Desde la colina donde Jean-Baptiste y sus compañeros habían asentado el campamento se divisaba toda la ciudad de Suez. Apenas era un pueblo de casas árabes dominado por algunos edificios otomanos y por la mole ocre de la aduana coronada por un tejado de tejas romanas. El viento del golfo hacía ondear los estandartes verdes y deshilachados de altas palmeras. Las velas triangulares de los navíos comerciales arañaban, como una uñada, el dedo azul del mar que se hundía en los pliegues del desierto. Los viajeros habían llegado a la llanura costera de Egipto, dejando tras de sí los declives escarpados del Sinaí.
Suez es el lugar melancólico donde se consuma el sueño de las aguas. El anhelo patético y visible del océano Indico se desvanece aquí, en el extremo del brazo que el mar Rojo tiende hacia el Mediterráneo, mientras este último, envarado e inmóvil, no hace el menor movimiento para responder a su llamada. En todas partes se aprecian las siluetas o las huellas de infinidad de caravanas que tienden un puente de estelas a través de la lengua de arena que separa estas masas de agua, como si quisieran acercarlas.
El final de la estación de las lluvias agrupaba pausadamente los últimos nubarrones negros que proyectaban una oscura sombra de frescor sobre la tierra. La exigua comitiva contemplaba el espectáculo alrededor de un fuego de ramas secas que los esclavos habían preparado después de traer leña desde muy lejos. El día se apagaba rápidamente, y conforme desaparecía la luz, se iba tornando más suntuosa aún la armonía de los colores y el juego de las sombras que aquilataba los relieves y acentuaba los contrastes. Los viajeros se sentían insignificantes ante la magnificencia celeste. A decir verdad, apenas se atrevían a mirarse. El único que parecía ajeno a tales emociones era Murad, cuya única preocupación en aquel momento era la sopa. Constantemente retiraba la tapa de la marmita que cocía en el fuego para observar el color del guiso.
Del leal cortejo que les había acompañado en su partida quedaba bien poco. Los caballos de Murad no habían logrado acostumbrarse a las picaduras de los mosquitos y murieron en cuanto descendieron del altiplano. El armenio tuvo que proveerse de otras monturas enviando un mensajero al emperador. Los cinco caballos que le mandaron perecieron también nada más llegar. Aquello resultaba muy sospechoso a los ojos de los francos, sobre todo porque sus monturas estaban perfectamente. Irritado por el retraso, Poncet tomó la delantera con el maestro Juremi y ambos pusieron rumbo a Djedda para alertar al cónsul. Finalmente, después de sacrificar —según dijo el armenio— buena parte de los enseres que atestaban las cajas, Murad colocó el resto de la carga en los asnos y en dos mulas, aunque Poncet sospechaba que había vendido aquello a buen precio en Massaua. Y ese era todo el equipaje con que contaban. Los elefantes no habían sobrevivido mucho tiempo. Uno de ellos había muerto de calor en la costa; y el otro, que parecía más fuerte, fue cargado en un pequeño mercante árabe que ocupó completamente él solo. Diez hombres lo habían empujado hasta la embarcación con la ayuda de cadenas, y cuando Murad vio flotar a la bestia por encima del agua se embarcó con el resto del convoy en otro barco que debía navegar junto al del paquidermo. Nadie supo qué debió pasarle por la cabeza a aquel animal, pero lo cierto es que en cuanto los barcos soltaron amarras y se vio rodeado de agua, el joven elefante, presa del pánico, empezó a agitar las orejas, lanzando horribles berridos. La tripulación no pudo impedir que rompiera dos de sus trabas y que diera tal patinazo que la embarcación zozobró. El mar engulló al paquidermo, que continuaba atado por dos cadenas. Cinco marineros desaparecieron en el naufragio.
Así pues, Murad llegó sin elefante. Sólo llevaba consigo las orejas del que había muerto en tierra, pues había tenido la idea de cortárselas y cargarlas en una caja de madera perfectamente cerrada con clavos. Eran unas orejas muy bellas y grandes, como las de todos los elefantes de África. Jean-Baptiste elogió la intención del armenio, pues al obrar de aquel modo había conservado un vestigio de los magníficos regalos del emperador, con lo cual tendrían algo que mostrar a los incrédulos. Murad aceptó los cumplidos con suma modestia, sobre todo porque el motivo de acarrear con las orejas respondía a una idea muy distinta.
Había oído decir que esta parte del elefante, una vez seca, es una vianda sin parangón cuando se condimenta debidamente.
