8. De camino a Gondar

Antes de emprender la última subida que conducía al altiplano se desprendieron de su indumentaria europea (unos calzones harapientos y sucios y una camisa empapada cien veces en pozos, lagunas y torrentes de montaña que se había endurecido a consecuencia del polvo incrustado indefectiblemente en la tela). Los tres se vistieron con ropas moras, es decir, con una larga túnica azul y un turbante. A sabiendas de que los abisinios estaban acostumbrados a ver pasar caravanas por su territorio, Hadji Ali tenía en mente presentar a los francos como humildes camelleros para evitar que se mostraran hostiles con los viajeros.

Al cabo de dos horas llegaron al pie de la muralla de basalto; la bordearon hasta encontrar un punto de fisura entre aquellas columnatas de basalto parduzco que se erigían derechas como las estacas de una empalizada. En el extremo del sendero escarpado que serpenteaba a través de los bloques de piedra había un pueblo suspendido en el borde de la meseta.

Apenas dejaron atrás unas breñas, vieron una iglesia octogonal con un tejado puntiagudo y una cruz en el remate. Cuando pasaron por allí estaban celebrando un oficio, y en la quietud de aquel aire lleno de pureza se distinguía el eco lejano de unas voces agudas y salmódicas.

La ciudad era simplemente un gran poblado en el que vivían esclavos y labradores. Todos iban con la cabeza descubierta, llevaban una piel de cabra en los hombros y un paño de algodón blanco alrededor de los riñones. Estos hombres tenían la tez más clara que los negros con quienes se habían topado hasta entonces.

En los tiempos lejanos en que el reino de Sennar era cristiano, el pueblo había sido un puesto fronterizo en una ruta de gran actividad comercial. Eso explicaba las murallas en ruinas que habían franqueado antes de adentrarse en la población. Hadji Ali condujo con paso decidido a los francos hasta la casa de un conocido suyo que era mercader y que los acogió con aire de conspirador. A la luz del crepúsculo, nadie se extrañó de verlos pasar, sobre todo porque Hadji Ali, que era asiduo del lugar, había tenido la precaución de descubrirse el rostro para que todos pudieran reconocerle.

Al día siguiente, el mercader que les había alojado compró sus camellos y les proporcionó unas mulas a cambio, pues las etapas del desierto habían concluido por fin. Evidentemente hubo que agregar un poco de dinero. Ya fuera por la hermosa noche que había pasado al aire libre, en una cama de sisal trenzado dispuesta en el patio del mercader, ya fuera por el efecto reconfortante de la cruz que había visto en lo alto de la iglesia, lo cierto es que el padre De Brèvedent se sintió bastante mejor por la mañana. Hadji Ali fue a pagar el awide, el tributo que cobraban dos funcionarios del emperador en la ciudad, y volvieron a emprender viaje a primera hora de la tarde.

Durante el camino atravesaron una landa con suaves ondulaciones poblada de brezos en flor, avena silvestre y juncos. Después pasaron por un bosque de cedros muy ventilado que parecía una nave; los troncos lisos hacían las veces de pilares, y estaba cubierto por una inmensa bóveda de ramas entrelazadas. Las mulas avanzaban con un trote ligero y regular sin necesidad de azuzarlas; después del oscilante vaivén de los camellos aún apreciaron más aquellas monturas tan agradables. Al sol, el aire era cálido, pero tan puro que en comparación con la polvareda del desierto parecía fresco y vivificante. El menor atisbo de una sombra, ya fuera la de un árbol o la de una nubecilla, producía una sensación de frescor inesperado que recordaba curiosamente a Europa. Sin embargo, el vigor que emanaban allí los elementos fue poco beneficioso para los viajeros. La sequía y los miasmas del trópico habían infligido a sus cuerpos muchos tormentos, y la salud les ajustaba las cuentas ahora que tenían la paz necesaria para que sus cuerpos revelaran todas sus carencias. La primera noche, cuando pararon para dormir en una aldehuela con unas cuantas chozas, el maestro Juremi llamó a Poncet y le mostró su pierna. Por encima del tobillo apuntaba la cabeza de un gusano de faraón a modo de un lacito blanco a través de un cráter de carne roja. Jean-Baptiste pidió una pluma de ave; enrolló con suavidad el primer segmento del parásito en la pluma y lo inmovilizó bajo una venda. Jean-Baptiste estaba también en un estado penoso. Padecía temblores y le dolían la espalda y las articulaciones. Se durmió tiritando. Al día siguiente advirtieron que el jesuita había empeorado más aún a consecuencia del mal que le aquejaba. Tenía los labios resecos, sufría accesos de tos y la frente rezumaba un sudor helado. Incluso Hadji Ali, tan acostumbrado a los rigores de los viajes, solicitó a Poncet un remedio para aliviar una indisposición intestinal.

