9. Beneplácito del bajá de El Cairo

Poncet no oyó hablar de nada más durante tres días, tres largos días en los que no sintió el menor deseo de salir, a sabiendas de que quienes se disputaban su compañía habían puesto centinelas en todas partes. Era la estación cálida y el viento arrastraba los miasmas de la desembocadura del Nilo. Poncet mandó decir que estaba enfermo, y finalmente así fue. La fiebre le recorrió todo su cuerpo y de vez en cuando sentía punzadas de dolor en las rodillas y los codos. A esto había que añadir una flojera que le obligaba a estar toda la jornada en la hamaca, perdido en unos sueños cuyo hilo no podía seguir y de los que solo recordaba que eran tristes. Françoise, que iba a visitar al medico todos los días, le dijo riendo que estaba enfermo de amor; él no se negaba a creerlo, pero eso tampoco le hacía mejorar. El segundo día, Françoise le llevó una nota de Alix, que él leyó y releyó cien veces, aunque no decía mucho: palabras tiernas y muy poco comprometedoras, no fueran a caer en malas manos. Sin embargo eran palabras escritas por su amada. Miraba las líneas que se desdibujaban, y en esos arabescos sin sentido reconocía el gesto, la mano que las habían consumado y al final todo el cuerpo de quien había guiado aquellos dedos. El tercer día recibió otra nota, con más palabras tiernas. Y Alix intercaló un pequeño inciso que seguramente le habría costado algún esfuerzo, pues era ajeno al marco de su amor, que tanto les ocupaba.

No sé si te has dado cuenta, pero nuestra querida Françoise se abrasa en una pasión que no sabe cómo expresar. Está enamorada de tu amigo Juremi. Debo decir que tu compañero tiene una apariencia tan temible que comprendo su vacilación. Pero tú que lo conoces bien, tal vez puedas sonsacarle un poco…

El maestro Juremi, de quien todo el mundo ignoraba que había estado en Abisinia, iba y venía libremente por la colonia y por la ciudad. Atendía algunas consultas, pero no se ocupaba de las curas médicas propiamente dichas. No obstante, los clientes de Poncet le suplicaban que reanudara los tratamientos de antes. El protestante llevaba pasta de azufaifa a los acatarrados y calomelanos a los enfermos con desarreglos intestinales. También iba a vigilar a Murad, que afortunadamente parecía decidido a mantenerse tranquilo.

Cuando volvió el maestro Juremi, la tercera noche, Jean-Baptiste retuvo a su amigo a su lado. Con un corazón tan hosco como el suyo, había que ser muy sutil. Pero aparentemente la enfermedad otorga derecho a la melancolía y Poncet se sirvió de ese tono nostálgico para entablar con su amigo un diálogo sobre el pasado. A pesar de los largos años de amistad y de los viajes, Jean-Baptiste sabía muy poco del maestro Juremi.

—¿No me contaste un día que estuviste casado? —le preguntó Jean-Baptiste, aprovechando un recuerdo para desviar la conversación.

—Sí —dijo con tono taciturno el maestro Juremi.

—¿Y todavía estás unido a ella?

—Tal vez sí.

—¿Cómo? ¿No lo sabes?

El protestante era poco amante de las confidencias, así que Jean-Baptiste insistió.

—En cualquier caso, es poco común estar casado sin saberlo.

—Admito que es verdad, pero la vida…

—Qué, ¿no quieres contarme nada? Eso me distraerá, y te aseguro que me hace mucha falta.

—Es una historia muy trivial, y me temo que no te va a proporcionar la alegría que estás buscando. Como ya sabes, mi padre trabajaba de herrero cerca de Uzès. Nuestra familia tenía raíces italianas y un buen día, en el siglo pasado, se convirtieron a la religión reformada. Esa cuestión no me preocupó hasta los dieciocho años. Sólo había protestantes a nuestro alrededor. Yo aprendí el oficio de mi padre, y él pensaba contar conmigo para el trabajo. A los veinticinco años me casé con una muchacha de la comarca. Se llamaba Marine. No te puedes imaginar cómo eran aquellos tiempos. ¡Ya hace veinticinco años de eso! En nuestra patria chica, la gente se quería y ayudaba, y aprovechábamos el menor pretexto para celebrar fiestas, a pesar de que no teníamos gran cosa. Hay que decir que a los protestantes les gusta reunirse, tal vez porque no son muy numerosos y porque les infunde seguridad verse todos juntos. La mañana que nos casamos hubo un festejo muy hermoso a la salida del templo con vino, violines… Pero ocho días más tarde, el rey revocaba el edicto de tolerancia. Todos presentíamos que se estaba gestando algo terrible. Louvois había enviado a sus dragones, que estaban de guarnición. Los nuestros celebraron una asamblea en la montaña y acudió aún más gente que a mi boda, una semana antes. Llegaron todos los cabezas de familia con pieles de cordero a la espalda, grandes sombreros negros y la Biblia en la mano. Allí se decidió que si las cosas iban mal, los hombres mayores de veinticinco años y menores de treinta y cinco se marcharían al extranjero.