Los esclavos tampoco corrieron mejor suerte. El nayb de Massaua, príncipe indígena que reinaba en el extremo de la isla en virtud de un firman del gran turco, pensaba complacer al negus, que daba orden expresa de no importunar a los viajeros. Además, el bienestar de su pueblo dependía tanto de su poderoso vecino que no había que pensar en disgustarle. No obstante, como en el mensaje del rey de reyes no se hacía alusión alguna a los esclavos, el nayb consideró de su agrado a las cuatro mujeres y se las quedó para su propio uso. Otro de los hombres de Murad pereció en la embarcación del elefante, así que llegó a Djedda solo con cuatro. Por otra parte, el jerife de La Meca, a quien el armenio había vendido los regalos en Massaua con el pretexto de aligerar sus monturas, se consideró poco honrado con la algalia y las dos bolsas de polvo de oro que le entregaron los viajeros. Miró codiciosamente a los dos esclavos abisinios más fornidos y manifestó que se apropiaba de ellos. No obstante, Poncet le plantó cara y consiguió que el jerife se quedara solo con uno. Así pues, aquella noche cenaron en las tierras altas de Suez en compañía de los tres supervivientes: un adulto con un pie zopo y dos muchachos, uno de catorce años y otro de once.
En cuanto a los francos, valga decir que hermoseaban bien poco la escena. Aún tenían sus caballos y la mayor parte de los bultos, pero Poncet había estado gravemente enfermo en Arabia y durante todo el ascenso hasta el mar Rojo. Con anterioridad, en Massaua, fue el maestro Juremi quien estuvo indispuesto. Acababan ese año de viaje demacrados, enflaquecidos y debilitados por las fiebres. En el barco se les habían ulcerado las piernas; la sal del mar había inflamado sus heridas, y la arena las había terminado de irritar. Sólo tenían una baza para infundir a su regreso la dignidad que en ese momento echaban de menos: ataviarse con los calzones nuevos, las camisas de algodón con cuello de encaje y las levitas rojas que se habían procurado en Djedda. Las prendas eran parte del botín que unos corsarios habían obtenido en un reciente abordaje, y los piratas consintieron en vendérselas a cambio de una desorbitada cantidad de oro. Había llegado el momento de hacer uso de aquellas galas tan cuidadosamente guardadas hasta entonces en una bolsa de cuero, y de preparar de forma conveniente la llegada.
—Estamos a tres días de El Cairo —dijo Jean-Baptiste—. Los dos primeros los pasaremos juntos. En el último campamento dejas tu caballo, tomas una mula y te diriges hacia el norte. En dos etapas llegas al Nilo por Banha, y un día después entras en El Cairo por la ruta de Alejandría, que es por donde se supone que deberías volver.
Era un regreso poco glorioso para alguien que había participado en todas las penurias del viaje. Pero Poncet sabía que, en el momento en que el maestro Juremi tomó la decisión de reunirse con él, el viejo soldado había aceptado de antemano representar el humilde papel de siempre.
—¿Nosotros nos quedaremos juntos? —preguntó Murad a Jean-Baptiste con cierta inquietud.
—Sólo los dos primeros días. Esperarás en el lugar donde Juremi nos deje. Yo iré delante.
—¿Cómo…? —exclamó Murad—. ¿Pretendes que me quede solo en pleno desierto?
—No estarás solo, están los esclavos —refunfuñó el maestro Juremi.
—Es un consuelo. ¿Los has visto?
—Nos detendremos en un sitio seguro, próximo al lugar donde hacen alto las caravanas —dijo Poncet malhumorado—. Y pagaré a alguien para que te proteja.
—Así que te vas antes… —dijo Murad con poca convicción.
—Voy a dar aviso de tu llegada. Al día siguiente te presentas por la tarde con el aire más distinguido que puedas. Uno de los esclavos, el mayor, te seguirá en otra mula. Por cierto, habrá que liarle los pies con unas tiras de fieltro para disimular un poco su cojera. Los dos muchachos irán detrás con los borricos.
Murad asintió con la cabeza.
—¿Cuántas mudas limpias te quedan en los baúles?
—Una.
—En ese caso, guárdala y espera a la audiencia oficial para cambiarte. Cuando te encuentres con las personas que vayan a darte la bienvenida, a la entrada de la ciudad, pídeles que excusen la triste estampa de un hombre que ha hecho un viaje largo, difícil y peligroso.
