La gran caravana se reagrupó lentamente al cabo de tres días. Un intenso calor abrasaba las regiones que iban a atravesar, situadas cada vez más al sur. La luna iluminaba el desierto conforme ascendía en el cielo, así que decidieron continuar la marcha durante la noche. Partirían siempre por la tarde, a la caída del sol. Los pozos empezarían a escasear paulatinamente, y más aún las provisiones. Tuvieron que abastecerse de alimentos para ocho días, y en el último momento Joseph se vio obligado a llevar un bulto a la espalda, porque las monturas iban cargadas a más no poder.
Con su semblante impenetrable habitual, Hadji Ali iba y venía, comprobaba la carga de la caravana, daba órdenes a gritos y hacía restallar el látigo. Pasó por delante de Poncet varias veces sin hacer ninguna alusión a los efectos de su tratamiento, y el médico se abstuvo de preguntarle nada antes de que hubieran transcurrido los tres días.
Emprendieron la marcha y avanzaron lentamente en la placidez de la noche. La luna lanzaba una luz blanca como la harina, que moldeaba el relieve de las cosas y esculpía las sombras. El suave balanceo de los camellos, el silencio quedo de los hombres y el ruido amortiguado de cientos de pasos sobre la arena sumía a todo el mundo en un sosiego y un sopor casi implacable. Había que hacer verdaderos esfuerzos para no dormirse.
Al despuntar el alba, cuando el cielo empezaba a teñirse a su izquierda de un resplandor cárdeno, llegaron al primer hontanar de agua y montaron el campamento. No era ni mucho menos un oasis, solo había unos árboles y un pozo saturado de alumbre. El agua tenía un color repugnante y un gusto espantoso. Los hombres se refrescaron el rostro y se humedecieron el pelo, pero se abstuvieron de beber; era preferible aguantarse la sed, y esperar a morir de otra cosa.
Aquella noche se cumplía el tercer día del tratamiento. Cuando hubieron acampado, Hadji Ali se dirigió hacia Poncet, pasó por delante de él con cara de pocos amigos y fue a reunirse con los camelleros que se hallaban congregados alrededor del pozo, a pocos metros de allí, para asearse antes de hacer sus plegarias. Hadji Ali, con lentitud, hizo lo propio. Se quitó toda la ropa menos los amplios bombachos de tela y se descalzó. Se lavó con agua, escupió y, tras recoger la túnica y el turbante con una mano y las botas con la otra, se acercó a Poncet. Este observó que en toda la superficie de la piel solo le quedaba una excrecencia imperceptible que pronto iba a desaparecer. Había erradicado el mal. Hadji Ali saludó respetuosamente a Jean-Baptiste, volvió a enfundarse en su túnica y continuó su camino, hacia un lugar retirado donde desenrolló su esterilla para rezar.
Joseph, que había presenciado la escena, se santiguó con disimulo y dijo:
—¡Dios mío, es un milagro!
Jean-Baptiste se sintió un poco ofendido, pues interpretó su observación como una forma de menospreciar sus méritos.
—¿Sabe usted lo que ha escrito el cabalista? —inquirió—. Pues que quien cree en milagros es un imbécil.
El padre De Brèvedent bajó la vista.
—Y quien no cree un ateo. Medite sobre ello esta noche, cuando nos pongamos en camino.
Los días y las noches siguientes fueron idénticos a los anteriores. La caravana del desierto había retomado su ritmo para surcar la senda de la más absoluta soledad. En varias ocasiones durmieron en medio de aquella inmensidad, sin más sombra que las pieles extendidas a modo de tiendas; el interior parecía una sauna. Al contrario que los primeros días, los ratos de descanso eran aún más penosos que la marcha, que ahora se hacía con el ambiente fresco de la oscuridad. Llegaron a otro pozo, esta vez con agua dulce donde llenar los odres.
