9. El palacio de Koscam

—¡Prosiga! —dijo impaciente el señor De Maillet—. No olvide que esta carta debe estar terminada hoy si queremos que salga en el último correo de Alejandría. ¿Dónde estábamos?

El señor Mace, sentado ante el escritorio de persiana, con una pluma en la mano, tenía aún los ojos obnubilados por la mala noche que había pasado. Los mosquitos que habían tomado posesión de la ciudad al principio de la estación seca se habían ensañado con él, atraídos sin duda por los efluvios de su transpiración. Ese olor que alejaba a los seres humanos embriagaba a los insectos, aunque, por desgracia esta dolorosa evidencia no le hacía recapacitar sobre los principios de su higiene.

—Entonces, entonces —dijo tratando de retomar el hilo de su lectura—. Sí, eso es: y el mismo capuchino que me pidió incluir a los monjes de su orden en nuestra embajada vino a verme nuevamente ayer. Debo confesar a su excelencia…

—¡No! Esa aseveración no es suficientemente diplomática. Un cónsul no hace confesiones a un ministro.

—¿Y si escribiéramos Su excelencia debe saber?

—No está mal. Continúe.

Su excelencia debe saber que no fue una entrevista de cortesía. Por mi parte me esforcé en soportarle hasta el final, pese a que en numerosas ocasiones el padre Pasquale, que parecía fuera de sí, fue más allá de los límites del decoro e incluso de la dignidad.

—Está bastante bien —dijo el señor De Maillet de pie, con una pierna estirada, satisfecho de la lectura y admirando al mismo tiempo sus medias de seda verde manzana que acababa de recibir de Francia por medio de la galera.

Después de nuestra última entrevista mandó seguir a la caravana de nuestros emisarios. Los capuchinos los alcanzaron en Sennar, y allí reiteraron su petición. Según parece, nuestros enviados aprovecharon una noche sin luna para huir, y a pesar de todas las investigaciones realizadas, todavía no se ha encontrado rastro alguno de ellos.

—¿Lo ha puesto en singular?

—¿El qué, excelencia?

—Pues rastro, qué va a ser…

—Me parece que sí.

—Escríbalo en plural. No creo que hayan huido a la pata coja, unos detrás de otros, para dejar solo un rastro.

No se han encontrado sus rastros. En plural.

—Muy bien.

Alertados por esta huida, los capuchinos siguieron con sus pesquisas y al final descubrieron la identidad del supuesto Joseph. El asunto llegará hasta el papa, al menos esas son las intenciones del padre Pasquale.

—No mentemos tantas veces a ese insolente. Diga solo esas son las intenciones de los capuchinos.

El señor Macé tomó nota.

Propongo a su excelencia sacar dos conclusiones provisionales de este embarazoso asunto: la primera, que hace un mes poco más o menos nuestros emisarios estaban vivos y con buena salud en Sennar, donde suponíamos que habrían de encontrarse por esas fechas.

El señor De Maillet se había acercado a la ventana y miraba al jardín.

La segunda, menos evidente sin duda, que estos tejemanejes religiosos complican sobremanera esta misión. La rivalidad que existe entre ambas congregaciones y la hostilidad que los abisinios manifiestan hacia el clero católico plantea dudas respecto al éxito de una misión que debería ser menos problemática en sí misma. Dicho en otros términos, y para hablar sin rodeos, espero que los jesuitas no pongan en peligro un cometido al que se han entregado con tanto afán. Considero a este respecto que en el momento de encomendar esta misión, su majestad deseaba obrar en interés de toda la cristiandad.

Era la cuarta vez, desde la tarde del día anterior, que releían la carta, pues el cónsul no se cansaba de oír esa parte eminentemente política, a su parecer tan audaz y clarividente. En aquel momento apareció su hija en el rellano de la escalinata, y su presencia distrajo ligeramente su atención. Cómo habría deseado compartir con ella aquellas sutilezas diplomáticas y que pudiera apreciar el genio de su padre el día que desgraciadamente hubiera desaparecido…

Y conviene observar —continuó el señor Macé— hasta qué punto se confunden en este asunto los intereses del rey de Francia con los de la fe católica. En cuanto la embajada esté de regreso, me dirigiré nuevamente a su excelencia para saber qué táctica deberé seguir. ¿Será oportuno mezclar las relaciones de Estado con los asuntos religiosos? En el supuesto de que los lazos diplomáticos y sobre todo comerciales sean factibles, ¿deberíamos maniobrar en provecho de su majestad y solo en el estricto interés de su Estado?

