Jean-Baptiste se equivocaba al creer que nada había cambiado durante su ausencia, tal como pudo constatar en cuanto entró en la residencia del cónsul. Después de largas reflexiones, este había mandado desplazar su escritorio al extremo opuesto de la gran sala de recepción. Así pues, a partir de ese momento el mueble estuvo colocado bajo el retrato del rey, es decir, al fondo de la sala y no al lado de la ventana como antes. Con el traslado, el cónsul ganaba en solemnidad lo que perdía en frescor. Tocado con una alta peluca de color castaño, ataviado con una casaca azul marino con ojales dorados que se abría sobre un chaleco de seda rameada y sudando más que nunca, pero soportando ese tormento con su coraje habitual, recibió a Poncet hacia las cuatro de la tarde.
Sentado detrás del gran cartapacio de cuero sobre el que solo había un tintero de bronce de bellas formas, el señor De Maillet escuchó las explicaciones de su visitante sin ofrecerle asiento. Jean-Baptiste, limpio, afeitado, con el pelo corto y todavía muy cansado, permaneció de pie, inmóvil como una figura de ajedrez sobre el tablero que dibujaban las baldosas blancas y negras del suelo. El diplomático solía servirse de ese recurso cuando quería poner término a la conversación rápidamente. El otro recurso era aparentar que estaba malhumorado.
El cónsul puso todo su empeño en dejar claro que la misión del boticario había terminado, y que no debía esperar otra cosa que no fuera unas breves palabras de bienvenida. La misiva enviada desde Djedda había llegado una semana atrás, un lapso suficiente para eclipsar el efecto sorpresa de su regreso. En aquellos momentos el único asunto verdaderamente importante para el cónsul era recibir al plenipotenciario del negus. El boticario debía comprender que, si bien sus servicios habían sido de utilidad para entregar el mensaje que habían tenido a bien confiarle, a partir de aquel momento la cuestión quedaba en manos de los diplomáticos, y que ningún charlatán podía aspirar a acceder a ese mundo sin caer en el ridículo. El señor De Maillet hizo las preguntas necesarias para preparar debidamente la recepción de la embajada. Quiso saber el nombre del emisario, el número de personas que integraban la comitiva, su procedencia y la hora aproximada de su llegada. Por lo demás, se guardó muy bien de animar al joven a contar las peripecias de su viaje, y cuanto Poncet intentó hacer alguna alusión al respecto, su interlocutor le hizo entender que un hombre de tantas responsabilidades como él no podía entretenerse con tales menudencias. No era cuestión de escucharle con excesiva complacencia y conceder importancia a unas peripecias que eran todos los títulos ilustres que aquel individuo tendría en toda su vida, y de los que a buen seguro intentaría sacar provecho en algún momento.
Jean-Baptiste estaba cansado hasta la extenuación. La emoción inconmensurable que había supuesto para él entrar en aquella casa y la esperanza, vana por lo demás, de que tal vez viera a Alix le habían despojado de la energía necesaria para nutrir su insolencia. Aquel recibimiento estaba en consonancia con todo cuanto se podía esperar del cónsul. Sin embargo, en el fondo de su corazón había esperado que quizás… Un profundo abatimiento se apoderó de él.
—¿Da usted su permiso, señor cónsul? —dijo Jean-Baptiste, dirigiéndose ya hacia la puerta.
—Gracias —dijo el señor De Maillet, que era un hombre que sabía cómo recompensar los méritos—. Adiós, señor Poncet.
Cuando el joven hubo salido, Macé, que había presenciado la entrevista desde un rincón oscuro de la sala, se acercó hasta el escritorio, se inclinó hacia delante y dijo apresuradamente al cónsul en voz baja:
—Excelencia, tal vez sería oportuno que acompañara a la delegación que mañana esperará a la embajada.
—¿Él? —dijo el señor de Maillet—. ¿Y en calidad de qué?
—Me parece que el emisario del negus y el boticario se conocen. Así el primer contacto podría ser más fácil. El propio embajador podría preguntar por su antiguo compañero de viaje…
—Tiene razón —asintió el cónsul—. Aún puede sernos de utilidad. Vaya a ver si está en la calle y notifíquele su deber.
El señor Macé se fue presuroso hacia la puerta dejando tras de sí el fresco olor a jazmín que la lavandera había logrado impregnar en sus ropas, mitigando sus secreciones naturales.
Atravesó el vestíbulo, salió al rellano de la escalinata, e inopinadamente, se topó con Poncet, a quien imaginaba ya mucho más lejos. Le pareció que estaba conversando con Françoise, que en ese momento llevaba un cesto de mimbre bajo el brazo. No obstante, al verle llegar, la mujer desapareció en el interior de la casa, como si no hubiera interrumpido en absoluto el camino que había seguido desde el jardín. El señor Macé, que no olvidaba nada y menos aún lo que no podía explicarse, archivó la observación en el cajón de las que ocupaban un rincón recóndito pero muy concreto de su mente. Luego se dirigió a Jean-Baptiste como si tal cosa.
