14. Murad

Un hombre que ha mentido y robado mucho, que ha renegado y traicionado, solo puede esperar la vejez y terminar su vida en paz cuando ha sabido preservar indefectiblemente su amor propio a pesar de todas las felonías. Así era Murad. El armenio había alcanzado una longevidad poco frecuente y solo comparable a la de los venerables ancianos del Cáucaso, tan lúcidos para llevar la cuenta de sus años, cuya edad siempre confunde a la gente. Murad solo había conocido dos épocas en su vida: la niñez, en un pueblo cercano al lago de Van, hasta que su padre mercader lo llevó consigo a Etiopía. Después, a partir de los quince años, la de los servicios prestados con una inmutable lealtad a cuatro reyes abisinios. Lo había visto todo: las misiones de los jesuitas, su expulsión, la anarquía, la asunción del poder de Basílides, y luego la obra de su hijo y de su nieto Yesu I. Debido a sus dotes para los idiomas, su habilidad diplomática y su capacidad para juzgar a los hombres nada más verlos, se convirtió en el emisario de excepción de los negus, concretamente en la India y también con los holandeses de Bali. Y había tenido el honor de volver de aquella misión con una enorme campana de bronce que los bátavos le regalaron para honrarle.

Jean-Baptiste había hablado con Murad en varias ocasiones desde que estaban en Gondar. La primera vez fue para prescribirle un tratamiento destinado a sanar una enfermedad poco común para su edad, y que había contraído ya veinticuatro veces, a decir de la gente, debido a que su vigor sexual seguía intacto. Los remedios de Poncet habían dado un buen resultado, y el anciano se encaminaba hacia su sífilis número veinticinco cuando una noche que estaba en compañía de una joven hurí le dio un ataque que le impidió hacer uso de una mitad de su cuerpo. Gracias a los cuidados de Jean-Baptiste pudo recuperar el movimiento en la parte dañada, aunque le quedaron como secuelas una mano inútil y el labio caído. Pese a ello, Murad discurría tan bien como siempre y Poncet se sintió aliviado al saber que el rey iba a prestarse a escuchar la opinión de un hombre que siempre había mostrado tan buena disposición con respecto al joven médico.

El anciano apareció al cabo de una hora. En su cara se dibujaba la expresión de disgusto de quien ha sido despertado en el primer sueño. Jean-Baptiste sabía que dormía poco y muy mal, pero intuyó que el anciano estaba haciendo comedia para disimular la alegría que sentía de que el emperador aún reclamara sus consejos. Además, como negociante avispado que era, podía permitirse estipular muy alto el precio de su aparente esfuerzo, a sabiendas de que recibiría una retribución acorde con su supuesto sacrificio.

El rey le expuso el asunto de la embajada de Jean-Baptiste sin mencionar el aspecto amoroso, y pidió a Murad su opinión respecto a la viabilidad de tal empresa y los medios para llevarla a cabo.

El viejo escuchó desde una especie de silla curul con incrustaciones de nácar que formaba parte del mobiliario de caza del soberano. Estaba sentado de medio lado, y se apoyaba en un codo, con los ojos entornados. Tenía los párpados casi cerrados y los ojos nublados por unas manchas blanquecinas. No obstante, Jean-Baptiste intuía que su mirada penetrante se clavaba en todas partes y que era observado con suma atención. Una expresión apasionada se dibujó en el rostro del joven, que no intentó disimular el deseo de hacer realidad la encomienda del negus. Después de haberse tomado un tiempo prudencial para estudiar las palabras del rey, Murad dijo con una voz algo entrecortada por la enfermedad:

—Majestad, es una idea excelente. Pero como decía Heródoto, la lira puede ser un instrumento musical o un arco, o sea un arma, todo depende del uso que se haga de ella. También esta empresa puede acarrear resultados muy distintos, según la forma en que se maneje.

Murad hablaba siempre así. Nunca emitía un juicio que no albergara la sentencia verídica o inventada de un filósofo griego, como un guerrero que se esconde tras su escudo para aproximarse más a aquel a quien desea asestar un golpe. El rey esperó que continuase.