Después de comprobar por sí mismo las aptitudes del médico, Hadji Ali se mostró más respetuoso con Jean-Baptiste. Aunque no era un hombre locuaz, por lo menos aceptaba responder a sus preguntas y a veces, por propia iniciativa, le informaba de cosas que le parecían útiles. Aquel día, antes de salir, Hadji Ali fue en busca de Poncet y le dijo:
—Hasta El Vah viajaba otro franco en la caravana, ¿lo sabía?
—Me lo habían dicho, pero no lo hemos visto. ¿Quién es?
—Lo ignoro. Va delante de nosotros, a dos días.
—¿Quién lo acompaña?
—Va en un camello y lleva otro detrás con la carga. Pero el hombre está solo.
En cuanto el camellero se hubo ido, Joseph se le acercó para pedirle encarecidamente noticias. Pero Jean-Baptiste le dijo que todo iba bien, en parte porque se compadecía del jesuita, y en parte para no agudizar más aún su exasperante consternación.
Se sucedieron aún unas cuantas jornadas de aplastante reposo y otras tantas noches de marcha bajo la luz blanquecina y cegadora de la luna llena. Por fin empezaron a ascender hasta llegar a una meseta desértica, que tardaron una jornada entera en atravesar. Al amanecer descubrieron a sus pies el inmenso valle del Nilo, nimbado por la bruma que los campos habían exhalado durante la noche. Una gran ciudad señoreaba el recodo del río. De la mole plana de casas de adobe emergían el verdor rectangular de los jardines y los minaretes macizos como torreones, muy diferentes de las agujas otomanas del Bajo Egipto. Habían llegado a Dongola, la primera ciudad del reino de Sennar. La caravana se detuvo al pie de sus murallas. Hadji Ali y Poncet, seguido de su criado, que iba tres pasos por detrás, entraron en la ciudad hacia el mediodía y fueron a presentar sus cartas de recomendación y sus presentes al príncipe que gobernaba la ciudad en nombre el rey de Sennar.
Era un hombrecillo enclenque que parecía abismado en una especie de trono cubierto con telas de colores intensos. Recibió a los viajeros con muchos miramientos y pidió a Poncet que se dignara curar a su hija menor, una niña de once años que se estaba quedando ciega. Mandaron llamar a la pequeña princesa, que solo podía caminar del brazo de una sirvienta porque tenía los párpados pegados con unos humores amarillentos. El gobernador explicó que algunas noches había que atarle las manos a la espalda, pues en cuanto se tocaba sus párpados, se intensificaba la inflamación. Jean-Baptiste le pidió a Joseph que le acercara el cofre de los remedios. Sacó un polvo rojo y recomendó que lo disolvieran en un agua muy pura. Luego prescribió que le lavaran los ojos con esta solución tres veces al día, y que por la noche le aplicaran en los párpados un apósito de algodón empapado con la misma sustancia.
Al día siguiente la niña tenía los ojos secos. Tres días después ya los podía abrir con normalidad, y poco después recuperó la vista sin que quedaran secuelas. El gobernador, loco de contento, le preguntó a Poncet en qué podía complacerle, pero el médico respondió que solo deseaba su protección. Durante la semana que se prolongó su estancia en Dongola, recibieron un trato honorífico y durmieron en el palacio; les sirvieron jarrete de antílope y filete de oso hormiguero, aunque se perdieron la mejilla de hipopótamo, con gran pesar del gobernador, pues no era la estación. Entre los grandes señores y sus familias había muchos enfermos, por lo que estaba bastante ocupado. El gobernador puso a su disposición un caballo y un asno para su servidor, de modo que también tuvieron la oportunidad de pasear por los alrededores de la ciudad y admirar el valle extraordinariamente fértil. En aquel lugar, el ribazo del río se elevaba dos o tres metros sobre el nivel de las aguas. La tierra no se regaba naturalmente, por crecidas, como en Egipto; gracias a un inmenso y constante trabajo, aquellos hombres habían creado ingeniosos mecanismos provistos de norias, troncos huecos y pequeñas esclusas que facilitaban el riego de los cultivos. De regreso, Poncet felicitó al gobernador por la laboriosidad de su pueblo, y le manifestó también su admiración. El hombrecillo le respondió con entusiasmo:
—Esta ciudad es la suya, si así lo desea. Quédese a mi lado como médico y a partir de mañana dispondrá de veinte fanegas en el valle y treinta familias para cultivarlas. Tendrá una casa en la ciudad y una cuadra con camellos y caballos árabes. Le aseguro que será usted feliz aquí.