De todos modos no era el momento de demorarse en aldeas como aquella. Estaban convencidos de que recuperarían la salud en la capital, Gondar, que solo estaba a cinco días de marcha. Hicieron el recorrido medio inconscientes y trastornados por la fiebre, de tal manera que aquel estado de aturdimiento no hizo sino acentuar aún más el impacto del fabuloso espectáculo que habría de coronar la última parte del viaje. Las lagunas de sus recuerdos, una percepción difusa, y el eco de las emociones que la enfermedad hacía resonar en sus cuerpos se confundían abigarradamente a la vista de aquellos paisajes que les causaron una impresión tan fuerte como turbadora.

El altiplano levemente ondulado por donde pasaban se les antojó el zócalo natural de la tierra que se erigía como una cuenca de creta a orillas de un mar. Cuando bordearon el punto más extremo de la meseta y miraron hacia abajo, no pensaron en la altura; solo repararon en los abismos monstruosos de aquel valle profundo y difuminado en una bruma de polvo y vapor que revelaba las entrañas humeantes de la tierra. Al cabo de un instante, tan pronto como el sendero se alejó del precipicio, vieron emerger de la superficie de la meseta una montaña esculpida, poblada de vegetación, y con la cima pelada, estéril y glacial, conforme ascendía hacia el cielo. En ciertos lugares, estos picos sugerían gigantescos colosos de piedra gris que a veces se descoyuntaban por bloques.

En ocasiones ambos efectos eran simultáneos, de tal manera que el sendero bordeaba el abismo por un lado, mientras por el otro se imponía la soledad altiva de una montaña de pórfido.

Salvo los campesinos que vivían en las pequeñas aldeas donde hicieron alto noche tras noche, no encontraron en su camino a nadie más. Una pareja de águilas estuvo planeando toda la jornada por encima de sus cabezas. Vieron excrementos de elefantes, pero en ningún momento se toparon con ellos. Un día descubrieron una manada de agazares[7], las cabras montesas que los abisinios consideran un auténtico manjar. Hadji Ali animó a Poncet a que matara una con la pistola, pero este tenía demasiadas náuseas para pensar en cazar. Por fin llegaron a la ciudad de Bartcho, a medio día de viaje de Gondar. Hadji Ali se enteró allí de que el emperador no estaba en la capital pues se había ido a sofocar una rebelión en una provincia.

—Es inútil presentarse ahora en Gondar —dijo Hadji Ali—. Será mejor que esperen aquí hasta que regrese el rey. Tengo un amigo que los esconderá en su casa. Entretanto yo iré a la ciudad y volveré a buscarles en el momento oportuno.

