2. Hermano Pasquale

Dos días después de que la caravana se hubiera marchado, el señor De Maillet recibió en el consulado la visita de un hombre singular que se presentó como el hermano Pasquale.

Tan pronto como fue introducido en su gabinete, el cónsul empezó a ponerse nervioso. Era un capuchino, vestido con el hábito de la orden, sujeto con el cordón de nudos, y la gran capucha puntiaguda caída sobre la espalda. Su amplia vestimenta impedía distinguir su silueta, pero sus hombros anchos, su considerable estatura y las manos callosas, le daban al hombre un aire de leñador convertido en religioso. Una gran cabeza cuadrada, enmarcada en una barba negra rizada y unos ojillos inmóviles y brillantes terminaban de conferirle un aspecto estremecedor. Tenía un fuerte acento italiano, pronunciaba con fuerza las erres y recortaba las palabras con la rudeza de un carnicero que despoja de grasa una pieza de buey…

Sono el superiore de nostra comunidad —dijo después de saludar al cónsul.

Si este patán es el superior —pensó el señor De Maillet horrorizado—, cómo serán los otros…

El monje fue al grano y le expuso que deseaba encontrar al hombre a quien el señor De Maillet había encomendado una embajada en la corte del negus de Etiopía.

El cónsul hizo un gesto de extrañeza, fingiendo no entender nada. Ante esta reacción, el capuchino sacó un papel de su hábito y leyó el primer párrafo de la casta secreta que el cónsul había confiado a Poncet, precintada con los sellos oficiales del reino de Francia. El señor Macé, que también asistía a la entrevista, observó que el señor De Maillet se había quedado blanco como el papel y que parecía a punto de desplomarse. Luego se repuso y cobró fuerzas para preguntarle al monje cómo había caído en sus manos aquel documento.

Ma, si nos lo ha enviado propiamente il signore cónsul —dijo el capuchino con una amplia sonrisa, que exhibía una dentadura espantosamente mellada.

—¡Yo no le he enviado nada que se le parezca!

Il suo secretario, este que vedo aquí, creo, fue a verificare la traduzione con uno de nuestros hermanos, ¿no es así? Con el fratello François, ¿no lo conoce?

El cónsul se volvió hacia el señor Macé y lo fulminó con la mirada. Si hubiera podido pulverizarlo allí mismo, lo habría hecho sin vacilar. Había cometido una torpeza tan estúpida y tan imperdonable que se preguntaba si encontraría un castigo acorde para redimirla. El cónsul había encargado al señor Macé que revisara la traducción de su carta con un anciano monje maronita llamado François, que vivía en la ciudad, detrás de los mataderos para ser más exactos, y que era muy respetado por ser un erudito en el conocimiento de las lenguas. Pero he aquí que aquel inepto se había confundido de monje y en lugar de consultar con el inofensivo siriaco, se había dirigido a un capuchino…

El señor Macé acababa de descubrir, de la peor manera posible, la clave de un enigma diplomático que en un principio no había atinado a comprender. El hecho de que el cónsul mostrara la carta para el negus precisamente a los capuchinos, que con tanto esfuerzo había apartado del viaje, le había parecido al infante de lenguas, que en el fondo no era más que un principiante, una artimaña sutil y muy propia que justificaba la reputación de maquiavélicos que se habían granjeado los cancilleres de Oriente. Pero ahora se revelaba la cruda verdad…

No obstante, el señor De Maillet recobró la serenidad. Ya habría tiempo de arreglar cuentas. Lo que ahora importaba era saber qué quena aquel monje patán con semejante baza en su poder.

Después de hacer memoria, el cónsul recordó con satisfacción que, en la carta del rey al negus, no se mencionaba a los jesuitas en ninguna parte.

—Esta embajada es una muy buona idea —continuó el hermano Pasquale—. Y he venido per proponer nostra ayuda. Tenemos algunos fratelli en la Alta Egipto y Nubia. Podemos ser muy útiles.

