El jurado de sabios que debía juzgar a Jean-Baptiste se formó poco antes del día de Año Nuevo, antes de lo que Sangray había previsto. Esto obedecía a que la prolongada presencia de aquel extranjero prisionero que suscitaba las historias más fantasiosas ya estaba resultando enojosa en Versalles. El asunto se había abordado en el Consejo, y el rey había pedido personalmente que se agilizara. Si Poncet era un impostor, razón de más para aplicar rápidamente las sanciones, y si era el emisario del negus, más valía poner fin a un episodio que podría considerarse vejatorio.
Los jueces eran cuatro: dos procedían de la universidad y los otros dos del clero. Los cuatro tenían fama de ser eruditos en materias arqueológicas y filosóficas, tan áridas que nadie se atrevía a poner en duda su saber. Así que en cierto modo todos se veían obligados a creer simplemente en su palabra. Era conveniente por tanto que esta palabra fuera notable, grave y que dejase caer unas gotas de hiel sobre todas aquellas opiniones no autorizadas, es decir, diferentes a las suyas.
Decir que este jurado era hostil a Poncet no sería hacer honor a la verdad. En realidad la cuestión no era esa, pues el jurado ponía todo su empeño en complacer al rey, y lo cierto era que Poncet le había disgustado. Además, los rumores que se habían difundido contra el supuesto viajero habían predispuesto en su contra a aquellas mentes distinguidas, que no por eso eran menos influenciables.
Jean-Baptiste se presentó nervioso a la primera sesión. Sangray le había aconsejado que no llevara su traje de algodón blanco, para que no fuera considerado como una provocación. Así pues acudió ataviado con una levita de paño corriente, sin nada en particular que le distinguiera. La confrontación se celebraba en una gran sala de la Sorbona, completamente dorada y revestida de madera. El jurado se hallaba en un estrado, los profesores llevaban toga y los curas sotana. El sospechoso estaba sentado a un nivel inferior, frente a ellos. Los guardias lo vigilaban, uno a cada lado. Entre el escaso público que se dispersaba dos hileras más atrás, Jean-Baptiste reconoció a Fléhaut, que no lo saludó, y al padre Plantain, acompañado de otros tres jesuitas, además de unos cuantos desconocidos. Como era invierno, hacía frío en la sala y los asistentes señalaban su presencia a golpes de tos.
El malestar de todo el mundo obedecía a que aquel asunto tenía la apariencia de un juicio sin serlo, pues ante todo se trataba de un experimento científico. La cuestión no era saber si Jean-Baptiste había cometido un crimen, sino si había culminado el viaje del que pretendía haber vuelto. Al mismo tiempo, aquello que habría podido ser únicamente una investigación apasionada y gratuita de la verdad, adquiría otro cariz, pues todos sabían que en el caso de ser declarado mentiroso, Jean-Baptiste sería acusado y entregado inmediatamente a la Justicia propiamente dicha, que posee otros métodos para hacer confesar a los culpables.
De modo que todo empezó bajo el sello de esta ambigüedad. El jurado rogó al súbdito que diera su nombre, su filiación y su oficio, si tenía la bondad, aunque por el tono del presidente resultaba inconcebible que se negara a facilitar la información.
—Me llamo Jean-Baptiste Poncet. Desconozco quiénes son mis padres. Nací en Grenoble, el 17 de junio de 1672. Hace más de tres años que me establecí en El Cairo, donde ejerzo el oficio de herborista.
El presidente miraba las hojas de papel que tenía delante, mientras un escribano hacía crujir la pluma en una esquina del estrado.
—Así que usted tiene la pretensión de haber ido hasta Abisinia…
—No es ninguna pretensión, señor presidente. Lo afirmo.
—Usted sabe que muy pocos cristianos pueden jactarse hoy de haber regresado de semejante viaje.
—Lo sé —dijo Jean-Baptiste—. Y no me jacto de ello.
—Sin embargo, usted ha llegado a sostener ese discurso ante el rey —dijo el otro profesor, muy anciano, con la tez macilenta, que hablaba con la voz rota de una vieja maritornes.
—El emperador de Etiopía en persona me encargó esta misión.