—¿Te fuiste ocho días después de la boda?

—Nueve exactamente. Date cuenta de que aquella decisión no se tomó con el ánimo de apiadarse de nadie. La comunidad no quería proteger a los débiles, sino al revés, esto es, salvaguardar nuestras fuerzas frente al enemigo. Por eso dejamos allí a las mujeres, los niños y los ancianos, y solo se salvaron los hombres jóvenes aptos para combatir. Así pues atravesé a escondidas las montañas de El Causse[12], luego Aquitania, donde trabajé en barcos de pesca, y finalmente me dirigí hacia el norte hasta las Provincias Unidas, a las tierras del stadhouter Guillermo. Luché con sus ejércitos en Inglaterra; luego volví a las tierras del emperador, y tú me conociste cuando era maestro de armas en Venecia.

—¿Y tu mujer?

—No sé qué ha sido de ella —dijo el protestante con la mirada baja.

—¿La querías?

—Es mi mujer.

—Sólo fueron nueve días —dijo Poncet.

—Pero un juramento ante Dios es para toda la eternidad…

—¿Y si está muerta?

—Entonces soy libre.

—Nunca has estado tentado de…

—Por supuesto que he estado tentado —dijo el maestro Juremi sacudiendo la cabeza—. Desde luego que he sucumbido a menudo ante la llamada de la carne. Pero tener una mujer es diferente. Los protestantes no tenemos las ventajas de la confesión católica. Y en este sentido, nunca he claudicado.

—¿Cómo se llamaba tu pueblo, en el Gard?

—Soubeyran.

No hablaron más. Por la noche, Poncet preparó una nota para Alix, donde le confiaba que tal vez el maestro Juremi no estuviera libre, aunque si fuera a Francia podría ocuparse de esa cuestión y comprobarlo. También le aconsejaba que no dijera nada a Françoise.

El cuarto día, el padre Plantain se hizo anunciar en la residencia del cónsul tras concluir con su investigación.

—Excelencia —dijo el jesuita con un tono más militar que nunca—, esta mañana he recibido noticias urgentes de Constantinopla.

El señor De Maillet lo miró con atención.

—Creo que usted conoce al padre Versau —prosiguió el cura.

—Pasó por aquí el año pasado.

—Después de haber sobrevivido a vanas desgracias, un naufragio, etcétera.

—Me acuerdo muy bien.

—Entonces se acordará también de que fue él quien recibió instrucciones para transmitirle la voluntad del rey con respecto a la misión de Abisinia.

—Ciertamente.

—En fin, le he informado del regreso de tal embajada.

—Hace un momento ha empleado usted la palabra adecuada: más vale hablar de misión.

—Como prefiera, pero eso no cambia nada la situación. Mi carta salió en un correo urgente poco después de que el bajá mandara registrar la residencia del emisario del negus. Desde luego también le he informado de ese incidente, y también le he contado que ese turco ha prohibido al embajador viajar a Versalles.

—¿Y bien? —dijo el señor De Maillet, que ya empezaba a palidecer.

—El padre Versau acaba de responderme y está indignado. Aunque de entrada me esforcé por plantearle la cuestión del modo más anodino, está que echa las muelas. Dice que el bajá no tenía ningún derecho a intervenir, y menos aún a oponerse al viaje a Francia de su excelencia Murad y del señor Poncet. La voluntad del rey auspició la misión enviada a Abisinia, y esta misma voluntad obliga a llevar la respuesta del negus a Luis XIV.

El cónsul trituraba nerviosamente un rizo que le pendía en la nuca.

—Así pues —dijo el jesuita con un tono sentencioso—, el padre Versau me exige todos los pormenores de este asunto para redactar un informe de protesta dirigido al señor De Ferriol, que es, creo…

—Sí, sí, el embajador de Francia en la corte del gran turco.

El señor De Ferriol era el superior directo del señor De Maillet y tenía autoridad en todos los consulados de las escalas de Levante.

—Pero ¿qué objeto tiene tal informe? —preguntó el cónsul.

—Como usted sabe, el padre Versau tiene una gran influencia sobre el embajador, y no le resultará difícil convencerlo de que aparte al sultán de este asunto. Cuando uno de esos bajás se toma la autoridad por su mano y se sobrepasa en el ejercicio de sus derechos, el Gran Señor designa a un kiaya, que se persona en el lugar de los hechos, hace una investigación y dictamina las sanciones. Esos gobiernos turcos no tienen por qué comportarse como sátrapas. Si abusan de su poder, reciben su castigo.

