4. Llegada de Murad

Los centinelas árabes que custodiaban aquel día la puerta del Gato eran dos afortunados ancianos con gloriosas cicatrices por todo el cuerpo. El agá de los jenízaros había reconocido sus méritos de guerra, nombrándolos para ese apacible puesto en el que acabarían sus vidas. En aquellos días, El Cairo estaba más amenazado por las revueltas que por las invasiones, así que los guardias apostados en las puertas se contentaban con cerrarlas por la noche para impedir que entraran las hienas y otras fieras del desierto. Los dos ancianos se pasaban el día a la sombra de la gran bóveda de la puerta, sentados sobre una alfombra, con las piernas cruzadas, jugando a las damas o bebiendo el té que una niña descalza les traía del bazar vecino. Hacia las nueve de la mañana, en medio de la multitud que entraba a la ciudad, repararon en un hombre vestido con unos bombachos de franela altos de cintura, como los que llevan los kurdos. Como estaba metido en carnes y todo su peso recaía en el lomo de una pobre mula, el animal se había plantado en medio de la rampa que conducía a la puerta y se negaba a avanzar. El hombre estaba agotado de tanto azuzarla con una rama, pero seguramente esta debía impresionar poco al animal, puesto que estaba reblandecida y rota por algunos sitios. Tres esclavos negros que parecían nubios, aunque no tenían propiamente sus facciones, empujaban la grupa de la mula; pero esta se obstinaba en afianzarse sobre las patas traseras, y solo conseguían impedir que se sentara completamente. Un poco más lejos, tres burros, muy tranquilos y atados entre sí, con bultos, y otra mula comían las briznas diminutas de hierba que crecían entre los sillares de la muralla.

El hombre descendió finalmente de aquella terca montura, se acercó a los centinelas y se detuvo exhausto ante ellos después de recorrer una docena de pasos.

—¡Ah! ¡Queridos amigos, hermanos míos! —dijo jadeante—. ¿Pueden ayudarme a traer la mula hasta aquí? Este maldito animal no ha franqueado nunca en su vida la puerta de una ciudad. Se ha asustado y no quiere saber nada del asunto.

El hombre hablaba árabe con acento sirio.

—¿De dónde eres tú? —preguntó uno de los centinelas—. ¿Acaso en tu ciudad no hay puertas?

—Vengo de Van, en Anatolia, y a fe mía que allí las puertas no nos faltan. Pero mi mula es harina de otro costal. Se la compré a unos campesinos en Arabia Afortunada.

—¡Entonces, es una mula que no sabe leer! —replicó el anciano, echándose a reír.

El otro anciano, aunque no sabía dónde estaba la gracia, se dejó contagiar por la hilaridad de su compañero. Al verles reír, el viajero creyó oportuno echarse a reír también y lo hizo de tan buena gana que por poco se le cae el turbante de seda.

—¿Y se puede saber adónde vas con esa bestia que no sabe leer? —le preguntó uno de los ancianos, alzando el tono para que el corrillo que se había formado en torno suyo pudiera disfrutar de aquella chanza.

—Voy a la residencia del cónsul de los francos —contestó el viajero.

—Así que quieres saber si tu mula lee el latín… —dijo el otro viejo, desatando una nueva oleada de risas a las que también se sumó de buena gana el hombre de la mula.

Hubo aún dos o tres variantes más sobre el tema y luego volvió la calma. Los centinelas tenían los ojos entornados y se enjugaban las lágrimas. Aquel extranjero bonachón les había caído simpático, porque se habían divertido a costa suya y ni siquiera parecía enfadado.

—¿Cómo te llamas, hermano? —le preguntó uno de los guardias.

—Murad, amigo mío.

—En buena hora. En fin, Murad, nosotros no vamos a tirar de tu mula. Conozco bien estos animales. No serviría de nada. Pero vamos a hacer algo mucho mejor. Vamos a darte un consejo, un buen consejo, ¿me entiendes?

—Te escucho —dijo Murad, un poco decepcionado.

—Si continuaras por aquí, tendrías que cruzar toda la ciudad. Hay muchas arcadas en los callejones y tu mula, como no sabe leer, creería que son puertas… Así pues, lo mejor es que des media vuelta. ¿Ves una chumbera muy grande que hay allí, al pie de la rampa?

—Sí, la veo.

