5. Carta credencial

Alix, de pie en su habitación, esperaba que llegase la hora en la oscuridad. La luna apenas se insinuaba, y constantemente se oscurecía por el paso de los nubarrones; por eso Françoise había considerado factible hacer ese largo recorrido por las calles que las mantendría alejadas del consulado y de sus espías. Al caer la noche, cuando todavía tenía mucho tiempo por delante para decidirse, la joven había estado diciéndose que no iría a esa cita, que era una locura, que ponía en peligro su honor. Pero a medida que pasaban las horas rechazaba esas ideas con tanto denuedo como quien acorrala contra un muro a un bandolero que ha intentado un asalto. Y se dijo: ¿Acaso no es verdad que lo amo con toda mi alma?

Desde aquel instante se sintió tan segura de que iba a ir como antes de lo contrario. Súbitamente afloraron a su mente las certezas que había adquirido por sí misma en el transcurso de ese año en vez de los anticuados argumentos asimilados en su educación. Durante esos meses en los que tanto había conversado con Françoise, había aprendido cuán dignos son los amores verdaderos que no se forjan en el interés, sino con la pasión. En cuanto al honor, bastaba con mirar a su madre que tan bien había sabido guardar el suyo para comprender que se había convertido en la esclava del hombre que se había apropiado de su honra. Alix se hacía estas alarmantes reflexiones mientras se vestía. Por lo demás, quien osara creer que obraba así porque estaba bajo la férula de Françoise, se equivocaría de medio a medio. Cuando salieron de la casa por la puerta de servicio y sus sombras se confundieron con las de la calle, Alix se estremeció de felicidad no solo por pensar en lo que estaba haciendo, sino por la evidencia íntima y casi salvaje de que aquel acto, aquel acto no exento de peligro, tal vez era una forma de sacrificio que satisfacía la parte más auténtica de sí misma, y a la vez la menos doblegada por la civilización, eso que se podía llamar sencillamente su carácter.

Mientras esperaba la cita, Jean-Baptiste estuvo pensando que solo había tenido amores fáciles y efímeros; aventuras donde el primer momento, que a menudo es también el último, adquiere la forma de una lucha; donde cada cual, lúcido y frío, trata de conquistar o resistirse; y donde al final ese triste juego se reduce a disimular tanto tiempo como sea posible los verdaderos sentimientos. Pero esta vez cada uno sabía de antemano y hasta el fondo de su ser qué sentía el otro. No era una cuestión de conquistar ni de abandonar a nadie. Ahora se trataba de dar a luz —al aire donde resonarían las palabras y se desplegarían los gestos— ese amor ya concebido que había vivido en ellos tanto tiempo. No obstante, se sentía torpe ante tal responsabilidad.

Cuando sonaron las dos campanadas ahogadas en la oscuridad, los dos estaban en camino; Alix y Françoise caminaban por la izquierda de la verja, mientras Jean-Baptiste, que se había escondido en el fondo del jardín, se acercaba a la entrada. Ambos tenían la impresión de vivir un momento fugaz, irreparable, precioso, no por el compromiso que entrañaba y que se había sellado hacía mucho tiempo, sino sencillamente porque no volvería nunca más. Los dos estaban decididos a hacer perdurar ese instante tanto como pudieran, a conservarlo, como se retienen en la memoria los rasgos de alguien a quien se ve por última vez. En suma, habían tomado la resolución de no precipitar nada. Sin embargo, en cuanto se distinguieron sus sombras, en cuanto se quedaron solos uno frente a otro, les faltó voluntad: las ausencias, la inquietud que inspiraba aquel lugar desierto y oscuro, y sobre todo el deseo que habitaba en ellos les impulsó a abrazarse inmediatamente y a cubrirse de besos en silencio.

—¡Qué felicidad! —repetían.

Y volvieron a saborear sus bocas, a tocarse con manos inquietas que parecían querer cerciorarse meticulosamente de la presencia del otro, de su realidad, al tiempo que sentían la dulzura.

Mientras se hallaban inmersos en ese estadio del amor donde no existe nada alrededor, apenas pronunciaron palabra. Les bastaba estar juntos. Pero Françoise, que vigilaba junto a la verja, se acercó y les dijo en un susurro que no debían demorarse. Al oír aquellas palabras, se les apareció de nuevo el mundo y todos los obstáculos que se alzaban en su camino.

