Al recibir las noticias de Murad, Jean-Baptiste comprendió que había perdido la partida. La alianza del cónsul y del bajá —tanto si se trataba de una mera confluencia de intereses como si era un acuerdo en toda regla— anulaba cualquier posibilidad de ir a Versalles con una embajada. Si Murad aceptaba transmitir su mensaje al cónsul, este haría llegar al rey una misiva amañada a su antojo y evidentemente no se podía contar con el diplomático para que favoreciera ni un ápice los intereses de ese Poncet a quien tanto despreciaba.
Así que tantos esfuerzos, tantas jornadas de viaje y tantas vicisitudes no habían servido para nada. Jean-Baptiste iba a sucumbir de desesperación cuando recibió dos buenas noticias, una después de otra, que si bien no introducían ningún cambio en las perspectivas futuras encauzaron su pensamiento hacia una felicidad inmediata.
Mientras tomaba un refresco en la terraza con el maestro Juremi y consideraba definitivamente perdido el viaje a Versalles, llegó un guardia del consulado con una nota del señor De Maillet. Este invitaba al señor Poncet a cenar al día siguiente para honrar la llegada de su excelencia el representante de su majestad el rey de Abisinia. Jean-Baptiste repasó la lista de invitados que se adjuntaba para leer lo único que le interesaba saber: El señor cónsul de Francia, la señora De Maillet y su hija.
Un poco más tarde, Françoise apareció en la ventana de su casa, saltó a la terraza y reveló a Jean-Baptiste un plan que debía seguir escrupulosamente para poder hablar con Alix a solas, después de la cena de gala. Una vez cumplido el mandato, Françoise empezó a dar vueltas y más vueltas por la casa de los dos hombres para, según dijo, comprobar que no les faltaba nada. Incluso tuvo la osadía de aventurarse a la planta baja, donde el maestro Juremi ya estaba otra vez elaborando sus potingues. El hombre la saludó con un gruñido y la pobre mujer volvió a subir a toda prisa, pasó por delante de Poncet completamente emocionada y luego desapareció por donde había venido.
Al día siguiente, Poncet, que miraba dolorosamente el paso de las horas a la espera de la cena, se ocultó en su casa. Hacia el mediodía, le hizo una visita a Murad para abordar con el algunas particularidades del protocolo que habría de respetar por la noche, en el consulado. Jean-Baptiste se temía que esta prueba mundana aportara nuevos argumentos al cónsul para negarse en redondo a que el armenio volviera a aparecer por la corte. Luego regresó y mandó al maestro Juremi que le pasara las visitas con una actitud más arrogante que nunca, quizá porque los mercaderes estaban ávidos de curiosidad y ahora todos querían escuchar el relato del viaje del farmacéutico. Además, como aún no se lo había contado a nadie, el silencio incrementaba su valor a medida que pasaban los días. El padre Plantain también había acudido tres veces. Pero el maestro Juremi no le dejó franquear la puerta, así que el jesuita se limitó a balancearse de un lado a otro para echar un vistazo por encima del hombro del protestante, con el ánimo de descubrir algún indicio del misterio que escondía aquella casa. El padre Plantain se lamentó amargamente de que Murad no quisiera recibir a nadie y dijo que a pesar de todo le habría gustado oír el relato de la muerte del padre De Brèvedent. El maestro Juremi guardó las formas para no echar con cajas destempladas al jesuita y escuchó sus lamentaciones con bastante educación, aunque no movió ni un dedo.
Por fin llegó la hora de cenar. Jean-Baptiste se vistió; en circunstancias normales, las ropas que habían comprado a los corsarios habrían podido resultar demasiado elegantes, pero eran perfectamente adecuadas para aquella ocasión. El maestro Juremi le dijo que estaba magnífico. Los ojos de su compañero reflejaron cierta tristeza, no por quedarse al margen de los festejos que tan poco le gustaban, sino tal vez por verse en aquella especie de clandestinidad, como si todos los esfuerzos, todos los peligros, incluso los triunfos de aquellos meses de viaje hubieran sido actos inconfesables y culpables ante los que debían disimular, como había tenido que disimular aquella fe tan simple y tan inocente a la que rendía fidelidad.
De camino hacia el consulado, Poncet pensó que debería ocuparse de rehabilitar a su amigo y llegó a la conclusión de que en Francia encontraría el mejor medio para hacerlo. Era otra razón más para luchar por la embajada a Versalles, aunque cada vez veía más lejana la posibilidad.
