8. La ayuda de los jesuitas

Poncet subió detrás de Françoise por una estrecha escalera de servicio que olía a moho; se internó solo en un guardarropa oscuro, y al final accedió a una habitación con ventanas que se abrían de par en par a una noche cuajada de estrellas. Una ligera brisa del norte desplazaba hacia la ciudad el olor limoso del delta. Desde la planta baja se oía el bullicio de los numerosos invitados que se demoraban y que reían ruidosamente. El quinqué a punto de apagarse, en la mesilla de noche, proyectaba un resplandor dorado sobre Alix, que esperaba de pie. Jean-Baptiste avanzó con suavidad y la tomó en sus brazos. No se había cambiado de vestido y Jean-Baptiste recorrió con los dedos y con los labios las líneas de su peinado, las joyas, las telas y aquel rostro que volvía a ver de nuevo con todo el color, la armonía y el resplandor que tenían bajo las grandes arañas de los salones. En una palabra, los dos amantes estaban allí en persona y por fin podían gozar del inmenso placer de tomar aquello que se desea en el mismo instante en que se desea. Hasta ahora les habían separado demasiados contratiempos para oponer el menor obstáculo a aquella voluptuosidad. Se abismaron en largos besos, mientras que desde abajo, como si de la oscuridad de un teatro se tratara, llegaban aclamaciones parecidas a las del público que ovaciona a una pareja de enamorados en el escenario, al final de una ópera.

Junto a ellos había una cama; la intimidad era completa. Pero se equivocaría quien pensara que en esa etapa de su amor podían ceder a saciar la pasión que sentían el uno por el otro. Alimentaban sabiamente la esperanza, aun cuando sus gestos denotaban plena seguridad, de obtener un día el derecho a amarse, y tenían fe en el momento en que no tuvieran que poner más límites a su arrebato.

—Amor mío, amor mío —murmuraba Alix, que seguía cubriendo de besos el rostro de Jean-Baptiste—. Qué feliz soy. Te quiero. Me gustaría estar así toda la eternidad.

La joven se estremeció y se alejó ligeramente de Jean-Baptiste, tal vez por la evocación de un imposible. Clavó sus ojos profundos y empañados de lágrimas en los de su amante y le preguntó con seriedad:

—Dime, ¿cuándo te vas a Versalles? Y lo más importante, ¿cuándo volverás para llevarme contigo?

—Desgraciadamente… —dijo Jean-Baptiste, ladeando ligeramente la cabeza.

—¿Qué ocurre?

—Todo es muy complicado. Tu padre no está de acuerdo con la idea de hacer un viaje a Francia y alega que son los turcos quienes se oponen. Y debo reconocer que tampoco nosotros ponemos mucho de nuestra parte. Ya has visto a Murad…

—¿Quieres decir… que la cosa se puede ir a pique?

—No —exclamó Jean-Baptiste mientras le apretaba las manos—. Pero el asunto es más difícil y más largo de lo que creía en un principio.

Jean-Baptiste no quería confesar que la causa estaba definitivamente perdida. Tampoco sabía realmente de dónde podría surgir aún una esperanza, y sin embargo en aquel momento, ante Alix, la idea de renunciar le parecía aún más odiosa e improbable que el fracaso.

Desde el rellano de la escalinata llegaban las voces de los comensales que empezaban a abandonar todos juntos el consulado y se despedían con adioses ruidosos c interminables palabras de agradecimiento.

—Escúchame —dijo Alix—. Tenemos poco tiempo. Cuando la última carroza se ponga en marcha para llevarse a los pasajeros, tendrás que marcharte.

Dicho esto, se fundió de nuevo en sus brazos, antes de proseguir:

—Tienes que saber que todo esto es muy urgente…

—¿Qué quieres decir?

—Mi padre… Ah, no quería que lo supieras, es inútil complicar aún más todo esto.

—Sigue, te lo ruego.

—Hace tres días que mi padre habla sin cesar de la inminente llegada de un hombre que han enviado de Francia. Se trata de un diplomático que debe asumir un cargo consular en Rosetta o en Damieta, no sé exactamente.

—¿Y?

—Bueno, pues en vanas ocasiones mi padre ha hecho comentarios a propósito de ese hombre, aludiendo a su alto linaje, a su carrera y a su futuro, mirándome con insistencia. Todavía no me ha dicho nada, pero mi madre me ha confirmado que desde hace tiempo contempla la posibilidad de casarme. Así pues, le ha pedido a nuestro pariente, el ministro, que le envíe a alguien que sea un buen partido, un hombre de ascendencia noble… ¿Qué piensas, Poncet?