—En primer lugar —dijo Murad con una expresión de profundo abatimiento— no tiene que escribir nada, majestad. La ruta es muy larga desde aquí hasta las capitales de Occidente y existe el riesgo de que su carta caiga en manos de desaprensivos que hagan mal uso de ella. Esa circunstancia podría incluso darse aquí. Figúrese el partido que sacarían los sacerdotes si descubrieran que pretende enviar una embajada. Por otro lado, suponiendo que eso ocurriera en ruta, los turcos se enterarían de sus intenciones y el señor Poncet sería desenmascarado como su protegido. Y también podría ocurrir allí. Ya conoce a los jesuitas, su habilidad para manipular las leyes, y su mente retorcida y pérfida. Cualquier palabra anodina les autorizaría a pensar que usted solicita su presencia, que quiere prestar juramento de fidelidad a Roma o quién sabe qué. Así pues, nada de escribir.

—Pero en ese caso, ¿cómo vamos a mandarla? —preguntó el rey, que había escuchado estas palabras de pie, con las manos a la espalda.

—Pues igual que hizo su padre y su abuelo. Y como usted mismo ha hecho muchas veces.

—Enviando a un mensajero con el señor Poncet —dijo el soberano—. Sí, ya había pensado en esa posibilidad, pero quién… ¿Usted, Murad?

—Majestad, entiendo que me hace esa pregunta como un cumplido; no obstante me halaga y le doy las gracias por ello. No, usted sabe que la muerte ha dejado recientemente su huella en mi cuerpo. Estoy tan resignado a someterme a sus designios que bajé la cabeza, pero falló. Me temo sin embargo que dentro de poco vendrá a darme un nuevo golpe, y espero que sea el último.

—Entonces, ¿quién? —volvió a preguntar el rey—. Hadji Ali solo es virtuoso con los mahometanos. Sería incapaz de cumplir una misión de estas características.

Poncet soltó un suspiro al oír que iban a librarse para siempre de la compañía de aquel ladrón. Miró al maestro Juremi, que, desde el fondo de la tienda donde se hallaba en silencio, le llamó con una señal.

—Maillet quería a jóvenes de la nobleza abisinia, ¿recuerdas? —dijo el protestante en voz baja.

—No tenemos ni la más remota posibilidad, pero de todos modos voy a plantear la cuestión.

Jean-Baptiste volvió a orientar sus pasos hacia el soberano y tomó la palabra de nuevo.

—Majestad, ¿qué le parecería si lleváramos con nosotros a los hijos de algunas familias influyentes? De paso podrían sacar un gran provecho del viaje, seguir estudios en Francia, aprender nuestra lengua y enseñar a los franceses la suya…

—¿Se ha vuelto loco? —dijo Yesu—. Nuestros vecinos musulmanes matarían a cualquier abisinio cristiano que saliera de aquí. Además, no olvide que este asunto debe permanecer en secreto.

Poncet se avino de buen grado a sus razones; al menos podría decir honestamente que había intentado persuadirle…

El rey continuó cavilando en silencio.

—¿Demetrios? —dijo de repente el soberano, mirando al traductor.

—No, no, le resulta más útil aquí —sentenció Murad.

Por la manera en que se había apresurado a responder, tan impropia de él, que siempre hablaba con desapego y con un aire cansino, Poncet comprendió que el anciano tenía un candidato y que estaba tratando de que el emperador adivinara su nombre.

Murad le dejó mencionar dos o tres personas, que fueron eliminadas. Finalmente, al cabo de un estudiado silencio, el armenio dijo con fingida indecisión:

—Se podría pensar en mi sobrino…

—¿De qué sobrino me habla? Su hermana tiene hijos, pero que yo sepa son mujeres.

—También tiene un hijo, que se llama Murad, como yo. Ya sé que puede resultar algo confundido. Si le parece, podemos llamarle Murad el Joven, aunque ya tiene casi cuarenta años. Fue educado en Alepo, Tal vez sepa, majestad, que mi cuñado comerció durante mucho tiempo en esa región. Su mujer, mi hermana, volvió aquí hace quince años, y creo que no se entendía muy bien con su marido. En fin, sea como sea, el padre se quedó con el hijo, como dictan nuestras costumbres. Pero por desgracia no ha servido de mucho, a pesar de las excelentes cualidades del muchacho. Figúrese, majestad, que se ha hecho… cocinero.