—¿Cómo vas a convencer a mi padre? —preguntó Alix mirando a su amante, de quien solo distinguía sus delgadas formas en la oscuridad—. Siempre habla de casarme…

—Por el momento —dijo Jean-Baptiste—, no hay que decirle nada, que no se entere de nada. Pero debemos vernos, porque ya no puedo vivir sin tenerte en mis brazos, ahora que por fin estamos juntos. Ante todo es fundamental que nadie sepa nada hasta que pongamos en práctica mi plan. Voy ir a Versalles.

—¡Cómo! —exclamó Alix, abrazándose a él—. Acabas de llegar y ya quieres irte…

—Es la única solución, créeme. El rey quería una embajada y yo se la he traído. Ahora solo él puede darme la recompensa que necesito. Regresaré con un título nobiliario, y tu padre no podrá negarme nada.

Alix estaba dispuesta a creer todo cuanto le decía el hombre que la amaba. El plan la contrariaba porque suponía estar separados algún tiempo aún, pero estaba de acuerdo en que era la mejor solución y juró a Jean-Baptiste ayudarle como pudiera.

—La única ayuda que puedes prestarme es que no me olvides.

La joven lanzó un grito de indignación que se ahogó en un largo beso.

Françoise regresó de nuevo y les suplicó que se despidieran, puesto que los jenízaros empezarían a hacer su ronda muy pronto. Se alejaron, volvieron corriendo uno hacia el otro, se fundieron en un abrazo una vez más y finalmente se fueron cada uno por su lado en aquella noche cálida, donde se oía el crujido de las palmeras agitadas por el viento.

Murad confiaba en Jean-Baptiste, y al acordarse de que el negus en persona había dado testimonio de la estima que le merecía el extranjero, accedió en obedecer al médico en todo. No le resultó muy difícil adoptar esa actitud, sobre todo porque los demás habitantes de la colonia franca no le gustaban. Aquellos mercaderes demasiado ricos y demasiado amables le recordaban a su antiguo amo de Alepo, un gran hipócrita de ademanes bondadosos. Más de una vez había tenido que contenerse para no lanzarle los platos a la cara, y ahora disponía de los medios necesarios. Así pues, si estos tenían que pagar los platos rotos sin haber hecho nada, peor para ellos.

—¿Cómo? ¿Mis cartas credenciales? —respondió con arrogancia cuando el señor Macé se presentó para pedírselas—. ¿Por quién me toma? Soy el emisario del rey. El rey de reyes, desde luego.

Y mirándose una mano rolliza donde lucía un anillo de cobre enfundado en el dedo meñique, añadió:

—Su majestad me pidió expresamente que confiara sus cartas al rey de Francia en persona. Así pues, debo ir a Versalles para entregárselas.

El señor Macé insistió, pero el armenio se mostró intransigente y terminó por despedirlo sin ninguna delicadeza. El secretario entró en el consulado y refirió la entrevista al señor De Maillet con el semblante tan apesadumbrado como si le estuviera dando el pésame.

—¡Con que esas tenemos! —exclamó el diplomático—. ¡Así que se mega a entregar sus cartas! ¡Hasta ahí podíamos llegar! ¡Pero qué maneras son esas! Le hemos permitido sentarse en el suelo e insultar a toda la colonia, así que lo menos que podría hacer es tomarse la molestia de presentarse debidamente.

—Tal vez a usted… —sugirió Macé.

El cónsul se quedó inmóvil ante el pobre infante de lenguas, fulminándole con la mirada.

—¿Acaso piensa usted que yo, el representante del rey de Francia, puedo dirigir la palabra a alguien que no se digna a mostrar su acreditación?

—Evidentemente que no —admitió Macé.

—Bien —dijo el cónsul—. Le enviaremos otra delegación.

—Ningún mercader quiere volver.

—En tal caso irá usted mismo —dijo el señor De Maillet—, y le dirá que si no entrega sus cartas entre hoy y mañana será expulsado de la colonia y tendrá que buscarse un alojamiento por su cuenta en la Ciudad Vieja.

Macé fue a hacer su encargo y regresó después de ser despedido con cajas destempladas. Murad llegó incluso a lanzarle a la cabeza un trozo de baklava muy grasa que se estaba comiendo.

—Esta comedia ya ha durado demasiado —dijo el señor De Maillet con mucha sangre fría y en tono resuelto—. Sé muy bien cómo poner en claro este asunto de la carta. Y créame, si confiesa que no tiene ninguna, no tendré ningún escrúpulo en ponerlo de patitas en la calle, con sus animales, sus esclavos y sus guiñapos.

Y diciendo esto, el cónsul pidió que prepararan la carroza y ordenó que se hiciera anunciar en la residencia del bajá.

