Hasta Alejandría no ocurrió nada digno de mención. El jesuita velaba por los tres abisinios y se adelantaba a sus menores deseos. Los desgraciados no decían una palabra, pero parecían preguntarse por qué, de repente, aquel hombre se comportaba como su esclavo si ellos no se habían convertido en su señor. En cuanto al canciller Fléhaut, no despegó los labios durante toda una etapa y sufría lo indecible cuando las necesidades del viaje le obligaban a perderse la hora habitual de sus comidas.
Alejandría fue el escenario del primer incidente grave. Los dos coches llegaron al puerto al caer la noche y se dirigieron hacia un antiguo lazareto que un francés llamado Rigot había transformado en hotel. Era un hombre del señor De Maillet, e informaba al cónsul a cambio de protección. Este acogió a los viajeros, les dio de cenar y los alojó en dos pabellones discretos donde les sirvió él mismo. Pero desgraciadamente el cochero de la calesa donde viajaban los abisinios, un viejo árabe de Alejandría, prefirió pasar la noche en su casa, y de camino se encontró con un primo suyo, que era uno de los muftís más violentos de aquel barrio popular. Le habló de los abisinios y de la escolta de francos, y el primo se metió esta interesante noticia en el bolsillo de su chilaba.
La mañana siguiente era el día del embarque en la galera real. En el puerto reinaba un ambiente muy bullicioso; la multitud de porteadores con bultos en la cabeza subía y bajaba por las pasarelas del barco. La gente se saludaba entre los puentes y el muelle, y desde la sombría planta de los remeros llegaban voces. El sol, en su cenit, hacía reverberar el enlucido blanco de las fachadas del puerto, las banastas de frutas y hasta las toscas telas de los sacos que izaba una grúa de madera. La carroza en la que viajaban Jean-Baptiste, el padre Plantain y Fléhaut se abrió paso lentamente entre aquel tumulto. Unos niños jugaban a agarrarse a las grandes ruedas de madera del carruaje. Cuando se detenía, uno u otro estaba cabeza abajo y se reía. Detrás iba el cabriolé, cuya capota adquiría al sol un color azul de ultramar. Paulatinamente, la multitud se interpuso entre los dos vehículos, que quedaron a varios metros de distancia entre sí, mientras el jesuita, pegado a la ventanilla posterior de la primera carroza, lanzaba exclamaciones de contrariedad y de inquietud. El convoy estaba aún a cincuenta pasos del navío cuando se produjo un altercado tan violento y tan rápido que sorprendió a todos. Un egipcio alto, vestido con una amplia túnica ocre y tocado con un casquete ribeteado de encaje, se acercó al cabriolé, que estaba prácticamente parado, y retiró con brusquedad la capota azul. Los tres abisinios aparecieron a pleno sol, hechos un ovillo y aterrorizados. En ese mismo momento, otro individuo que apareció por el lado izquierdo del caballo se plantó al lado del cochero y le ordenó que se detuviera, exigencia que el viejo árabe acató de muy buen grado, sobre todo porque el hombre que estaba junto a él era su primo. Este se puso a lanzar enérgicas exclamaciones de almuecín, y todos los musulmanes que se concentraban en el puerto levantaron la vista para escucharlo. Empezó a soltar una vehemente arenga señalando a los tres abisinios que estaban hechos un ovillo en sus sayos de muselina. Y de vez en cuando, el provocador levantaba el puño hacia la primera carroza.
—Voy para allá —dijo el padre Plantain, agarrando la manija de la portezuela.
Pero Jean-Baptiste se lo impidió.
—Si va será hombre muerto —dijo.
Luego sacó la cabeza por el hueco situado a espaldas del cochero y le ordenó que hiciera avanzar los caballos como fuera. El cochero, que era un alemán de la colonia, le entendió enseguida. Dio unos latigazos a los caballos, que se encabritaron y abrieron paso entre el gentío vociferante. Poco después el vehículo llegó junto al navío. Poncet corrió a bordo empujando al tembloroso Fléhaut, al tiempo que tiraba firmemente con la mano del jesuita que pretendía socorrer a los abisinios. En el portalón se toparon con el capitán, que les esperaba con el cadí. Aquel viejo dignatario musulmán estaba dispuesto a ejecutar las órdenes del bajá, tal como ya se habían asegurado el día anterior, siempre y cuando se agregara una retribución sustanciosa para dar más valor a su palabra. Pero el cadí ya les había advertido de antemano que, aunque el gran turco hubiera dado su autorización, estaba prohibido embarcar cristianos africanos. La operación podía ser delicada, pues independientemente de la posición que ocupara, cualquier musulmán tenía derecho a oponerse con toda legitimidad. No obstante, ahora que se había producido aquella circunstancia irreparable, el prócer levantó los brazos al cielo y afirmó que no se podía hacer nada.