Por una vez, Hadji Ali fue útil. Le recordó con cortesía al gobernador que el viajero tranco debía acudir junto al negus y que su ofrecimiento, por muy generoso que fuera, solo podría llevarse a efecto cuando estuvieran de vuelta. Todos los pueblos del Nilo consideraban a los abisinios como los señores de las aguas, porque eran los dueños del nacimiento del río y podían desviar o desecar su curso a su antojo. Nadie se habría arriesgado a provocar al rey del país de las aguas, de modo que el gobernador se resignó.
Entretanto, los enfermos que Poncet había tratado volvían con excelentes noticias. Cada día se oía el relato de una curación espectacular. El padre De Brèvedent, sin explicarse la razón, no podía por menos que rendirse a la evidencia y reconocer que el muchacho tenía un auténtico don. Sabía ganarse la simpatía de las personas que vivían horas amargas y consolarlas en su dolor, pero también sabía granjearse su amistad en los momentos más corrientes de sus vidas. Le bastaba mirar a un niño para que este le dirigiera una sonrisa. Incluso las bestias se calmaban en su presencia. Los perros callejeros, indolentes y temerosos, que desconfiaban de los humanos, le seguían instintivamente por la calle, aun cuando no les diera nada. Esta sintonía con todas las criaturas de Dios se acercaba más a las necedades de san Francisco y sus seguidores que a la austeridad de san Ignacio. El jesuita consideraba aquello como simples chiquilladas. Ahora bien, al igual que los idiomas, las creencias locales, en suma, al igual que todo lo que no servía para nada, también los dones de Poncet se podían poner solapadamente al servicio de la fe verdadera. Era un buen pasaporte para Abisinia, y había que sacar provecho de ello, simplemente.
Al fin estaba todo preparado para la partida. Pasarían la última velada en el palacio para cumplimentar la invitación que habían recibido, y por la mañana empezaría a moverse la caravana. Las regiones que debían atravesar eran peligrosas, de modo que decidieron viajar de día.
Poncet estaba descansando un poco en su habitación cuando alguien llamó a su puerta. Estaba casi seguro de que se trataba de un mensajero que venía a implorar su presencia para curar a algún enfermo en la ciudad. Fue a abrir y en la puerta se encontró con un mocoso de tez oscura, con la cabeza rapada y medio desnudo, que le tendía una nota. Poncet la desdobló. Estaba escrita en francés: Siga al niño y venga a verme.
Las letras estaban en mayúsculas, para que la escritura pareciera anónima, y el mensaje no estaba firmado.
Poncet decidió despertar al padre De Brèvedent, que dormía en una habitación de la planta baja, y le pidió que le acompañara. Luego volvió a abrir el cofre ya preparado, de donde sacó una espada que se sujetó en el cinto, y confió al pobre jesuita, espantado, un puñal de dimensiones considerables. Cuando estuvieron listos, el niño los condujo por unas callejuelas bañadas en las sombras del crepúsculo. El corazón de la ciudad era un hervidero. A aquella hora en que cede el calor y los murciélagos empiezan a zigzaguear, los habitantes salían de sus casas ciegas y frescas como cavernas para saludarse de una puerta a otra.