—Amor mío, yo pienso que solo te quiero a ti, y que odio a ese desconocido. ¿Cuándo llega?

—Si no he entendido mal, en este momento debe de estar de camino.

Jean-Baptiste mudó de semblante.

—Escucha —dijo recuperándose—, tal vez este asunto se retrase un poco. Y también puede ser que ese hombre llegue antes de que yo haya conseguido el título que me permita pedirle tu mano a tu padre. Hasta entonces no aceptes nada, no te comprometas a nada. Resiste, busca cualquier pretexto, finge que estás enferma. Si es necesario, Françoise te traerá pócimas que te provocarán tos, vómitos, palidez, e incluso te causarán una verdadera enfermedad en caso necesario. Pero sobre todo no te comprometas.

—Lo único que he querido siempre, con toda mi alma, es estar contigo. No temas, conseguiré que pidas mi mano. Además, conozco a mi padre: puede negarme algo que quiera, pero no me forzará a acatar su voluntad. Si nos empeñamos los dos, encontraremos una solución y será duradera.

Abajo se oían menos voces y las últimas carrozas. Se besaron de nuevo. Todo lo que tuvieran que decirse se lo comunicarían a través de Françoise. El único mensaje que no podían encargar era aquel deleite de los sentidos, aquel diálogo de manos y bocas, aquella conversación de los cuerpos que se buscan y se responden en los murmullos del terciopelo y la seda.

Desde la oscuridad del guardarropa, Françoise dijo en voz baja que era la hora y que alguien podía subir en cualquier momento. Se despidieron con lágrimas en los ojos.

Alix oyó alejarse los últimos ruidos de pasos en la escalera de servicio, descorrió el pestillo de su habitación y se estiró lentamente en la cama, sin quitarse la ropa. Al llegar a casa, Poncet encontró al maestro Juremi sentado en la terraza, con un candil a sus pies. Bebía en un vaso licor de mandarina que había destilado en el alambique, mucho tiempo atrás, en las horas muertas.

—Vaya —dijo el protestante—, aquí llega el enamorado.

Jean-Baptiste se sentó frente a su amigo, sin pronunciar palabra.

—Oh, parece que hay malas noticias. Bebe un poco, te reconfortará.

El maestro Juremi le tendió a Poncet un vaso, pero este lo dejó encima de la balaustrada, sin tocarlo.

—Querido amigo, te estás abandonando —dijo el maestro Juremi, levantándose.

A pesar de que era tarde parecía muy despierto. Se veía que había pasado una velada muy tranquila y que esperaba a su amigo para animarse un poco. Mientras andaba a grandes zancadas por la terraza, preguntó:

—Bueno, ¿qué ocurre? ¿Ya no te quiere?

—Sí —contestó estúpidamente Poncet, con la mente en otra parte.

El maestro Juremi se aferró a esa escueta afirmación y empezó a tirar de la madeja con una voz poderosa. Le dijo a Jean-Baptiste que eso era lo esencial y que todos los obstáculos desaparecerían en el momento en que el amor fuera compartido.

—¡Pelea! Eso es todo. Mira cómo estás.

—No vamos a ir a Versalles —dijo Jean-Baptiste con un tono afligido—. El rey no me dará un título nobiliario y no podré casarme con ella.

—Y la noche no terminará nunca, el agua no correrá más por las fuentes, y las hienas terminarán devorándonos a todos. Vamos, vamos… Ánimo, señor pesimista.

El maestro Juremi cruzó la terraza con su andar cansino, subió a los aposentos de Poncet, descolgó dos floretes y los petos y volvió con su amigo.

—Venga, en guardia, como en los viejos tiempos. Verás cómo vuelves a tus cabales en cinco minutos.

Jean-Baptiste no tenía ningunas ganas de levantarse de la silla. El aire inmóvil a su alrededor acumulaba gota a gota el perfume que Alix había impregnado en su piel y en sus ropas. Sin embargo, en alguna parte recóndita de su corazón se sentía disgustado por haber abandonado a su amigo aquella noche, y al menos deseaba darle una pequeña alegría. Así que se levantó, se enfundó el peto de cuero y se puso en guardia. Al cabo de unos segundos, el maestro Juremi le tocó con el florete. Volvieron a ponerse en guardia. Poncet seguía sin concentrarse, hizo algunas leves paradas de quinta y de séptima; el maestro Juremi se echó hacia atrás y le tocó de nuevo.

