Ahora que Alix conocía la naturaleza del brebaje que le habían prescrito al padre Gaboriau, ya no dudaba en recomendarle que aumentara la dosis. Aquel día, apenas llegaron a la casa de los boticarios, le animó a beber un enorme vaso de un solo trago, y en menos de cinco minutos se quedó dormido. Apenas oyó el primer ronquido, Alix corrió a la terraza y llamó a su amiga, mirando hacia la ventana con los postigos cerrados.
—¡Françoise, ya puede venir!
Las persianas se abrieron en cuanto se oyó la voz, y Françoise fue a reunirse con la joven en la terraza. Las mujeres acercaron dos sillas y se sentaron en un rincón, una al lado de la otra.
—¿Se siente feliz por la carta que le entregué ayer? —preguntó Françoise.
Alix se ruborizó. A pesar de que la conocía muy poco, la joven confiaba intuitivamente en aquella mujer que la miraba con tanta bondad. Durante las primeras horas interminables de aquella mañana, Alix había esperado con impaciencia el momento de confiarse a aquella desconocida que le ofrecía su comprensión.
—Tenga —dijo al tiempo que le tendía la carta a su amiga—. Lea usted misma.
Françoise tomó en sus manos los dos pliegos escritos con la letra apretada de Jean-Baptiste y leyó:
Querida Alix:
Le escribo a toda prisa, sentado en un baúl, en medio del desorden de todo lo que llevo conmigo, y con la mente más revuelta aún por las tribulaciones fútiles de estos preparativos. Ya sé que no es el mejor momento para expresar sentimientos. Sin embargo, los míos se me aparecen hoy tan claros como los proyectos que me inspiran, y por eso no temo turbarme por concebirlos. Mi único temor es comunicárselos tan de repente y en un momento en que usted no esté preparada para escucharlos. Por este motivo he tomado la precaución de hacerle llegar esta carta con una cierta tardanza que usted perdonará, espero. Si lee estas líneas es porque ha ido a mi casa y porque se ha acostumbrado a ella; porque la rodean mis queridas plantas, que son propiamente una parte de mí; y también porque ha conocido a Françoise y ha sabido ganarse su digna confianza. En estas condiciones, Alix, es más fácil hablarle. Compartimos el mismo espacio, aunque no estamos juntos, y tenemos amigos que nos unen. Nunca hemos estado tan cerca, ahora que la distancia nos libra de lo que nos separaba, cuando estábamos tan cerca uno de otro.
Al amparo de esta lejanía, tengo menos reparos en confiarle con toda franqueza lo que siento. Durante estos últimos días no me he atrevido, y de haberlo hecho, todo habría impedido esta confidencia. Sin embargo, por mi parte, solo la veía a usted, solo le hablaba a usted, y aun cuando fingiera dirigirme a los demás, solo usted era el centro de todos mis pensamientos.
Nuestro encuentro es demasiado reciente como para no retener cada fase en la memoria. Desde el momento en que la vi, en el puente del Kalish, me turbó su belleza y la gracia de todo su ser. En cuanto me acerqué, en cuanto la observé y cruzamos nuestras miradas, aquella primera impresión fue calando cada vez más hondo en mí. Como no estoy acostumbrado a experimentar sentimientos tan vehementes, al principio me angustié, e incluso me sentí incómodo, pero luego no pude por menos que abandonarme a ellos con felicidad. Me gustaría tener tiempo suficiente para contarle con detalle todos los encantos que veo en usted, pero estas páginas no son suficientes. En vista de que no dispongo del sosiego necesario para ello, prefiero no decir nada que, tomado al azar, pudiera hacerle pensar que he olvidado alguna de sus virtudes. Querida Alix, adoro todo lo que conozco de usted, e incluso amo apasionadamente la fuerza que usted disimula aún y que no va a tardar en revelarse.
Me pregunto por qué le digo todo esto ahora que voy a partir; por qué la abandono ahora, si realmente mis sentimientos son tan profundos, y también me pregunto de qué sirve expresarlos puesto que me marcho. Estos últimos días he pensado en todo esto con la exasperación de alguien que toda su vida se ha negado a darle cabida a la menor brizna de melancolía. A fuerza de darle vueltas a este asunto en la cabeza, he terminado por verlo de una manera diferente que hace dichosa mi partida. Sí, Alix, quiero convencerla de que este viaje es una oportunidad, la nuestra. Si me hubiera quedado en El Cairo, nada de esto habría podido ser. En cambio, todo será posible cuando haya salido victorioso de la prueba que el destino me ha impuesto. Este triunfo me alzará hasta usted y, si usted quiere, seremos iguales y por lo tanto libres.
