Durante la larga ausencia de Poncet, Hussein, el bajá de El Cairo y su paciente fiel, se cayó del caballo con tan mala fortuna que se rompió la pierna. Los charlatanes con quienes consultó tenían unos conocimientos tan precarios que le desollaron la piel y le dejaron la herida en carne viva. Todo lo que no habían logrado las revueltas, ni los venenos, ni los excesos, sucedió de pronto, como si hubiera dado un paso en falso en un precipicio, y Hussein murió con horribles sufrimientos.
Para sustituirlo, la Puerta envió a un hombre muy diferente. Se llamaba Mehmet-Bey y era un auténtico guerrero. En Hungría había estado al frente de los ejércitos turcos y se había granjeado un odio tremendo entre los cristianos. No obstante conocía a los francos suficientemente para distinguir cada una de sus naciones, una molestia que pocos turcos se tomaban en aquella época. Sentía predilección —si así se puede llamar pues en realidad se trataba solo de un grado menos de odio— por los franceses, contra quienes no se había batido nunca directamente pues habían firmado con la Sublime Puerta algunas alianzas secretas contra los Habsburgo. Con la edad, Mehmet-Bey se había convertido en víctima de los imanes y los muftís. Esos hombres venerables tenían la habilidad de ejercer su influencia sobre este musulmán escrupuloso, pero ignorante, de quien esperaban que fuera menos conciliador que su antecesor con los enemigos del islam.
Cuando Murad compareció ante el bajá, después de que este le hubiera convocado, Mehmet-Bey lo recibió enfurecido. El armenio, que sentía terror a la entrevista, había hecho el trayecto hasta palacio montado en una mula para tranquilizarse. Ahora bien, en virtud de las capitulaciones que vinculaban las naciones creyentes con la Puerta, nadie tenía el privilegio de entrar en la ciudadela en una montura, salvo los embajadores cristianos. Así que los guardias le hicieron bajarse de la mula con malos modos y lo condujeron a presencia del bajá.
—¿Quién te has creído que eres? —dijo Mehmet-Bey, de pie, ataviado con el uniforme rojo de los turcos y un turbante con franjas doradas en la cabeza—. Y para empezar, prostérnate. ¿Es que no vas a honrar al sultán como es debido?
—Yo… Yo le honro y le brindo mi más respetuoso saludo —dijo Murad temblando, de rodillas, con la nariz contra las losas.
—Por otra parte —continuó Mehmet-Bey, dando una vuelta alrededor del hombre prosternado ante él—, tal vez seas turco… Hablas nuestra lengua y se diría que conoces bien nuestras costumbres, todas menos el respeto, que no tienes en modo alguno. ¿No serás por casualidad un renegado…?
—No, no —protestó Murad, que, como seguía con la nariz pegada al suelo ejecutó con el trasero el movimiento de negación que habría hecho con la cabeza si hubiera estado de pie—. Soy armenio. Mi padre me dio su religión y el Gran Señor, en su benevolencia, me ha autorizado a conservarla.
Mehmet-Bey no despreciaba a nadie con tanta virulencia como a los cristianos de Oriente.
—El sultán se muestra bondadoso con todos vosotros, que nos apuñaláis por la espalda cuando luchamos contra esos perros de francos, pero así son las cosas…
Se volvió con semblante pensativo hasta el estrado cubierto de alfombras y cojines donde recibía audiencia y se sentó.
—Levántate y muestra tu cara de traidor.
Murad se incorporó, pero continuó de rodillas. Había estado tanto tiempo con la cabeza hacia abajo que tenía la cara roja y congestionada. El bajá hizo una señal a uno de sus guardias, que avanzó hacia él con una bandeja de plata y tomó la carta del negus.
—No solo vives en la tierra del Profeta y no respetas su palabra —dijo el turco—, sino que además, por lo que entiendo aquí, estás confabulado con los abisinios, un pueblo empecinado en resistirse al islam y atacarlo.
Una vez que se le despejó la cabeza, Murad trató de poner en orden las ideas y acordarse de las instrucciones que Poncet le había dado.