—Esté preparado mañana por la mañana para acompañar a la delegación que dará la bienvenida al embajador. Aún no hemos fijado la hora del encuentro, pero le enviaremos un mensaje con el guardia.
El señor Macé vaciló un instante, y a continuación añadió en voz más baja, como si deseara darle un consejo personal:
—Y vístase con algo que esté a la altura de las circunstancias. Se trata de dar la bienvenida al plenipotenciario de un rey.
Jean-Baptiste miró a aquel estúpido. Una voz interior le decía que se echara a reír en sus narices, y otra que agarrara a aquel majadero por el jubón y que le rompiera la crisma contra la pared. Pero no hizo caso a ninguna; se sentía tan inútil y tan triste que solo el sueño podía redimirle de aquellos sentimientos. Así que giró sobre sus talones y volvió a casa sin hablar con nadie.
En la escalinata, Françoise había tenido tiempo de intercambiar con él unas palabras.
—Alix no le verá hoy.
Jean-Baptiste le dio vueltas a aquella confidencia, y al llegar se abandonó a ese estado de profunda desesperación que no obedece a un acontecimiento dramático, sino tan solo a la turbadora constatación de que todo cuanto nos rodea solo es soportable por la presencia o por la espera a un solo ser, y que si ese ser llegara a faltar, allí donde se eleva un mundo que aún merece la pena vivir, no quedaría más que unas insoportables ruinas pobladas de viperinos traidores y de bufones.
Alix, en su habitación, tampoco estaba tranquila. El regreso de Jean-Baptiste, como todas las cosas que se anhelan durante mucho tiempo y que uno se ha imaginado cientos de veces, era un acontecimiento tan inesperado que la pilló desprevenida. Por eso fue un alivio que Françoise la alertara cuando se disponía a salir del consulado para ir a cuidar las plantas. De ese modo había evitado un encuentro imprevisto que de antemano imaginaba lleno de dificultades.
Vería a Jean-Baptiste más tarde. Como tenía las ideas demasiado confusas para poder elaborar un plan, Françoise se encargó de todo; lo único que debía hacer Alix era arreglarse. Sí, sí, eso es —se dijo la joven—. Sólo tengo que arreglarme. Pero en el momento en que Françoise abandonó su habitación y Alix se sentó delante del tocador, se quedó sin fuerzas.
Después de todo un año de convencerse a sí misma de su belleza, ahora no se creía nada. Se veía mofletuda y pálida, y el color de sus cabellos la horrorizó. La mirada de Jean-Baptiste había hecho aflorar sus encantos; sin embargo, cuando se acercaba la hora de volver a afrontar aquella mirada, esos encantos se desvanecían. Su pensamiento se había anclado en la amable certeza del sueño, en esa quimera que le hacía creer que amaba y era amada. En una pasión corriente, los lazos imaginarios se entrecruzan con lazos reales, de modo que se fortalecen mutuamente. A veces ese sentimiento descansa sobre un cañamazo confeccionado de ilusión y realidad a partes iguales, de fantasmas y gestos, de deseo y recuerdos. Sin embargo, esta extraña separación había propiciado que el amor tejiera solo la parte irreal, fina e irisada, que podía convertirse en polvo, como el ala de una mariposa, cuando uno trata de echarle mano.
Françoise subió otra vez a la habitación de Alix, pensando que ya estaría lista.
—Pero bueno, ¿qué le pasa? —dijo—. Dése prisa.
—No quiero.
—Vamos, vamos, ¿qué ocurre?
—Aquí, mire, en el ala de la nariz.
Françoise se acercó, entornando los ojos.
—Niña mía, yo no veo nada.
—Gracias, Françoise, pero no sirve de nada que me mienta. Tengo un grano muy grande, lo noto, y además se ve.
Luego añadió en un tono más decidido:
—No quiero que nadie me vea así.
—Jean-Baptiste estará aquí dentro de un momento. Bastaría con que le viera. Viene por usted. Desea tanto cerciorarse de que sigue aquí, que le espera… A mí me parece que no hacen falta tantas ceremonias para este asunto. Vaya a su encuentro y véale. Así se sentirán más seguros de sus sentimientos y podrán estar juntos más tiempo en los próximos días.
—No, Françoise, este grano me desfigura. No quiero que me vea así.