Para recibir al emisario del negus y resarcir al hombre por no haberle dado el trato que esperaba, el señor De Maillet mandó preparar una cena por todo lo alto. En los peldaños de la escalinata, los guardias con ropa de jenízaros enarbolaban con majestad sus sables curvos formando un cordón de honor para agasajar a los invitados. Multitud de candelabros colocados en las arañas iluminaban el vestíbulo y las salas de recepción, a la vez que hacían refulgir las tonalidades doradas de los cuadros, los entarimados pulidos, los suelos de scagliola y hasta los botones de cobre de los lacayos. Las mujeres se sumergían voluptuosamente en esa luz artificial, a sabiendas de que las embellecería, haciendo relucir sus joyas y sus ojos, e iluminando sus rasgos con un halo tornasolado. Las damas de la colonia, en su mayoría dignas esposas de mercaderes, a menudo habían consumado caóticas carreras mundanas; durante el primer período de su ascenso, que casi siempre había sido el más largo, casi todas habían trabajado en la caja de un comercio y a veces también en el escenario de teatrillos ambulantes. Posteriormente, cuando sus aventureros mandos hicieron fortuna en El Cairo, todas ellas pudieron apaciguar súbitamente su insondable sed de respetabilidad. Compraban sus alhajas a unos judíos que hacían contrabando de joyas y encargaban copiar las últimas novedades de París a costureras árabes de doce años a las que no pagaban sus vestidos. Pero aquellas joyas y aquellas galas llegaban bastante tarde a unos cuerpos lacerados por el trabajo y la codicia. No obstante, el lujo es tan deseable porque la calidad de los objetos impregna en cierta medida a sus propietarios. Así, el gotoso que se exhibe en un bello cabriolé adquiere la gracia natural de sus caballos, y una mujer cuya juventud se ha desvanecido puede volverse tan lozana, tan brillante y tan ligera por una noche como el organdí que la cubre y roza impúdicamente la pierna de los hombres.
Jean-Baptiste llegó con los últimos invitados y fue a presentar sus respetos al cónsul, que daba la bienvenida a los huéspedes en el vestíbulo, antes de sumergirse en aquella marea de tafetanes, perlas y piedras preciosas hasta encontrar la única que tenía valor a sus ojos. Todos los salones de la planta baja se habían abierto para aquel gran acontecimiento, de tal manera que la sala de recepción habitual donde lucía majestuoso el retrato del rey y de donde se había retirado el escritorio del cónsul se prolongaba a través de otra sala, cerrada normalmente para no hacer gasto, y que era donde esa noche se habían dispuesto las mesas. Pero Alix no estaba allí. Al final, Jean-Baptiste la descubrió en una estancia cuya existencia ignoraba. Era un minúsculo salón de música donde las damas pasaban agradables veladas. Cerca de la ventana que daba a la parte trasera del jardín había una espineta verde pintada con un motivo campestre, adosada a la pared. Alix estaba ante una chimenea coronada con un espejo con tremó, así que al entrar Jean-Baptiste se la encontró de frente y de espaldas al mismo tiempo. La sala era reducida y ambos creyeron encontrarse bruscamente cara a cara, circunstancia que los dejó turbados. Pero había demasiado alboroto a su alrededor, demasiadas risas, exclamaciones y saludos efusivos para que los extraños pudieran percatarse de aquel pequeño detalle. Sin embargo, un observador perspicaz habría notado que Alix, que hasta entonces no había exteriorizado sus gracias, aunque se había peinado y acicalado con sumo esmero, las hizo resplandecer súbitamente, como cuando se despliega la cola de un pavo real o las alas de una mariposa. Tensa por esa borrasca que esperaba, inspiró un gran hálito de belleza que la guiaba como una vela. Jean-Baptiste, conmovido, se detuvo un instante también antes de dar dos pasos adelante. En ese mismo momento, cual soldado al descubierto que es el blanco de todas las balas, cinco o seis mujeres que habían oído hablar de las gestas del joven viajero lo rodearon, a la vez que rogaban a sus respectivos maridos que lo invitaran a sus casas. Al verle entrar, tan apuesto con aquella casaca roja adornada con herretes de plata, los cabellos sueltos y sin lazo, las damas confundieron inmediatamente el interés que tenían por su historia con la emoción física que les causaba su presencia, al tiempo que la parafernalia de sus atavíos les alimentaba la ilusión de que todavía eran irresistibles. Jean-Baptiste iba a ser engullido por aquellas comadres cuando una avalancha general empujó a todo el mundo hacia el exterior del saloncito y condujo a los invitados al salón de gala, pues se acababa de anunciar la presencia del embajador. Sin embargo era una falsa alarma. El cónsul había enviado su coche para recoger a Murad; pero este, como no estaba preparado, había tenido la absurda idea de enviar el coche de regreso a la hora prevista, por si podía hacerle falta al cónsul. El armenio había ordenado a los tres esclavos que se acomodaran dentro y dieran aviso de que llegaría a pie. Cuando la carroza llegó ante la escalinata, el cónsul en persona se precipitó hasta la portezuela y ante los ojos imperturbables de sus invitados se llevó la desagradable sorpresa de ver salir a los tres indígenas, con las piernas desnudas, vestidos con un simple sayo de algodón y moviendo unos ojos aterrorizados. Murad llegó al trote diez minutos más tarde, y uno de los guardias que no lo había reconocido en la oscuridad lo detuvo sin contemplaciones. Todos estos contratiempos retrasaron un poco la cena y prolongaron el placer de los invitados, que en su mayoría nunca habían tenido el honor de gozar de un tratamiento oficial. Los convidados se colocaron por fin alrededor de dos largas mesas que se habían dispuesto. El embajador Murad se sentaba frente al cónsul en la primera, y en espera de resarcir a la ridícula delegación que había esperado en vano la llegada de Murad; la segunda estaba presidida por el señor Brelot, diputado de la nación. Delante se había acomodado Frisetti, el primer dragomán del consulado.