—Lo sabemos, lo sabemos —le interrumpió el presidente con el tono que se emplea para dar la razón a un perturbado en su delirio—, pero no vayamos a quedarnos en esas vagas intenciones. Le ruego que responda a las cuestiones precisas que vamos a formularle. Creo que el padre Juillet desea empezar.
—Señor —dijo el clérigo, un hombre bastante joven con el rostro huesudo y un pliegue profundo a cada lado de la boca—, ¿cómo se llama la ciudad donde reside el emperador de Etiopía?
—Gondar, padre.
—¿Cómo se escribe eso?
Poncet deletreó el nombre. A petición del cura, hizo una descripción bastante extensa de la ciudad, que los cuatro hombres escucharon mirándose de vez en cuando y con un aire socarrón.
—¿Conoce usted a don Álvarez?
—No —contestó Jean-Baptiste tras reflexionar unos instantes—. ¿Dónde lo hubiera podido encontrar?
—Don Álvarez está muerto —dijo el presidente con una sonrisa desdeñosa—. Fue un ilustre jesuita, un sabio eminente y auténtico que nos dejó una crónica sobre la vida de los abisinios, a su regreso de una estancia de diez años.
—Me alegraría mucho leerla —dijo Poncet.
—En efecto, haría bien —replicó el universitario de tez macilenta—. Así aprendería que la capital de Etiopía se llama Aksum y no… Gondar, como usted ha dicho.
—Y sabría también —añadió el joven clérigo— que no hay otra ciudad de ese país donde sus habitantes vivan en el campo y cultiven la tierra y donde el soberano en persona se desplace de un campo a otro.
—Disculpen, pero esa crónica debe ser antigua. El país está lleno de poblaciones e incluso de ciudades. Gondar se fundó después de que se marcharan los jesuitas, pues el emperador quería tener una corte estable y desconfiaba de la gente de Aksum. En el fondo no ha hecho nada más que seguir la misma corriente que nuestros reyes de Francia. Desde los tiempos de Francisco I, la corte ha cambiado siempre de residencia, se estableció en París y después en Versalles. Un mensajero que hubiera regresado de Francia diez años atrás, nunca le hubiera hablado de esta última ciudad.
—Sus explicaciones son interesantes —dijo el universitario—. Todo se entiende mejor ahora pues se ha apoyado en la historia de nuestro país para construir la imagen ideal de aquel donde presume haber estado.
Jean-Baptiste hizo un amago de protesta, pero el presidente zanjó el desacuerdo y lanzó al aire otra cuestión. Por este breve diálogo podemos hacernos una idea del tono y las intenciones de la vista. Es inútil dar más detalles, sobre todo porque el interrogatorio se prolongó más de dos horas.
Al caer la noche, el sospechoso volvió a casa con sus dos guardias. Sangray le esperaba impaciente con un capón procedente de Le Beau Noir humeando en la mesa.
—¿Y bien? —preguntó el consejero.
—No se creen una palabra de lo que les digo. Toda su ciencia es la de los jesuitas que abandonaron el país hace sesenta años. Con el pretexto de que escribieron que nada ha cambiado en Etiopía desde los tiempos de la reina de Saba, esos necios piensan que medio siglo no es nada y toda noción que no esté en sus libros les parece una fábula.
Jean-Baptiste hizo a su amigo un resumen de la sesión.
—También me preguntaron si conocía la religión de los abisinios. Les dije que allí no oí nada al respecto. Uno de ellos me preguntó: Según los sacerdotes de aquel pueblo, ¿cuántas naturalezas hay en Cristo?. Yo le dije que allí me habían planteado la cuestión exactamente en los mismos términos. Si eso es exacto y si respondió conforme a nuestra religión, me objetó el presidente, le habrían tenido que dar muerte. No, repliqué, no di una respuesta concreta por una razón muy sencilla: porque no conocía la respuesta. Confesé mi flaqueza en teología y pedí que me excusaran. Mi ignorancia, allí, me salvó. Y sería muy extraño que aquí me condenaran por lo mismo.
—¡Muy bien, excelente! Ha peleado usted como un león —dijo Sangray.