Poncet confiaba muy poco en las palabras del camellero. No le perdonaba que les hubiera robado todo cuanto tenían. En aquel momento sus pertenencias se reducían a los presentes destinados al rey de reyes. Todo lo demás había pasado a manos del mercader, quien incluso tuvo la desfachatez de recordarles que las túnicas moras que llevaban eran suyas. También les dijo que contaba con que se las devolvieran en cuanto el emperador les hubiera gratificado con la primera bolsa de oro. Jean-Baptiste vio partir a Hadji Ali, con el corazón encogido por miedo a que pudiera abandonarlos a su suerte. Afortunadamente ya empezaban a encontrarse mejor. Cada día, el maestro Juremi se prestaba a que le extrajeran un poco más el gusano de faraón, y pronto estaría curado. En cambio, la salud de jesuita era gradualmente más preocupante. La casa donde Hadji Ali los había alojado estaba construida sobre estructuras cuadradas de madera provistas de barro, paja y excrementos de vaca como material de relleno, y el suelo era de tierra batida. No era el lugar más idóneo para cuidar a un enfermo, pero no había otro. Tendido en su camastro, el pobre Joseph parecía hundirse en la tierra un poco más cada día. El infeliz no había sabido medir sus fuerzas. La misión, fruto de tantos desvelos, le había inducido a creer que un hombre estudioso como él, habituado a la apacible quietud de las bibliotecas, podía convertirse en un esclavo capaz de resistir todas las penurias que hicieran falta. Sin embargo, su paulatina flojera le preparaba para la enfermedad, de la misma manera que la sequía abandona la pineda al incendio. A decir verdad, el jesuita daba lástima. No había más que ver aquel cuerpo enjuto y retorcido como un sarmiento. Respiraba con la boca abierta; tenía los labios requemados por el viento y exhalaba un hálito febril. Jean-Baptiste y el maestro Juremi se turnaban para estar a su cabecera. Pero a pesar del trato bondadoso que el protestante brindó al paciente, este dio pruebas más que suficientes, mientras estuvo consciente, de la aversión que le inspiraba aquel hereje. En tanto creyó que podía recuperar la salud, Brèvedent se aferró a una idea fija: cumplir su misión. Y durante horas, una voz taciturna que a veces parecía emerger de un insondable delirio, evocaba la gran obra de llegar a convertir Abisinia.

—Es preciso —decía— profundizar en las tradiciones, en los usos y las costumbres, y en la lengua. Sí, sobre todo en la lengua. En cuanto lleguemos, lo primero que haré será estudiar su idioma. He adquirido ciertas nociones en Francia, aunque lo cierto es que nadie lo habla. La lengua es el medio de persuasión más efectivo. Después me aplicaré en las creencias para conocerlas a la perfección… Ahí radica el secreto. En Europa, la Iglesia ha sabido trocar algunas ceremonias de cultos paganos en actos solemnes de fe verdadera… aunque conservando los mismos lugares, las mismas fechas y las mismas imágenes.

A veces se agarraba con fuerza a quien lo velaba, e incluso llegó a dirigirse al maestro Juremi, creyendo que era Poncet.

—No vamos a repetir los errores de nuestros antecesores, ¿verdad? Antes de convertir al rey tenemos que granjearnos la simpatía del clero y del pueblo…

En esta agonía, el jesuita sacó a relucir la parte más recóndita de su alma y reveló hasta qué punto su modestia y su resignada humillación no eran sino la cara oculta de su desaforada soberbia. Muy pronto fue evidente que la obediencia estricta que practicaba para con su orden y la renuncia a sus deseos personales, solo tenían por objeto servir a unos designios inconmensurables y a una ambición de poder ejercida desde una colectividad. No cabía engañarse; si había aceptado hacer de sirviente era porque pensaba que desde ese rango le resultaría más fácil manipular al rey primero y a su imperio después. Pese a los ánimos y los cuidados de Jean-Baptiste, la enfermedad siguió su curso y en cuanto el jesuita se convenció de que todo era en vano, dio rienda suelta a su pasión por la obediencia. Sin embargo, como ya no le ataban las cadenas de su misión, se sometió a los designios de la Providencia, se abandonó a la enfermedad que esta le enviaba y ya fue inútil intentar nada más. Dos días después expiró, respondiendo con tanta docilidad a la llamada de la muerte como a las órdenes de Hadji Ali.

Poncet y el maestro Juremi quisieron enterrarle en el patio, bajo la acacia que le había dado sombra. Pero el mercader, su casero, se negó, arguyendo que su abuelo, que había construido la casa, había sido amortajado allí tras una muerte violenta, y que era inconcebible profanar su sepultura endosándole para la eternidad un acompañante tan ingrato como aquel. Así pues, al caer la noche, echaron a andar por las calles, fueron hasta un campo de zanahorias y allí, justo en el límite de la landa, cavaron una fosa profunda y metieron dentro al jesuita. Descansó con su túnica morisca; Hadji Ali ya se la reclamaría si la necesitaba. El maestro Juremi celebró un breve oficio con la ayuda de su Biblia. Poncet, el único católico presente, ignoraba el ritual y no sabía qué hacer con sus manos. Así pues echó la tierra antes de que Juremi concluyera su salmo, emocionado al ver desaparecer en semejante agujero a aquel hombre con quien había compartido tantas peripecias durante largas semanas, a aquel hombre a quien le había ofrecido su amistad sin saber a ciencia cierta si la había aceptado o no.