Françoise era una mujer con experiencia, y enseguida se dio cuenta de que era inútil insistir. Alix no era tan coqueta como para que un grano fuera un motivo de preocupación. Aquello era simplemente una de las trabas que suelen manifestar los amantes. Aunque en ciertas ocasiones estos pueden correr libremente en el espacio o en el sueño para encontrarse o escapar, cuando todavía están en los comienzos, los más leves acercamientos, como un simple movimiento con la mano o con el brazo, pueden costarles esfuerzos más denodados que romper unas cadenas de presidiario. Françoise dejó a Alix en su habitación, mordiéndose los nudillos, y fue a avisar al joven que ya había entrado en el vestíbulo.
Los nativos de Francia, Italia, Inglaterra y de otros lugares de Europa se concentraban en la colonia franca de El Cairo. Aquella colectividad estaba formada por unos pocos cientos de personas, la mayoría mercaderes. De todas las naciones, solo dos tenían representación consular: Inglaterra y Francia. Pero la delegación inglesa —habitualmente reducida— carecía de titular en aquel tiempo, así que Francia ocupaba una posición preponderante.
El consulado de Francia ejercía directamente su poder sobre los franceses que gobernaba, e indirectamente sobre los súbditos de las demás naciones. En algunos casos, Francia los protegía porque eran cristianos pertenecientes a pequeñas comunidades indefensas, como los maronitas, o porque a falta de una legación de su propio país Francia había aceptado representar a los distintos gobiernos de estos francos que no eran franceses.
No obstante, esta autoridad consular tenía poca aceptación y los mercaderes que poblaban las escalas de Levante se sometían a su potestad de mala gana. Con todo, no tenían elección, pues si los turcos les permitían vivir y comerciar en tierra islámica era a costa de tal sumisión. Para contrarrestar el poder del cónsul y tener más posibilidades de hacerse oír, los mercaderes elegían a un diputado de la nación, o sea a alguien a quien las autoridades consulares tenían la obligación de escuchar siempre que hubiera que tratar asuntos concernientes a los franceses. En el pasado algunos cónsules se habían guiado por la ley de la fuerza para tratar con estos diputados, y ello les acarreó no pocos disgustos. Valga decir que en el momento de asumir sus funciones, el señor De Maillet fue acogido fríamente por la nación franca, que se vio obligada a aceptar un nombramiento impuesto desde Versalles, cuando generalmente los cónsules habían sido oriundos de la colonia. Así que desde el comienzo de su mandato concentró todos sus esfuerzos en el diputado con objeto de granjearse su simpatía. El representante de entonces era un hombre gordo llamado Brelot, que se ocupaba del comercio de la seda en El Cairo pues era oriundo de Lyon. Rico y muy ahorrador en todo cuanto respecta a lo primordial —se decía que sus hijos llevaban ropas agujereadas que no habrían querido los mendigos—, se mostraba extremadamente pródigo para todo aquello que fuera superfluo. Y no tenía reparos en hacer un gasto espectacular con tal de verse en el entorno del único noble que había entonces en El Cairo, es decir, el cónsul.
Así pues, como era de esperar, el señor De Maillet concedió a ese Brelot el honor de elegir el destacamento que recibiría al embajador de Etiopía a] día siguiente. Entre las herramientas del prestigio que se estaba forjando, Brelot contaba con una señorial carroza inglesa que había comprado a un banquero de Damieta, un pobre británico que al verse arruinado la malvendió con lágrimas en los ojos por el precio de un pasaje a Marsella en una galera.
Aquella tarde, Brelot fue requerido varias veces en el consulado para hacerle unas consultas, y por la noche se terminó la lista del destacamento. Rápidamente se extendió por la colonia el rumor de la llegada de un personaje importante. Se decía que Poncet había vuelto, y algunos mercaderes se acercaron al consulado con pretextos pueriles. El señor Macé recibió órdenes de responder que el día siguiente esperaban la llegada de una eminente personalidad, por lo que se les rogaba que permanecieran en sus casas y que no hicieran alboroto en las calles. Informó también de que un destacamento esperaría al plenipotenciario, y que solo aquellos cuyos nombres se habían incluido en la lista remitida al diputado podrían estar presentes en el acto.
Al día siguiente por la mañana, Jean-Baptiste, vivificado por una noche de sueño profundo, se levantó de un humor excelente. Analizó los acontecimientos del día anterior, estimó que probablemente había sido más conveniente no ver a Alix con demasiada premura, y que no obstante las nuevas de Françoise eran alentadoras. En cuanto a la bienvenida del cónsul, esperaría, y el plan que había ideado ya daría fe de los resultados. Por el momento solo podía ir a recibir al embajador Murad con toda humildad, y luego orientar a este por la vía que se había trazado. Se puso la hermosa casaca roja por encima de una camisa de encaje fino, limpió de polvo un sombrero que había dejado en un armario, se aseguró la espada al costado y fue a ensillar el caballo.