—Yo soy mercader, excelencia —gimió—. Me gano la vida donde puedo y el azar me ha traído hasta el mar Rojo. Durante algún tiempo estuve al servicio del nayb de Massaua. Es un buen musulmán. Nunca le di motivo de queja, puede preguntárselo. Y un día me confió un mensaje para el rey de Etiopía…
—¿Qué diantres indujo a ese chacal a enviar mensajes?
—Es que en el pasado, excelencia, los abisinios le cortaron el paso del agua e impidieron la llegada de víveres en dos ocasiones. Por eso el nayb está obligado a tomar en consideración a los poderosos vecinos de las montañas.
Mehmet-Bey entornó los ojos. Con esa señal daba a entender que una palabra había atravesado una capa profunda de su mente, situada un poco por debajo del compacto zócalo de certezas, una capa en la que se estremecía a veces, lo menos posible para su gusto, esa cosa irritante que se denomina una idea.
—Entonces, según tú —dijo—, ¿es verdad que ese negus puede retener las aguas de nuestros países? ¿Y por qué no lo ha hecho nunca si nos desprecia tanto como parece?
—Lo ha hecho con Massaua, que es una península. En cierta ocasión la privó de todo.
—Pero no con nosotros, que vivimos del Nilo…
—Excelencia, por lo que sé, al negus no le faltan medios ni intenciones para privar a los musulmanes de las aguas que les da la vida. Pero piense que si desviara el primer curso del Nilo, si desplazara las aguas no desde oriente a poniente, sino en el sentido opuesto, causaría la ruina de Egipto y…
—¿Y…? —dijo el bajá.
—… y de paso contribuiría a la prosperidad de los somalíes, que son musulmanes como ustedes.
Al bajá se le quedaron grabadas aquellas palabras, que recorrieron los resquicios tenebrosos de su entendimiento, y al final estalló en una gran carcajada que secundó el coro servil de la guardia diseminada por la amplia sala.
—El agua que Dios envía sobre la tierra —dijo el bajá— está destinada a alimentar a aquellos que creen en Él y que siguen las enseñanzas de su Profeta. Si tu señor se imagina que tiene algún poder para que la lluvia caiga primero sobre sus miserables montañas, se equivoca. ¿Y para decirme esto te ha convertido en emisario?
—No, excelencia.
—Eso pensaba, porque al menos habrías venido a verme. Desde que has llegado, tú, súbdito del sultán, no te has dignado a presentarte ante él, que soy yo.
—Tenía la intención, excelencia, pero el tiempo…
—No mientas. Sé la verdad. El negus te envía en busca de una alianza con los francos, y esa alianza solo puede ser contra nosotros. Imagino que eso también es obra de todos los curas católicos que violan nuestra hospitalidad.
El corrillo de muftís, con sus ropajes negros y sus turbantes blancos, que se hallaban sentados en un rincón de la sala de audiencias, murmuró unas tenues exclamaciones de satisfacción. Les gustaba la firmeza del bajá.
—Excelencia, el negus me envía para hacer algunas compras…
—¿Qué? —exclamó Mehmet-Bey con voz atronadora—. ¡Más mentiras aún! Ándate con cuidado no vaya a darte unos latigazos para que se te quiten las ganas de seguir haciendo bribonadas, como deberíamos haber hecho ya, tanto contigo como con todos los de tu ralea.
Murad volvió a prosternarse como al principio.
—¡Piedad, excelencia!
—Debes saber de una vez por todas que a mí no se me escapa nada. Has dicho en todas partes que eras el emisario del negus en la corte del rey Luis XIV. Además, esta carta que mis soldados encontraron en tu residencia prueba oficialmente que el abisinio te ha otorgado una misión. ¿Qué misión?
—Su majestad el rey de Abisinia desea que vaya a Francia.
—Probablemente para concertar algún pérfido acuerdo y atacarnos por la espalda mientras nos batimos en Europa.
—¡No, excelencia! —exclamó Murad, incorporándose al notar que se asfixiaba.
—¿Por qué entonces?
—Sencillamente para agradecer a su majestad el rey de Francia el haberle salvado la vida.
