No es extraño que los hombres hayan visto en el cielo una supuesta guía de sus destinos pues en la actividad de los astros hay movimientos tan súbitos y regulares que ese vaivén se asemeja al devenir de las acciones humanas. Una vez desenmascarado el cónsul, todo cambió completamente, como en ese momento de la noche en que Pegaso se abisma por un lado mientras por el otro se elevan Orión, las Pléyades y su cortejo.
Jean-Baptiste se curó instantáneamente de la enfermedad que no tenía y se afanó en preparar el viaje, cuya partida se había fijado para cuatro días más tarde. En muy poco tiempo todo estuvo arreglado: Murad se quedaría en la Casa de los Venecianos, y el consulado seguiría costeando sus exiguos gastos hasta que los emisarios estuvieran de regreso. Luego, en su momento, le sugerirían que volviera a Etiopía, tal vez con una respuesta del rey de Francia.
Hicieron el recuento de los presentes que se iban a llevar a Versalles. AL abandonar Gondar, los viajeros tenían la sensación de estar muy bien equipados y ser ricos. Pero lamentablemente los gastos del viaje, la rapacidad de las aduanas turcas y la circunstancia de que algunos productos alimenticios estaban ya corrompidos mermaron considerablemente su fortuna. Además de las joyas que les había regalado el emperador, Poncet y su socio poseían una bolsa de oro cada uno. Jean-Baptiste, que pensaba poner todo su empeño con tal de que el viaje a Francia fuera un éxito, estaba dispuesto en caso de necesidad a incluir su propia bolsa entre los presentes destinados al rey, si el resto no bastaba. El equipaje de Murad era muy parco. Ciertamente estaban los tres abisinios. A Poncet le entusiasmaba muy poco la idea de llevárselos, pues era demasiado consciente de que los musulmanes estarían al acecho. Pero el jesuita tenía mucha fe y había que reconocer que los demás presentes eran muy pobres y no ofrecían una digna compensación. Estos se reducían a dos kilos de algalia, pero como es muy maloliente les aconsejaron que la cambiaran por tabaco, de forma que salieron perdiendo en el trueque. Había también un cinturón de seda bordado con hilo de oro. En Gondar, encima de las togas de muselina blanca, la prenda habría despertado admiración. Pero en El Cairo, y más aún en Versalles, cabía temer que para los gustos europeos aquello fuera poco más que un guiñapo. Por lo demás, todas las bestias, yeguas y elefantes habían muerto en ruta. Sólo quedaba la caja con las orejas del paquidermo. Poncet quiso que Murad le asegurara que se habían embalado convenientemente, y este se lo garantizó con la mano en el corazón. A sabiendas del uso inicial que quería darle a aquellas orejas, el descuartizador prácticamente las había confitado. Así que volverían a salir de la caja con la liviandad propia del ser vivo.
Tras una tempestuosa entrevista cara a cara con el bajá, donde tuvo que dar embarazosas explicaciones y volver a pedir las más humillantes excusas, el cónsul comunicó al padre Plantain que había obtenido las autorizaciones necesarias para embarcar a los abisinios. Sólo había que proceder con cautela para que los muftís de Alejandría no se enteraran, una eventualidad que podía ser un riesgo puesto que aquellos fanáticos no dejaban marchar a los africanos a tierras cristianas.