Después de su último encuentro nocturno con Jean-Baptiste, Alix se quedó preocupada. Aquella misma mañana, Françoise fue a tranquilizarla. Por la tarde corrieron los rumores por toda la casa, y la joven se enteró del atentado del que había sido víctima ese pobre Macé, como decía su madre. De pronto lo comprendió todo y se puso furiosa. Pero el motivo de su enojo no era el pobre señor Macé, a quien despreciaba profundamente. ¡Cuán necesitada de compañía habría debido de estar en el pasado para dignarse prestar atención a alguien así! Ahora que se atrevía a enjuiciarlo con más lucidez, es decir, a la luz de la verdad desde que cometiera la terrible injusticia de compararlo con Jean-Baptiste, veía al secretario como un ser absolutamente servil y pusilánime, y lo cierto era que a pesar de todo no podía guardarle rencor por su abyecto modo de ser. No, en ese momento estaba enfadada con su padre, y mucho, porque no dudaba de que el señor Macé tenía instrucciones y que si la vigilaba era por orden del cónsul.
Como Alix no tenía un carácter moderado, como ella misma empezaba a darse cuenta, descargó todo su mal humor sobre su padre, con el que estaba sumamente resentida. Y para empezar le reprochó ser el causante de esta nueva separación. La primera vez, Jean-Baptiste se había enrolado en aquel viaje a Abisinia antes de que ella lo conociera. Evidentemente, nadie era culpable de eso. Pero esta vez su amante volvía a marcharse por culpa de su padre, que por intransigencia, por principios inamovibles, por indiferencia hacia la vida de los demás, y en concreto hacia la de su hija, ponía condiciones a su matrimonio. También le censuró que hubiera estropeado sus últimos minutos con Jean-Baptiste mandando que la siguieran. Una y otra vez rememoraba aquella humillante escena, y cada vez que recordaba la imagen volvía a sentirse humillada; ella y Françoise corriendo sobre sus escarpines demasiado estrechos, tropezando, con el corazón encogido para escapar del vil espía. Era una escena de caza. Efectivamente, su padre la había tratado como si fuera una pieza a la que se acecha y apunta. La relación de fuerzas era la siguiente: Jean-Baptiste y ella estaban tan indefensos como las liebres en un campo de maíz, y no tenían más opción que esconderse, huir y valerse de artimañas para librarse de los perros que lanzaban tras ellos.
A partir de esa escena, que le había partido el corazón, Alix repasó toda su infancia y todo cuanto había formado parte de su educación: el mejor ejemplo de todo cuanto se consentía en aquella época a las jovencitas. De niña había recibido los discretos cuidados de una gobernanta, que se preocupaba exclusivamente de que estuviera quieta las escasas ocasiones durante la semana que se la llevaba a su madre. Después partió hacia el convento, y valga decir que sus pensionistas no eran precisamente tan excepcionales como para que el sitio donde había crecido pudiera considerarse abierto al mundo. Había estado escondida en un agujero en el campo. La única esperanza que tenían aquellas niñas recluidas era supeditarse lo más rápidamente posible a otra dependencia, la de un marido impuesto. Y para prepararlas a ese destino al que las obligaba la sociedad, les enseñaban a llevar vestidos de gala provistos de miriñaques de crin y aros de hierro. En la soledad de la casa de El Cairo, sin contacto alguno con nadie con quien compararse para juzgar normales aquellas usanzas, Alix se había acostumbrado a respetarlas, pero esa costumbre se rompió, como sus tacones, en una bella noche de caza en que se le reveló su verdadera naturaleza, y con ella, por contraste, el yugo que suponía su condición.
Durante el primer viaje de su amante había disimulado, y de alguna forma había mentido a su padre, pues le había escondido celosamente su pasión. Pero lo hizo con pesar, y había conservado intacto el respeto que les debía a sus padres. Sin embargo, esta vez todo había cambiado. La certeza de que su padre había empleado medios desleales para con ella liberó dentro de sí la cuerda tirante de la rebelión. Su lucha no se regiría por los buenos principios, y para defenderse recurriría a todas las pobres armas que tenía, e incluso trataría de adquirir otras nuevas y más poderosas.
Alix esperó a que su padre la convocara.
Él la llamó a su gabinete dos días después de la partida de Poncet.
El cónsul no tenía ninguna sospecha de su hija. Su egoísmo era tal que era incapaz de imaginarse que su persona pudiera infundir sentimientos de hostilidad a los demás o que alguien pensara por sí mismo. Por otra parte, el señor De Maillet no tenía nada que ver con la emboscada de su secretario. De hecho, si el cónsul decidió hablar con su hija para que se pusiera en guardia fue por las insinuaciones de este, y sobre todo por la conducta insolente de Poncet.