—¿Y pretende usted enviar a ese Murad a entrevistarse con un gran rey?

—Su majestad sabe muy bien que los mejores emisarios son los más modestos, porque pasan desapercibidos. Lo único que cuenta de verdad es su agilidad mental, y debe saber a este respecto que mi sobrino tiene aptitudes de sobra. Además, no es un cocinero corriente, trabajaba al servicio de un mercader cristiano muy influyente. También ha aprendido idiomas, y creo que tiene algunas nociones de francés. Cuando volvió aquí el año pasado, incluso yo me quedé sorprendido de la soltura con que se manejaba. No le digo más, majestad, ya tendrá ocasión de comprobarlo personalmente. Hace dos días que se fue a pescar al lago Tana. Qué le vamos a hacer, es su pasión, y guisa tan bien el pescado… Enviaré a alguien en su busca, y mañana se lo traeré.

—Está bien —dijo Yesu sin entusiasmo—, lo recibiré.

Se daba cuenta de que el anciano emisario intentaba designar a un miembro de su familia para esta misión, que consideraba fructífera. Era la regla: el rey sabía perfectamente que sus consejeros no hacían nada por él a menos que sacaran algún beneficio. Pero por otra parte recibían un trato demasiado bueno como para perjudicar los intereses del rey por beneficiar a los suyos. De alguna manera, todos los asuntos eran como una embarcación con un lastre en cada extremo: los beneficios del comandado por un lado y los del ejecutante por el otro. Así equilibrada, no había quien la hundiera.

—El emisario es un problema —continuó Murad—, aunque estamos en vías de encontrar una solución. ¿Pero ha pensado, majestad, qué mensaje desea darle?

—Ciertamente —dijo el rey, que volvía a sentirse seguro pues en esta materia solo necesitaba el consejo del anciano, no sus dictados—. Transmitirá al rey de Francia mi saludo no como súbdito ni vasallo, sino como un rey puede honrar a otro, de igual a igual. Por lo que sé de ese Luis, es poderoso, y mi deseo es que conserve su poder y que extienda su imperio sobre los hombres. También le deseo salud, pues al parecer es viejo, y amores venturosos. Una vez que el mensajero haya transmitido este mensaje, deberá sacar a relucir la paridad de nuestras condiciones. Dirá que es el emisario del descendiente de Salomón por su hijo Menelik, nacido de la reina de Saba, rey de reyes de Abisinia, emperador de la Alta Etiopía y de los grandes reinos, señoríos y comarcas, rey de Shoa, Cafate, Fatiguar, Angote, etc. Además me cercioraré personalmente de que nuestro enviado conozca la lista completa de todos los títulos y honores que poseo antes de emprender viaje. A continuación le dirá que no deseamos que Roma mande a ningún religioso a alterar la paz de nuestro pueblo. Le hará comprender que no éramos hostiles por principio, que incluso recibimos de muy buen agrado a los primeros, pero que abusaron de nuestra hospitalidad y de nuestra confianza. Que nos envíen, sí así lo desea, a hábiles obreros y artesanos del país. Así embellecerán nuestra capital, como antaño el pintor Brancaleone embelleció nuestras iglesias para mayor gloria del negus de entonces. Le dirá por último que sería de mi agrado que su leal súbdito, el señor Jean-Baptiste, hijo de Poncet, fuera nombrado embajador en mi corte. Así podría informar de la situación de mi país, al igual que él me tendría informado de los acontecimientos del suyo. Este es mi mensaje; y no solicito ningún favor, solo me dirijo a él como un soberano que aspira a saludar a su hermano y a su igual. No vamos a tratar aquí de religión pues está claro que los dos creemos en Cristo y que esta fe debe unirnos y no separarnos. Por lo demás, no entiendo nada de disputas doctrinales y doy por seguro que no es asunto de reyes.

—¿Y qué presentes va a ofrecerle? —preguntó Murad.

—¿Presentes? ¿Sería oportuno en tales circunstancias?