—¿Salvarle la vida…?
—Sí, excelencia, la cosa es muy sencilla. El negus estuvo muy enfermo, y al sentirse desamparado en aquel momento pidió ayuda a Francia. Tras informar al consejo de su rey, el cónsul de esa nación envió al negus un médico franco que lo ha curado. Y en prueba de agradecimiento, el emperador de Abisinia me ha enviado para que le entregue al rey Luis varios presentes y le manifieste su gratitud.
—¿Dónde está ese medico franco? ¿Se quedó allí?
—No, excelencia, ha regresado conmigo. Ahora vive en El Cairo.
Mehmet-Bey no sabía nada del asunto, pero había oído hablar de aquel médico en el entorno de su antecesor. Ahora bien, la obediencia del bajá a los doctores del islam solo tenía un límite: el crédito que otorgaba a la religión en materia terapéutica. En el campo de batalla, Mehmet-Bey había tenido muchas veces la oportunidad de reconocer la superioridad de los cristianos sobre los moros en el ámbito médico. Además, la mayoría de esos médicos eran completamente impíos y aún así practicaban su oficio con éxito. De todo esto concluyó que se imponía valorar con cierta cautela los principios religiosos en esa materia, y dado que en los últimos dos años se le habían agudizado los dolores que sentía en el pie a consecuencia de la gota, se mostró muy interesado respecto al médico franco. Le hizo a Murad algunas preguntas sobre la enfermedad del negus, que este evitó responder directamente, y luego sobre Poncet y los métodos que empleaba. Aunque seguía tratando a Murad con severidad, el bajá pareció suavizarse un poco al oír las razones de su viaje y finalmente le dijo a modo de despedida:
—No olvides, señor emisario, que estás aquí bajo mi autoridad. En cualquier momento puedo llamarte y darte órdenes. El mensaje que llevas no te confiere ningún derecho y menos aún el de la insolencia. Ahora vuelve a la residencia de los francos. Pero que no me entere yo de que estás confabulado con los curas. ¿Entendido?
—Excelencia —dijo Murad después de una última genuflexión—, lo he entendido todo. No tendrá servidor más sacrificado que yo.
—Eso espero —dijo el bajá.
El armenio hizo un saludo y empezó a retirarse de la sala, con el cuerpo arqueado y andando hacia atrás. Apenas había dado tres pasos, cuando se detuvo y exclamó:
—¡Excelencia! Mi carta.
—Como tienes la pretensión de ser un diplomático y tu negus te ha encargado una misión relacionada con la nación franca, la recuperarás en la residencia del cónsul de Francia.
Al oír la respuesta, Murad vio surgir una nueva complicación, pero estaba tan contento de salir con la cabeza sobre los hombros que se fue casi corriendo y hasta se olvidó de la mula. Aquella misma tarde, el enviado del rey de reyes entraba en el consulado de Francia, después de que el señor De Maillet le hubiera hecho saber que ahora sí estaba dispuesto a recibirle.
La audiencia en el palacio del bajá había alterado mucho a Murad. Ya no tenía un aire tan despreocupado como al llegar a El Cairo. Pese a que Poncet le había aconsejado que se mostrase enérgico, el armenio no volvió a dirigirse a los francos con el tono de familiaridad que había utilizado hasta entonces. Para gran sorpresa del cónsul, en cuanto fue introducido en su gabinete, Murad se postró de rodillas como había hecho ante el bajá, y el señor Macé se apresuró a levantarlo. El cónsul fingió no haberse dado cuenta, como habría hecho al ver a una duquesa a quien el viento hubiera levantado las faldas un instante.