Poncet estaba en esta segunda mesa, entre dos mujeres que le entristecieron nada más verlas. El secretario Macé era el primer vecino masculino por la derecha.
Jean-Baptiste escudriñó la sala para ver dónde iba a estar Alix. Al principio se decepcionó; no obstante, esta se había confundido de asiento y al final comprobó que le correspondía sentarse a la derecha de Frisetti, es decir, casi enfrente de su amante. Era la primera vez, después de tanto tiempo, que estaban tan cerca el uno del otro en público y bajo aquella luz resplandeciente, que se hacían la ilusión de ser el señor y la señora de una casa.
Jean-Baptiste procuró no mirar demasiado hacia Alix, pues temía que la emoción se le reflejara en la cara. La algarabía remitió ligeramente cuando todo el mundo estuvo en su sitio. Los invitados se volvieron a uno y otro lado con saludos de cortesía, y seguidamente arrancó la conversación.
—Ahora, querido señor Poncet, espero que nos cuente alguna de sus aventuras en Abisinia…
El señor Macé en persona había sacado a colación el tema, desencadenando el entusiasmo de los comensales.
—Debe hacerme preguntas —dijo Jean-Baptiste—. Ese país está muy lejos, y a diario nos ocurrían tantas peripecias que cada una podría ser el capítulo de un libro.
—Empiece entonces por el viaje. ¿Es tan peligroso como dicen llegar hasta allí? —preguntó Macé.
Por la cara del secretario se habría podido pensar que su curiosidad era sincera. Pero la verdad es que era un mandado, como siempre. Dado que tenía en mente enviar una nueva embajada —oficial esta vez—, el cónsul se había dado cuenta de que era necesario calibrar los peligros que corría, y en vista de que Murad era de poca ayuda para esclarecer semejante cuestión, había pensado que lo mejor sería conseguir que Poncet contara su viaje. El cónsul no estaba dispuesto a rogar y menos aún a mostrarse interesado por él, dando pie al lucimiento del boticario.
Así pues, aquella cena le ofrecía al señor De Maillet la oportunidad de adular a Poncet y empezar a confesarlo en público, es decir, como si no tuviese ningún interés en particular. El señor Macé había recibido la misión de hacerle hablar todo cuanto fuera posible, grabar su relato en su prodigiosa memoria y llevar la conversación hacia su terreno con preguntas sagaces. Al sentir la mirada de Alix, Jean-Baptiste se sintió turbado. Le importaban muy poco aquellos ridículos burgueses que le rodeaban; era a ella a quien amaba y a ella únicamente a quien deseaba contar el relato apasionado de los peligros que había corrido, los sufrimientos y las alegrías que él quería referirle para compartirlos con ella cuando fuera posible.
Macé tenía dificultades para canalizar el relato del viajero sobre las cuestiones prácticas, puesto que Poncet se salía por la tangente para abordar ciertos detalles que al secretario le parecían superfluos. Hizo por ejemplo una descripción interminable sobre la ceremonia del café en Abisinia. Pero las damas adoraban esos temas y se mostraron contrariadas cuando Macé intentó volver a hablar del rey de Sennar o de cómo estaba el camino hasta el lago Tana. Al poco se sintió desbordado y dejó que Poncet respondiera riendo a las cuestiones más triviales.
A la hora del postre, la oronda esposa de un mercader, muy colorada y animada por la bebida, se atrevió a tomar parte en la conversación y se dirigió a Jean-Baptiste con una voz que volvía de su pasado de vendedora de arenques:
—Señor, se dice que las abisinias son muy bellas. ¿No se ha traído con usted a ninguna mujer?
Todos los presentes miraron a Poncet.
—¿Una mujer? —exclamó al tiempo que bajaba la mirada.
Hubo un instante de silencio en la sala. Jean-Baptiste levantó de nuevo la cabeza y clavó sus ojos en Alix un segundo; todo el fuego de su amor estaba presente en aquella mirada.