El monje empezó a explicarle entonces al señor De Maillet que a su orden le interesaba muy especialmente todo aquello que estuviera relacionado con Etiopía, pues el papa en persona había encomendado a los capuchinos la santa misión de convertir el país. Por otra parte, hacía menos de quince días que el Santo Padre había nombrado oficialmente al superior de la Orden de San Francisco legado pontificio a látere para Abisinia. El cónsul reconoció en aquello la proverbial ambigüedad de Inocencio XII, pues a la misma hora en que bendecía la misión de los jesuitas, auspiciada por el rey de Francia, el intrigante papa nombraba legado para Etiopía al superior de sus directos adversarios. Es decir que lanzaba hacia el mismo objetivo a dos congregaciones que no se caracterizaban precisamente por su mutua indulgencia. ¡Y que gane el mejor!

Pero no era momento de titubeos. El cónsul se olió el peligro y reaccionó con extrema celeridad. En esos instantes se admiraba de sí mismo. ¡Ah, si Pontchartrain le hubiera visto en ese momento con el semblante distendido, fingiendo sorpresa y decepción!

—¡Santo Dios, queridísimo hermano, qué enojoso despiste! En efecto, me he tomado la molestia de comunicarle nuestras intenciones a través de mi secretario. Pero dado que el hermano François no nos ha hecho comentario alguno, hemos pensado que solo tomaría nota de esta embajada. Compréndanos, nada nos hacía suponer que deseaba unirse también. Hoy hace tres días que se marcharon, y no tenemos medio alguno para alcanzarlos.

E lamentable, realmente lamentable —dijo el hermano Pasquale, sacudiendo la cabeza—. ¡Due occasioni perduti en apenas cuatro días! Due de nuestros hermanos debían partire con un mercader arabo que iba a buscar un médico per el negus. Ma el hombre ha desaparecido.

—¡No es posible! —exclamó el cónsul, sudando a mares—. Comprendo que esté disgustado.

El diplomático agregó algunas frases de condolencia, pero el capuchino no era hombre pródigo en palabras vanas, y cuando comprendió que no le sacaría nada más, se despidió con brusquedad del cónsul y se fue.

La vida estaba llena de coincidencias. El hermano Pasquale lo sabía y conocía demasiado bien Oriente para intentar desenmarañar todas las incógnitas de la existencia. Aun así, le parecía que habían enviado la misión demasiado deprisa y que el cónsul estaba demasiado nervioso para ser honesto. Con estos pensamientos desapareció en la ciudad árabe para proseguir con su investigación. En cuanto el capuchino salió del consulado, el señor De Maillet se desprendió de la peluca bajo la que traspiraba horriblemente. Se volvió hacia el señor Macé y, antes de haber tenido tiempo para dar rienda suelta a su perorata, vio a su secretario caer de rodillas contra el entarimado con un ruido de nuez partida. Nunca se imploraba en vano el perdón, de manera que el señor De Maillet decidió ser benévolo y retenerle el sueldo durante dos meses como única sanción.

La gran caravana llegó por fin a Manfalut. Apareció con las primeras horas del alba, cuando la ciudad estaba todavía adormecida. La víspera por la noche, la gran plaza del mercado solo era un descampado desierto de arena gris por donde merodeaban algunos perros flacos. Pero a la mañana siguiente ya estaba repleta de camellos arrodillados, fardos sujetos con cuerdas y telas extendidas sobre estacas de madera a modo de refugios. Una multitud de hombres avanzaba a gritos, todos ellos ataviados con túnicas azules y un turbante en la cabeza o suelto sobre los hombros como un chal. Las teteras de latón se calentaban en fuegos de leña. Una espesa humareda azulada que producía la carne de cordero puesta a asar sobre las ascuas se extendía por todo el campamento.

Hadji Ali conocía bien al jefe de la caravana, un tal Hassan El Bilbessi, y esta circunstancia le permitió hacer enseguida algunos negocios. Intercambió sus cinco mulas por dos camellos, primero porque eran más baratos que en El Cairo, y segundo porque con ellos sería más fácil internarse en los desiertos. Desgraciadamente, los dos animales que acababa de adquirir, a duras penas podían soportar la carga de las mulas. A resultas de esto, Hadji Ali anunció con una sonrisa malvada que Joseph no tendría montura y que debería caminar junto a las bestias, como los esclavos nubios, con la diferencia de que estos estaban acostumbrados a caminar por la arena.

El padre De Brèvedent acogió esta última humillación sin rechistar, e incluso convenció a su compañero para que no protestara, argumentando que no debían despertar sospechas.