—¡Venga, venga! ¿Voy a tener que atravesarte de parte a parte para que un chorro de sangre te alivie el malhumor?

El sonido metálico de los floretes excita al hombre en un lugar profundo donde dormita el ardor guerrero; no se conoce a nadie a quien los primeros cosquilleos de los floretes no despierte, en la mente antes ocupada por otro pensamiento, un ardor de combate que tensa los músculos e ilumina la mirada. Al tercer embate, Poncet estaba allí casi por completo. El maestro Juremi volvió a tocarlo, pero esta vez solo de refilón. Luego hubo un período de fuerzas igualadas, con muchos movimientos, imprevistos, gritos sordos y giros. Por fin, al tiempo que Jean-Baptiste tocaba a su amigo, lanzó un grito terrible:

—¡Los jesuitas!

El maestro Juremi se quedó quieto, bajó el florete y miró extrañado a su alrededor.

—¿Qué dices de los jesuitas? ¿Dónde?

Jean-Baptiste se alejó y fue a sentarse en la barandilla, y mientras acompasaba el pensamiento con la mano que sujetaba el arma, empezó a trazar con el florete en el aire algo así como las letras de una proclama.

—Los je-su-i-tas. ¡Los jesuitas! Eso es —dijo—. Sólo ellos pueden arreglar esta cuestión.

—¿Pero se puede saber de qué diablos estás hablando?

—Del viaje a Versalles. Créeme, son los únicos. No sé cómo no se me habrá ocurrido antes. Claro, son los únicos que pueden doblegar al cónsul y conseguir acercarnos hasta el rey, puesto que son ellos quienes han transmitido sus órdenes. No debemos menospreciar el poder de esos curas por el hecho de haber aprendido a desconfiar de ellos.

—Pero olvidas que prometimos solemnemente que los jesuitas no volverían a Abisinia —dijo el maestro Juremi con expresión grave—. Si queremos ir a Versalles es para que el rey oiga una versión totalmente opuesta a la de esos curas. No son las personas más adecuadas para que nos acompañen.

—Tienes razón. Pero si no transigimos, no podremos ir a Versalles de ninguna de las maneras, y los jesuitas seguirán haciendo valer su opinión en la corte.

—Vale más que la hagan valer solos que con la ayuda de nuestro testimonio.

—¡No! —dijo Poncet—. Piensa. Si nos aliamos con ellos para ir a Versalles, no será para ofrecerles nuestro apoyo, sino para contradecirles solemnemente cuando estemos ante el rey. Se trata de utilizarlos. Nada más.

—Aún no piensas como ellos, pero por lo que veo ya has asimilado sus métodos.

—¿Acaso no peleas tú con las mismas armas que el adversario que tienes delante? No me digas que si te ataco con la espada te vas a defender con una cuchara…

—Adoptar los defectos de los adversarios significa concederles la victoria.

—Entonces habrá que conservar intacta nuestra pureza y morir.

—Sí, es preferible morir que traicionarse a sí mismo —dijo el maestro Juremi desde lo alto de su mole—, pero se puede ser puro y vencer.

—Nos estamos alejando del tema —dijo Jean-Baptiste malhumorado—. Sólo se trata de saber cómo podremos hacer llegar a Versalles el mensaje del negus. Esa es la cuestión, la cuestión que interesa. Y yo te digo que solo los jesuitas pueden hacer realidad ese milagro.

El maestro Juremi se dio la vuelta, avanzó tres pasos hacia la pared y saltó de nuevo hacia su amigo.

—Jean-Baptiste, estás confundiendo las cosas. Sólo esperas hacer ese viaje por tu propio interés. Y ahí estás, a punto de traicionar tu palabra con tal de satisfacer unos deseos egoístas.

—No te consiento… —exclamó Poncet mientras golpeaba los barrotes de hierro de la barandilla con la empuñadura de su espada.

—¿Acaso me equivoco? —dijo el maestro Juremi, que seguía en la linde de las sombras.

—Tienes razón y te equivocas. Sí, quiero defender mi causa en Versalles. Y no traicionaré al rey de los abisinios. No abordaré las dos misiones con la misma energía, pero conseguiré culminar las dos.

El maestro Juremi dio un paso atrás para seguir oculto en la oscuridad. Poncet sabía bien qué preludiaba aquella desaparición.