—Como un león en el fondo de un foso al que le lanzan picas envenenadas desde cualquier parte. ¿Sabe que dudan también de la sinceridad de Murad… arguyendo que su nombre no es abisinio, sino turco? ¡Desde luego que es armenio! Así que es armenio y que el negus lo emplea en calidad de diplomático —me objetó aquel cura mentecato—. ¿Desde cuando se escogen a los embajadores en las naciones enemigas? Yo intenté explicárselo, pero no quiso oír ninguno de mis argumentos.
—No debe desesperarse —dijo Sangray—, con esa gente hay que resistir. Lo importante es que obtenga un tallo moderado, aunque sea desfavorable. En la retaguardia estamos trabajando para usted. A pesar de todo, tengo una buena noticia que darle: el duque de Chartres se ha prestado de buen grado a leer el manuscrito de los recuerdos que me confió hace tres días. A principios de la próxima semana tendré noticias al respecto. Tiene poca influencia sobre el rey, pero es un hombre que posee el don de encender grandes incendios por una causa.
—Me parece que la hoguera arde ya con un hermoso fuego —dijo Jean-Baptiste con un tono lleno de amargura.
El día siguiente era un domingo. El interrogatorio debía retomarse el miércoles, y Sangray fue a ver a Jean-Baptiste a las diez.
—Ya sabe qué poco me gusta influir en las conciencias —dijo en voz baja—. Pero seguramente sus dos ángeles de la guardia hacen un informe sobre usted que tendrá su peso. Su presencia en mi casa es contraproducente. Y si además no va usted a la iglesia…
Jean-Baptiste se aplicó el consejo y llevó a sus vigilantes al oficio de las once en San Eustaquio. Conocía muy poco la liturgia para oír algo más que no fuera el dulce murmullo, realzado por los cánticos y por la belleza de las bóvedas malvas bañadas en la tenue luz de diciembre. Aquel ambiente lo sumió en un ensueño que le devolvió a la infancia. Pensó en su madre, a quien aseguraba no haber conocido, aunque en realidad era una sirvienta pobre a quienes sus señores no habían permitido criar a su bastardo. Nunca supo de quién era bastardo. Pero el niño que ignora su filiación vuelve siempre su mirada hacia el castillo; se imagina descender de un rey o de un duque antes que de un miserable; y en el caso de que fuera un desgraciado, habría de ser el más terrible de todos, el príncipe de los matones, el más generoso, el más invencible de los bandidos de honor. Jean-Baptiste no sabía realmente qué debía ver detrás de esas palabras que empezaban por Padre nuestro que estás en los cielos… Le proponían pensar en un ser único a él, que había imaginado tantos personajes y que los había cambiado tan a menudo, a capricho de su imaginación. Pero para los niños sin padre, los cielos están vacíos, o demasiado llenos, que viene a ser lo mismo.
Hasta los doce años recibió los dulces cuidados de su abuela, que vivía en el campo y se ganaba el pan trenzando cestas de juncos. Todas las imágenes femeninas de la Iglesia irradiaban su luz a partir de aquella fuente común. Si le hubieran propuesto adorar a una diosa en vez de a un dios, habría tenido la energía para convertirse en papa. ¿Quién habría salido ganando con el trueque?, pensó sonriendo para sus adentros.
De acuerdo con el curso de la ceremonia que discurría a su alrededor, Jean-Baptiste se sentaba, se levantaba o se arrodillaba. Las patas de las sillas crujían sobre las frías baldosas cada vez que se producía un cambio de posición. En el momento de la comunión, el joven que servía al sacerdote hizo sonar la campanilla. El sonido agudo resonó en el aire trío como un tañido fúnebre. Jean-Baptiste vio salir vaho de su boca mientras estaba de rodillas. Inclinó la cabeza y de repente se quedó sorprendido ante una de esas evidencias que se presienten antes incluso de formularlas y que de repente nos llevan a convertirnos en otra persona.
Estoy de rodillas —pensó con los ojos desorbitados como quien contempla un gran descubrimiento—. Sí, desde que emprendí la misión de Etiopía estoy de rodillas. O tal vez desde que vi a Alix por primera vez. De todas formas, volvemos a lo mismo. Yo era un hombre libre. Nunca había permitido que me sometiera ninguna autoridad. La primera vez que vi al cónsul, fue él quien vino hasta mí; yo estaba encaramado en el árbol y también era yo quien le hacía el favor de escucharle. Y ahora estoy de rodillas…
Entretanto, el sacerdote hizo una señal y los feligreses se levantaron. Jean-Baptiste oyó a sus espaldas el ruido de los mosqueteros que volvieron a ponerse de pie. Así que él hizo lo propio.
