El segundo enfrentamiento de Jean-Baptiste con el jurado se inició con un estado de ánimo radicalmente opuesto al primero. Aunque los hombres de ciencia estimaban por unanimidad que el supuesto viajero había respondido mal, percibían la fuerza de su argumentación y la inconsistencia de las pruebas sobre las que podían basar una recusación, toda vez que habían sacado provecho del paréntesis de aquellos días para sumirse en sus estudios y poner a punto un cuestionario más atinado. Por el contrario, Jean-Baptiste llegó a la audiencia muy sonriente debido a la alegría que le había proporcionado su reciente resolución. El pequeño paseo le animó; había estado en compañía de sus guardianes, dos buenos mozos oriundos de la Picardía, más o menos primos entre sí, a quienes su jefe les permitía hacer el servicio siempre juntos.
El interrogatorio se abrió con una pregunta del sacerdote, que no había abierto la boca la sesión anterior. Era un hombre gordo muy miope que sujetaba la hoja contra la nariz para leer el texto que había preparado antes de levantar sus grandes ojos nublados hacia la sala. Deseaba que se precisara la alimentación de los abisinios. Dejando aparte la complicación de la frase, su pregunta era bastante sencilla e incluso necia. Y Jean-Baptiste respondió con educada desenvoltura. Siguieron varias preguntas que apuntaban al detalle y que mostraban con qué esmero los eruditos habían estudiado las escasas crónicas disponibles relativas a Abisinia. La sesión se tornaba aburrida, pero de pronto se animó con una pregunta sobre las leyes orgánicas del reino.
—La regla, como aquí —dijo Jean-Baptiste—, es la primogenitura. Los hermanos, primos y sobrinos del rey, que podrían ser el instrumento de una rebelión, son neutralizados. Mientras que en otros lugares se prefiere hacerlos caer en los excesos, allí son encarcelados en lo alto de una montaña.
—¿Y haría usted el favor de decirnos dónde se hace caer a los hermanos del rey en los excesos? —preguntó el presidente.
La alusión al pobre duque de Orleans era demasiado clara para hacer más puntualizaciones. Jean-Baptiste sonrió.
—Pues… no sé. Será cosa de los aztecas, supongo.
Los miembros del jurado se miraron perplejos. Aquellas groseras provocaciones eran indignantes, y al mismo tiempo una ocasión sin igual. Si volvieran a repetirse, les permitirían apartarse del terreno inconsistente de la ciencia y de la filosofía para encontrarse con el del ultraje y por lo tanto, acto seguido, con la policía, simple y llanamente. Había que insistir…
—Háblenos más del rey de los abisinios, se lo ruego —solicitó uno de los profesores con una leve sonrisa.
—Ya les he dicho mucho. Realmente me falla la memoria.
—Intente recordar. ¿Cómo vive? ¿Qué hay de notable en su corte?
—Me parece que ya les he descrito todo eso. El trono, el palacio… ¡Ah, tal vez pueda contarles una anécdota que acabo de recordar! La cuestión es que, en el palacio, las ventanas del rey dan a dos patios, y en uno de ellos están los leones.
—Ya nos lo ha dicho.
—Sí, pero lo que ustedes no saben todavía es que constantemente se oyen llegar lamentos del segundo patio. Es un murmullo que no cesa jamás, a veces se intensifica y se distinguen sollozos y gritos. Un día pregunté si eran los condenados, los prisioneros de guerra, quienes gemían así. Me respondieron que quienes se lamentaban de aquella forma eran unos servidores bien amados del rey y bien retribuidos, cuyo trabajo consiste únicamente en producir lo que los abisinios consideran la música más necesaria para un soberano y que siempre debe resonar en sus oídos: el murmullo del pueblo doliente que pide su auxilio.
—¿Y qué conclusión saca de todo esto? —preguntó el presidente.
—Saque las conclusiones usted mismo —dijo Jean-Baptiste—. No soy yo quien debe saber si algunos reyes juzgarían más o menos oportuno permitir que llegara hasta ellos la queja de sus súbditos.
—¡Eh! ¡Eh! —dijo el presidente mientras miraba alegremente a sus colegas—. ¿El escribano ha anotado todo? ¡Perfecto! Nada regocija más el corazón de los cortesanos que el espectáculo de un hombre que desafía por orgullo aquello a lo que los demás se someten. Así tienen la oportunidad de ver cómo el poder se torna despiadado y pueden justificar su propia cobardía con la excusa de que es una batalla perdida de antemano.
—¡Ah! —dijo Jean-Baptiste, participando del regocijo—, como la vida del negus les interesa tanto, recuerdo otra anécdota. Figúrense que un hombre de la nobleza duerme por la noche en el umbral de su puerta. Y es él quien por la mañana despierta al rey con unos golpes de látigo en el suelo. Se preguntarán por qué con latigazos. Esa costumbre proviene de la época en que los negus iban con su campamento a cuestas por el monte y cambiaban de sitio prácticamente cada día. A veces sucedía que en la oscuridad de la noche, las fieras carnívoras, casi siempre hienas, se deslizaban entre las tiendas y en ocasiones hasta la entrada de la del soberano. Así que los latigazos tenían por objeto alejar a las bestias feroces que pretendían acercarse a su persona. Cuando los reyes construyeron palacios y se acostumbraron a dormir allí, conservaron esta tradición, como si aún siguieran en la selva, rodeados de una fauna peligrosa y salvaje. Francamente, señores, ¿no creen ustedes que esto constituye un perfecto y bello ejemplo en el que inspirarnos para ponerlo en práctica en otra parte?