—Gira a la derecha inmediatamente después y continúa por la vereda que rodea la ciudad. De lejos verás otras puertas. Cuenta seis, y cuando llegues a la séptima te acercas. No es una puerta como esta, sino una gran verja que no le dará miedo a la mula. Cuando la hayas cruzado, a cien pasos por tu derecha encontrarás el barrio de los francos.

Murad les dio las gracias calurosamente, dejó allí a los dos ancianos y siguió sus consejos, esta vez de pleno acuerdo con la mula. El corrillo se dispersó lentamente bajo la puerta del Gato. Una hora más tarde, cuando los centinelas estaban riéndose aún, vieron pasar al trote ligero una comitiva de francos como no habían visto en mucho tiempo pues todos ellos iban ataviados con vistosas levitas y pelucas, y entre sus caballos enjaezados llevaban consigo una calesa de color negro brillante. Descendieron la rampa y se alejaron rápidamente de la ciudad.

El jardinero del consulado era un viejo copto muy abnegado que jamás entraba en el consulado. Durante la estación seca, a la caída de la noche y hasta muy tarde, todos le oían deslizarse por las alamedas con una regadera de latón en la mano sin hacer más ruido que el del murmullo del agua cayendo como una lluvia sobre las hojas secas. Pero aquel día el jardinero no tenía otra elección. El consulado estaba vacío pues el cochero del señor De Maillet, los guardias diurnos y nocturnos y dos lacayos habían acompañado a la delegación que había ido a esperar la embajada. Sólo estaba él, Gabriel, el viejo jardinero, y como no encontraba a nadie a quien transmitir su mensaje, fue franqueando todas las puertas, cada vez más inseguro, hasta llegar al despacho del cónsul. Después de haber dejado la peluca en un colgador de madera y la casaca adamascada, el señor De Maillet había empezado a deambular por la estancia en camisa de encaje, calzas de seda y con un pañuelo en la mano para enjugarse el sudor. El señor Macé, constreñido en una silla, esperaba una orden o una palabra de su superior cuando vio llegar al indeciso jardinero.

—¿Qué querrá este ahora? —dijo el cónsul cuando reparó en él.

El señor Macé se dirigió al anciano en árabe pues no hablaba ninguna otra lengua.

—Dice que un hombre desea verle, excelencia.

—¡Un hombre! —exclamó el cónsul con una sonrisa maliciosa—. ¡Qué raro! ¿Y por qué no una calabaza o un murciélago? Dígale a ese ignorante que ya tiene bastante con ocuparse de nuestros arriates, y que no lo vea más por aquí. Si un hombre pregunta por mí, que le diga que estoy ocupado.

Después de escuchar la traducción de la respuesta, el anciano torció el gesto, ofendido.

—Dice que va a decírselo. No obstante, duda de que se vayan de donde están.

—Que se vayan… —se extrañó el cónsul—. ¿Pues cuántos son?

—Cuatro —dijo el anciano—, con asnos y mulas cargadas con bultos.

—¿Y a qué se parecen? ¿No será una caravana? —preguntó el señor De Maillet.

—Como quiera llamarlo —respondió el jardinero—. Es una caravana, aunque no se parece en nada a las que he visto por aquí.

—¿Por qué los ha dejado entrar el guardia de la colonia?

—Seguramente porque le habrá dicho lo mismo que a mí.

—¿Y qué le ha dicho?

—Sólo —dijo el anciano con una mueca de respeto que dejaba entrever que iba a desquitarse por el recibimiento del cónsul— que es el embajador del negus de Abisinia.

El señor Macé palideció al traducir estas palabras.

—¡Dios mío! —exclamó el señor De Maillet.

Los diplomáticos se quedaron desconcertados unos instantes, y luego se aproximaron al ventanal con mucha cautela. Dieron una ojeada afuera, e inmediatamente se echaron hacia atrás.

—¡Será posible! —dijeron los dos al unísono.

Volvieron a mirar. Allí abajo, bajo los plátanos de la alameda, se había detenido una mísera representación formada por tres asnos medio pelados, con la cruz en carne viva y picoteada por pajarillos, y dos mulas que no habrían querido ni los aguadores más necesitados de El Cairo. Aquellos pobres animales cargaban con voluminosos paquetes, amarrados directamente sobre el pellejo con cuerdas de sisal envueltas en guiñapos para proteger las zonas más lastimadas. Tres negros alelados esperaban de pie, vestidos con túnicas de algodón que habían adquirido el color del desierto. Mientras, Murad se había quitado una de las botas y se rascaba con ahínco la planta del pie, sentado en el suelo y con la espalda apoyada en un árbol.