Jean-Baptiste intentó retener en la memoria el camino que seguían, pero se desorientó rápidamente. Al final fueron a parar a una pequeña plaza en la que convergían tres callejones. En uno de los ángulos, donde se distinguían dos ventanas cerradas con una celosía forjada, había una casa de té como las que se encuentran en cualquier lugar de Oriente. Entraron. La sala estaba casi vacía; el suelo y los bancos de obra en derredor de las paredes estaban cubiertos con alfombras raídas, rojas y azules. Las minúsculas lámparas de aceite dispuestas en bandejas de cobre cincelado despedían una luz cálida. Un hombre sentado en la penumbra del fondo se levantó cuando ellos entraron, y Poncet llevó la mano a la empuñadura de su espada.
—Amigo —dijo el hombre.
Poncet se quedó paralizado mientras la inmensa silueta se enderezaba en la oscuridad.
—Esa voz…
El desconocido avanzó unos pocos pasos hacia la luz de las mesas, luego se quitó el sombrero de fieltro y se dejó ver.
—¡Maestro Juremi! —exclamó el jesuita.
Jean-Baptiste, que había reconocido a su amigo en cuanto pronunció la primera palabra, se abalanzó sobre el para darle un caluroso abrazo entre gritos de alegría. Para Poncet, el hecho de encontrarse nuevamente con su compañero era un motivo de felicidad por partida doble pues aquel encuentro significaba también el final de su larga soledad teniendo en cuenta que Joseph le hacía poca compañía. El maestro Juremi pidió cafés, vació las tazas por la ventana, y vertió dentro el líquido transparente de un frasquito que llevaba en el bolsillo. Y brindaron por el reencuentro.
—Así que el caballero franco eras tú —dijo Jean-Baptiste.
—No podía aparecer hasta que abandonáramos Egipto. Y puedo asegurarte que no ha sido por falta de ganas.
Ahora que se habían acostumbrado a la luz tenue de la lámpara, Poncet distinguía mejor los estragos que el viaje había infligido a su compañero.
Tenía el rostro enflaquecido y los ojos hundidos.
—Y aquí he preferido esperar a que solventarais vuestros asuntos con el gobernador y no aparecer hasta la víspera de la partida. ¿Qué piensas de todo esto? ¿Será difícil unirme a vosotros?
—Tú déjame hacer a mí —dijo Poncet—. Nos hemos encontrado y no vamos a separarnos más.
Ambos continuaron con sus efusiones jubilosas. El maestro Juremi volvió a llenar los vasos, que apuraron de un trago, y empezaron a reír y hacer bromas.
—Tendrás que contarme tu viaje —dijo Jean-Baptiste—. ¿Cuándo decidiste unirte a nosotros? ¿Cómo te las has arreglado para pasar desapercibido en Manfalut?
Sin dejar de beber, el maestro Juremi agitó la mano para indicar que iba a responder. Pero de repente se oyó la voz afilada y falsa del jesuita, que se había mantenido al margen de las manifestaciones de entusiasmo.
—Discúlpenme —dijo—, pero me parece que la presencia de este hombre no entra dentro de los acuerdos que habíamos pactado.
Súbitamente había adoptado un tono autoritario; ya no era el criado obediente que simulaba ser. No parecía que el maestro Juremi hubiera advertido hasta entonces que el jesuita estaba allí.
—¿Y este qué quiere ahora? —dijo mirando sin contemplaciones al padre De Brèvedent.
—Estamos aquí —continuó el jesuita— por orden del rey y bajo las instrucciones de su santidad el papa. Esta misión nos incumbe a nosotros solos, y solo a nosotros. El cónsul dijo claramente antes de partir: ni hablar de que se mezcle en nuestra embajada un… alguien que…
En el rostro del maestro Juremi apareció una mueca tan espantosa que el jesuita no se atrevió a continuar, y dejó la frase inacabada.
—¡Qué se calle si no quiere recibir! —estalló el maestro Juremi, golpeando la mesa de cobre con el puño. Un ruido de címbalos ensordeció la estancia, y el dueño del café apareció rápidamente.