Jean-Baptiste empezaba a pensar que el jesuita se complacía excesivamente en la sumisión. Por lo demás, ahora ya no simpatizaba tanto con él como días atrás. Era demasiado palpable que el religioso guardaba las formas por educación, simplemente. Brèvedent se mostraba prudente en todo momento, y aunque parecía complacido cuando paseaba con Jean-Baptiste, este pronto se dio cuenta de que prefería eludir tales salidas. Su único deseo auténtico era esconderse detrás de un seto de chumberas para rezar y practicar los ejercicios espirituales que alimentaban su fe. Un breve diálogo fue suficiente para medir sus diferencias abismales.

Cuando Jean-Baptiste le preguntó acerca de su vocación, el supuesto Joseph respondió con un aplomo ingenuo:

—Es muy sencillo. Nací en el seno de una familia acomodada, de alcurnia. Y todo me ha resultado fácil; solo he tenido que aprender aquello que me enseñaban. Asumí el proyecto de la creación sin esfuerzo, a través de ese lenguaje que se llama ciencia. Dios me ha colmado con las gracias de su Providencia. Él me ha dado todo, y yo solo he querido devolvérselo.

—Pues mi caso es completamente diferente —dijo Jean-Baptiste—. Yo nací sin familia y muy pobre. A los seis años me pusieron al servicio de un boticario. Su hija, por capricho, me enseñó el alfabeto como quien enseña cabriolas a un perro, para reírse. Esa es toda mí educación. El resto lo he aprendido por mi cuenta, como he podido. En el fondo, si sigo su razonamiento debería de decir que Dios no me ha dado nada y que yo he abandonado…

El jesuita lo miró aterrorizado con la expresión del niño que, al descubrir la falta de un compañero de clase, teme sufrir el mismo castigo. Estaba claro que si no consideraba al médico como el diablo en persona, a buen seguro que lo imaginaba como uno de sus servidores. Probablemente siempre habría tenido este prejuicio, fundamentado sin duda en las piadosas advertencias del padre Versau y del cónsul. Aquel día, Jean-Baptiste comprendió por primera vez que estaba solo. De repente añoró vivamente la amistad del maestro Juremi, su pasión por la verdad, que lo alejaba de toda hipocresía, su generosidad y su peculiar sentido del humor.

Al cabo de dos días la caravana abandonó nuevamente Manfalut. Estaba formada por unas ciento cincuenta bestias, y se alineaba en una larga y lenta procesión, en la que Hadji Ali, Poncet y Joseph ocupaban prácticamente el centro. Avanzaron dos leguas hacia Oriente y se detuvieron en la población de Alcántara. Por un puente de piedra cruzaron un estrecho curso de agua, que supusieron un ramal del Nilo. La noche siguiente acamparon en el desierto, cerca de unas ruinas monumentales que representaban las piernas y los pies de un faraón sentado, sin cabeza ni busto a consecuencia de la erosión. Gracias a la benevolencia del jefe de la caravana, Hadji Ali y Poncet pudieron acomodarse en dos de los mejores lugares, entre los dedos del pie del coloso, allí donde los inmensos bloques de piedra formaban una suerte de grutas que los protegerían del frío nocturno.

Joseph preparaba la cena para sus amos. Poncet, que había ido a hacerle compañía junto al fuego mientras el hombre removía la sopa, advirtió enseguida que estaba más nervioso que de costumbre.

—He estado con los camelleros hace un rato —dijo el jesuita— y he escuchado su conversación.

—Y bien, ¿qué decían?

—Que hay otro franco en la caravana.

—Nada más normal —respondió Poncet sin inmutarse—, los mercaderes van con regularidad al Alto Egipto y a Nubia…

La forma de ser del jesuita empezaba a sacarle de quicio. Le irritaba tanto aquella actitud de presunto testigo, su inquietud constante y su seriedad que en ocasiones tenía que controlarse para no propinarle un puntapié.

—Imagínese que está solo en medio de una caravana de esta envergadura —gimió el padre De Brèvedent— y que usted supiera, porque todo el mundo lo sabe, que hay otros tres cristianos. ¿No iría a verlos lo antes posible?

—Entre los aventureros de Oriente hay quienes prefieren pasar desapercibidos ante sus semejantes —dijo Jean-Baptiste, a punto de perder la paciencia.