Ya no se veía el cabriolé, que fue asaltado por un grupo de hombres vocingleros. El padre Plantain se retorció las manos con una expresión de profundo dolor.
Jean-Baptiste, que no había perdido el tiempo, terminó de embarcar el equipaje con la ayuda de dos marinos. En el momento en que subían a bordo los últimos baúles, vieron que la multitud abandonaba el cabriolé y se alejaba empujando con ellos a los tres abisinios, de los que apenas se distinguía de vez en cuando un palmo de algodón blanco. El muftí que había capitaneado el asalto dirigió luego su perorata contra la carroza de los francos, y parte del populacho se aproximó. Poncet le indicó al alemán con una señal que podía partir; el postillón hizo restallar el látigo, los caballos se echaron al galope y la carroza desapareció en una confusión de gritos, sandías reventadas y polvo de harina. Sin embargo, el gentío, enfurecido ante esa partida, empezó a señalar el navío, y varios moros con el torso desnudo saltaron sobre las amarras para intentar trepar hasta cubierta.
El segundo de a bordo llevó a los tres francos hasta una sala oscura sobre el alcázar y atrancó la puerta. Entretanto, el capitán, con la ayuda del resto de la tripulación, intentaba mantener a raya al gentío. En el muelle, cientos de voces clamaban que la venganza del Profeta cayera sobre los ladrones de africanos.
Finalmente el gentío se dispersó y la galera pudo soltar amarras. En cuanto estuvieron en mar abierto, el capitán fue a liberar personalmente a los viajeros y a presentarles sus respetos.
—¿Qué pasará con los abisinios? —preguntó el padre Plantain, más trastornado por la noticia que si hubiera perdido a sus propios hijos.
—A estas horas —dijo con cortesía el capitán— probablemente ya serán turcos. Mahoma tiene tres fieles más. Tal vez sea muy triste para ellos, pero alegrémonos porque el rey de Francia ha estado a punto de tener tres súbditos menos.
Tras decir esto con una sonrisa, agarró con familiaridad a Poncet y al jesuita del brazo y les invitó, conjuntamente con Fléhaut, a dirigirse hacia la cámara de oficiales. Pero ni siquiera el buen humor de aquel marino oriundo de Flandes, nacido en Dieppe, que se hacía llamar De Hooch, pudo impedir que ese incidente sumiera a los tres pasajeros en una pertinaz melancolía durante todo el viaje.
Era el mes de octubre. En el mar soplaba un vivificante viento de popa que favoreció el descanso de los condenados a galeras. Aparte de los remeros que no se veían, la tripulación era de militares que hablaban poco. La etapa más larga del viaje se prolongó hasta Agrigento. Cuando se perdió de vista la costa egipcia, Fléhaut se encerró en su camarote y se resistió con tanto ahínco a tomar alimento que estuvo en un tris de morir de inanición. Poncet mandó que le sirvieran unos remedios en las sopas, pero en realidad no agregaba nada. El canciller agradeció al médico los cuidados dispensados, sin sospechar que más bien debía darle las gracias al cocinero.
El jesuita tampoco era mejor compañero. Rezaba horas enteras en la proa, y el grumete que fregaba el puente hacía un círculo a dos pasos de donde estaba el cura para no molestarle. Jean-Baptiste pensó que posiblemente pedía perdón a Dios por el asunto de los esclavos abisinios. Pero al cabo de dos días se dio cuenta de que el cura tenía más miedo que otra cosa, y que si invocaba al cielo era más bien a propósito del futuro que del pasado. Su único anhelo era no naufragar.