El jesuita optó por dirigirse a Jean-Baptiste, que parecía más tranquilo, y que para bien o para mal era el dueño de la situación.
—Señor Poncet, usted ha adquirido unos compromisos. Por muy lejos como vayamos, volveremos, al menos así lo espero. Y tendremos que justificarnos. Por lo demás, si llevamos con nosotros a este hombre, nadie se va a creer que haya venido aquí sin su consentimiento. Dirán que ha habido una premeditación, que estaban confabulados.
El maestro Juremi lanzó un auténtico rugido y sacó su espada.
—¡Le voy a hacer trizas! —gritó, abalanzándose sobre el jesuita.
Poncet se interpuso, pero siguieron los gritos. Un montón de curiosos se arracimaron en las ventanas y en el quicio de la puerta para observar aquel extraordinario acontecimiento: una pelea entre francos. Jean-Baptiste consiguió por fin desarmar a su amigo. Le empujó hacia el fondo del local y luego se volvió hacia el padre De Brèvedent.
—Yo no he adquirido el compromiso de abandonar en medio del desierto a un amigo que necesite ayuda —dijo—. Sepa que no he intervenido en absoluto en esto, pero asumo todas las responsabilidades para que se quede con nosotros.
Luego, mientras tiraba de la manga al maestro Juremi y empujaba a Joseph delante de él, Jean-Baptiste añadió:-Vamos todos ahora mismo a la residencia del gobernador para arreglar los papeles.
Se alejaron de aquel hormiguero y volvieron a internarse en las callejas oscuras, siguiendo al pequeño mensajero que les había guiado a la ida.
Como el gobernador tenía una deuda pendiente con Poncet por haber curado a su hija, no pudo negarle el favor que este le pedía, de modo que escribió para el maestro Juremi una carta de recomendación dirigida al rey de Sennar y al negus de Etiopía. Hadji Ali, decepcionado por el apoyo que recibían los dos francos, acabó por comprender que sería un error llevarles la contraria. El padre De Brèvedent volvió a ser Joseph, y en lo sucesivo se abstuvo de expresar sus opiniones. Torció el gesto y en la parte inferior de sil rostro se dibujó de nuevo aquel mohín de abatimiento que solía darle un aire tan alicaído. Se volvió aún más taciturno, y aunque hasta entonces el jesuita le había dado muestras de una escasa simpatía, Jean-Baptiste se preguntó si no estaría celoso de ver juntos a los dos amigos.
Sea como fuere, el supuesto Joseph salió ganando pues al día siguiente, gracias a los dos camellos que acarreaba el protestante y después de dejar sus presentes al gobernador, el servidor dispuso de una montura.
El jesuita estaba totalmente convencido de que la aparición del maestro Juremi había sido una treta preparada de antemano con Poncet. Pero se equivocaba de medio a medio. Ambos tuvieron tiempo de explayarse hablando de ello durante las largas horas de marcha en la caravana. La verdad era que el protestante, reconcomido de remordimientos por haber dejado solo a su amigo frente a tantos y tan grandes riesgos, decidió de la noche a la mañana emprender el viaje. Pero para evitar complicaciones con el cónsul y no forzar tampoco a Jean-Baptiste a mentir, práctica que horrorizaba al maestro Juremi, prefirió no decir nada y reunirse con él en secreto fuera de Egipto.
Jean-Baptiste tuvo un presentimiento respecto a la identidad del misterioso franco que se escondía tan cerca de ellos, pero hasta el final no lo supo con certeza.
También hablaron de El Cairo, donde el maestro Juremi se había quedado una noche más que su amigo. Había abandonado la casa en el preciso momento en que la carroza que conducía a Alix y al padre Gaboriau doblaba la esquina de la calle.
—¿Estás seguro de que le han dado mi carta? —preguntó Jean-Baptiste con emoción.