El señor De Maillet, que se las veía venir, adivinó enseguida que esas palabras podían causarle muchos problemas en muy poco tiempo.

—No, no —exclamó—, no es necesario que el padre Versau se moleste…

—¿Cómo? ¡Pretende consentir que esos turcos hagan oídos sordos a los compromisos que los vinculan a nosotros desde hace más de un siglo! De seguir por ese camino, dentro de nada las capitulaciones quedarán invalidadas y los cristianos de ese país serán víctimas de una sangrienta persecución.

—Tiene usted razón, padre, pero se trata de un asunto local y es aquí donde debemos encontrar una solución. No hace falta que Constantinopla se inmiscuya en todo esto.

—Desgraciadamente ya está hecho —dijo el padre Plantain con arrogancia—, y me atrevería a decir que es mejor así porque me parece que ese bajá solo comprende el idioma de la autoridad.

—Es que usted le conoce poco.

—Afortunadamente para mí…

—Desde luego es un turco, y además un soldado. Sin duda es un poco violento y pierde los estribos. Pero también sabe entrar en razón.

—Tanto mejor, así oirá las razones del sultán.

—Oiga —dijo el señor De Maillet levantándose—, permítame intentar un arreglo. No le escriba todavía al padre Versau. Yo mismo presentaré una protesta al bajá.

—Entonces iremos juntos.

—¿Juntos?

—Sí, puesto que yo represento al querellante. Esta misión ha sido confiada a nuestra orden y ese turco nos impide cumplirla.

—Pero ya sabe que es muy musulmán. No mostrará la misma benevolencia si voy solo que si voy en su compañía.

—Entonces habrá que tratar con el sultán, que no está en contra de nosotros. Además, la carta está terminada. Sólo me resta agregar ciertos detalles que usted me proporcionará. Saldrá mañana mismo.

El señor De Maillet sudaba a mares. No veía ninguna salida y, como el hombre que se ve en el trance de escoger entre dos males a cual peor, se decantó por el que le parecía más llevadero.

—Bueno —dijo—, pues vayamos al palacio del bajá.

—En ese caso tenemos que ir inmediatamente porque el correo con destino a Constantinopla no puede esperar.

El cónsul acató esta nueva exigencia y mandó hacerse anunciar en la ciudadela. El guardia volvió al cabo de una media hora diciendo que serían recibidos en audiencia cuando llegaran. El señor De Maillet, el padre Plantain y el señor Macé —a título de intérprete— emprendieron camino en la carroza del cónsul. El jesuita estaba muy impaciente, aunque procuraba disimular. Por su parte, el cónsul miraba a través de la ventanilla, mordiéndose el puño de encaje.

En cuanto entró la delegación, Mehmet-Bey se percató de que el asunto era serio. No se demoró en demasiadas zalemas y rogó al cónsul que le expusiera los motivos de su visita.

—Pues bien —dijo el señor De Maillet, visiblemente molesto y con una voz que intentaba ser conciliadora y firme a la vez, aunque sonó más bien vacilante y falsa—, he venido para presentar una protesta ante vuestra excelencia.

Mehmet-Bey no se inmutó. Miró al jesuita y luego al cónsul, presintiendo algún enojoso revés de una alianza de la que ya se había arrepentido. El señor Macé tradujo y el cónsul continuó:

—Por los tratados que han firmado nuestras potencias, la protección de los cristianos es una cuestión que incumbe al rey de Francia.

El bajá abría y entornaba los párpados lentamente, como una pantera.

—Por lo tanto, usted no puede violar el domicilio de ninguno de ellos, a menos que haya hablado antes con el cónsul de Francia, y tampoco puede limitar los movimientos de nadie que desee ejercer el derecho a personarse ante su protector el rey de Francia.

Una vez dicho esto, el señor De Maillet cerró los ojos como si de esa forma pudiera zafarse de la onda expansiva del polvorín que acababa de hacer estallar.

—¿De qué me está hablando? —dijo por fin el bajá, malhumorado.

—De ese armenio que llegó de Abisinia con un médico franco de la colonia.

—¿Y qué tienen que ver esos con este hombre? —preguntó el bajá, señalando al padre Plantain.

Por el rostro del cónsul corrían grandes gotas de sudor y hasta tenía la impresión de que iba a desmayarse. Allí, de pie, en medio de aquella enorme sala, las paredes daban vueltas a su alrededor peligrosamente.

—Nada —dijo—. El padre Plantain partirá en breve hacia Constantinopla e informará de esta audiencia a nuestro embajador, en caso de que no dé los resultados que esperamos.