—Nadie ha huido nunca tan lejos por miedo a la libertad —dijo el maestro Juremi cuando cerró su Biblia.

Ese fue el epitafio del pobre jesuita.

De regreso a la casa, los dos amigos emprendieron un silencioso viaje con el pensamiento abocado en el piélago misterioso de la infancia, las esperanzas efímeras y el pasado que ya se fue. Cuando volvieron a hablar fue para asegurar, cada uno por su lado, que la vida del jesuita había sido más triste aún que su muerte, y que no lamentaban haberle llorado sinceramente.

Al día siguiente cambió la atmósfera. Ambos sentían una inusitada alegría y se hicieron el propósito de que no decayera. Hadji Ali volvió al cabo de tres días de ausencia. Estaba irreconocible; iba vestido a la usanza abisinia, con una túnica blanca de algodón bordada con una vistosa franja. Llevaba el cabello peinado hacia atrás y se había perfumado. Al conocer la noticia de la muerte de Joseph reaccionó como que si hubiera perdido a una mula. No hizo ningún comentario y fue al grano.

—El rey de reyes regresa hoy a Gondar —empezó a decir—, así que ya podemos solicitar una audiencia.

—¿A qué hora? —preguntó Poncet, contento de saber que pronto iba a salir de aquella casa donde no hacía más que dar vueltas.

—No es cuestión de horas, sino de días.

—¡De días! ¿Es que el rey no tiene prisa por curarse?

—Ciertamente, sí. Pero antes de revelar a la corte que ha hecho llamar a médicos francos, debe preparar el terreno y poner de manifiesto que todos cuantos han intentado sanarle hasta ahora han fracasado.

—A mí me parece que durante las semanas que ha durado nuestro viaje han tenido tiempo más que sobrado para curarlo y matarlo diez veces-dijo Jean-Baptiste.

—Ciertamente —respondió Hadji Ali con un tono muy acorde con su nuevo traje—. Sin embargo, como me han visto de nuevo aquí y sospechan la misión que me ha sido encomendada, todos los que pululan alrededor de la reina y que además odian a los francos han decidido hacer un último intento. Los sacerdotes y los adivinos que integran ese bando quieren tomarse la revancha, porque el rey los ha humillado. Cuando iba a emprender la última campaña militar, un cometa muy brillante acompañado de una larga cola surcó el cielo. Al verlo, los adivinos predijeron que el rey perdería la batalla y no regresaría. Sin embargo ha vencido en la contienda, y aquí está de nuevo. Por esa razón ahora se ven obligados a intentar ganarse otra vez su confianza.

—¿Y qué medios piensan emplear esta vez?

—La semana pasada mandaron venir a un hombre santo, en procesión desde Lalibela. Se trata de un monje que no ha comido ni bebido nada desde hace veinte años.

—¡Veinte años! —exclamaron Jean-Baptiste y el maestro Juremi con sorna.

—No se burlen. Es un hecho auténtico. Cualquiera puede ver al santo; está tendido bajo un palio y cuatro monjes transportan su camilla. Delante, agrupados en torno al patriarca, van otros diez cantando, con una gran cruz de oro en la mano. Y detrás les siguen treinta jóvenes guerreros descalzos.

—¿No les seguirán también diez mulas con toneles de aguamiel? —preguntó el maestro Juremi con una risa socarrona.

—El monje no ha dejado de rezar desde su llegada —continuó Hadji Ali, que no tenía ganas de discutir—. Esta mañana ha visto al negus y ha alzado frente a él un gran icono de la Virgen. Mañana piensa volver para hacerle beber la palabra divina.

—¡Beber! Pero ¿cómo es posible? —preguntó Jean-Baptiste, con el semblante serio.