Puntualizaron algunos detalles más y luego cayó la noche; durmieron entre las pieles, alrededor del fuego. Jean-Baptiste estaba más nervioso que de costumbre. Su cuerpo le enviaba múltiples señales de fatiga y de dolor. No podía desviar la mirada de todas aquellas estrellas que le habían acompañado durante aquel año y que pronto iba a abandonar. Sólo pensaba en que El Cairo estaba cerca y hasta le parecía notar su proximidad. A la hora de la partida uno nunca se impacienta a pesar de que hay motivos de sobra para el desaliento, y quizá porque solo se piensa en los logros del viaje. Pero ¿qué sucedía ahora, cuando el regreso estaba tan cerca? ¿A qué venían esas demoras? ¿Por qué pasarán tan despacio los minutos que nos separan de la paz y que causan nuestra desazón? Jean-Baptiste había alimentado la idea del regreso durante largos meses. Imaginaba volver a encontrarse con Alix, su amor. Pero ese castillo de sueños que había construido con tanto tesón, que había alzado piedra a piedra para no perder nunca de vista a su amada a pesar de hallarse muy lejos de ella, empezó a resquebrajarse de pronto. Se preguntaba si esa torre heteróclita de esperanzas frágiles, recuerdos amañados y retazos de imágenes y sonidos salvados de los escombros de unos días ya lejanos, no descansaría en arenas movedizas, en la alocada apuesta de que alguien pudiera esperarle sin conocerlo verdaderamente, y amarle sin apenas haberlo visto. Ese ser que había llevado con él tan lejos y durante tanto tiempo, ¿no sería simplemente su propio deseo? Aquella noche, echado de cualquier manera sobre las piedras cortantes del desierto, Jean-Baptiste no solo se preguntaba si Alix lo amaba, sino que incluso dudaba de que ella hubiera existido realmente.
Al final tomó la resolución de abandonar el último campamento en plena noche. El día anterior todo se había desarrollado como estaba previsto. El maestro Juremi tomó el camino de Alejandría refunfuñando. Por su parte, Murad estaba tranquilo porque optaron por pernoctar en un lugar muy frecuentado por las caravanas. Además, dos jenízaros habían decidido dormir allí aquella noche. Se acostaron temprano y poco después empezaron a oírse los sonoros ronquidos de Murad. Jean-Baptiste sabía que era inútil intentar conciliar el sueño, así que ensilló tranquilamente su caballo; dejó al asno y toda su carga con el resto del convoy que alcanzaría la ciudad al día siguiente; se enfundó la camisa limpia, el calzón y el jubón; y se marchó solo. La gran luna de nácar que se había elevado por poniente alumbraba el camino con tanta claridad como el sol en invierno. Había sido un día abrasador. El caballero al trote atravesaba las bolsas de calor que flotaban en el aire, dejándolas atrás como mantos sedosos. Mientras, los cascos de los caballos resonaban como los latidos de un inmenso corazón que hubiera aflorado a la superficie trémula del desierto.
Todavía era de noche cuando pasó por las ruinas de un templo dedicado a Ptolomeo. No tenía ánimos para meditar sobre la fugacidad de los siglos entre aquellas columnas derrumbadas, pues en ese momento todo daba muestras de la evidencia contraria: los segundos eran eternos y el paso de estos últimos instantes de ausencia parecían interminables. Llegó a El Cairo cuando rayaba el alba. Los centinelas aún dormían y la puerta estaba cerrada. Pero al ver que era un franco bien vestido y sin armas, los guardias le dejaron entrar sin hacerle preguntas. Toda la ciudad estaba aún sumida en el sueño, salvo los mendigos que a esas horas solían deambular como sombras grises. Se levantó una vivificante brisa al salir el sol, y las golondrinas empezaron a revolotear en el aire, piando.
Cuando lo vio llegar, el viejo guardia de la colonia franca estuvo a punto de disparar con el mosquete, pero al reconocerlo, comenzó a dar gritos de alegría y Jean-Baptiste le hizo callar enérgicamente.
Luego se internó en la calle principal y en medio de ella vio el consulado, donde ondeaba el estandarte blanco con la flor de lis. El caballo, que sudaba por la carrera, avanzaba por sí solo. Hacía rato que había dejado de espolearlo; las riendas descansaban en la perilla. Jean-Baptiste miró hacia la ventana de Alix, que estaba abierta, aunque tenía echadas las cortinas. En aquel instante solo se alzaba entre los dos ese ligero obstáculo de algodón estampado en cuyo reverso se distinguían motivos azules. Ningún desierto, ninguna montaña, ningún animal feroz los separaba ya. No obstante, una vez más se alzaba entre ellos ese muro endeble y poderoso que erigen unos hombres ante otros cuando se trata de amar, socorrer o compartir. Jean-Baptiste ni siquiera se había dado cuenta de que el caballo se había detenido.