Y ahora estoy de pie, pero es porque me lo han ordenado. Aunque esté sentado o de pie, siempre me encuentro de rodillas, o sea sometido. Espero que el cónsul quiera concederme a su hija; espero que el rey me dé un título nobiliario; y espero que esos profesores me juzguen. Y como van a condenarme, como el rey no hará nada bueno por mí, como el cónsul me negará a su hija, estoy de rodillas, y no ante la gente que me quiere, sino ante la autoridad más malintencionada. Lo peor es que no me creo nada. No creo que sea un honor ser nombrado noble por un rey que dispone de ese favor para someter a sus semejantes. No creo que esta religión valga ni más ni menos que otra, y aunque reconozco que todo el mundo tiene derecho a creer en ella, si así lo desea, niego a la Iglesia toda autoridad para forzar las conciencias, empezando por la mía. Y a pesar de todo, estoy de rodillas.
El sacerdote había dado su bendición a los fieles, que se dispersaban a paso apresurado con las manos metidas en los pliegues de sus abrigos. Estos miraban al pasar a aquel joven alto y ausente, que los dos mosqueteros parecían estar esperando.
Y todo esto tiene su raíz —continuó diciéndose Jean-Baptiste— en que primero me puse de rodillas ante el cónsul. Esa es la razón de todo, está clarísimo. Ese fue mi primer error, ese fue el momento concreto en que abjuré de mi libertad. Me he comportado como si fuera legítimo que un padre poseyera la voluntad de su hija. He pretendido amar a alguien y en el mismo momento he negado su existencia y me he mofado de su libertad. Nuevamente he puesto la vida de Alix y la mía en las manos de ese padre despreciable. ¡Estoy de rodillas!
—No —dijo tímidamente uno de los mosqueteros.
Jean-Baptiste se dio cuenta de que había pronunciado esta última frase en voz alta y enrojeció.
—Vamos, señores —dijo recobrándose—, siempre hay que inclinarse ante la voluntad de Dios.
Luego los condujo fuera, detrás de él.
Este episodio, por muy anodino que pueda parecer, ejerció una profunda influencia sobre Jean-Baptiste, pues unas horas más tarde ese germen iba a propiciar su conducta futura.
—La libertad no se pide, se toma —dijo esa noche a Sangray.
A partir del día siguiente, se propuso llevar a la práctica aquella aseveración.
Un acontecimiento que se había producido tres días antes adquirió un valor inestimable a la luz de aquel nuevo día. Jean-Baptiste proseguía sus consultas, que ni siquiera había interrumpido la proximidad del proceso; sus paseos se limitaban a eso. Los guardias subían con él hasta el umbral de las habitaciones, donde atendía a los enfermos, pero no entraban. El señor Raoul era como una especie de secretario para él pues todos informaban al hospedero de los casos, y era él quien calibraba la urgencia y la gravedad de cada uno. Aquel día, el tercero antes de la audiencia, el señor Raoul le dio una dirección a Jean-Baptiste, a la vez que le aconsejó ser extremadamente cauteloso. Valga decir que había mostrado un semblante extraño para hablar de aquel asunto.
En el cuartucho sórdido y oscuro donde el médico se había presentado vivían cuatro personas: una mujer sin edad, vestida miserablemente, dos niños huraños, agazapados en un rincón, y el enfermo. El hombre, que se llamaba Mortier, se empeñó en asegurar al principio que le había atropellado un carro. Pero a Jean-Baptiste no le resultó difícil hacerle confesar que una flecha había causado la herida con dos orificios que le deformaba la pantorrilla. Entraba por la puerta de Meaux con grano cuando le sorprendieron los arqueros que hacían la ronda. Jean-Baptiste tranquilizó al contrabandista prometiéndole que guardaría el más completo silencio. Luego le aplicó unas fuertes tinturas en la herida, hizo un apósito y le administró al paciente unas buenas dosis de ipecacuana. El hueso no estaba afectado, simplemente había que vencer la calentura. Al día siguiente el enfermo sudó mucho, y al segundo día pudo comer de nuevo.