A su regreso de la audiencia estaba visiblemente satisfecho y pasó una noche excelente. Pero por desgracia, cuando al día siguiente entró en su gabinete de trabajo, anunciaron la visita del padre Plantain.

El jesuita había llegado a El Cairo poco tiempo después de la partida del padre De Brèvedent. El ataque que había abatido al padre Gaboriau había propiciado que el recién llegado se presentara oficialmente, de tal forma que el padre Plantain se había convertido en pocas semanas en el representante oficial de la Compañía de Jesús en esta escala de Levante.

Era un hombre de unos cuarenta años que había heredado sus anchos hombros de una familia dedicada desde siglos al comercio de ganado vacuno en la región de Charolles. Tenía unas manos largas y finas que cruzaba y descruzaba lentamente, mirándolas con ternura, tal vez porque eran la única parte de su cuerpo que desmentía sus orígenes de ganadero. Su rostro parecía aplastado bajo el enorme disco de un cráneo redondeado y canoso, que sobresalía por encima de los ojos. Esta frente alta, considerada muchas veces como un signo de inteligencia, le daba en cambio, un aire ligeramente apocado, como si fuera a desplomarse sobre la cara. Con semejante físico solo podía haber sido descuartizador o músico. Afortunadamente se decantó por los estudios y entró en el noviciado. Durante su estancia en El Cairo había dado al cónsul sobradas pruebas de su malicia y de su habilidad para urdir intrigas. Al principio, el señor De Maillet creyó erróneamente que el cura era directo e inofensivo, pero al descubrir su verdadero carácter se sintió engañado, y a partir de ese momento no tuvo reparos en estimar que el cura era capaz de los fariseísmos más impensables.

—¡Cuánto me alegro de verle, padre! —dijo el cónsul al contemplar al hombre de negro en el vano de su despacho.

Desde el primer momento, el diplomático se armó de la prudencia con que se actúa para atrapar a un animal venenoso con la punta de un bastón.

El padre Plantain no se anduvo con tantos remilgos y disimuló su hipocresía con una rudeza casi militar, soltando un Excelencia como si se tratara de un ladrido, y poniéndose en posición de firmes. Por su parte, el señor De Maillet tomó del brazo al hombre y lo acomodó en un sillón.

—He recibido su nota, excelencia —dijo el jesuita—. Se lo agradezco mucho. ¡Esta sí que es una magnífica noticia! Hace una semana supimos gracias a usted que lamentablemente el padre De Brèvedent no había podido terminar el viaje. ¡Pero aparte de esa desgracia, por fortuna ha llegado el embajador que esperábamos!

El cónsul había alertado al representante de la Compañía de Jesús del regreso de la misión, pero no le había invitado a unirse a la delegación que debía esperar al plenipotenciario. Considerando la situación retrospectivamente, se podía pensar que le había negado ese honor a propósito.

—Aunque espero su confirmación —continuó el cura—, parece que han regresado con tres indígenas de Abisinia.

—Eso me han dicho a mí también —dijo el cónsul.

—¿Cómo, acaso no los ha visto?

—Sólo de lejos.

El señor De Maillet no tenía intención de comentar el asunto de las cartas credenciales con aquel intrigante.

—Acaban de llegar, no lo olvide —añadió por si acaso.

El hombre de negro sacudió varias veces la cabeza y, habida cuenta del peso que eso podía suponer, su interlocutor padeció un poco por él.

—Tres abisinios en los asientos reservados a los alumnos de Oriente en el colegio Luis el Grande causarán verdadera sensación —dijo el jesuita, con los ojos brillantes.

El cónsul forzó una sonrisa.

—Está usted informado, excelencia —continuó el jesuita, inclinándose hacia delante—, de que al parecer los capuchinos capturaron a siete cuando Etiopía estaba en guerra con el rey de Sennar. ¡A siete! ¿Se da usted cuenta? Y que van a ir derechos a Roma… —Se inclinó y prosiguió en un tono más bajo aún—: Si los turcos los dejan embarcar.

Acompañó esta conclusión con una sonrisa que revelaba su intención de no dejar que las cosas siguieran su curso sin intervenir.

—Nosotros tendríamos las mismas dificultades —aventuró el cónsul, arrepintiéndose de sus palabras inmediatamente— para hacer salir del país a los tres abisinios que han llegado ahora…

—Excelencia —dijo el jesuita, incorporándose majestuosamente—, los deseos del rey de Francia tienen mucho peso, en cualquier caso. El sultán turco nos escucha, creo yo. Observe que me estoy anticipando. Aunque, el diplomático es usted, y sin duda debe saber más que yo de estos asuntos.