El joven salió de su ensimismamiento al oír un ruido procedente del jardín; probablemente era un vigilante que se acercaba a ver qué quería aquel intruso. Puso a su caballo al paso, dobló la esquina de la primera calle y recorrió el trayecto hasta su casa con una familiaridad que emergía del fondo del olvido. Bajó del caballo, ató la montura a la argolla sujeta a un soportal y se dirigió a su puerta. Como de costumbre, la llave estaba escondida en un agujero del muro, detrás de un pedazo de yeso. Entró. En la planta baja seguía siendo de noche, pero en su estancia del piso superior ya era pleno día. Nada había cambiado. Había atravesado territorios lejanos, había perdido sus propias huellas, había hablado con seres fabulosos, en la medida en que eran inaccesibles, había estado a punto de morir asesinado, ahogado y de hambre. Y durante esa larga ausencia que parecía tan ajena al mundo como un sueño, la fucsia había continuado dando flores malvas; un agave exhibía la flor de su vida en el extremo de un largo bohordo escamoso; la araucaria había enrojecido, y los naranjos habían fructificado. La parsimoniosa lealtad de las plantas habían abierto un túnel por debajo de su tumultuosa vida y, gracias a ese subterráneo, el pasado afluía intacto en el momento presente. Jean-Baptiste reparó en que unas manos inteligentes y cariñosas habían controlado y dirigido el movimiento natural de las plantas. Nada se había alterado. Los objetos se hallaban en el lugar en que él recordaba haberlos dejado, salvo algunas sillas esparcidas por la terraza. No obstante, si la furiosa fronda viviente había conservado aquel vigor y aquel orden, aquella fecundidad y aquella moderación, era porque alguien se había aplicado en la tarea esforzadamente día a día. Poncet sabía bien que esa paz y esa dulzura no eran sino el equilibrio entre los dos polos violentamente opuestos del vegetal y la inteligencia que lo cultiva. Así comprendió, al primer golpe de vista, que no le habían abandonado.
Por fin, sosegado por esta constatación, se rindió ante un inmenso cansancio. Fue hasta la hamaca y se estiró vestido y con las espuelas aún en las botas. La tensión del viaje, la sensación de estar permanentemente alerta y ese estado de constante vigilancia se desvanecían de golpe. La barrera que había alzado contra el agotamiento apenas se sostenía, sacudida por aquel océano de fatiga. Cerró los ojos y se durmió.
En su sueño volvió a ver a John Appleseeder, el niño de la historia que siempre le contaba su abuela. Nunca hasta entonces le había venido ese recuerdo a la memoria. ¿De dónde habría sacado la pobre mujer aquella leyenda? Fue sirvienta en la residencia de los Stuart, cuando estos se exiliaron. ¿Qué lacayo escocés se la habría contado para seducirla, o qué infante real se habría encontrado con ella en los lavaderos? En fin, el caso es que John era un granuja que sembraba pepitas de manzana en todas partes. Si alguien encerraba al muchacho en algún cuartucho como castigo, este colocaba una pepita entre las losetas del suelo. Si jugaba con un compañero, plantificaba otra en la pelambrera de su amigo. En la cabeza de los adultos y en la de los niños, en casa de los ricos y en casa de los pobres, en la ciudad y en el campo, en su pueblo y de viaje, allí donde fuera, John Appleseeder siempre esparcía semillas de manzana. Así, al cabo de cierto tiempo, en cualquier lugar por donde hubiera pasado crecían manzanos que hundían sus profundas raíces en las losetas del suelo, en la cabellera de un chiquillo o de un adulto. Las paredes estallaban bajo la presión de las ramas y los ricos lloraban al ver las enormes grietas. Pero como daban buenas manzanas, los pobres que se las comían le estaban muy agradecidos a John. Y gritaban de alegría…
Jean-Baptiste se despertó. Françoise le miraba espantada, con una mano en la boca, en medio de las plantas. Al reconocerle cambió la expresión de su rostro.
—¡Oh!, disculpe por los gritos, señor Jean-Baptiste. ¡Señor Jean-Baptiste! ¡Usted! ¿Cómo iba yo a saber? ¡Dios mío, cómo ha cambiado!
