Los guardias, con un semblante hostil e incapaces de explicarse en otra lengua que no fuera la suya, condujeron a los dos francos al palacio, aunque no por los vericuetos secretos que habían seguido la noche anterior, sino que rodearon completamente las murallas para entrar por la puerta principal.
Atravesaron una antecámara estrecha y se encontraron en la sala en la que el ras y los sacerdotes les habían interrogado a su llegada. Allí les esperaban los mismos dignatarios, pero en esta ocasión estaban dispuestos en dos grupos, entre los cuales había tres cuerpos tendidos en el suelo y cubiertos con una sábana. El dragomán que había vertido al árabe la audiencia oficial con el emperador se adelantó y tradujo las palabras que acababa de pronunciar en voz alta uno de los religiosos:
—Estos esclavos han probado los remedios que ustedes han preparado para curar al soberano, y ahora están muertos.
Jean-Baptiste suspiró aliviado, pues se temía algo muy distinto. En cuanto a los remedios oficiales, estos solo eran un mejunje a base de agua, harina y colorante de remolacha que habían elaborado en presencia de Demetrios.
—Dígale a estos señores —dijo Jean-Baptiste sonriendo— que nuestra receta es muy sencilla y que antes de hacerles llegar nuestro preparado le proporcionamos otro igual a Demetrios, que según creo es un sirviente del emperador.
Al oír el nombre de Demetrios, los presentes empezaron a hablar entre ellos muy nerviosos y apenas escucharon al intérprete. Los dos médicos comprendieron enseguida que habían mandado a buscar al joven griego. Llegó al poco rato, sudando y con una cajita de madera en la mano donde guardaba una muestra de la misma sustancia que habían entregado a los sacerdotes.
El joven pronunció un largo parlamento que los francos no entendieron, aunque advirtieron, eso sí, que hablaba en un tono muy distendido. Para reforzar sus palabras, Demetrios abrió la caja, tomó un poco del preparado, lo comió ostensiblemente y ofreció a la concurrencia. Los sacerdotes lo miraron con cara de asco y, tras una breve discusión, los dignatarios abandonaron la sala. Cuando se hubo cerrado la puerta, se oyeron las voces de una conversación tumultuosa.
Demetrios dijo entre risas que el incidente se daba por concluido.
—Espero que el rey los condene por haber envenenado a esos tres desgraciados —dijo Jean-Baptiste.
Unos soldados que habían entrado discretamente en la estancia se llevaron los cadáveres de los esclavos, arrastrándolos por los pies.
—En nuestro país uno solo puede ser condenado por matar a hombres, y los esclavos no lo son —dijo Demetrios con seriedad.
Tras estas palabras, los dos médicos y el guía abandonaron la estancia. A sabiendas de que uno debe acostumbrarse a la desgracia ajena, siempre que una sociedad así lo justifica, se olvidaron de las víctimas de aquella ridícula maquinación y solo pensaron en pasar un buen rato.
Por lo demás, aquel asunto les sirvió para comprender mejor cómo ejercía el rey su poder en medio de todos aquellos peligros. De hecho, solo había otorgado su confianza a hombres oriundos de países extranjeros, como Demetrios o Hadji Ali. Y algunos de ellos habían sido secuestrados en su infancia, durante redadas y campañas militares. Así como los turcos estaban protegidos por niños cristianos que habían robado para convertirlos en jenízaros, el rey de reyes tenía a su servicio jóvenes musulmanes educados como cristianos, que sentían por él auténtica devoción. Eran útiles en la capital y por todo el país. Siempre había recurrido a musulmanes que le debían la vida, como Hadji Ali, o a armenios y otros cristianos de Oriente, súbditos del gran turco, para llevar a cabo misiones de confianza fuera de su territorio.
Mientras estuvieron en Gondar, Poncet y su amigo aprendieron a valorar esta presencia protectora que nunca más les abandonaría. Aparte de Demetrios, en las calles por las que caminaban, en las casas en que cenaban, en los campos donde recogían plantas, siempre había observadores discretos, y casi invisibles, que se ocultaban bajo la apariencia de campesinos bonachones, vagabundos o comerciantes, para extender sobre ellos el poder del rey.