Desde que hice el juramento de cumplir esta misión por usted, y solo por usted, no hay peligro que no me sienta con fuerzas de afrontar con este propósito. Cada paso que me aleja de usted me acerca más. No tengo ninguna duda del éxito de mi empresa. Volveré. Y mi única esperanza es que tenga la paciencia suficiente para esperar mi regreso. Aunque no pueda reunirse conmigo en el lugar donde me encuentre cuando lea mi carta, sepa, Alix, que tampoco me puede abandonar. La sensación de que usted me acompaña es un constante motivo de placer. Y ahí, en los caminos del desierto, libre de toda suerte de ataduras, me siento con la audacia de abrazarla.
—Y todo este embrollo —dijo Françoise cuando terminó de leer— para decirle que se ha enamorado de usted.
—Pero si apenas nos hemos visto —dijo impulsivamente la joven con la mirada ausente—. Ni siquiera hemos hablado…
—Según usted, ¿cómo se enamora uno? ¿Viendo cada día a alguien que no le gusta, durante un período de tiempo prudencial?
—No, desde luego, pero ¿cómo puedo saber que es sincero?
Alix revelaba con visible aplicación el fruto de las cavilaciones de la noche anterior.
—Un hombre que emprende un viaje semejante no tiene razón alguna para mentir —dijo Françoise.
—Puede ser un desafío, un deseo nostálgico o una fanfarronada. Después de todo, no tiene nada que perder pidiéndome que le espere…
—¿De verdad está segura de lo que está diciendo? —le preguntó Françoise.
La joven bajó la mirada, como si reflexionara un instante. Una lágrima rodó por su mejilla.
—Por supuesto que no —confesó al fin—. Estoy tratando de convencerme de lo contrario, porque todo mi ser me dice que me ama… como yo lo amo.
—¿Y tan grave sería aceptar las cosas simplemente como son?
—Si así fuera —continuó la joven, que seguía su propio razonamiento—, seré desgraciada pase lo que pase.
—¿Se puede saber por qué? —preguntó Françoise.
—Juzgue la situación usted misma —respondió Alix, mirando a su amiga con los ojos llenos de lágrimas—. Si no vuelve de ese viaje, habré muerto para siempre. Y si vuelve…
—Todo será posible, él se lo ha dicho.
—¡Usted no conoce a mi padre!
Qué niña, pensó Françoise con ternura antes de añadir dulcemente:
—Va demasiado lejos. Espere solo a que vuelva. En cuanto a lo demás, tenga confianza en él. Sería inaudito que un hombre que habrá forzado la puerta de reinos ignotos, persuadido a príncipes indígenas y ejecutado las voluntades del rey de Francia y del papa, no pudiera doblegar al padre más obcecado.
Alix le sostuvo la mirada con el semblante de tierno recelo que se adopta cuando un amigo le dice a uno dignamente las palabras que desea oír.
—Venga aquí todas las mañanas y charlaremos. El tiempo pasará más deprisa —dijo Françoise.
Luego abrazó a la joven, acarició sus cabellos y la dejó llorar.
Todo fue bien hasta llegar a Sennar. La gran caravana llegó a la ciudad al cabo de unos diez de días de marcha por el desierto de Bahiouda[6]. Conforme avanzaban hacia el sur, la vegetación iba reapareciendo poco a poco. Entraron en el país que los árabes habían llamado Rahemmet Ullah, «la misericordia de Dios». Esta misericordia consistía en que ya no era necesario tomarse el trabajo de regar la tierra, como en Dongola, pues las lluvias del trópico se encargaban de hacerlo de una forma natural. Por todas partes se veían pastos verdes, arbustos de gran altura e incluso grupos de árboles. Gracias a estos favores del cielo, los campesinos estaban descansados y se contentaban con pasear a sus asnos cantando.
Sennar, la capital, estaba situada a orillas del Nilo azul que desciende de las montañas de Abisinia transportando lodo de esquisto. Era una gran ciudad agrícola y comercial dotada de ricos bazares, bellas mezquitas y un palacio residencial donde el rey y su corte vivían permanentemente. Todas las construcciones eran de piedra y una argamasa de arcilla roja.