—Déjame hacer a mí —dijo Jean-Baptiste con voz serena—. Sólo te pido que seas neutral y que confíes en mí. Sólo yo hablaré con los jesuitas, solo yo asumiré el riesgo de que jueguen con nuestras cartas, y al final solo será mía también la responsabilidad de desacreditarlos ante el rey.

—En mi religión —dijo la voz del maestro Juremi, que salía de la noche—, solo se predica con el ejemplo. No voy a intentar convencerte por la fuerza, ni siquiera por el método de la persuasión. No pienso ir a ver a los jesuitas, me inspiran tanta desconfianza que no creo que puedas engañarlos. Pero no te impediré que sigas tu camino… Espero que consigas tu objetivo.

Jean-Baptiste, contento con su idea y satisfecho de ver que su amigo no se oponía, avanzó hasta el maestro Juremi, que también dio un paso. Ambos tomaron los vasos y brindaron por su cordial desacuerdo bajo la mirada de Vega y las aprobaciones ruidosas de los perros de El Cairo.

Murad tenía un fuerte dolor de cabeza que había achacado a la comida del consulado, aunque más bien se debía a la bebida pues había probado de todo y en cantidades considerables. Tampoco había tenido reparos en tomar mezclas que habían escandalizado a sus vecinos, como champán, vino de Borgoña y absenta en un vaso…

Para colmo de males, al día siguiente por la mañana, el esclavo etíope que le rasuraba el cráneo diariamente con un vidrio de botella —puesto que Murad aborrecía el metal de las navajas de afeitar— le había cortado, y bajo su turbante asomaba una gota de sangre seca. Hacia las nueve recibió a Poncet. Este le anunció que había enviado a alguien en busca del representante de los jesuitas y que el cura no tardaría mucho en aparecer. Murad, que se había aprendido bien las lecciones del emperador, se indignó al principio, pero cuando Poncet le expuso su plan, se tranquilizó y continuó lamentándose de su estómago.

El padre Plantain llegó un poco antes de la hora fijada. Se plantó ante Murad y Poncet, y a una señal del embajador se sentó en una alfombra dispuesta en el suelo con la gracia de un toro que se derrumba con el primer golpe de rejón. Murad tuvo la cortesía de ofrecerle café y pasteles, que fueron llevados en procesión por los tres esclavos etíopes.

En cuanto los vio, el padre Plantain se reincorporó de rodillas.

—¡Dios mío! ¡Qué hermosos son! —exclamó.

En primer lugar caminaba el de más edad, con su pie zopo; detrás de él iba el mayor de los niños, bizqueando horrorosamente, y después el otro que no tenía pelo por culpa de una tiña que le dejaba al descubierto hasta los sesos.

—¿Usted cree? —preguntó Murad, mirando al triste cortejo.

—Veo sus almas —dijo el clérigo con los ojos húmedos.

En efecto, consideraba a aquellos tres personajes con esa mezcla de respeto y beatitud con que los campesinos aseguran que la Virgen les ha dado una prueba de su amistad y se les ha aparecido en una gruta.

—Pues bien —dijo Poncet—, mire usted qué afortunada deferencia de parte del negus: estos tres servidores son parte de los presentes destinados al rey Luis XIV.

El padre Plantain no les quitó los ojos de encima a los abisinios hasta que no se dieron la vuelta y se fueron renqueando a la cocina.

—Acaba de decirme —prosiguió cuando los esclavos hubieron salido— que son algunos de los regalos que el emperador ha destinado al rey. ¿Acaso hay más?

—Ciertamente, padre —respondió Jean-Baptiste—, y más valiosos aún.

El jesuita no podía imaginarse qué presente podía superar el que acababa de ver. Poncet se metió lentamente la mano en el bolsillo, con el ánimo de incitar su curiosidad, y sacó una carta.

—Afortunadamente, este mensaje ha escapado a la policía del bajá —dijo.

—¡Un mensaje! ¿Un mensaje del emperador?

—Escrito por su escribano al dictado y autentificado por su sello.

Murad seguía la conversación de los dos hombres. No obstante, al oír a Poncet hablar de una carta del negus, giró la cabeza con tanta rapidez que le volvió la migraña. Apenas tuvo el tiempo justo de reparar en un guiño de complicidad del boticario y luego se estiró en los cojines, tras pedirle al padre Plantain que le excusara. El cura tendía ya la mano hacia Poncet para coger la carta.

—Por desgracia —dijo este guardándose otra vez la carta en el bolsillo—, el rey ha dado instrucciones expresas de que transmitiéramos este mensaje a Luis XIV en persona. Pase que hayan abierto el otro pliego, puesto que solo era una acreditación, pero este no se abrirá. He dado mi palabra.