Se acercó a la hamaca, tomó la mano del joven y le dio un abrazo.
—¡Dios mío, qué delgado está! ¡Y esa barba que le recorre las mejillas, y esos cabellos largos!
No dejaba de mirarlo con lágrimas en los ojos y apenas podía hablar de la emoción.
—¡Qué ropas tan exquisitas! —dijo tocando el paño adamascado de su jubón rojo.
Seguramente los corsarios echaron el guante a un barco muy lujoso. Jean-Baptiste, que no había prestado atención a eso en Djedda, se daba cuenta ahora de que iba vestido como un hidalgo.
—¿Tiene hambre? —preguntó Françoise, recuperándose de la impresión—. ¿Tiene sed? Espere, voy a mi casa…
—No, no se moleste. Más tarde. Más tarde. Dígame solo dónde está ella.
—Ah, señor Jean-Baptiste. Cuánto me alegra oír esa pregunta. Así que no la ha olvidado. Este viaje tan largo me daba miedo, ya ve usted. Yo le decía siempre que tuviera paciencia y que esperase. Pero los imprevistos del camino pueden hacer cambiar los sentimientos.
Jean-Baptiste se reincorporó por completo y se sentó en la hamaca de tela, con las piernas colgando.
—¿Cambiar? —dijo—. No serán los míos. Pero dígame, ¿dónde está? ¿Qué piensa?
—Pues ella piensa en usted. Ese ha sido su único pensamiento desde que se marchó.
—¡Ah, Françoise! —exclamó Jean-Baptiste mientras tomaba a la sirvienta entre sus brazos, o mejor dicho, mientras dejaba que la mujer lo abrazara como una madre.
Luego se echó hacia atrás, y con aquellas manos grandes aún entre las suyas le dijo:
—¿Viene aquí?
—Cada día.
—¿Cuándo?
—Pues… —le dijo Françoise mirando por la ventana, por donde pronto se colaría el sol— ahora.
Jean-Baptiste se puso de pie de un salto, y en su rostro se dibujó una expresión de profunda inquietud.
—Ahora no… —dijo—. Vaya a buscarla. Deténgala. Dígale que he vuelto. Pero no puede verme así. ¿Manuel sigue aquí?
Manuel era un viejo criado que vivía en el mismo patio y que subsistía con una pequeña pensión que le había dejado su señor cuando regresó a Francia. De vez en cuando Poncet y el maestro Juremi le daban trabajo, porque Manuel era todavía un hombre muy vigoroso. Sólo tenía un defecto: estaba más sordo que una tapia.
—Está en su casa —dijo Françoise.
—¡Llámele! Que me prepare una tina de agua y jabón. También quiero que me corte la barba y el pelo. Y usted, Françoise, me cuidará.
—¿Está herido?
—El interior es fuerte, gracias al cielo, pero la envoltura ha sufrido algunos desgarrones.
Françoise iba a ocuparse ya de sus quehaceres cuando Jean-Baptiste le confió sus temores:
—Dentro de un rato tendré que ir al consulado. Y en cuanto se sepa que he vuelto, ya no tendrá más pretextos para venir hasta aquí. ¿Cómo vamos a vernos?
—No se preocupe. Han pasado muchas cosas en su ausencia. Ahora trabajo para la señora De Maillet. Entro y salgo del consulado cuando quiero, aunque siempre vengo a dormir a mi casa. Haremos cuanto haga falta.
—¡Françoise! —exclamó Jean-Baptiste, besándole las manos.
Ella se apresuró a salir corriendo, pero al llegar al primer peldaño de la escalera se dio la vuelta y dijo con la mayor naturalidad que pudo, como si preguntara por cortesía:
—Y su socio, el maestro Juremi, ¿ya no está con usted?
—No —dijo Jean-Baptiste sin advertir nada de particular en la pregunta—. Ya sabe que salió para Alejandría.
—Vamos, no tiene ninguna necesidad de fingir conmigo. Sé muy bien que se reunió con usted.
Antes de abandonar El Cairo, cuando el maestro Juremi le dio instrucciones a Françoise, le confió sus intenciones y la pobre mujer interpretó su actitud como algo más que una confidencia. Guardó celosamente el secreto —ni siquiera se lo confió a Alix—, como si se tratara de lo único que un día hubiera compartido con aquel hombre.
—Bueno, pues siga pensando lo que todo el mundo piensa, que ha ido a Alejandría. Pero —añadió Jean-Baptiste sonriendo— algo me dice que seguramente estará aquí dentro de dos días.