—A decir verdad, señora —contestó sin prestar la menor atención a quien le había hecho la pregunta—, realmente emprendí este viaje para ir en busca de una mujer. Y creo que la he encontrado.
Pronunció aquellas palabras con tanta seriedad que los comensales mostraron un cierto malestar unos instantes.
—Está bromeando —se oyó decir a un hombre. Hubo una súbita distensión y algunas risas.
—Está bromeando, ¿no es así? —exclamó la vecina de Jean-Baptiste, inclinándose hacia él.
—Naturalmente.
Hubo un ah general, y la conversación prosiguió en el mismo tono animado de antes. Pero el señor Macé, que no podía ver a la señorita De Maillet sin sentirse prendado de su belleza, a pesar de que se lo tenía prohibido, captó la mirada que había cruzado con Jean-Baptiste y estaba seguro de que no se había equivocado. Posteriormente los contempló con más atención, y registró sus observaciones en el lugar apropiado de su mente.
Cuando hubo finalizado la cena, los invitados pasaron a tomar café al salón de recepción, bajo el retrato del rey. Todos los que habían cenado en la mesa de Poncet estaban alegres y tenían muchas anécdotas divertidas que contar; en cambio los de la primera mesa mostraban el semblante seno y estaban indignados. Parecían escandalizados y se despacharon a gusto con comentarios en voz baja sobre la conducta del plenipotenciario del emperador de Abisinia. Por si no fuera bastante con comer indecorosamente y con las manos, hizo preguntas rarísimas sobre el precio de las aves, la manera de prepararlas y la cantidad de mantequilla que había que agregar a las salsas, de tal forma que se le habría podido tomar más bien por un cocinero. Animado por el vino y llevado por su atolondramiento, se había limpiado los dedos con el vestido de su vecina. Y por si quedaba alguna duda sobre su conducta, después de engullir un sorbete pretendió estampar un beso helado en el cuello de la esposa del banquero más distinguido de la colonia. El asunto habría acabado mal si el señor De Maillet, en quien todos se miraban como si fuera el espejo del buen gusto —y así era realmente—, no hubiera inducido a todos a dirigir la vista hacia otro lado, fingiendo que se ahogaba.
Mientras se propalaban las anécdotas y los testigos de esas escenas desagradables comentaban el lamentable episodio con los comensales de la otra mesa, que a su vez les referían entretenidas historias, Alix fue a ver a su madre para decirle que tenía una terrible jaqueca. Consciente de los esfuerzos que había hecho su hija para asistir a una cena a la que en un principio se había negado a acudir, la señora De Maillet le dio un beso en la frente y le deseó buenas noches. Jean-Baptiste tuvo más dificultades para escabullirse, pues le seguían veinte damas. Contentó a diecinueve prometiéndoles que iría a cenar a sus residencias, lo cual las entusiasmó y las calmó un poco. La vigésima consideró más original no pedirle nada, actitud que inmediatamente despertó los celos de todas las demás.
Jean-Baptiste fue a saludar al cónsul y este le felicitó por su locuacidad, de la que todos los comensales habían sido testigos. Acto seguido, el médico pidió permiso para llevar a casa a Murad, alegando que solía acostarse pronto. El cónsul aceptó de buen grado pues estaba impaciente por desembarazarse de aquel objeto permanente de escándalo. Incluso le propuso utilizar su carroza, aunque sin insistir mucho pues el armenio, hundido en un sillón, con la túnica llena de manchas y las manos grasientas de todo cuanto habían tocado, era capaz de estropear considerablemente el acolchado de satén azul del carruaje. Poncet le dijo sin embargo que sería más saludable para ambos regresar a pie y se llevó a rastras al embajador, que saludó a todos con gruñidos. Al pie de la escalinata fueron recibidos por los tres abisinios, a quienes habían dado de comer en las cocinas.
—¡Unos candelabros para acompañar al señor embajador! —exclamó el señor De Maillet.
Pero Jean-Baptiste lo detuvo.
—Es preferible no alumbrar demasiado el escenario —dijo.
El cónsul fue del mismo parecer y los dejó desaparecer en la oscuridad, como una minúscula tribu a la desbandada.
Una vez en la calle caminaron doscientos metros, y luego Poncet confió el brazo de Murad al abisinio más vigoroso que hablaba árabe, diciéndole que lo llevara de regreso a Casa de los Venecianos. Jean-Baptiste, por su parte, se fue por la izquierda, rodeó la amplia manzana del consulado y siguió andando por un callejón flanqueado por dos muros lisos. Uno de ellos acotaba el patio trasero de la legación y disponía de un portón por el que se hacían las entregas a las cocinas. Françoise le esperaba allí.