—Querido señor —dijo el cónsul cuando ambos estuvieron sentados—, el bajá de los turcos, alarmado por los rumores que no han cesado de propalarse desde su llegada, ha creído oportuno intervenir para cerciorarse de su identidad. Créame si le digo que yo no he tenido nada que ver con eso y que repruebo los métodos violentos que han empleado con usted. Pero las cosas son como son. Estamos en tierra extranjera, y los turcos tienen los derechos que se han tomado. Este asunto tiene una consecuencia: como el bajá ha considerado oportuno entregarme la carta de la que se apropió en sus aposentos, ahora tengo en mi poder lo que yo solicitaba en vano desde el momento de su llegada. Así pues, aquello que habría podido ser motivo de disgusto para usted, tiene afortunadas consecuencias: ahora ya no tengo duda alguna de quién es usted, el enviado acreditado del negus, tal como prueba este documento, traducido y ratificado por el sello del soberano. Tengo por tanto el honor de presentarle mis respetos y darle el trato que se merece como el mensajero del emperador de Abisinia.
Murad bajó cortésmente la cabeza y luego echó un vistazo a su alrededor como si estuviera en estado de alerta y se temiera que la buena noticia se saldara con algún revés inesperado.
—Esta carta credencial —continuó el señor De Maillet—, si bien le confiere a usted una absoluta legitimidad, no menciona sin embargo la intención del negus de verle en la corte de Versalles. Por lo tanto, si le parece oportuno, usted y yo debemos convenir lo siguiente: durante su estancia en El Cairo, nosotros nos haremos cargo de su alojamiento y el de los suyos, que según tengo entendido se compone de tres personas…
Murad asintió con la cabeza.
—Pondré a su disposición para sus gastos la suma de cinco cequíes abuquires[11] mensuales, que deduciré de los fondos del consulado. Y cuando considere que su misión ha terminado, haremos los preparativos necesarios para que pueda emprender de nuevo viaje a Abisinia.
—Pero aparte de mi credencial —dijo tímidamente Murad acordándose de los consejos de Poncet—, también llevo conmigo un mensaje personal para su rey.
—Ya se lo he dicho —dijo el cónsul con dulzura, como cuando uno razona con un enfermo que se niega a tomarse un jarabe—, su carta no especifica que usted esté obligado a llevar el mensaje personalmente.
—No obstante… —dijo débilmente Murad.
—Querido señor —le dijo el cónsul malhumorado—, la cuestión es muy sencilla. No vayamos a complicarla. Si tiene un mensaje para el rey, démelo. Si está escrito se lo transmitiré, pero el bajá no ha descubierto nada de eso durante el registro, que yo sepa. Si es un mensaje verbal, yo seré su fiel eco en un despacho. Y si va acompañado de presentes, los mandaremos a Francia en navíos de nuestra flota para que lleguen seguros.
—Pero el rey ha insistido en que debía ir yo mismo.
—Escuche —dijo el cónsul—, no me responda enseguida. Reflexione. Comprendo que todavía debe acostumbrarse a esta ciudad y a esta misión.
El señor De Maillet pensaba que un plazo de reflexión permitiría a Murad darse cuenta de su precaria posición y le ayudaría a discernir mejor en beneficio de sus intereses. Para terminar de convencerlo, añadió:
—El negus no puede enfadarse con usted por no entregar el mensaje en persona, pues a decir verdad el caso es muy sencillo: los turcos se oponen formalmente a que usted abandone este país para ir a Europa. Gracias a las buenas relaciones que tenemos con ellos, aceptan su presencia en esta legación, pero nunca lo dejarán embarcar. ¿Hablo con suficiente claridad?
Murad convino en que no se podía ser más claro y acogió la noticia con tanto alivio que él mismo se sorprendió. En el fondo no tenía por qué empeñarse contra viento y marea en ir a visitar al rey Luis XIV, cuyo retrato, justo encima del cónsul, le inducía a pensar que era aún más temible que el bajá. Terminó alegremente la conversación con el señor De Maillet y fue a llevarle estas sorprendentes nuevas a Poncet, sudando bajo el sol de justicia que caía a las tres de la tarde. Debido a una extraña particularidad del clima, las plumas de oca que se crían en Egipto no valen nada. En lugar de ser firmes y acometer el papel como las de Europa, son excesivamente flexibles y se ablandan todavía más cuando se hunden en el tintero. Por esta razón, el señor De Maillet mandaba traer las suyas de Francia. No tenía reparo en que los empleados del consulado bregaran con los suministros locales y se reservaba el uso de las buenas plumas para su correspondencia personal, en los contados casos en que escribía personalmente.