—Y… ¿qué dice? —preguntó el jesuita sin poder contener su curiosidad.

—Padre, tanto si es un mensaje como si se trata de una carta, es todo uno y es para el rey.

—Sí, pero al margen de los detalles, ¿qué ánimo refleja?

—Muy confortante. Es todo cuanto puedo decirle. El negus presenta sus respetos al rey de Francia y muestra una excelente disposición con respecto a todos los asuntos concernientes a la religión.

—Muy bien, muy bien —dijo el jesuita—… ¿Y admite las dos naturalezas de Cristo?

Poncet enarcó las cejas con el semblante de quien sabe mucho al respecto pero no puede decir nada, aunque no tiene razones para inquietarse. El padre Plantain hizo una mueca de satisfacción para dar a entender que había comprendido.

—¿Y los demás presentes? —preguntó.

—Están aquí: oro, algalia, especias, cinturones de seda y el contenido de una caja que solo podemos abrir en presencia del rey.

—¡Excelente! ¡Excelente! Su misión es todo un éxito.

—El padre De Brèvedent, desgraciadamente, no ha podido asistir a su culminación. Pero, créame, hemos sido fieles a su memoria y esta misión solo habría sido más fructífera si él estuviera aquí.

—Comprendo. Nadie habría podido cumplir mejor las órdenes que ha transmitido el padre De La Chaise. Es absolutamente necesario que usted informe al rey de estos magníficos resultados.

—Eso creo yo también —dijo Poncet, inclinando la cabeza—. Pero desgraciadamente usted sabe que es imposible.

—Sí, los turcos…

—Los turcos tienen manga ancha, padre.

—¿Qué quiere decir?

Poncet volvió a llamar a los esclavos con una palmada, que llenaron de nuevo las tazas. Deseaba sobre todo verlos desfilar una vez más ante el jesuita para terminar de ponerlo a punto. En cuanto se hubieron ido, el padre Plantain continuó con sus preguntas.

—Me hablaba de los turcos —dijo un poco distraído.

—No, padre, quien hablaba de ellos era usted. Yo solo le hacía partícipe de mis dudas.

—¿Qué insinúa? ¿No irá a creer que el bajá le vaya a prohibir viajar a Francia?

—No conozco a Mehmet-Bey —dijo Poncet—, pero su antecesor estuvo mucho tiempo bajo mis cuidados. Por muy fanáticos que puedan ser, y parece que este es de cuidado, los otomanos no rebasan ciertos límites con nosotros.

—¿Qué quiere decir con eso?

—Quiero decir que un turco no se aventuraría nunca a mandar registrar una casa en la colonia, a menos que el cónsul estuviera de acuerdo.

—Piensa usted que…

—Que el turco y el señor De Maillet han hecho una curiosa alianza contra nosotros en este asunto.

Al principio el jesuita se quedó estupefacto, como si el tufo de una confabulación le estuviera llegando a la nariz. Adoptó una expresión aún más obstinada, con los ojos fijos en el fondo de su caverna de párpados y hueso, y murmuró con la boca apretada:

—Su acusación es extremadamente grave, señor Poncet, porque parece indicar que se quiere contrariar la voluntad del rey.

—A mi parecer, padre, usted piensa que el rey solo tiene una voluntad. No obstante, siempre cabe temer que a su alrededor se expresen más: quienes se conforman con un ideal moral podrían enarbolar una, y quienes quieren manipular su política, podrían tener otra.

El padre Plantain se sumió en sus pensamientos.

—Compréndame —dijo Poncet—. Obedecimos las órdenes que nos transmitió el padre Versau y hemos satisfecho escrupulosamente las expectativas que el rey esperaba de nosotros. Para no romper los lazos que hemos establecido, es de la mayor importancia que le demos cuenta de nuestros progresos y que el embajador del negus pueda afirmar que su mensaje ha sido transmitido a Luis XIV, y que luego regrese con una respuesta. Pero esto va ciertamente en contra de los intereses de quienes prefieren una alianza con los turcos a que Francia cumpla con su gran destino cristiano.

El jesuita se incorporó laboriosamente.

—Pronto habré sacado algo en claro de todo esto —dijo.

Se despidió de Poncet, le encomendó que no despertara a Murad, que roncaba desde hacía unos minutos, y se fue a buen paso con el semblante radiante de quien se apresta a caer en el pecado para combatirlo.