Durante esta última etapa del desierto, el viaje transcurrió sin incidentes. Tras la alegría del reencuentro, el maestro Juremi se había vuelto tan silencioso como de costumbre y hacía gala de su mal humor habitual. Entre el jesuita y el protestante había una relación de tregua armada. Se evitaban y solo se dirigían la palabra a través de Poncet, que se veía obligado a su pesar a actuar de mediador entre los dos hombres. Pero Joseph se sentía más fastidiado aún pues mientras su enemigo viajaba como un señor, él se humillaba como criado, tenía que cargar y descargar las bestias, preparar la sopa en cada alto y llenar los odres en los pozos. Aunque Poncet le sugería que hiciera oídos sordos, Hadji Ali le daba cada vez más órdenes directamente. Pero ahora estaban en tierra extranjera y el camellero ya no les temía, así que lo mejor era ser prudentes. El supuesto respeto que dispensaba a Jean-Baptiste no era óbice para que el caravanero no desperdiciara ninguna ocasión para exigirle el pago de exiguos tributos que siempre terminaban siendo grandes sumas. En pleno desierto de Bahiouda, Hadji Ali aprovechó un alto para intentar un nuevo chantaje. Llegó a la tienda de los francos acompañado del impenetrable Hassan El Bilbessi, envuelto en un turbante que solo dejaba a la vista sus ojos enrojecidos por la arena.
—Dentro de dos días llegaremos a Guerri —dijo Hadji Ali—. Es un puesto de guardia para controlar las viruelas.
Explicó que en las fronteras del reino de Sennar, el rey, a quien aterrorizaba esta enfermedad, había mandado establecer puestos de guardia para someter a cuarentena a los viajeros sospechosos.
—Hassan dice que conoce bien al jefe —prosiguió Hadji Ali—. A los árabes los dejará pasar. Pero no se fiará de usted, así que nos veremos obligados a dejarle allí y continuar solos. A menos que…
—¿A menos que qué?
—A menos que le dé algún dinero para convencer al funcionario.
Hadji Ali mencionó una suma exorbitante. Luego siguió la consiguiente comedia con Hassan El Bilbessi, con el que hablaba en dialecto, mientras este último sacudía la cabeza como un campesino testarudo que no quiere saber nada. Al final bajó el precio, pero tuvieron que pagar. Dos días después llegaron al puesto de guardia y encontraron los edificios abandonados. Probablemente habría pasado el peligro de epidemia, y las medidas de cuarentena se habían suprimido. Pero ni Hadji Ali ni Hassan quisieron devolverles el dinero que sin duda ya se habrían repartido.
En Sennar todo empezó a las mil maravillas. Se presentaron en el palacio para darle al rey sus cartas y sus presentes. Como en Dongola, el soberano, al saber que Poncet era médico, le pidió que curara a uno de sus parientes. A partir de ese momento las cosas dieron un giro.
En una estancia contigua al salón del trono, el rey había convocado a Poncet y al maestro Juremi, pues en la carta de presentación rezaba que este último era un boticario titular. El soberano era un hombre enjuto, con la piel negra y mate como el carbón; sus ojos pequeños reflejaban la inquietante crueldad de quien ha ordenado muchos actos espantosos y teme ser objeto de venganzas aún más abominables en el momento más inesperado. Hadji Ali no fue convidado al examen pues el rey en persona iba a explicar el asunto en árabe, lengua que Poncet y el maestro Juremi comprendían perfectamente. Un guardia hizo entrar a un muchacho de unos catorce años, que pese a su edad era más alto que los dos franceses. Por mandato del rey, el joven paciente se desprendió de la túnica negra con bordados en oro y enseguida se hizo patente toda su delgadez.
Debajo de su fina piel se percibía cada uno de sus músculos, como si se tratara del engranaje de un mecanismo. Tenía el vientre liso y el ombligo hacia fuera, como el cuello de un ave. Lo más extraordinario era que el adolescente parecía estar bien, a no ser por su extremada delgadez.
—Es el hijo de mi tercera mujer —dijo el rey—. No sabemos qué le ocurre. Tal come, tal hace. Si come mijo, hace mijo; si come sorgo hace sorgo, si come carne hace carne.
Se volvió hacia los médicos a la espera de su opinión.
—¿Qué te parece? —le preguntó Poncet a su amigo.
Después de la bronca que había tenido con Joseph de buena mañana, Juremi estaba de un humor corrosivo.
—Es muy fácil —dijo con tono desdeñoso—. Está claro que come mierda.
A Jean-Baptiste le sorprendió tanto la respuesta de su amigo que soltó una carcajada. Se controló inmediatamente, pero el mal ya estaba hecho. El rey creyó que se estaban burlando del paciente, o peor aún, de su persona, y le pidió a Poncet que tradujera lo que había dicho el boticario. Jean-Baptiste dijo que no valía la pena e improvisó unas palabras, que no complacieron al soberano. Todo fue en vano. Poncet prodigó sus cuidados más atentos al muchacho, le administró drogas, que a partir del día siguiente le ayudaron a retener mejor lo que comía. La confianza del rey, como un plato resquebrajado a punto de romperse, había sufrido tal ataque que ya era casi imposible de recuperar.