—Creo que es perfecto —dijo fervorosamente el señor De Maillet—. La releeremos otra vez más, dentro de un rato, cuando haya introducido las correcciones, y después la enviaremos.

El señor Macé se levantó y volvió al cuchitril asfixiante que le servía de despacho.

Desde la ventana, aunque algo retirado de los tapices de la pared, el cónsul observó con ternura a su hija, que iba a cuidar las plantas, tal como se acostumbraba a decir en la casa. Admiró su grácil silueta, su andar ligero y sus modales más graves y menos aniñados.

Pronto habrá que ir pensando en su matrimonio, se dijo.

—¡Esta bestia terminará por tirarme al suelo!

El maestro Juremi trataba de someter con todas sus fuerzas a aquel caballo enloquecido que forcejeaba con la mirada perdida. Hadji Ali llamó a un esclavo, que agarró al animal por los arneses.

—¡Ahora no es el mejor momento para caerse! —dijo Jean-Baptiste, que sujetaba las riendas con las dos manos e intentaba mantener su montura al paso con visibles dificultades.

Acababan de dejar atrás el barrio moro y ahora franqueaban el riachuelo que les alejaba de la ciudad propiamente dicha. Ya no se ocultaban bajo sus turbantes musulmanes y saltaba a la vista que eran blancos. Sin embargo, la multitud circulaba impasible por las callejuelas de la ciudad sin prestarles la menor atención, por varias razones. Primero, porque el sol del desierto les había curtido considerablemente y los dos francos tenían prácticamente la misma tonalidad de piel que los abisinios cristianos, que por lo demás no son muy oscuros. En segundo lugar porque en Gondar vivían algunas docenas de extranjeros y sus habitantes ya se habían acostumbrado a su fisonomía: la mayoría eran griegos, armenios e incluso eslavos del sur, a quienes el emperador había ofrecido su protección tras huir del yugo otomano. Y por último —aunque los dos viajeros tardarían algún tiempo en descubrirlo—, porque los abisinios no manifiestan nunca sus sentimientos ni hacen ningún gesto que pueda revelar su pensamiento. Fuera como fuese, el caso es que los dos amigos avanzaban por las calles de aquel fabuloso país con una agradable sensación de felicidad. El maestro Juremi, cuya barba tupida y canosa le otorgaba una apariencia de sabio, y Jean-Baptiste, a quien sus cabellos rizados y negros, su tez bronceada y su porte distinguido le daban un aire de joven señor, cabalgaban uno al lado del otro con cierto nerviosismo, pero rebosantes de alegría.

Mientras ascendían al paso de sus caballos camino de palacio, las siluetas blancas de la multitud se apartaban para dejarles paso. Tanto los hombres como las mujeres iban ataviados únicamente con unas túnicas de algodón ajustadas a sus espigadas siluetas. Casi todos tenían un aire altivo y noble debido a sus rasgos refinados, sus grandes ojos negros y almendrados y su porte erguido. Por su parte, los esclavos, originarios de los países vasallos, se distinguían al primer golpe de vista pues eran más negros, estaban más encorvados, de natural o por el peso de los fardos, y caminaban hablando a gritos entre ellos.

La ciudad estaba aún atestada de soldados que deambulaban por doquier armados con lanzas y petos de cuero, y también de prisioneros traídos de la última campaña. Al pasar ante un descampado desierto y cubierto de hierba, que a todas luces era un campo de maniobras o un lugar de reunión, el maestro Juremi exclamó volviéndose hacia Jean-Baptiste:

—Eso explica los gritos que oímos anteayer.