El capitán De Hooch, hijo de marino y leal soldado, fue la única persona con quien Jean-Baptiste mantuvo conversaciones francas y placenteras. Aquel hombre había luchado valientemente en la guerra de Holanda. Había sido el segundo de a bordo en un barco que había tomado parte, bajo el fuego, en la victoria de Beachy Head, a las órdenes de Tourville. De Hooch profesaba al rey Luis XIV una auténtica devoción, aunque solo había visto al soberano una vez y desde muy lejos. No obstante conocía muchas de sus gestas, anécdotas de su infancia —en los años de la Fronda— que habían conmovido a todo el país; crónicas de su gloria, de sus batallas, de su matrimonio y de sus alianzas; también aventuras amorosas, y el retrato popular que habían hecho de él sus amantes y sus bastardos. En los últimos cinco años de navegar por Oriente, De Hooch no había tenido acceso a los episodios más recientes, así que solía hablar del primer período de su reinado —que se había convertido en una leyenda— y de la única guerra donde había tomado parte personalmente. Si Poncet hubiera estado en Europa los años anteriores, habría comprendido que De Hooch no sabía nada que no supieran los franceses. Pero allí, en aquel paisaje de olas verdes y malvas, bajo aquellos claros de nubes iluminados por rayos oblicuos, la vida de Luis XIV, contada por un marinero, adquiría la grandeza de un canto griego. Gracias a los cientos de lances sentimentales o gloriosos de la vida del rey que el capitán conocía con todo lujo de detalles, Jean-Baptiste creyó penetrar en la intimidad del semidiós, del mismo modo que un pastor de Ovidio imagina durante la siesta que tutea a Zeus. La fascinación que poco a poco había despertado la figura del Rey Sol entre sus compatriotas prendió de repente en Jean-Baptiste, como esos adultos que reciben el bautismo ante sus hijos. En definitiva, estaba volviendo a ser francés.
Hicieron una escala de cinco días en Agrigento. Una noche, el capitán, el padre Plantain y Poncet fueron a cenar a un mesón con terraza pues el tiempo era aún apacible para cenar al aire libre, aunque el emparrado se estremecía ya con las repentinas borrascas del otoño. Al regresar a bordo descubrieron con disgusto que les habían robado el tabaco destinado al rey. Fléhaut, que dormía en el camarote vecino, no había oído nada, y seguramente sería verdad, a menos que su esposa no le hubiera aconsejado antes de partir que se cuidara bien de no acusar a nadie. El capitán interrogó a los hombres que estaban de guardia, y estos aseguraron que habían visto deslizarse a unos niños por las amarras. Hubo sanciones, pero el tabaco de Luis XIV se fumó igual, probablemente en alguna parte de las montañas verdes y grises que dominaban el puerto.
Reemprendieron el viaje a las cinco de la mañana. Esta vez navegaban a contraviento y el barco avanzaba entre unas olas inquietas que escupían una espuma amarillenta. Como llovía no se pudieron izar las velas, y los remeros tuvieron que continuar su penoso trabajo durante horas. Poncet no sabía si era mejor ver a los condenados a galeras para hacerse una idea real de aquel inmenso infortunio, soportable a pesar de todo, o contentarse con imaginar esos cuerpos mecanizados y encadenados, que dos pisos más abajo le hacían sentir culpable de cada uno de sus descansos. Tras dos breves escalas, el tormento de los condenados a galeras tuvo su fin en Marsella, al menos por esa vez. Desde el castillo de proa Jean-Baptiste observaba cómo se aproximaban a los muelles del puerto viejo. Nada más atracar, se despidió del capitán y saltó a tierra.
Durante la travesía dudó de que los jesuitas le importunaran demasiado pues su presencia se reducía al discreto padre Plantain, anulado por el temor de alta mar. Pero en el puerto de Marsella se disiparon todas sus dudas: en el muelle les esperaban cinco de esos señores vestidos de negro, plantados ante tres carrozas del mismo color. Únicamente el enflaquecido y anoréxico Fléhaut, al que tuvieron que sacar de la cabina de popa en una camilla, habría podido justificar aquel cortejo fúnebre. Sin embargo, el padre Plantain, revivificado en cuanto puso el pie en tierra y congratulado por sus semejantes, tomó asiento también. Por su parte, Poncet, que se había puesto su casaca de terciopelo roja y que se sentía dichoso y libre, se vio obligado a encerrarse como los demás en uno de aquellos vehículos, entre las caras taciturnas de sus nuevos ángeles guardianes. Tomaron la dirección del Faro, donde los jesuitas tenían una casa. Junto a una iglesia con un frontón liso, construida según el célebre modelo del Gesù de Roma, la Compañía poseía un inmenso caserón de piedra blanca cubierto por un techo plano de tejas romanas. A Jean-Baptiste le asignaron una estrecha celda orientada a la Provenza, en el segundo piso. Por un lado alcanzaba a distinguir las primeras casas de Marsella, y por el otro veía una hermosa campiña labrada, con bosquecillos de pinos y castaños. Muy lejos, en el confín del horizonte, las crestas nevadas de las montañas alpinas más próximas formaban una línea blanca y sinuosa que separaba la tierra parda y plácida de un cielo de nubes plomizas atravesado por ráfagas de lluvia. En esta ocasión fue Poncet quien se encerró en su habitación, cediendo la conversación con los padres a sus acompañantes. Los viajeros volvieron a partir dos días más tarde en un carruaje negro idéntico a los que les habían esperado en el puerto. El vehículo estaba mal ajustado y era conducido por un cochero probablemente tan mal pagado que hacía sufrir a los pasajeros los sinsabores que no se atrevía a comunicar a sus patronos.