—Conque perseguir a las hienas por el palacio, ¿eh? Azotar a los cortesanos, por ejemplo, cuando el rey se levante, ¿no es eso? —exclamó el presidente—. Desde luego. Anote, escribano. Sus historias son realmente excelentes. ¿Por qué no nos habrá amenizado antes con estas joyas?
Todos los miembros del jurado se mostraban distendidos y con una amplia sonrisa, mientras el público estaba inmerso en un hermético silencio.
—¿Algún detalle más? —preguntó el presidente con avidez.
—Uno más —contestó Poncet sonriente—. Allí asistí a numerosas ejecuciones. Hay un castigo que me gustaría describirles. Se coge al condenado y se le envuelve por completo en una especie de paño de muselina blanca. A continuación se vierte sobre él cera tibia y líquida, que impregna la tela, solidificándose y transformando al hombre en una gran vela viviente. Luego se enciende, y arde como una antorcha. El crepitar del fuego hace tanto ruido que apenas se le oye gritar.
Los miembros del jurado, sobrecogidos, miraron a Jean-Baptiste aterrorizados, mientras la pluma del escribano flotaba en el aire.
—Cuando todo ha terminado, solo queda la forma negra del cuerpo calcinado. Entonces hay que estar bien atentos. Hay que mirar bien y voltear el cadáver por todos lados. Con un poco de suerte aún se pueden descubrir los ojos intactos del condenado, que han sido protegidos por sus lágrimas, bajo una corteza de tela todavía blanca.
Jean-Baptiste se levantó.
—Ya saben bastante —dijo—. Esta vez, no creo que pueda contarles nada más. Júzguenme como consideren oportuno. Sólo tengo un deseo: me gustaría que dictaminaran para mí una ejecución de esta naturaleza, que me aniquile el cuerpo, pero que me deje intactos los dos ojos, de los cuales he hecho tan buen uso hasta ahora. Adiós, señores, y gracias por haber querido escuchar la crónica de mis viajes.
En el aire silencioso y helado resonaron entonces las botas de Jean-Baptiste, seguido de los dos picardos. Atravesaron toda la sala, subieron los peldaños de madera hasta el gran portón y salieron majestuosamente.
—Amigo mío, ha cometido un error —le dijo el consejero Du Sangray—. Tal vez lo hubiéramos arreglado todo. Figúrese que sus recuerdos han conquistado al duque de Chartres. Para demostrarle cuánto le ha cautivado esta lectura, se ha empeñado en encontrarse con usted. Le ofrece estas diez mil libras y le pide el favor de que le permita publicar su relato. Así que se ha equivocado de medio a medio al provocar a los jueces.
El consejero estaba de pie frente a Jean-Baptiste. Como de costumbre, el anciano no llevaba peluca y su cabeza se enmarcaba en una corta pelusa gris. Tendió los brazos hacia el médico y le dio un abrazo.
—Ha cometido un error, y ha estado muy acertado. No puede imaginar lo bien que le entiendo. Tenga, le ruego que al oro del duque agregue este, que es de mi parte.
Depositó una gran bolsa de terciopelo en la mano de Jean-Baptiste.
—Ahora no pierda tiempo. En fin, se ha empeñado en dar un escándalo. Yo no le habría aconsejado que lo hiciera pues aquí todo va muy deprisa. La Reynie ya no está, pero su policía es más eficiente que nunca. Antes incluso de que el jurado haya redactado el informe, el rey lo sabrá todo.
—Tengo la intención de actuar esta misma noche.
—En fin, dígame tan solo qué puedo hacer por usted. Jean-Baptiste le dio las indicaciones pertinentes.
—¡Es lamentable! —exclamó el consejero—. El duque de Chartres se sentirá muy apenado por no conocerle. Tenía muchas preguntas que hacerle.
Luego Sangray abrazó a su joven amigo con lágrimas en los ojos.
—Y yo —dijo— pierdo a un hijo.
—No lo pierde, lo salva.
—Eso me consuela, pero debo confesarle que esta sentencia me resulta muy dura, aunque escape de los jueces.
Aquel adiós conmovió profundamente al joven. El señor Raoul, que apareció con un faisán, fue a buscar una botella de borgoña y dejó a los dos hombres comulgar por última vez con aquellas divinas especies.
A las nueve de la noche, Jean-Baptiste entraba en su aposento. Los dos guardias picardos le saludaron respetuosamente. Media hora después, toda la casa dormía.