—Macé —dijo por fin el cónsul, a sabiendas de que un hombre como él, nacido para dar órdenes, no debía dejarse impresionar—, baje y salúdele respetuosamente de parte del consulado. Explíquele la situación y llévelo a la residencia de la comarca de Venecia, donde le esperan.

El secretario abandonó la sala después del jardinero, que ya había desaparecido. Cuando el señor De Maillet se quedó solo, miró hacia el rey, y de repente sintió un inmenso respeto por su genio y por el del ministro Pontchartrain, cuya última carta recordaba con lágrimas de gratitud.

El señor Macé, que ya había llegado junto a Murad, el cual seguía rascándose el pie, tosió para llamar su atención.

—¡Vaya, por fin aparece alguien! —dijo el armenio, calzándose la bota y poniéndose de pie.

Y tendió al señor Macé la misma mano con que se acababa de rascar vigorosamente los dedos de sus extremidades inferiores.

—Soy Murad, el embajador de Etiopía.

—Bienvenido, excelencia —dijo el secretario, desriñonándose para inclinarse todo cuanto fuera posible, y de paso evitar el apretón de manos.

—Vamos, vamos, incorpórese —dijo Murad solícito—, va a hacerse daño. Y dígame si estoy hablando con el cónsul.

—No, excelencia —respondió el señor Macé, con el sombrero en el corazón, una pierna tensa, ligeramente hacia atrás y la cabeza inclinada—. El señor cónsul me ruega que reciba a vuestra excelencia y que le salude respetuosamente de su parte. El señor cónsul le presenta asimismo sus excusas. Una delegación protocolaria salió a recibir su convoy, pero no lo encontró.

—Esta maldita mula tiene la culpa —dijo Murad, dándole un puntapié a la bestia, que no se inmutó—. No ha querido saber nada, así que nos hemos visto obligados a hacer un rodeo y pasar por una verja… En fin, la cuestión es que hemos llegado. El camino ha sido largo, créame. Y bien… ¿dónde está Poncet?

—Está con la delegación.

—¡Con la delegación! Pero ¿qué voy a hacer yo entonces? No conozco esta ciudad, y nadie querrá alojarme.

—¿Alojarle? Pero excelencia, si estábamos esperándole… Sólo tiene que seguirme.

—Ah, qué buena noticia. ¿Y también nos darán de comer?

—De comer, de beber y todo cuanto desee vuestra excelencia —dijo el señor Macé, cada vez más extrañado.

—En buena hora. Bien, le sigo. Vosotros, venid aquí. Son abisinios, por lo general un pueblo trabajador, pero parece que a mí me han dado los tres más perezosos. Vamos, vamos.

Hicieron avanzar las mulas y los asnos y atravesaron toda la colonia. El señor Macé celebró que el cónsul hubiera mandado prohibir el tránsito. Cuantos menos testigos hubiera de aquella llegada, menos posibilidades habría de que un día al infante de lenguas se le apareciese un fantasma del pasado c intentara arruinar su carrera afirmando que le había visto conducir los dos burros del embajador de Etiopía.

Murad se detuvo en el camino para hacer una necesidad junto a un plátano. Sin duda los ruidos que emitía con la garganta eran una buena prueba de su alegría.

Por fin llegaron a la Casa de los Venecianos. Se trataba de una construcción de madera. La planta baja estaba destinada a la embajada; la superior tenía un saledizo, sostenido por un conjunto triangular de vigas que resultaba bastante elegante. Estaba separaba de la calle por un jardín de reducidas dimensiones, aunque cuidado con mucho esmero. En medio del césped, unos setos de boj uniformemente podados reproducían las armas de la república de los dux, formando una especie de escudo en relieve, verde sobre verde. Murad se empeñó en que las bestias entraran en el jardín, y mandó a los abisinios que las dejaran en libertad cuando hubieran descargado los bultos.

El armenio se descalzó para entrar en la casa, se sentó en el primer sofá que encontró y juró que de allí no se movería.

El señor Macé desapareció para ocuparse de que trajeran un refrigerio, según dijo.

—¡Y sopa! —gritó Murad antes de que se fuera.

A su regreso, el secretario dio cuenta al cónsul de tan peculiar comportamiento. El señor De Maillet le dijo que un diplomático que se deja sorprender en tierra extranjera es como un caballero que levanta el yelmo en pleno combate.