—Majestad, está diciendo que desea hablar de igual a igual. ¿Qué hace un príncipe que desea presentar sus respectos en las tierras de otro? Le ofrece regalos que son el mejor medio para mostrar su magnificencia y demostrar que no espera nada.

—Tienes razón, Murad —dijo el rey—. Prepara entonces unas ofrendas de acuerdo con las que se harían para los príncipes de nuestro mundo. Sin embargo, como no conocemos Occidente, le corresponde a usted, Poncet, decirnos qué obsequios se aprecian allí.

Con estas palabras se despidieron. Murad se fue de regreso a su cama, gimiendo para disimular su satisfacción por haber conducido la nave a buen puerto.

Dos días después apareció Murad el Joven, que mantuvo una entrevista secreta con el rey en presencia de su tío. Y después se presentó ante Poncet y el maestro Juremi. Era un hombre alto y barrigudo, con las mejillas tan coloradas como si le acabaran de dar unas cuantas cachetadas. Por su vestimenta recordaba a los curdos y a los persas, pues iba ataviado con una larga túnica, un ancho cinturón de tela enrollado a la cintura, unos bombachos de los que solo se veía la franja estrecha de los tobillos, y un turbante amarillo, de seda, que ocultaba su cráneo rapado. Todas sus prendas tenían manchas de grasa. El hombre no era sucio, pero comía con tanta glotonería que siempre se le caía algo, de tal forma que en sus vestidos siempre había manchas, aunque se cambiaba de ropa. Murad el joven era incapaz de conseguir que los cuidados que dispensaba a su persona superasen la formidable prueba que suponía para él una comida. No podía tolerar ninguna demora para satisfacer su hambre, ni siquiera el momento de ponerse una servilleta.

Su aspecto descuidado solía causar mala impresión. Sin embargo tenía un rostro afable, y su corpulencia adiposa había conservado casi intacta las líneas proporcionadas de sus rasgos infantiles. La plenitud de sus carnes no había dejado sitio a las arrugas, y la barba que se empeñaba en dejar crecer en sus mejillas tersas y rollizas no eran más que dos mechones ralos a cada lado del hoyuelo del mentón. De entrada, los francos reconocieron que Murad el Joven tenía el gran mérito de que con semejante físico pasaría desapercibido en todas partes y, aunque no hablaba el francés, conocía la inimitable lingua franca de los mercaderes de Levante. Sin duda se podía soñar con un embajador mejor, pero por lo menos sería un compañero de viaje honesto, discreto y buen cocinero.

En cualquier caso, Jean-Baptiste solo tenía una idea en la cabeza: marcharse cuanto antes. Habían superado obstáculos considerables, así que las dificultades del regreso le preocupaban poco. Él estaba ya en El Cairo y no podía dejar de pensar en Alix. Su recuerdo permanecía indeleble en un lugar recóndito de su pensamiento. A lo largo del viaje había procurado no pensar demasiado en ella por miedo a desesperarse. Pero a partir de ahora su imagen estaba con él, visible y tan cercana como el momento en que volvería a verla para anunciarle la gran nueva de su embajada. Jean-Baptiste soñaba con todo eso mientras preparaba el regreso. Las dificultades, las incertidumbres, las innumerables tareas por hacer y los compromisos pendientes tenían el gran mérito de incitarle a pensar que también ella lo esperaba con la misma impaciencia. Esta primera etapa del amor es tan rica que todos los retrasos lo alimentan y todas las contrariedades lo reconfortan. No se podrían concebir circunstancia más adversa que una separación al día siguiente de su encuentro, y por consiguiente nada podía ser más propicio, paradójicamente, para fortalecer el sentimiento y alejar la incertidumbre.