Durante su estancia en la capital tuvieron la oportunidad de ser testigos de muchos acontecimientos, pudieron observar sus curiosas tradiciones y tener incluso algunos encuentros voluptuosos, pero obraron con tanta moderación que estuvieron a punto de adquirir mala fama. También visitaron numerosas iglesias, aprendieron a conocer la pintura y a apreciar la música de aquel país, que al principio les había parecido muy poco atractiva. Comprendieron mejor la riqueza de sus sonidos cuando oyeron sus melodías acompañando a la danza, a la que sustentaba y servía de marco.
Pronto supieron distinguir de dónde procedían los innumerables objetos de madera, cobre repujado o esparto, cuya variada producción mostraba la profusión de culturas de este gran Imperio. Poncet llenó de notas un cuaderno entero y se procuró otro, gracias a la habilidad de Demetrios, pues los abisinios desconocían el uso del papel y solo escribían en pergaminos.
Se volvieron a ver con el rey, aunque no con frecuencia, para no despertar sospechas. Pese a que el mal no había desaparecido, constataron un retroceso de los síntomas. No volvió a preguntarles nada más sobre el pronóstico, pero se mostró interesado por las costumbres, las ciencias y la política de las naciones de Occidente.
Un día, Demetrios les comunicó que el rey de Sennar había alegado un insignificante asunto fronterizo para declarar la guerra, de modo que el negus iba a partir otra vez en campaña. Según el joven griego, era mucho menos peligroso seguir al rey que quedarse en la ciudad puesto que la corte podría aprovechar su relativa libertad para vengarse de los extranjeros de quienes ya se empezaba a rumorear que eran muy peligrosos. Tras fingir que había tomado los remedios que la corte le había entregado oficialmente de parte de los médicos francos, el rey comunicó que estaba mejor, y más tarde que se había curado. Por último remuneró a los dos francos con presentes muy valiosos, que añadieron a todo cuanto habían ganado con otros pacientes de la ciudad, pues con el paso del tiempo, Jean-Baptiste y su socio curaron a mucha gente de toda condición. Incluso les pidieron oficialmente que visitaran a la reina, aquejada de una indisposición que trataron con éxito. Los sacerdotes estaban furiosos.
Cuando llegó el momento de plantearse acompañar al rey en sus campañas militares, Jean-Baptiste consideró que había llegado el momento de la verdad. Aunque su estancia en Abisinia no carecía de interés, tampoco olvidaba la verdadera razón de su viaje y la meta personal que se había marcado: tenía que volver con una embajada.
Pero nada de esto habían conseguido todavía. Además, ahora sabían por qué motivo el negus desconfiaba de los jesuitas y de Occidente. ¿Acaso el soberano no les había confesado en voz alta que era demasiado pronto para que su país se abriera al extranjero? A este obstáculo político, que de entrada era un impedimento para una embajada, había que agregar otro, más personal, que de alguna manera ahora se revelaba como un inconveniente, a pesar de que hasta entonces solo les había deparado ventajas. Todos los esfuerzos orientados a granjearse la confianza y la amistad del rey, además de garantizar su seguridad y bienestar, habían dado sus frutos, superando con creces sus primeras expectativas. Era evidente que el soberano los apreciaba. Cada día, directa o indirectamente, daba muestras de estar vinculado a ellos por lazos de confianza y afecto. Pero el juego que practicaban era peligroso. La amistad del emperador podía ayudarles a culminar el deseo de regresar con una embajada, pero al mismo tiempo corrían el riesgo de que quisiera conservarlos toda la vida a su lado, como les había ocurrido a tantos viajeros antes que ellos. Lamentablemente no podían pasar por alto esa eventualidad, así que Jean-Baptiste decidió abordar ese asunto en su próxima entrevista con el emperador. Todo el día estuvo pensando en El Cairo, en su casa y en la señorita De Maillet, y sintió tantos deseos de volver a ver todo aquello que estaba pletórico de energía para convencer a cualquiera que se le pusiera por delante, por muy tozudo que fuese.