—¿Te has fijado en ese boticario? —le dijo sin ninguna animosidad, pues siempre hablaba a su hija con dulzura, como si de ese modo se persuadiera personalmente de que la quería.
—Usted mismo me lo presentó, padre —dijo Alix sin turbarse.
Si cree que la perdiz va a echar a volar con el primer paso del cazador se equivoca, pensó su hija.
—Ahora se ha ido y espero que no lo veamos más. Pero, respóndeme, te lo ruego, pues me gustaría tomar algunas medidas en el caso en que intentara volver por aquí: ¿Te ha importunado alguna vez?
Alix alisó con sus manos un pliegue de su vestido azul y negro, a la altura de la rodilla, como si quisiera liberarse de una molestia. ¡Hasta dónde quiere llegar! —pensó—. Querrá impedirle regresar. ¡Qué más da! Si el rey le recompensa, también podrá salir de esta…
—¿Dudas? —preguntó el cónsul.
—Busco en mis recuerdos. Pero no he reparado absolutamente en nada, padre. He visto muy poco a ese hombre y siempre se ha comportado de la forma más conveniente.
No me cree —se dijo—. Lo sabe. Pero hay que negar, negar, negar siempre.
—¿Estás segura de no haber hecho algún gesto equívoco que haya podido confundir a un corazón vulgar, incitándole a perturbar tu pudor?
—¿Yo, padre? —dijo abriendo desmesuradamente sus ojos azules.
Alix se conocía lo suficiente como para saber que sus pupilas podían ser agua de roca o un lago en cuyas profundidades se podía ver palpitar el engranaje de su corazón.
Si no lo sabe —se dijo—, verá la pureza de una ingenua en el brillo de mis ojos, y si lo sabe, un cuchillo.
El señor De Maillet se relajó, se acercó a Alix, tomó una mano entre las suyas y la acarició como hubiera hecho con un animalito.
—Ya sé que mis preguntas son demasiado duras —dijo—, pero intento protegerte. Temía que hubieran llegado a tus oídos las palabras de ese individuo.
—¿Qué palabras, padre? —dijo ella retirando la mano.
—Nada. Despropósitos de borracho. Ese hombre es un miserable, como casi todos los aventureros que vienen a parar a esta colonia, desgraciadamente. Por eso te defiendo cuanto puedo de cualquier compañía.
—Se lo agradezco, padre —dijo Alix que, más tranquila después de ese primer asalto, optó por lanzarse al contraataque—. Gracias a usted, nadie ha perturbado nunca mi virtud. Pero el inconveniente es…
—Tú dirás.
—… que aquí me aburro enormemente.
—Lo sé —dijo el señor De Maillet, que se alejó unos pasos, dio media vuelta y volvió hacia su hija—. No pensaba comunicártelo tan pronto, pero da igual —añadió—. La cuestión es que he emprendido algunas diligencias para que en muy poco tiempo, sí, en muy poco tiempo, no te aburras nunca más.
—¿Qué diligencias?
—Te casarás.
Los amantes carecen de juicio, y por un instante creyó que su padre iba a anunciarle que Jean-Baptiste…
—La noticia te desconcierta, lo comprendo —dijo el cónsul—. Piensa sin embargo que ya es tiempo.
Alix hizo una prudente reverencia para demostrar que acataba la voluntad de su padre.
—¿Y puedo saber a quién ha concedido mi mano? —preguntó con una voz humilde.
—A alguien a quien verás llegar muy pronto. No digo que venga de Francia únicamente con tal propósito, pero casi. Es un hombre de una excelente familia, y nuestro pariente Pontchartrain responde personalmente de sus méritos, lo que no es poco.
Alix hizo otra reverencia y no preguntó nada más, una actitud que el cónsul acogió con alivio a la vez que con sorpresa. No temía recibir una negativa, pues estaba seguro de su autoridad, pero siempre podían haber gimoteos, preguntas y un abanico de emociones que, sin ser un obstáculo, habrían supuesto una engorrosa complicación. Uno se imagina siempre que el corazón de las jovencitas es más complicado de lo que es en realidad —pensó—. Pero si están bien educadas, todo es sencillo. El señor De Maillet miró a Alix, aquel irreprochable producto del orden y de la familia, y se enterneció.
—Padre —dijo—, espero ver a ese hombre del que me habla y no dudo de que sabré reconocer sus cualidades, al parecer tan meritorias.
El señor De Maillet sonrió afectuosamente.
—No obstante —prosiguió la joven—, supongo que mi matrimonio no se celebrará de hoy a mañana, y hasta entonces me gustaría que me concediera un favor.
—Tú dirás, hija.
—Verá, el clima de El Cairo me extenúa, estoy desmejorada. Mire qué palidez. Y me parece que incluso para atraer la mirada de un pretendiente…
—¿Qué dices? Yo te encuentro resplandeciente.