El señor De Maillet admiraba la perfidia de esa supuesta roca que susurraba sus insinuaciones como una vieja comadre. Así que pensó en sacarle un poco de ventaja.

—Efectivamente, los asuntos diplomáticos son muy complejos, padre, y me atrevería a decirle que tal vez más de lo que supone. Mire usted, lo más importante es que todo se haga convenientemente y en armonía. Usted, que está al servicio de la fe, está acostumbrado a los movimientos en el éter que pueden tener el fulgor del Espíritu Santo cuando desciende a visitar un alma. En cambio nosotros estamos a ras del suelo. Sepa que la política es el movimiento de los hombres, y no debe precipitarse en modo alguno.

El jesuita no comprendió nada del discurso, pero miró al fondo de las pupilas del cónsul y, al igual que antaño su padre desenmascaraba a una bestia que disimulaba su mal talante bajo una apariencia dócil y adiposa, se dio cuenta de que el diplomático le ocultaba alguna información importantísima.

La conversación aún se prolongó diez minutos más, pero no se enteró de ninguna otra cosa.

Al salir el jesuita dudó un instante y optó por dirigirse hacia la casa de Poncet. Llamó a la puerta, pero Jean-Baptiste no estaba, de manera que decidió ir a la Casa de los Venecianos. Un viejo turco, tendido tras la puerta del jardín, respondió al padre Plantain que su excelencia el embajador de Etiopía no recibía a nadie.

El jesuita se dio la vuelta, totalmente perplejo.

Al caer la noche, el maestro Juremi hizo un discreto rodeo sin abandonar la sombra oscura de los árboles para pasar ante el consulado. En la casa se encontró con Poncet, que le hizo tantas fiestas como si no se hubieran visto en dos meses.

—¡Y yo que imaginaba que iban a tratarte como un héroe contando sus proezas en medio de una corte de admiradoras! —dijo el protestante cuando Jean-Baptiste le hubo puesto al comente de los sucesos de los días anteriores.

—Eso es porque todavía no conoces la colonia. Tienen miedo, están alerta. En ninguna parte soy bienvenido. Y evito a los pocos que desean verme, como a ese jesuita que ha pasado por aquí esta tarde y que ha avisado a los vecinos de que quería hablar conmigo. No, créeme, el viaje continúa y me siento más solo aquí, después de dos días, que cuando atravesábamos el desierto.

—¿Y Murad?

—A eso voy. Está alojado como un príncipe. Pero el cónsul todavía no se ha dignado recibirle. Quiere ver sus cartas credenciales. Le he hecho prometer a Murad que no ceda y que repita hasta la saciedad que tiene la misión de ir a Versalles.

—¿Y… tu amada?

—No sé cuándo podré verla otra vez. Pero ayer por la noche… ¿Has cenado?

—Todavía no.

—Entonces ven conmigo, vamos a la fonda de Yusuf, frente a la mezquita de Hassan. Allí podremos hablar tranquilos.

Y ambos se dirigieron alegremente a pie hacia la ciudad vieja de El Cairo.

Poncet y su socio volvieron hacia medianoche. No obstante, en el momento en que llegaban a casa, una sombra surgió de la oscuridad de los soportales. El maestro Juremi blandió su espada.

—Piedad —dijo la sombra—, soy yo.

—¡Murad! ¿Qué haces tú aquí a estas horas?

Le hicieron entrar en la casa. Poncet encendió una vela. El armenio sudaba y respiraba muy fuerte.

—Acababa de acostarme hace un rato —dijo jadeante—, cuando de pronto entraron veinte hombres en mi casa.

—¿Veinte hombres? ¿Soldados o mercaderes?

—Soldados. Unos turcos completamente locos. Se abalanzaron sobre mí, me amenazaron y me pusieron un gran sable en el cuello, aquí.

Les mostró las carnes que pendían bajo su mentón.

—¿Y luego?

—Luego lo registraron todo, lo removieron todo. Y cuando la casa ya estaba patas arriba me dijeron que me presentara mañana temprano ante el bajá.

—¿Pero qué querían? —preguntó Poncet.

—¿Qué se han llevado? —agregó el maestro Juremi.

—Nada.

—¿Cómo que nada?

—Nada, ni oro, ni presentes, ni ropas.

—Así que no se han llevado nada…

—Sólo la carta del negus —dijo Murad, bajando la mirada.