El rey no los recibía siempre en la estancia cubierta por la cúpula que señoreaba las murallas del palacio. A menudo Demetrios les hacía salir de la ciudad y se reunían con el soberano en su tienda de caza, situada en las inmediaciones del bosque, donde pasaba jornadas enteras persiguiendo a leones y leopardos.
En aquellos días se hablaban ya con una cierta familiaridad, aunque el rey siempre había guardado las distancias, haciendo gala de la dignidad propia de su rango. Aquella noche el soberano les honró con su compañía durante la cena. Demetrios se mantenía aparte en prueba del respeto que cualquier súbdito debe a su rey, de modo que los tres hundieron las manos en la misma torta de injera condimentada con salsas. Conversaron sobre la campaña en ciernes y el inminente viaje. Una vez terminada la comida, un soldado les llevó un aguamanil y se enjuagaron los dedos.
—Majestad —empezó a decir Jean-Baptiste cuando se quedaron solos—, ya que usted nos ha hablado de su partida, permítame que también le digamos algo por nuestra parte.
La frase era ambigua. Por la mirada que le dirigió el soberano, Poncet comprendió que este se había percatado de que no hablaban del mismo destino.
—Vuestra majestad nos mandó llamar a su lado. Hemos hecho todo cuanto estaba en nuestras manos. Hadji Ali conocía nuestras intenciones desde el primer momento. Y ahora tenemos que regresar al lugar de donde venimos.
Una sirvienta les llevó el café en unas tazas. El rey se tomó el tiempo necesario para servir personalmente a sus huéspedes; desprendió dos hojas minúsculas de una planta aromática que los abisinios llaman salud de Adán y las agregó a su café.
—¡Qué curioso! —dijo—. Precisamente pensaba hablarles esta noche de su estancia aquí. La norma que hemos aplicado durante siglos es estricta: cualquier extranjero es bienvenido, pero luego debe quedarse entre nosotros. Ustedes ya están al corriente de los problemas e incluso de las tragedias que hemos vivido cada vez que hemos derogado ese principio. Así pues, cuento con restituirlo.
Poncet miró a su compañero y leyó en los ojos del protestante cierta incredulidad; no obstante esperó a oír la continuación.
—Sin embargo no pretendo obligarles —prosiguió el negus— ni forzarles a vivir en este estado de clandestinidad que, comprendo, puede resultarles penoso. Por eso mi intención es proponerles un cargo oficial —que será acatado por la corte según mi deseo— y una retribución a la altura de la gran estima que ustedes me merecen.
—Majestad —dijo Poncet afablemente, pero con un tono resuelto—, lo lamento, pero no podemos aceptar. A nuestra llegada le comunicamos que teníamos que regresar a El Cairo.
—En efecto —dijo el monarca— me lo manifestaron. Para ser más exactos, el bajá de El Cairo hacía referencia a ello en su carta de recomendación, que no en vano tiene su valor. Tal vez sea esta la única circunstancia en la que el principio que acabo de exponerles admita una excepción. El bajá de El Cairo es mahometano, y por lo tanto un enemigo para mí. Sin embargo, es un enemigo con quien tenemos negocios y me teme debido a mi poder sobre el Nilo. Por mi parte, yo también lo necesito, pues cada vez que muere el abuna, debe dar su visto bueno para dejar venir hasta aquí otro patriarca. La tradición es así y ahora nos resulta más útil que nunca tener como jefe de nuestra iglesia a un monje que no habla nuestra lengua y que solo ha salido de su monasterio egipcio para ponerse a temblar ante mí. Así pues, como debo mi palabra al bajá de El Cairo, puedo dejarles salir.
—Le estamos muy agradecidos, majestad.
—Sin embargo, permítanme hacerles una pregunta —dijo el rey.
Poncet inclinó la cabeza. Estaba claro que, aunque el soberano había desestimado el uso de la fuerza, tampoco había renunciado a convencerles.