Mehmet-Bey apoyó las manos en los cojines que le rodeaban, como si quisiera arrellanarse mejor en su asiento.

—No entiendo nada de los asuntos de los francos —dijo—. ¿Qué quiere saber que usted no sepa ya? Sólo me apropié de esas cartas porque usted me lo pidió, para luego entregárselas. En cuanto a ese armenio, es libre. Lléveselo a donde quiera, es un cristiano y no me importa su suerte. Pero por mi parte le hago una advertencia: si usted tiene algo que decir en Constantinopla, es posible que también yo ponga mi granito de arena. Me parece que sus religiosos son muy numerosos y muy activos en una ciudad donde hay que servir a tan pocos católicos. Sabemos que utilizan su tiempo en urdir confabulaciones, y es posible que el sultán tenga mucho interés en conocer más detalles al respecto. ¿Soy suficientemente explícito?

—Su excelencia nos ha convencido por completo —dijo el señor De Maillet, que dobló la cabeza con tanta cortesía como pudo, para no tener que inclinarse hacia delante.

Los tres hombres se retiraron.

De regreso, el embarazoso silencio que reinaba en la carroza contrastaba con el bullicio de las calles. El cónsul había hecho aquella diligencia con la peregrina esperanza de que, guiado por su mutua complicidad, el bajá siguiera la comedia hasta el final y dejara el asunto en sus manos. El juego ciertamente era arriesgado y había perdido. El padre Plantain, por su parte, acababa de obtener la prueba que corroboraba las conclusiones de su investigación: el diplomático era el único responsable de aquel tejemaneje. El cura hacía un gran esfuerzo para aparentar que estaba furioso, pero en realidad, no cabía en sí de alegría porque el señor De Maillet ya no podía negarle nada. El cura había pagado su victoria con una reprimenda del bajá, pero eso le importaba poco. Cuando llegaron al consulado, el señor De Maillet cerró las puertas de su despacho detrás de ellos, se sentó, se quitó la peluca sin pedir excusas al cura y dijo:

—Admito que le debo una explicación. En efecto, no es el bajá quien se opone al viaje del señor Murad, sino el propio ministro, el señor De Pontchartrain. Aquí guardo la prueba indiscutible.

Golpeó con un dedo su escritorio.

—¿Razones políticas, acaso? —preguntó el jesuita.

—¡Por supuesto que no! —exclamó el cónsul con el tono de voz propio del preceptor que corrige siempre la misma falta a su alumno—. No se trata de política, sino de sentido común, padre; incluso me atrevería a decir de modales. ¿Se ha detenido usted a observar a ese Murad? Se comporta como el faquín más indeseable, atenta contra el pudor de las damas, se emborracha en la mesa, se limpia las manos con las colgaduras. Sinceramente, padre, ¿se imagina por un momento a alguien así en Versalles? ¿Se lo imagina ante el rey?

El cónsul señaló el retrato que coronaba su cabeza.

—El rey de la corte más refinada de la tierra. No. Hay que ser razonable, y el ministro ha sido muy claro: juzgue a la persona en cuestión y mire a ver si es posible. Bien, pues yo le digo que no es posible.

—Entonces se trata solo de la persona. ¿No está en contra del principio en sí?

—No.

—En ese caso, Poncet y yo iremos a Versalles.

El cónsul reflexionó un instante, mientras miraba al padre Plantain. Estaba contrariado porque se veía venir que los jesuitas se inmiscuirían otra vez en el asunto y que podrían poner en peligro su propia iniciativa, ejerciendo su influencia sobre el rey. La cuestión era no obstante un mal menor, en comparación con la cizaña que podrían sembrar en Constantinopla. Además el cónsul tenía la esperanza de poner en marcha su propia empresa antes de que el jesuita y Poncet volvieran de Francia.

—Es una excelente idea —dijo al fin el señor De Maillet—. Fléhaut, mi canciller, los acompañará.

—¿Y usted ejercerá su influencia sobre el bajá para que los tres abisinios puedan embarcarse?

—Le doy mi palabra.

—Vamos —dijo el jesuita—, hay que redactar esto ahora, si quiere que en Versalles se enteren de nuestra llegada. El correo que parte mañana para Constantinopla entregará el despacho en Alejandría, y llegará a Marsella con la galera real del 30, y a París a comienzos del mes que viene.

—De acuerdo, pero queda claro que cambien debe escribir al padre Versau para decirle que no emprenda ninguna diligencia y que todo se ha solucionado aquí.

—Excelencia, le escribiré ahora mismo.

Aquello se parecía a un tratado. Era la diplomacia, y el cónsul sintió en su fuero interno que estaba desempeñando nuevamente su oficio, después de aquellas de negociaciones que olían tanto a transacción comercial. Y a pesar de la derrota, respiró.