La parte trasera de la casa donde vivía el consejero Du Sangray daba a un patio adoquinado de reducidas dimensiones. Un pozo con brocal y dos cuadras ocupaban el fondo, que lindaba con un muro de dos metros de altura. La habitación de Jean-Baptiste daba a ese patio trasero a través de un ajimez. La suerte quiso que el techo de las cuadras estuviera acoplado con el edificio principal mediante una lima ancha situada inmediatamente por debajo de la ventana. En el momento en que en San Eustaquio daban las diez, Jean-Baptiste, vestido con su casaca más cálida y envuelto en un gran tabardo, pasó una pierna al otro lado de la ventana y se deslizó sobre el tejado de la cuadra. Llevaba un bulto a la espalda. Pasó con cautela a lo largo del borde de pizarra, alcanzó el muro de un salto y luego se deslizó hasta el patio vecino, donde cayó con los dos pies sobre un montón de tierra blanda, sin hacer ruido alguno.
Estaba oscuro, hacía mucho frío y las estrellas rutilaban en un cielo negro y helado.
Jean-Baptiste dio dos pasos con mucha precaución, y de pronto una mano le agarró del hombro.
—¿Mortier? —dijo sobresaltado.
—¡Chis! Sígame.
El contrabandista no estaba curado del todo, pero ya no tenía fiebre; su herida cicatrizaba al abrigo de un buen vendaje. Seguía cojeando, ciertamente, pero había visto cosas peores y de todas formas habría vuelto a las andadas. Nadie conocía París mejor que él. Secreto por secreto, Poncet le había revelado el suyo, y el hombre se alegraba sobremanera de poder ayudar a quien le había prestado auxilio.
Ambos se escabulleron por un dédalo de callejuelas y de patios. El viento invernal había apagado casi todas las luces. Mortier sabía dónde estaban los perros, qué puertas de los jardines quedaban abiertas y podían servir de atajo. Conocía el trayecto de la patrulla y, salvo que tuvieran la mala suerte de que alguien los denunciara —circunstancia a la que achacaba la causa de su accidente—, no tenía miedo de nada. Miraba las calles igual que un navegante otea los peligros de la marejada y de las corrientes. En media hora llegaron al bulevar Du Temple, iluminado por grandes farolas de cobre colgadas de unos postes.
—Cuidado —susurró Mortier—. Hay un puesto de guardia a cincuenta pasos de aquí. Vaya por la linde de las sombras, y eche a correr si oye gritos.
Mortier fue el primero en cruzar cojeando el vasto espacio iluminado del bulevar. Cuando hubo desaparecido en la oscuridad de enfrente, Jean-Baptiste se reunió con él en unas pocas zancadas, sin sobresalto alguno. Del otro lado se extendían unos jardines con grandes árboles, donde se habían construido algunas casas. Había que ser cautelosos con los perros guardianes agazapados a veces detrás de los setos. Pronto abandonarían estos cercados y se internarían en la pendiente de la Charonne, en el campo completamente desierto y puro. Surcaron caminos intrincados, atravesaron bosquecillos por los senderos y saltaron pequeños arroyos cuyas riberas estaban cubiertas de hojas muertas.
El cielo no ofrecía ningún atisbo de luz pues aún no había luna. Llegaron a un camino ancho. De vez en cuando, al acercarse a una de las puertas de la ciudad, oyeron en la sombra el sobresalto cansino de un buey sorprendido en su descanso. Poco antes de llegar al pueblo de Charonne acortaron por la derecha. Por la humedad y el rumor de las hojas, Jean-Baptiste se percató de que estaban en un bosque. En un claro oyeron resoplar un caballo. Mortier hizo la señal convenida, a la que respondió un silbido.
—¿Eres tú, bribón?
—Yo mismo, granuja.
Una voz de hombre un poco temblorosa, probablemente de anciano, salía de la noche, muy próxima a ellos.
—¿Tienes el animal?
—Animal tú, ¿es que no tienes orejas? Dame la mano, aquí, toca. ¿Acaso es una perdiz?
—Pásame la brida, viejo zorro. Tenga doctor, aquí está su caballo, con silla y todo.
A tientas, Jean-Baptiste puso el pie en los estribos y saltó sobre la silla. Mortier le recordó en qué posta debía cambiar su montura. No quiso aceptar dinero. Jean-Baptiste no insistió, pero deslizó una bolsa sin que se diera cuenta en el tabardo del contrabandista.
Se dieron la mano en silencio y cada uno dio las gracias al otro muy sinceramente. Poncet espoleó al caballo y alcanzó el camino principal. En el primer cruce, giró hacia el sur y ya no se desvió. Al principio la oscuridad le obligó a cabalgar al trote. Luego ascendió un cuarto de luna, lo suficiente para vislumbrar los relieves. El caballo tenía un buen galope, regular y ligero. Nunca había estado tan cerca Jean-Baptiste de encontrarse en un aprieto semejante: iban en su busca, le perseguirían por desobedecer al más grande de todos los reyes. La noche era helada, le fustigaban las ramas y tenía los ojos rutilantes de lágrimas. Sin embargo, nunca se había sentido tan libre y confiado.