—¿Por qué prefieren servir a ese infiel, a ese canalla turco, que posiblemente ni siquiera da muestras de gratitud, y no a un príncipe cristiano que sería incapaz de negarles un favor?
—Majestad —respondió Poncet—, no volvemos por el bajá de El Cairo.
—¿Pues por qué entonces?
El joven médico bebió un trago de café antes de contestar.
—Como usted sabe, el maestro Juremi y yo somos socios. Él me acompaña, pero quien realmente quiere regresar soy yo.
—En tal caso —dijo el rey—, le hago la pregunta a usted, Jean-Baptiste.
—Bien, majestad —dijo Poncet—, la cuestión es que estoy enamorado de una joven.
El rey se echó a reír. Era una de las pocas veces que le veían hacerlo. Se reía silenciosamente, con la cabeza hacia atrás. Mientras, Demetrios esperaba con una actitud respetuosa para traducir la continuación de la conversación.
—Muy bien —dijo por fin el soberano—. Supongo que se sentiría muy orgullosa de vivir en mi corte, y arropada en oro. Por lo que me han dicho, El Cairo es una ciudad muy calurosa y las mujeres prefieren nuestro clima. ¡Haga venir a su esposa!
—No es mi esposa —dijo Jean-Baptiste.
—En tal caso, puede celebrar la boda aquí.
—A decir verdad, majestad… no hemos llegado tan lejos todavía.
El rey volvió a reírse de aquel modo tan peculiar.
—¿Y en que punto están entonces?
—Debe saber, majestad, que es una joven de una condición considerablemente más elevada que la mía. Su padre ocupa un cargo importante en nuestro estado. Nos amamos y…
Jean-Baptiste sintió una especie de punzada al pronunciar la frase, como si estuviera tentando la suerte. Temía los zarpazos del destino sobre ese asunto, con la superstición propia de los enamorados.
—… pero antes tengo que convencer a su familia y no va a ser fácil.
—Dígale que vivirá aquí, en la corte de un gran rey, y que usted será uno de mis oficiales de alto rango.
—Majestad, ¿acaso no conoce a los hombres? No tienen imaginación; para ellos no existe aquello que no pueden ver con sus propios ojos. Yo sé bien que un lugar en su corte es más digno que muchos cargos de los que se enorgullecen los hijos de las familias más influyentes, pero eso no será suficiente para convencer al padre de la mujer que amo.
Se detuvo un instante, esperó a que Demetrios terminara la traducción y, sacudiendo la cabeza como quien piensa en voz alta y analiza una a una las ideas que se agolpan en la conciencia, añadió:
—Me doy cuenta, majestad, de que intenta hacer todo cuanto está a su alcance por ayudarme y le estoy muy agradecido por ello. A decir verdad, hay algo que me gustaría decirle…
—Dígalo, pues.
—Me resulta difícil confesárselo porque sé que mis propósitos pugnan con sus convicciones más profundas.
—No se preocupe por ello. Si tengo que negarme, al menos ni usted ni yo tendremos que lamentar el no habernos hablado con claridad.
—Bien —dijo Jean-Baptiste de manera precipitada, como quien alivia la carga de sus hombros dejando caer los bultos al suelo—. El padre de mi amada es diplomático. Si me fuera posible alcanzar la misma posición, me juzgaría como un igual, o cuando menos como alguien de su mundo. Un medio para conseguir mi meta sería que vuestra majestad se dignara recomendarme a nuestro rey Luis XIV para que este me nombrara embajador permanente en Abisinia. De ese modo podría volver aquí, y al mismo tiempo ostentar ante la joven que amo un cargo brillante. Por otra parte, aunque ese puesto sea inferior sin duda al que vuestra majestad pudiera ofrecerme en su corte, al menos tendría el gran mérito de ser considerado por su padre.
—¡Una embajada! —exclamó el rey.
Una ráfaga de aire se deslizó por debajo del faldón de la tienda real y levantó un remolino de arena en el suelo, interrumpiendo un momento la conversación.