Cuando llegó al consulado, el destacamento estaba dispuesto. A la cabeza estaba el señor Fléhaut, el canciller del consulado. Jean-Baptiste siempre había visto al hombre enfrascado en la tarea de hacer humildemente las cuentas y enviar el correo, pero era igualmente miembro de la casta diplomática, aunque estaba muy por debajo del señor De Maillet. Iba ataviado con una casaca bordada y llevaba un gran sombrero de plumas. Nunca había tenido un aire tan distinguido. A su derecha se encontraba el señor Frisetti, el primer dragomán del consulado. Este cultivaba sus dotes en la ciudad y vivía de las traducciones comerciales. El cónsul requería sus servicios ocasionalmente para algunas interpretaciones delicadas y le había proporcionado una acreditación para traducir todos los documentos oficiales que se intercambiaban con los turcos. A la izquierda del señor Fléhaut, en un caballo enjaezado como el de un príncipe, Brelot se daba postín. Habían tenido muchas dificultades para alzarlo hasta la silla pues no se podía doblar debido a la gota, pero aun así tenía buena planta bajo aquella gran peluca de color castaño y con aquella casaca de seda tan exquisita. Detrás marchaba la carroza, con un cochero. Brelot había tenido el honor de obtener un asiento en la carroza en la que regresarían con el embajador. Por último, detrás, en dos hileras, montados en caballos de condición inferior, iban cuatro mercaderes, elegidos al término de largas negociaciones. Dos de ellos eran Venecianos y se habían comprometido a prestar su hotel como alojamiento al ministro abisinio con tal de tener el privilegio de figurar en el convoy. En todas estas discusiones protocolarias, el único punto que se zanjó rápidamente fue que Poncet habría de contentarse con cabalgar en último lugar, de modo que se colocó en su sitio con mucho gusto. El destacamento se puso en movimiento a las diez de la mañana, tras convenir que, en cuanto se reunieran con la caravana del emisario, el cortejo acompañaría a los extranjeros a la colonia y pasaría ante el balcón del consulado, donde recibirían la salutación del cónsul. Eso era todo cuanto se podía hacer hasta que el diplomático se hubiera acomodado y se hubieran intercambiado oficialmente las acreditaciones pertinentes. Por último conducirían al embajador hacia la comarca de Venecia, como se llamaba a la zona del barrio franco donde residían los italianos.
El cortejo atravesó la ciudad vieja de El Cairo siguiendo la ruta de las murallas para no llamar excesivamente la atención de los turcos, que siempre desconfiaban de este tipo de actos si no sabían a qué obedecían. Luego salieron a los arrabales por la puerta del Gato, y poco después se adentraron lentamente en el desierto. Se detuvieron a un cuarto de legua de la fortificación de la ciudad, en el lugar donde se hallaba el templo por el que Poncet había cabalgado la noche anterior al claro de luna. La jornada era cálida y el viento del desierto levantaba remolinos de arena que irritaban los ojos. Los hombres que componían el destacamento se separaron unos de otros sin llegar a dispersarse, de manera que todos pudieron disfrutar de un poco de sombra. Era un espectáculo bastante peculiar. Unas inmensas columnas griegas erosionadas por los vientos emergían del desierto gris; y detrás, diseminados y tiesos sobre sus caballos, unos caballeros inmóviles con traza de hidalgos sudaban debajo de sus casacas de gala y sus pelucas. Unos escrutaban el horizonte y otros, para mitigar el aburrimiento, se entretenían en contar las cagarrutas negras y brillantes que dejaban en el suelo unas ovejas al cuidado de un viejo pastor con turbante.
Conforme se prolongaba la espera, Poncet, que se temía una avalancha de preguntas embarazosas, decidió adelantarse. Espoleó su caballo, galopó durante una hora, y volvió al trote sin haber visto nada.
La tarde había empezado bien… Los dignatarios se habían bajado de sus caballos, estaban en camisa, abatidos por la sed y dispuestos a descargar su ira contra él.
—No comprendo —les dijo—. Ha debido ocurrirles un percance grave.
Se daba perfecta cuenta de que aquellos hombres incluso dudaban ya de que pudiera existir un embajador. Ahora bien, si estaban intranquilos porque no lo conocían, Poncet, que lo conocía demasiado bien, tenía otros motivos para preocuparse por la suerte de Murad.
—Van a dar las cuatro —dijo Jean-Baptiste—. Les propongo regresar. Mandaremos a dos jenízaros para que monten la guardia y den la alerta por si llegara de noche.
Sin esperar unas respuestas que no podían ser amables, espoleó su caballo y cabalgó hacia El Cairo.