Un grupo formado por unos veinte guerrilleros shangallas, cuyo pueblo había perdido la batalla frente al negus, imploraba piedad en la plaza. Unos estaban sentados en bloques de piedra y otros de pie, y todos tendían los brazos hacia ellos. Los cinco o seis que se hallaban en el suelo se cubrían la cabeza con las manos. Todos tenían en sus rostros negros dos manchas sangrientas en lugar de ojos.

—Así se castiga a los traidores —dijo Hadji Ali.

El ejército victorioso había traído hasta allí a los jefes rebeldes y les habían arrancado los ojos, en virtud de una sentencia judicial que se había ejecutado dos días atrás. Los gritos de dolor se habían oído por toda la ciudad, e incluso en la casa donde esperaban los viajeros.

Continuaron hacia palacio. Jean-Baptiste, que volvió la vista varias veces en dirección a aquella escena horrenda, reparó en que los viandantes no prestaban la menor atención a aquellos pobres desgraciados. Si alguno de ellos, desde la oscuridad de su ceguera, avanzaba a tientas hacia un abisinio y se interponía en su camino, este daba un rodeo para evitarlo con discreción y con tanta tranquilidad como si tuviera que esquivar un charco o ceder el paso a una bestia.

El palacio era casi invisible en medio de un enjambre de construcciones improvisadas y tiendas que lo rodeaban como si descansaran en sus murallas. Se trataba de un sólido edificio de piedras labradas, con torres cuadradas en las esquinas, coronadas por unas cúpulas ovaladas. Como Hadji Ali iba con ellos, pudieron franquear la gran puerta abovedada sin necesidad de hablar con los centinelas. Acto seguido descendieron de los caballos, confiaron sus monturas a un guardia y continuaron a pie por un corredor sombrío. Tras esperar brevemente en una antecámara glacial que olía a piedra, fueron conducidos hasta una sala de audiencia con dos ventanas que daban al patio. Allí les esperaba un grupo de unos diez personajes, todos ellos de pie y alineados contra las paredes. Hadji Ali hizo un profundo saludo, que sus compañeros imitaron con todo detalle.

Uno de los próceres se descolgó del grupo para colocarse en medio de los otros. Vestía una capa negra bordada con hilo de oro y llevaba un collar de este mismo metal precioso. Tenía la cara redonda, el pelo corto y rizado, que nacía muy atrás, y lucía una barba corta. Aunque no era tan alto como el maestro Juremi, debía de tener aproximadamente su edad. Poseía una voz poderosa.

—Pregunta —tradujo Hadji Ali— si sois francos.

—¿Y él quién es? —susurró Jean-Baptiste al intérprete antes de responder.

—El ras Yohannes, el intendente general del reino, el hombre más poderoso después del emperador.

—Si usted entiende por francos a los católicos, entonces no, excelencia, no somos católicos. Somos súbditos del gran rey Luis XIV, pero no del Supremo Pontífice de la Iglesia de Roma.

Durante estos días de espera, Jean-Baptiste y el maestro Juremi habían tenido tiempo de sobra para meditar concienzudamente las respuestas que darían a las previsibles preguntas que les hicieran. Como no había que temer que el padre De Brèvedent se quedara patidifuso al oírles, ambos decidieron tomarse ciertas libertades con la religión católica y desprestigiarla si hacía falta para dejar claras sus diferencias con respecto a los jesuitas. La estrategia era arriesgada, pero no más que cualquier otra.

—¿Dónde está situado su país de origen? —preguntó el ras tras una larga reflexión, ya que la respuesta de los extranjeros traducida por Hadji Ali parecía haberlo desarmado un poco.

—Más allá de Sennar y de Egipto, excelencia, al otro lado del vasto mar.

Jean-Baptiste era consciente de que, para los abisinios, la geografía de las tierras conocidas se reducía a estos dos países. Los portugueses y los italianos les habían informado también de la existencia de otros pueblos, pero no atinaban a localizarlos en el espacio.

—Y en esas regiones, ¿acaso hay tierras que no son gobernadas por esa persona que supuestamente es el jefe de la cristiandad?

Jean-Baptiste supo captar en esta pregunta el proselitismo de los jesuitas, que habían hecho valer la omnipotencia del papa sobre Occidente cincuenta años atrás.