—Usted sabe —continuó el soberano— que nunca obramos de esa forma. Si tenemos algo que decir a nuestros vecinos, recurrimos a mensajeros que actúan con suma discreción, como mercaderes, peregrinos, y a veces incluso mendigos. Antaño, cuando los portugueses nos enviaron representantes oficiales, estos hicieron tal alarde de arrogancia que nos incitaron a no dejarles marchar.
—Lo sé —dijo Poncet.
El rey se puso de pie y empezó a deambular alrededor de la mesa, rozando de paso la tela gruesa y áspera de la tienda, con un gesto instintivo que evidenciaba su perplejidad.
—Usted sabe también que todos los sacerdotes, esos que llaman jesuitas y esos otros que se visten como los árabes, pululan a nuestro alrededor, al acecho del menor pretexto para entrar en el país. Cuando yo era niño, mi padre mandó venir a un médico de El Cairo, como yo he hecho ahora con usted. Llegaron dos monjes; los recibió amablemente, aunque con cierta desconfianza, y preguntó cuál de ellos era el médico. Estos le dijeron con toda tranquilidad que el médico no había podido emprender el viaje inmediatamente y que ellos se habían adelantado…
—¿Qué fue de los monjes? —preguntó Jean-Baptiste.
—En el momento que el pueblo se enteró de que los religiosos francos habían regresado, la multitud comenzó a concentrarse; nuestros sacerdotes y nuestros príncipes pusieron al rey en cuarentena, por miedo a que se convirtiera como había ocurrido ya una vez, para nuestra desgracia. Todos temían que se desencadenara de nuevo una guerra civil, así que el rey, mi padre, no vaciló en entregar a los dos extranjeros a la multitud, que los lapidó ante el palacio. Le digo esto para que sepa que una embajada puede atraer a esos fanáticos que tratan de entrar en el país por todos los medios, a sabiendas de que no queremos volver a verlos.
—¡Precisamente! —dijo Jean-Baptiste, que continuaba pensativo y que parecía a punto de pronunciar en voz alta los pensamientos que gradualmente le venían a la mente—. No debe confiar una embajada a un desconocido, sino a una persona que le sea familiar, alguien que sienta tan poca simpatía como usted por los curas y que se comprometa a no traerlos con la embajada; esto pondría las cosas en otro plano. Majestad, me parece que en realidad tiene poco que temer. La presencia de un emisario de nuestro rey, testigo de la situación de vuestro imperio y conocedor de las maniobras de los jesuitas ofrecería la posibilidad de informar sin demora a nuestro soberano de cualquier treta de esos clérigos. Luis XIV tiene influencia sobre el papa y podría pedirle que moderara sus fervorosas congregaciones. Muchas cosas se deben a que en nuestro país no se conoce suficientemente a vuestra majestad. La simple palabrería medra fácilmente donde impera la ignorancia. Perdone mi franqueza, incluso yo me avergüenzo de lo que voy a decir, pero los jesuitas han llegado a describir este reino en sus relatos como una tierra de salvajes, ignorantes y brutos. Y ese es el argumento que han esgrimido para intentar traer hasta aquí la luz de la fe. Si yo pudiera aportar un testimonio de la realidad de este pueblo, seguro que el rey francés lo entendería. Yo ayudaría a ambos a establecer las relaciones de estima entre grandes soberanos cristianos, uno de Occidente y otro de Oriente. Creo que de ese modo vuestra majestad podría impedir la llegada de quienes se empeñan en alterar el orden de su reino para adueñarse del poder y las almas.
Al término de este parlamento que había pronunciado de corrido, como llevado por una súbita inspiración y en un tono apasionado, Jean-Baptiste miró fijamente al rey. El soberano, inmóvil, se quedó pensativo unos instantes. Luego llamó a un guardia. Un joven muy alto y delgado apareció con una lanza en la mano y un machete cincelado en la cintura.
—Que alguien vaya a la ciudad y me traiga a Murad inmediatamente —dijo el rey.