Para dirigirse al señor De Pontchartrain, aquella noche decidió plasmar él mismo por escrito las ideas que pensaba comunicar al ministro, a pesar de que le incomodaba, por culpa de un persistente dolor de muñeca. Su larga escritura inclinada brillaba al resplandor del candelabro:
He informado al mensajero del negus de que los turcos se oponían a su viaje, lo cual no es del todo cierto pues el bajá de El Cairo no tiene autoridad para prohibir una misión así, en el caso de que verdaderamente deseáramos enviarla. Sin embargo, sí es cierto que una embajada de Abisinia en las condiciones actuales disgustaría en grado sumo a la Puerta y podría repercutir negativamente en nuestras relaciones. Así pues, mi proposición se confirma de esta manera indirecta, y los turcos son en efecto quienes hacen imposible este viaje. Por mi parte me mantendré firmemente en esta línea de conducta, y tengo buenas razones para creer que al representante del rey de reyes no le pesará.
No obstante, permítame aventurar un poco más allá mi comentario. A mi entender, sería lamentable que esta cuestión de Abisinia, bien encauzada como está, no siga su curso conforme a nuestros intereses. En consecuencia, le propongo que les arrebatemos de las manos el asunto a los jesuitas y que prosigamos con él por nuestros propios medios. El objetivo de los jesuitas era convertir el país y no lo han conseguido, pues el padre De Brèvedent no pudo terminar el viaje. Con todo, considerarían esta misión como un éxito si pudieran llevar a Francia a los tres abisinios que han viajado hasta aquí con el señor Murad. Formados convenientemente en las escuelas de los curas en París, los indígenas tendrían a su regreso más posibilidades de convertir su país que unos extranjeros. Con eso cuenta la Compañía de Jesús, y por lo que a mí respecta, opino que sería oportuno complacerla en este punto. El éxito de tal empresa y la preparación de sus protegidos abisinios y futuros emisarios tendrá tan ocupados a esos clérigos que al menos por un tiempo no pensarán en la idea de enviar otra embajada a Etiopía. Les habremos satisfecho y dispondremos nuevamente de un margen de acción ajeno a ellos. Propongo que nos sirvamos de ese margen para enviar lo antes posible al negus una embajada digna de ese nombre con la protección del señor Murad, de quien al mismo tiempo nos zafaríamos.
El principal mérito de la misión que ha llevado a término el señor Poncet ha sido probar que el viaje a Abisinia era posible y que no resultaba tan peligroso como cabía temer. Si enviáramos una auténtica embajada, ya no tendríamos que fiarnos de las fantasías de un farmacéutico y tampoco nos arriesgaríamos a ver comprometidos nuestros intereses por culpa de que se descubriera a unos curas mejor o peor disfrazados en el seno de nuestra misión. Una embajada así, capitaneada por un auténtico diplomático, podría establecer bases sólidas para un acuerdo político con el rey de Etiopía. Por otra parte, contribuiría a entablar lazos comerciales muy prometedores, en nombre de la Compañía de las Indias, con ese país donde abunda el oro, donde pueden explotarse muchas riquezas naturales, y que es una escala sin competencia hacia los confines de Oriente.
¿A quién me aconsejaría para atribuir la dirección de una empresa tan ambiciosa? A mi entender, aunque aún no lo conozco bien, el señor Le Noir du Roule, cuya llegada me anunciaba usted en su último despacho y que desempeñará bajo mis órdenes las funciones de vicecónsul en Damieta, posee todas las cualidades que requiere tal empresa.
Sé que si ha tenido el honor de elegirlo es porque conoce mis obligaciones familiares. Con esta sugerencia espero mostrar que no antepongo mis intereses de padre a los del rey. Por lo demás, me atrevería a esperar que ambos sigan el mismo cauce y que el señor Le Noir du Roule, laureado con la gloria y la fortuna que le ayudaré a adquirir, será el mejor para honrar a mi familia, uniéndose después con mi hija.