—Entonces vayamos en busca de ese hombre. Es el mejor medio de saber si huye de nosotros y lo que esconde.

Jean-Baptiste acabó cediendo por cansancio y porque la inquietud de aquel cura era contagiosa. Y aceptó ir a dar una vuelta por el campamento. Joseph confió la cuchara a un nubio, no sin antes recomendarle que tuviera cuidado de que no se derramara la sopa. Dado que pronto anochecería y que la caravana era muy larga decidieron separarse, de manera que el jesuita se fue por un lado del coloso de piedra y Poncet por el otro. El día declinaba rápidamente. El sol rojizo desaparecía por el horizonte del desierto, y la luz rasante que difractaba el polvo del terreno difuminaba las siluetas, en una bruma borrosa. Antes de que se hiciera de noche, los dos hombres, cada uno por su lado, habían inspeccionado todos los grupos que habían podido, aunque sin descubrir a nadie que tuviera la apariencia de un franco, de modo que el jesuita no se quedó tranquilo. El padre Versau le había recomendado que tuviera cuidado con las intrigas de los capuchinos, y Brèvedent veía su sombra detrás de este misterioso asunto del viajero inaprensible.

Los días siguientes fueron muy duros pues recorrían un desierto pedregoso donde no había ni una gota de agua. Joseph daba pena de ver. Cada vez que hacían un alto, iba a pegar sus labios resecos al odre de piel de cabra que colgaba de la montura de Poncet. A los dos días estallaron sus sandalias de hebilla y se vio obligado a andar descalzo por el suelo abrasado por el sol. En una jornada, las plantas de sus pies se convirtieron en una sucesión interminable de ampollas sangrantes. Poncet abrió el cofre donde estaban dispuestos ordenadamente sus remedios, y aplicó a aquel desgraciado un ungüento que secó las llagas de los pies y le alivió el dolor. Pero, al día siguiente, cuando llegó la hora de ponerse derecho, el jesuita palideció y estuvo a punto de desmayarse. Al verlo en aquel estado, Jean-Baptiste le propuso montar en su lugar toda la jornada, pero Joseph se negó en redondo y caminó todo el trayecto sin proferir una sola queja.

A este hombre le apasiona obedecer —pensó Jean-Baptiste—. Seguramente no hay nada que le dé tanto miedo como la libertad.

Afortunadamente, durante las horas siguientes aparecieron en el cielo algunas nubes; hacía menos calor y el suelo, en esta parte del desierto, estaba cubierto de un polvo fino que resultaba menos agresivo para los pies. Al atardecer, cuando hubieron acampado, Hadji Ali se presentó para anunciarles que solo faltaba un día de marcha hasta el gran oasis donde se detendrían algunos días. Luego se marchó para compartir la cena con el jefe de la caravana. Hassan El Bilbessi había mandado sacrificar a un camello herido, y en ese momento su carne fibrosa se estaba asando en un gran fuego.

La mañana siguiente fue también muy calurosa y Joseph aún siguió con sus padecimientos. Al caer la noche llegaron por fin al gran palmeral que los antiguos llamaban oasis Parva y los árabes El Vah. Estaban en el punto más extremo de la ruta bajo la autoridad del bajá. Un pequeño archipiélago de palmeras comunicado por estrechos corredores vegetales sobresalía en una zona de pedruscos. El oasis era casi tan grande como una ciudad. Pequeños manantiales empapaban la tierra negra y alimentaban una hierba verde, alta y compacta. Algunas parcelas cultivadas estaban rodeadas por tapias de piedras planas. Aquí crecían plantas como la sena y la coloquíntida. Por los senderos del palmeral pasaban grupos de niños de tez oscura y silueta de polichinela que cargaban, entre risas, con calabazas deformes sobre la cabeza. Siguiendo con sus costumbres, Hadji Ali, que se alojaba en uno de los palmerales donde una indígena hospitalaria le contaba entre sus clientes más fieles, obtuvo para Poncet una cabaña de ramas de palmera trenzadas en la que había una cama. Los camellos abrevaron en un estanque; luego los ataron y los dejaron pastar. Jean-Baptiste cedió su cama a Joseph y tendió una hamaca entre las dos palmeras.