—El asunto es muy misterioso. La cuestión es que pronuncia un discurso ininteligible; probablemente el secreto reside ahí, pues sus ademanes no tienen nada de particular y son muy corrientes. Dos oficiales que supervisan el bebedizo del rey han observado el ritual y luego me lo han contado todo. El asunto es el siguiente: ese hombre santo escribe una palabra misteriosa sobre un amuleto de estaño. A continuación sumerge la placa en el agua bendecida, la tinta se disuelve y da de beber esa agua al soberano.

—¿Cuántas veces tiene que repetir la operación? —preguntó Jean-Baptiste con una ligera expresión de abatimiento.

—Sólo dos veces.

—¿Y cuántos días serán necesarios para juzgar si surte efecto?

—El rey me ha hecho saber que si dentro de una semana no ha mejorado, recurra a sus servicios.

—¿Y si se cura merced a alguna razón extraordinaria? —preguntó Poncet.

—¡Cómo que merced a alguna razón extraordinaria! —exclamó el maestro Juremi—. No hay nada más probable. Si al principio el tratamiento no resulta eficaz, bastará con aumentar las dosis y empapar una Biblia entera en medio litro de aguardiente.

—Si se curara —dijo Hadji Ali—, nos iríamos.

—¿Sin verle?

—Deben comprender que si les recibiera, pese a que él personalmente tomó la iniciativa de mandarles venir hasta aquí, el rey corre un gran riesgo. Desde que los jesuitas intentaron convertir el país en tiempos de su abuelo, el negus no es libre. Los religiosos y todos los que están en contra de los católicos le vigilan de cerca. Si da un paso en falso, empezarán otra vez con sus intrigas y tratarán de liberarse de su brazo de hierro. Todos saben que los curas francos tienen interés en infiltrarse aquí por todos los medios, y desconfían. Si el rey no tiene, para verles, el pretexto de que necesita un médico, preferirá enviarles de regreso y quedarse tranquilamente en su residencia.

Después de anunciarles estas inquietantes noticias, Hadji Ali se marchó para volver a palacio, así que se quedaron solos de nuevo. Pero no habían perdido la fe; solo estaban contrariados por tener que dar vueltas y más vueltas al patio.

Uno de los hijos del mercader que los alojaba les trajo del mercado de las especias una amplia muestra de las plantas que allí se vendían, y las estudiaron entusiasmados, pues en aquel país había más especies aromáticas, resinas olorosas, tinturas y especias que en ningún otro lugar del mundo. Con la ayuda de un mortero, unos filtros y una retorta, el maestro Juremi preparó jarabes y emulsiones siguiendo los consejos de Poncet. De este modo recompusieron un poco el cofre de los remedios, cuyo contenido había mermado considerablemente durante el viaje. Pensaban que si al final tenían que irse sin ver al rey, al menos se llevarían consigo aquellos tesoros botánicos para consolarse. Tres días después de que Hadji Ali apareciera por última vez, el mercader que los alojaba les dijo que habrían de cambiar de domicilio la noche siguiente. Así pues, al anochecer recorrieron a pie la distancia que los separaba de la capital, envueltos en sus túnicas para que nadie pudiera reconocerlos, y seguidos de las mulas cargadas con su escaso equipaje. Se dirigían hacia el barrio moro de Gondar, donde serían acogidos por otro musulmán. Una vez allí ocuparon dos habitaciones modestamente amuebladas, cuyas ventanas enrejadas daban a una callejuela estrecha. El hombre les llevó la comida y les recomendó que tuvieran paciencia.

Una semana más tarde, Hadji Ali les sacó de aquel austero retiro. El día anterior, les había hecho llegar ropas abisinias: unas túnicas cortas de gasa blanca, y una toga de algodón ligero para echarse sobre los hombros. Por fin, a la mañana siguiente, Hadji Ali apareció montado en un caballo bayo enjaezado con bridas de pompones y plumas. Unos esclavos sostenían detrás de él otras dos monturas. Poncet y el maestro Juremi, ataviados esta vez a la usanza abisinia, como Hadji les había encomendado que hicieran, subieron a caballo, y la exigua comitiva emprendió el viaje hacia el palacio de Koscam en unas bestias bastante torpes.