—Y otra cosa —dijo solemnemente el cónsul—, seamos indulgentes. Hay que pensar en el lugar de donde viene.

También se había confeccionado una segunda lista en la que figuraban los mercaderes que, al no haber tenido la suerte de formar parte de la delegación, habían sido propuestos para que dispensaran otros honores, sobre todo el de llevar unos refrigerios.

—¿Cree que es necesario? —preguntó el señor Macé.

—Evidentemente —contestó el cónsul—. Dígale al primero de esos señores que cumpla con su cometido.

Durante toda la tarde fueron pasando por la Casa de los Venecianos dignos mercaderes y un desfile de lacayos con cestos de frutas, confiteros con pasteles y fuentes de entremeses. Todos pagaron a ese precio el honor de acercarse al embajador de Etiopía. Acto seguido se apresuraron a ir al consulado para decirle al señor De Maillet que no los enredarían otra vez, y que nadie podía creer que el grosero personaje que les había recibido fuera el ministro de un rey. Guardándose muy bien de atacar al cónsul directamente, acusaron a Poncet de impostura. La delegación encabezada por Brelot llegó en el momento en que se sucedían estas lamentables escenas. Los miembros de la otra comitiva también estaban furiosos contra Poncet. No obstante, cuando se enteraron de la verdad, dejaron de acusar al boticario por haberles hecho esperar a un emisario inexistente, pero al instante hicieron suyas las críticas que le dirigían los ciudadanos ilustres que habían llevado los refrigerios. Jean-Baptiste se escabulló, aprovechando la confusión que reinaba en el consulado.

—Silencio, señores —dijo el cónsul con una voz poderosa que se impuso sobre el tumulto—. Les ruego que se retiren y les agradezco su colaboración.

Continuaron oyéndose las protestas, y el cónsul las atajó con un gesto enérgico.

—Ese hombre es el emisario de un gran soberano cuyo reino ha estado apartado de la civilización desde hace siglos. Por ese motivo debemos ser indulgentes, y por ese motivo también su llegada es un gran acontecimiento, a pesar de estos incidentes. A partir de mañana sabremos qué manda decir el rey de Abisinia.

Después de salir de la residencia del cónsul, Poncet se dirigió directamente a la comarca de Venecia para ver a Murad. El armenio había ordenado que amontonaran los muebles fuera, junto a la pared, así que al entrar vio el salón de los Venecianos completamente vacío. En la que antes había sido sala de recepción de los mercaderes solo quedaban las alfombras y los cojines, que habían sido quitados de los sillones y que ahora se hallaban dispuestos en el suelo. Murad estaba allí sentado, con las piernas cruzadas, bajo la gran araña de perlas de cristal, rodeado de un buen número de bandejas de plata, copas de cristal y magníficos cántaros preciosos. Jean-Baptiste quiso que le contara el asunto de la mula y la razón de que hubiera llegado por un camino inesperado. Además escuchó la versión de Murad sobre el recibimiento que le habían dado en la colonia. El armenio pensaba que todos esos mercaderes eran muy desvergonzados pues después de decirle que estaba en su casa y que todos los presentes eran suyos, habían pretendido restringir el uso que pudiera hacer de todos sus supuestos bienes. Nada les parecía bien: ni que las mulas estuvieran en el jardín ni el traslado de los muebles, ni tampoco el café que los abisinios habían preparado con tanto placer en un pequeño fuego, encendido cuidadosamente en el mosaico del vestíbulo.

Después de reírse mucho con su aventura, lo cual terminó de indignar a Murad, Jean-Baptiste le dijo que no modificara en nada su conducta. Luego, le dio instrucciones muy precisas con respecto a qué habría de hacer y decir al día siguiente, cuando vinieran a pedirle sus cartas credenciales.

A continuación Jean-Baptiste se dirigió a casa. Esperaba noticias de Alix, de un modo u otro, y estaba nervioso porque no podía quitarse de la cabeza que no la había visto el día anterior.

Subió las escaleras a tientas, encendió una vela y descubrió, como esperaba, un papel doblado en cuatro debajo de la palmatoria. Se trataba de una nota de Françoise pidiéndole que estuviera en el jardín que quedaba al fondo de la calle de la colonia, cuando hubieran sonado las dos de la madrugada en la campana de la capilla.