Estimulados por la idea del regreso, Jean-Baptiste y el maestro Juremi fueron tan diligentes que cuando el emperador se disponía a salir a la campaña, habían terminado con sus preparativos y reunido todos los enseres de su caravana. Aparte de ellos, y de Murad el Joven, a quien el rey había regalado dos baúles con numerosas mudas de recambio y algunas de gala, llevaban también diez esclavos abisinios, capturados en las provincias del sur, seis hombres y cuatro mujeres, negros, medio desnudos, con la cabellera trenzada alrededor de conchas y cuentas de madera. Su tío había entregado a Murad el Joven una carta muy breve firmada por el emperador y provista de todos los sellos. Sin embargo, no estaba destinada a nadie en particular y solo certificaba que el armenio era un emisario oficial del negus, sin precisar ni su destino ni su misión, entre otras cosas porque se había aprendido concienzudamente de memoria el mensaje que debía transmitir al rey de Francia. Los esclavos tenían la obligación de servir a los viajeros antes de ser entregados como regalo a Luis, hijo de XIV, como Murad se obstinaba en decir. A estos se añadían otros presentes: cinco caballos y dos elefantes jóvenes, que se desplazaban con trabas y atados uno a otro con una pesada cadena. Tres baúles contenían algalia, tabaco y polvo de oro.

Fueron necesarios dos caballos para cargar con todos los obsequios que los médicos francos habían acumulado durante su estancia: oro, joyas, pieles, colmillos de elefante y otros presentes que sus pacientes —el emperador el primero y el de mayor rango— les habían rogado que aceptaran. En un pequeño asno agregaron una bolsa de cuero doble, voluminosa, aunque muy ligera, repleta de plantas secas, raíces y semillas que habían recogido en el transcurso de aquellas semanas.

Dejaron a Demetrios unos frascos con medicinas y las consiguientes indicaciones para cuidar al rey. Estaba completamente curado, pero así podría hacer uso de ellas en el caso de que la enfermedad se presentara de nuevo, lo cual por desgracia era muy posible.

Necesitaron tres días enteros para despedirse de todas las amistades que habían hecho en la ciudad. Jean-Baptiste, con el pensamiento completamente puesto en su bien amada, rechazó con la mayor cortesía que pudo los ofrecimientos carnales, que no fueron pocos en aquellas últimas veladas; no obstante, el maestro Juremi se empleó a fondo por los dos.

Así llegó el último día. La estación cálida tocaba a su fin y las noches se cargaban de oscuros nubarrones. Los viajeros tuvieron una última conversación con el rey, en la parte alta del palacio, en la misma sala donde los había recibido al llegar. El soberano estaba tan emocionado que tenía lágrimas en los ojos y los abrazó como a hermanos. Dijo que cada día rogaría a Dios para que los protegiera y los devolviera pronto a su lado.

—Tengan —dijo tendiéndoles una cadena de oro con un medallón del mismo metal, ancho como la mitad de una mano y acuñado con la efigie de un león de Judá—. Sé que ustedes son un poco incrédulos, pero en su interior hay algo más que materia.

El rey le puso la cadena en el cuello a Jean-Baptiste con sus propias manos y le dio un abrazo. Con el maestro Juremi hizo lo propio, y luego desapareció con prontitud.

Aquel mismo día le vieron de nuevo, pero de lejos, en una audiencia oficial, ya que a los ojos de los sacerdotes y de los príncipes no había constancia de sus entrevistas privadas con el rey, aunque sin duda todos estaban al corriente de ello.

Los condujeron al patio del palacio donde se había dispuesto el trono. Entretanto, los cuatro leones, a algunos pasos del soberano, rugían en su jaula. El emperador permanecía inmóvil como siempre, y solo hablaba por mediación de su boca oficial. Poncet y el maestro Juremi se prosternaron cuan largos eran. Las losas rugosas en las que descansaban sus rostros tenían ahora un olor casi familiar, y no les resultaban tan frías como a su llegada. Esta tierra, o mejor dicho, esta piedra, que en el país del basalto a ras del cielo al fin y al cabo era lo mismo, era ya un poco la suya. Como la audiencia se prolongaba y los sacerdotes consideraron oportuno que estuvieran prosternados aún un rato, cada uno vio al incorporarse que el otro había mojado ligeramente el suelo con sus lágrimas.

Un destacamento de treinta guerreros a caballo los acompañó desde la ciudad hasta Aksum, a cinco días de marcha. Allí se reunieron con Murad el Joven y con el resto de la caravana, y también con los elefantes. Una escolta formada únicamente por siete hombres los acompañó hasta los confines del imperio, y después partieron a galope hacia la costa.