Aquel patán parecía meterse a propósito en todos los baches a toda velocidad, y más de una vez se vieron en el apuro de encontrarse unos en las rodillas de los otros. Molidos, apesadumbrados por no haber visto nada durante el trayecto y completamente absortos en la tarea de agarrarse donde podían, los tres emisarios llegaron en plena noche al castillo de Simiane, donde los curas habían conseguido un alojamiento para ellos.
El marqués de Simiane, un hidalgo alto y cautivador que hablaba con el acento pintoresco de los provenzales, les esperaba dos días más tarde. Completamente confuso por el malentendido, los recibió con una naturalidad conmovedora, vestido con traje de caza. Les presentó a su esposa y a sus dos hijos, que se parecían extraordinariamente a su madre; los tres tenían una nariz larga y puntiaguda, cabellos negros y rostro ovalado. Resultaba conmovedor ver a aquella mujer envejecida y enfermiza confortada por aquellos dos vigorosos mozos que parecían querer devolverle, mediante constantes atenciones, el don de la belleza y la juventud que su madre les había dado. La cena consistió en platos de caza servidos en vajilla de porcelana azul y amarilla de Moustiers.
—Mire —dijo con aire jubiloso el dueño de la casa—, esto es para que no los extrañe.
Y acto seguido señaló el fondo de los pesados platos redondos de loza decorado con motivos turcos, donde se veía a unos moros cazar un avestruz, leer el Corán junto a una fuente y desfilar a caballo.
—Puede sentirse afortunado —dijo el padre Plantain muy serio— de tenerlos solo aquí, en el fondo del plato…
Al día siguiente, Poncet le pidió que le permitiera ir con él de caza y salieron los cuatro, con sus hijos. El bosque estaba atravesado por una bruma tibia que se deshacía en gotas de rocío sobre las hojas doradas; los cascos de los caballos se hundían suavemente en el tupido mantillo cubierto de erizos de castañas. El viento gélido que descendía de los Alpes hacía cosquillear en la nariz un aire húmedo y aromático, con fragancia a pino y enebro.
Volvieron por la noche, avergonzados de su poca caridad por haber dejado cenar sola a la marquesa de Simiane con dos invitados tan aburridos como Fléhaut y el padre Plantain. Pero se sentían satisfechos por la caza, completamente extenuados y unidos por la amistad que nace entre quienes han disfrutado juntos de grandes placeres, sin intercambiar ni tres palabras.
Los cazadores fueron a cambiarse y cenaron después de los otros, que por otra parte ya se habían retirado para acostarse. A Poncet le daba pánico solo de pensar en que al día siguiente debería reemprender viaje en la jaula negra con aquellos cuervos, así que preguntó al marqués de Simiane si tendría la bondad de venderle un caballo y algo con que ensillarlo, para poder hacer el camino junto a la carroza, pero al aire libre.
—Le comprendo perfectamente —dijo el marqués—. Está usted otra vez en Francia; hay que sentirla, caminar al viento. Fíjese en mí, nunca he podido vivir encerrado y por eso no me ve en la corte. Querido amigo, necesita un caballo: mañana temprano tendrá uno. Guárdese su oro. Cuando vuelva, si Dios quiere, ya me devolverá la montura, u otra, o ninguna. Usted será siempre bienvenido.
Luego se sentaron los cuatro en grandes sillones, alrededor de la chimenea, y el marqués de Simiane pidió a Jean-Baptiste que les contara algo sobre Abisinia. Poncet juzgó oportuno referir cómo los abisinios cazan el elefante.
El relato fue muy bien acogido, y el marqués suplicó a Jean-Baptiste que le contara otro, de modo que al final el relato de su viaje a Abisinia los tuvo despiertos gran parte de la noche, y si no hubiera insistido el propio Poncet en ir a acostarse habrían escuchado sus recuerdos hasta el alba.
El médico interpretó como un buen presagio el éxito de sus historias. Era la primera vez que contaba algo de su viaje; le habían alentado a continuar y se sintió muy optimista al ver el interés que despertaban sus historias. Si el rey tuviera esta misma predisposición —se dijo— no me costaría ganármelo.
Al día siguiente por la mañana, Jean-Baptiste abandonaba el castillo, montado en un alazán muy impetuoso. En el camino hacia Valence cabalgó a medio trote junto a la carroza, riéndose al ver los tumbos que daba el vehículo. El cielo tenía las mismas tonalidades azul brillante y gris que un plato de Moustiers, salvo que aquí no hay turcos, pensó Jean-Baptiste.