—Es porque me he puesto arrebol. Además, una no se entera todos los días de que va a casarse. Tal vez sea eso lo que ahora me da estos colores. Pero créame, padre, me siento muy débil.
—Aún nos quedaremos en El Cairo algunos años más. Tendrás que acostumbrarte —dijo el señor De Maillet con un tono perentorio—. Si te casas con el hombre que te digo, tal vez puedas irte a otra parte. Pero te prevengo que es un diplomático de Oriente y puede ser que un día tengas que sufrir aún más incomodidades. ¿Te imaginas recluida en una legación en Damasco o Bagdad? ¡No conoces esas ciudades! Al menos aquí está el aire del Nilo…
—Precisamente, padre. Eso es todo cuanto deseo. No echo de menos la sociedad de El Cairo. Sólo necesito un poco de naturaleza, de aire libre. Usted posee una residencia en el campo, a una legua de Gizeh. Permítame pasar allí unos días con mi madre y algunos criados.
—Esa casa no es salubre —dijo con prontitud el cónsul—. Hay mosquitos muy dañinos en el río y enfermarías de fiebres.
—En verano. Pero en el invierno es saludable. Me parece que su antecesor iba dos meses al año.
En el fondo —se dijo el cónsul— lo esencial es que no ponga reparos en casarse. Así que habrá que darle alguna recompensa a cambio. No fomentemos la rebeldía allí donde, por el momento, todo son buenas disposiciones.
—No quiero que tu madre se ausente de El Cairo. El consulado no puede estar mucho tiempo sin ella.
Era un curioso cumplido, aunque auténtico. Al decir el consulado, el señor De Maillet se refería evidentemente a sí mismo.
—En ese caso, iré únicamente con los criados —dijo Alix.
—¿Con quién? ¿Con esa lavandera que no se separa ni un instante de ti y de la que no me han hablado muy bien? El odioso Macé se ha explayado a gusto, pensó Alix.
—¿Qué tiene que reprocharle, padre? —dijo recurriendo de nuevo a sus grandes ojos, que mantuvo medio abiertos y completamente fijos en los del cónsul.
—En todo caso —dijo él desviando la mirada— dos mujeres no pueden quedarse solas en aquel lugar. Necesitarás dos guardias de los nuestros, y le pediré al agá unos jenízaros para que custodien la linde del parque.
—Así que acepta…
—Para que tengas un buen color —dijo su padre con el semblante huraño—. Y con la condición de que regreses en cuanto te lo pida, pues el hombre que esperamos no se demorará mucho.
Alix aceptó las condiciones y desapareció, satisfecha por haber salido airosa de aquel trance.
El señor De Maillet dio las órdenes pertinentes y, satisfecho también de la entrevista, pasó el resto de la mañana escribiendo tres cartas, una al canciller Pontchartrain y las dos restantes a conocidos suyos para ponerles en guardia contra Poncet. Describió al hombre como un borracho, un cuentista de quien no se podía creer una sola palabra, un crápula sediento de ambición. El cónsul dejaba claro que tenía grandes dudas respecto a la veracidad del relato del viaje a Abisinia, e incluso sugería que aquel mitómano probablemente ni siquiera habría ido más allá de la frontera de Sennar. Los argumentos que el señor De Maillet esgrimió sobre este último punto eran bastante pobres, pero la Providencia quiso que reuniera algunos más los días siguientes.
Al igual que ocurrió después de la partida de la misión del padre De Brèvedent, el superior de los capuchinos, aquel gigantón hirsuto que se hacía llamar don Pasquale, volvió a presentar de nuevo sus quejas al cónsul. Se había enterado de que el padre Plantain y los abisinios habían viajado a Versalles y protestaba contra lo que denominaba el favoritismo de Francia hacia una congregación en particular. El señor De Maillet le respondió con toda amabilidad diciéndole que no tenía favoritismos con nadie y que estaba a su disposición para apoyar los esfuerzos de su orden, en cualquier otra circunstancia, si podía.
—Esto viene como anillo al dedo —dijo el cura italiano—. Pronto mandaré una missione hacia Abisinia.
—¿Otra vez? —exclamó el cónsul.
—Por el momento nos quedamos en Sennar, y nadie ha entrado più lontano.
Y añadió con perfidia:
—Ni siquiera vostro protegido.
—¿Mi protegido?
—¡Sí, el signore Poncet!
El cónsul parecía estar muy interesado y le hizo repetir al padre Pasquale sus palabras. Este confirmó que, según las informaciones fidedignas de sus hermanos en Sennar, después de huir de la ciudad, Poncet solo había estado a unas diez leguas de la frontera, en un pueblo abisinio que hacía las veces de aduana, que no le habían permitido ir más lejos, que había esperado allí varios meses, que incluso se había casado por los ritos de la región con una indígena, lo cual no era difícil, y que había regresado contando fantasías sobre un emperador que no había visto jamás.