Por si esto fuera poco, sobrevino un incidente que no habría tenido nada de particular en circunstancias normales, pero que tal como estaban las cosas contribuyó a agrandar aún más la grieta que terminaría en ruptura. El padre De Brèvedent fue el artífice de la catástrofe.
En cuanto supo quién era el franco que iba por delante de la caravana, el jesuita aceptó la compañía del protestante, porque al menos estaba seguro de que no era un capuchino. Por otro lado, con el paso de los días, se había convencido de que el peligro se había desvanecido, y que había adquirido ventaja sobre sus competidores al haber salido tan precipitadamente de El Cairo.
Brèvedent estaba tan confiado que se le ocurrió la idea de pedirle a Poncet que le acompañara a visitar —siempre al amparo de su falsa identidad de doméstico— la casa de los capuchinos que había en Sennar y que albergaba una pequeña comunidad de monjes. De este modo podrían conocer algún nuevo detalle sobre la región, y tal vez enterarse de si los capuchinos tramaban algo con respecto a Abisinia. Poncet aceptó. Dejaron al maestro Juremi en la ciudad, en la casa que Hadji Ali había alquilado para ellos, y salieron a pie hacia el convento.
Aunque puede parecer curioso que el rey de este estado musulmán aceptara la instalación de un hospicio católico en la capital, lo cierto es que había una explicación. En la corte, los capuchinos habían empleado unos argumentos totalmente contrarios a los que habían esgrimido con el papa para recibir el visto bueno de su misión. En Roma habían afirmado que iban en auxilio de los católicos perseguidos que se habían refugiado en Sennar tras la expulsión de los jesuitas. Pero todos sabían en el reino, y el rey el primero, que esos católicos refugiados no existían. Para empezar, porque los jesuitas no habían convertido a nadie en Abisinia, salvo al negus, y por poco tiempo. Así que habían tenido que irse como habían llegado, solos. En aquellas tierras, los asuntos de la autoridad estaban concebidos de tal manera que si hubiera habido católicos en Sennar, el rey nunca habría permitido la entrada en el país a los sacerdotes romanos por miedo a una rebelión en su contra. Pero en vista de que no había ninguno y de que los religiosos se comprometían a no intentar convertir a los musulmanes, so pena de exponerse a sufrir los castigos más aterradores, el soberano no había tenido inconveniente en hacer un hueco a aquel puñado de extranjeros pacíficos que daban clases a los niños, cuidaban algunos enfermos y sacaban a Sennar del aislamiento, vinculando a su rey con Europa, ya que gozaban del favor del papa.
Poncet, seguido de Joseph, franqueó el portalón de madera del convento y entró en un patio espacioso. En el suelo de polvo rojo había grandes vasijas de porcelana en las que se habían plantado naranjos. El capuchino recibió a los visitantes con gran naturalidad, como si los estuviera esperando. Los condujo a una estancia sin ventanas que daba al patio, como todas las demás, y les ofreció asiento en taburetes bajos tensados con correas de piel trenzada. Unos minutos más tarde, otros cuatro hermanos se reunieron con ellos. Sus hábitos, que eran como los de san Francisco, ni más ni menos, parecían ropas árabes en aquel decorado. Curtidos como estaban, con sus barbas negras y su aspecto de campesinos de los Abruzos, podían pasar perfectamente por campesinos autóctonos de este reino de Nubia, a no ser por la pequeña cruz que llevaban alrededor del cuello.
Uno de los hermanos, que se hacía llamar Raimundo, dijo que era el superior. Presentó a sus compañeros, que tenían tan mal aspecto como él, señaló a los otros dos monjes que estaban un poco rezagados y que miraban a Poncet con un aire sospechoso y dijo:
—Estos dos hermanos han venido a visitarnos. Llegaron de El Cairo ayer por la mañana.
—¡Ayer por la mañana! —exclamó Poncet—. ¿Por dónde han pasado? Tendríamos que haberlos visto en Dongola.
—Aquí llegan unas cuantas caravanas —dijo el hermano Raimundo—. Han descendido por el valle del Nilo hasta la segunda catarata, y luego han atravesado el desierto de arena que está al norte.
—Es un camino mucho más largo —dijo Poncet.
—Depende de la estación. Cuando el Nilo no está en crecida, se puede galopar a caballo por el valle y se avanza deprisa.
Jean-Baptiste les preguntó la fecha de su partida y calculó que habían abandonado El Cairo diez días más tarde que él.