—Su excelencia debe saber que afortunadamente hay muchos reyes. El papa aspira a poder gobernar las almas, pero no gobierna los países. Por fortuna, los reyes como el nuestro protegen en sus tierras a súbditos de toda condición, incluidos a los que no reconocen la autoridad del papa.

El maestro Juremi, que calibraba sutilmente los peligros que suponía esta conversación, y que sin duda no se había recuperado de la impresión que le había producido la terrible escena, a duras penas podía contener las ganas de frotarse los ojos a cada momento.

—¿Así que ustedes no creen en la figura de Cristo? —dijo de repente otro prócer, un anciano de considerable estatura tocado con un turbante rojo que se hallaba a la izquierda del ras.

—Creemos en Él y veneramos su palabra —dijo Jean-Baptiste—, pero a nuestra manera y no como manda el papa, aunque se muestre tan intolerante con nuestra doctrina como con la de ustedes y nos haya condenado implacablemente.

Todos los dignatarios allí presentes se turbaron al oír sus palabras e intercambiaron miradas sin perder su compostura majestuosa. Incluso se oyeron algunos murmullos.

—¿Son ustedes sacerdotes? —continuó preguntando el anciano.

—No, en absoluto.

—Sin embargo, tengo entendido que ustedes presumen de tener capacidad para curar.

—Excelencia, solo pretendemos ser útiles a nuestros semejantes con la ayuda de las propiedades de las plantas y los animales que Dios puso en la tierra el día de la creación.

—Así pues, ¿usted piensa que se puede curar a alguien sin rezar por él?

—Los curas invocan los milagros, pero nosotros no hacemos milagros.

—¿No creen ustedes en ellos?

Jean-Baptiste le hubiera repetido de buena gana la misma respuesta que le dio al jesuita en su momento, pero optó por mostrarse prudente en la contestación.

—Creemos en los milagros que hizo el Hijo de Dios y que así nos revelan las Sagradas Escrituras, pero no tenemos constancia de otros.

—Sin embargo, hay hombres santos que también han hecho prodigios —dijo el ras.

—Tal vez —respondió Jean-Baptiste— nuestra fe no llegue más allá. Estamos convencidos de todo cuanto dijo Cristo y que ha sido recogido en los Evangelios. Pero no podemos acatar con la misma sumisión las palabras de unos simples mortales. Por ejemplo, no creemos que un santo convirtiera un día al mismo diablo, ni tampoco que las plegarias de un monje enfermo y hambriento tuvieran el poder de hacer caer codornices asadas en su plato.

Jean-Baptiste aludió a los dos ejemplos que le había dado el padre De Brèvedent después de haber leído la crónica de los jesuitas expulsados del reino abisinio, pues al parecer la historia del santo que había vencido a Lucifer y la del monje proveedor de codornices habían sido motivo de controversia en el seno del clero copto. El discurso de Poncet alteró visiblemente a la concurrencia. Todo parecía indicar que las palabras de Jean-Baptiste habían servido de acicate para despertar las grandes y profundas desavenencias entre los asistentes. El ras impuso silencio. Cuando todos se hubieron serenado, un hombrecillo dio unos pasos hacia delante, destacándose de los demás dignatarios. Iba ataviado con la túnica azafrán propia de los monjes y sin duda veía muy mal, pues daba la impresión de que sus ojillos saltones miraban todo a través de una telaraña.

—¿Cuántas naturalezas hay en Cristo? —preguntó con una voz aguda.

Aquella cuestión esencial, discutida tantas veces por los jesuitas, además de ser el punto crucial que había terminado escindiendo a las iglesias doce siglos atrás, se revelaba en definitiva como un asunto teológico cuya complejidad era a todas luces inextricable. En el momento de preparar mentalmente el interrogatorio, a ninguno de los viajeros se le ocurrió reflexionar sobre esta cuestión, tal vez por considerarla evidente o delicada en grado sumo, o tal vez porque no se imaginaban que alguien pudiera plantearla tan abiertamente. El maestro Juremi miró a Jean-Baptiste, en cuyo rostro se dibujó una expresión de perplejidad.