzadas, apretando los labios en un intento desaforado para no gritar. Jean-Baptiste le hizo preguntas muy precisas, diciéndole que respondiera sí o no con la cabeza. Por fin, cuando tuvo una idea clara de la naturaleza del mal, se marchó no sin antes advertirle que volvería al día siguiente por la mañana.
Pasó buena parte de la noche preparando una poción, que le administró al día siguiente. Pero los dolores no cesaron. Trabajó nuevamente por la tarde y le llevó otro remedio que tampoco hizo efecto alguno. Aquella noche indagó por otra vía, a la vez que se lamentaba de que el maestro Juremi no estuviera allí para ayudarle, pues era un portento en ese tipo de preparados. Finalmente, a la mañana del segundo día, llevó al paciente un tercer específico a base de resina de jara, que surtió efecto en menos de una hora. La disminución del dolor se reflejó a ojos vistas en el rostro del paciente, y se durmió aliviado. Por la noche llamó a Jean-Baptiste. Al llegar, este encontró al enfermo sentado y vestido.
—Tome asiento —dijo el hombre amablemente—. Y permítame que me presente. Aunque probablemente no le dirá nada, mi nombre es Robert du Sangray.