El señor De Maillet, jubiloso al oír el relato, preguntó al capuchino por qué no había acudido antes a contarle aquello, y el hombre respondió con insolencia que si a los franceses les complacía ponerse en ridículo tratando de embajador a un viejo cocinero armenio, él no tenía por qué privarles de semejante placer. Pero añadió que había informado a Roma y que todos los capuchinos sabían la verdad, incluidos los de París.
—Lo que me está diciendo es de la máxima importancia —opinó seriamente el cónsul—. ¿Dispone usted del testimonio de los hermanos que están en Sennar? ¿Acaso han escrito?
—En el monasterio tengo una longa lettera del superior de Sennar.
—Se lo imploro —prosiguió prontamente el señor De Maillet—, deme una copia de esa carta. Aún puedo poner coto a este asunto.
El capuchino no decía nada, esperaba algo. Mientras tanto, el cónsul, que había picado en el anzuelo, intentaba saber más.
—Evidentemente —dijo—, tiene usted mi palabra de que me comprometo a poner todos los medios a mi alcance para secundar su misión.
—¿Su palabra?
—La tiene.
—Bene. Usted tendrá la lettera hoy notte —dijo el padre Pasquale, que por fin tenía lo que había ido a buscar—. Volveré dentro de qualque giorni para splicarle il nostro piano y nostri bisogni.
Dichas estas palabras, el italiano se despidió del cónsul con tanta grosería como la que había mostrado al entrar. Pero al señor De Maillet empezaba a gustarle, esta franca rudeza que contrastaba tanto con la insidiosa cortesía de los jesuitas.
Fue preciso una semana para que un tropel de criados acondicionase la villa de Gizeh. Abrieron todas las ventanas y dejaron entrar el aire hasta que llegó a todos los rincones de las habitaciones más pequeñas. Después procedieron a las fumigaciones para evitar las fiebres. Por último equiparon todo con la loza y las sábanas limpias que habían llevado en dos carretas.
Alix llegó al día siguiente de que se terminaran estos preparativos, acompañada de Françoise, pues como era de esperar, su madre había preferido quedarse en El Cairo. Los tres servidores que las acompañaban se desvivían por las dos mujeres, que se habían visto en el apuro de escogerlos pues el cónsul tenía a todos los sirvientes en su contra; les repugnaba su avaricia y el desprecio que mostraba para con sus inferiores. En cuanto a la pequeña guarnición de turcos que el agá de los jenízaros había mandado, se mantenía a considerable distancia de la casa y solo estaba autorizado a controlar los exteriores de la propiedad.
La señorita De Maillet, ataviada con un vestido de terciopelo negro y una simple cinta en el pelo, llegó en calesa a las tres de la tarde. Le habían hablado de la casa, pero no la conocía. La descubrió en el extremo de un largo dique elevado que el agua bañaba por ambos lados en la estación de las crecidas. La construcción era un palacio morisco rodeado de arcadas de madera que dibujaban arcos quebrados. Las ventanas estaban protegidas por postigos de cedro labrados como celosías. La casa estaba rematada por una torre octogonal con un tejado en forma de casco otomano. Sólo faltaba la media luna mahometana, en lo alto de su perfil ondulado. El emblema había existido en otro tiempo, pero el bajá que regaló esta residencia a un cónsul de Francia, unos cincuenta años antes, tuvo la delicadeza de mandarlo retirar.
La construcción se hallaba en una colina que daba sobre la orilla del río y que la ponía fuera del alcance de las inundaciones habituales. Por tres flancos, estaba rodeada de aluviones, que el cónsul tenía abandonados, aunque eran fértiles. Allí crecía una hierba tupida que bordeaba la casa como una alfombra de un verde claro. En el otro flanco, situado en pendiente hacia el río, habían grandes árboles que cubrían la tierra con sus sombras e impedían que creciera cualquier otra planta. Un manto de hojas secas se extendía bajo este techo de vegetación hasta los cañizales de la orilla. Las velas blancas de las falúas pasaban a una distancia prudencial de la propiedad debido a una prohibición que no indicaba nada, pero que todos los barqueros debían repetirse de boca en boca. Un pontón de madera, con una barca fuera de uso amarrada, se adentraba unos veinte metros en las aguas.
Alix dio la vuelta a la casa y respiró profundamente la brisa del río, desde la terraza de madera del salón. Pero no se demoró contemplando la voluptuosidad del paisaje.
—Vamos —dijo a Françoise—, hay que empezar sin tardanza con nuestro programa.