11. Demetrios

Cenaron en una inmensa estancia prácticamente subterránea, a la que se accedía por una puerta baja. Les dio la bienvenida una mujer de edad madura, alta y ataviada con un largo vestido de algodón blanco que llevaba bordada una cruz multicolor. Sus rasgos eran bellos y majestuosos, una cualidad que al parecer era el atributo común de esta raza imperial. Guiados por la mujer, se acomodaron en un gabinete estrecho y separado del resto de la sala por unas cortinas de muselina. Al otro lado de estos visillos, unas sombras iban y venían. Los abisinios tenían la costumbre de no comer nunca en público por miedo a que los desconocidos les miraran e introdujeran malos espíritus en su cuerpo a través de los alimentos. A la hora de las comidas, esta especie de albergue se transformaba en hileras de celdillas con paredes de algodón donde los comensales se escondían unos de otros, agrupados en selectos corrillos. Una vez terminado el refrigerio, volvían a recogerse los velos, y la sala recobraba sus dimensiones naturales, con todos los asistentes sentados en taburetes o en alfombras, alrededor de mesas forradas con vistosas esterillas de esparto. Habían cenado una gran torta de tef, un cereal fermentado de gusto picante que crece en el altiplano, aderezada con varias salsas muy condimentadas. De unas vasijas de barro de cuello largo bebieron una especie de aguamiel untuoso, de aspecto anodino, pero que turbaba agradablemente la conciencia. Conforme se iban retirando los velos y quedaban a la vista los comensales, Poncet y su acompañante empezaron a contemplar maravillados la hermosura que igualaba a los hombres y las mujeres de su alrededor. Los observaron con naturalidad, pero su mirada mostró predilección por las mujeres.

—Vayan con cuidado —les dijo Demetrios—. Las costumbres aquí son muy elementales. Este pueblo no considera que el adulterio sea un pecado; ahora bien, si hay algo verdaderamente valioso para ellos es su dignidad. Deben mostrarse muy respetuosos, y en cierto modo distantes con las mujeres. Procuren no observarlas, pero no crean que por ello serán ignorados. Sepan que todos los ojos los ven aunque no los miren. Si no quieren ponérmelo difícil, recuerden que aquí la mirada de un desconocido es el mayor peligro que puede haber. En el momento en que estén a solas con una de estas mujeres podrán obtener todo cuanto deseen de ella, aunque esté desposada o se trate de una princesa. Pero sigan mi consejo, antes no la miren.

La imagen del pellejo humano estaba aún tan viva en sus mentes que inmediatamente los dos extranjeros dejaron de pasear sus miradas a su alrededor, y se esforzaron por demostrar que Demetrios era su único interlocutor.

El joven se expresaba con soltura en italiano. Les dijo que era la única persona que hablaba esta lengua en toda la ciudad y que la había aprendido de su madre, una griega de madre siciliana. Al igual que otros comerciantes, su familia había llegado al país por el mar Rojo, y con el tiempo se resignó a quedarse. De los cinco hijos que había tenido su madre, dos eran de un abisinio, Demetrios y otro mestizo.

—Durante mucho tiempo fui el niño más hermoso de la ciudad —dijo mirándoles desde el fondo de sus ojos—. Luego se produjo una epidemia y mucha gente murió. Yo me salvé, y el resto me da igual. Tras la muerte de mis padres, el rey me tomó a su servicio y me ha prodigado sus bondades hasta hoy. ¿Saben —añadió mirándoles con una expresión ingenua— que es un rey muy humano?

—Creo —dijo Jean-Baptiste— que hemos visto algunas pruebas muy convincentes…

—¡Cómo! —replicó el joven—. ¿Todavía están dándole vueltas a esos incidentes? Eso no está bien; no se debe juzgar a los soberanos por unas menudencias así. Yo estoy seguro de que es un rey bueno, tal vez el mejor que hemos tenido en muchos años de nuestra historia. Le daré un ejemplo: siguiendo con la tradición, en el momento en que un negus subía al trono, todos sus hermanos y hermanas que un día podían llegar a reinar eran confinados en una de las muchas cumbres inaccesibles de este país. Se pasaban toda la vida encerrados en una de esas prisiones y si se escapaban eran capturados y mutilados, pues según el dicho, un ser que no es completo no puede ser rey. Pues bien, cuando Yesu fue aclamado formó un cortejo y acudió al pie de Amba Wachiné[8], el lugar donde los príncipes se hallaban cautivos. Dio la orden de que fueran liberados y los esperó. ¡No pueden imaginarse la escena! Un tropel de miserables descendió la montaña. Había ancianos flacos como Job, vestidos con harapos y llenos de piojos. Eran los príncipes herederos de la tercera generación anterior a Yesu. También había niños; a uno le habían cortado la oreja porque una esclava se apiadó de él y lo escondió bajo su túnica para que pudiera escapar. No hay mayor acto de piedad que ese, sobre todo porque no eran traidores, ni renegados, sino príncipes. Yesu comprendió que esta costumbre era injusta, además de peligrosa. Era lógico que los cautivos más valerosos albergasen odio en su corazón contra el soberano y que no hubiesen dudado en derrocarle por todos los medios posibles. Si algún bando enemigo hubiera conseguido tomar la prisión, inmediatamente habría contado con un buen número de candidatos legítimos dispuestos a todo para vengarse. De hecho, no es la primera vez que ha ocurrido algo así. Pues bien, Yesu liberó sin vacilar a todos los prisioneros y ordenó que los vistieran y alimentaran. Y durante dos días, todo fueron lágrimas de alegría y gratitud.

El aguamiel tenía la propiedad de infundir locuacidad a los hablantes y paz de espíritu para escuchar. Los dos viajeros oían a Demetrios y se divertían con sus muecas, sentados cómodamente en una mullida alfombra y acunados por la melodía del krar que tocaba un anciano.

—¿Y esos príncipes no se han olvidado ya de sus lágrimas? —preguntó Poncet—. ¿La ambición y los celos se han desvanecido de verdad?

—¡Así es, en efecto! Nuestro rey solo ha recibido muestras de admiración por parte de su familia. Únicamente se ha rebelado uno de sus primos.

—El que ha sido despellejado vivo —replicó el maestro Juremi.

—¿Así que está enterado de su historia? —dijo Demetrios, un poco sorprendido.

—Sólo del final.

El joven soltó una sonora carcajada.

—No solo la familia —continuó, poniéndose serio—. También los balabats, o sea los nobles y los príncipes, además de los gobernadores, las tribus, todo el mundo en este gran país amenaza constantemente al rey. Por no hablar de los gallas. Quienes menos problemas nos causan son los países musulmanes vecinos; nos cercan, pero de momento nos dejan tranquilos. No, realmente nuestro rey nunca está en paz. Esa es la tarea de todos los reyes. Pero siempre ha demostrado tanta valentía que se ha convertido en el soberano más glorioso que hemos tenido en mucho tiempo. Se ha ganado el aprecio de los príncipes y el respeto de los musulmanes, ha sabido sosegar a las tribus, y ha repelido los ataques de los gallas. Su obra es inmensa.

—No quisiera faltarle al respeto —dijo Poncet, ligeramente mareado—, pero no me imagino cómo la estatua viviente que hemos visto hace un rato ha podido culminar todo eso. ¿Acaso no estará sometido a la influencia de su lugarteniente general y de todos sus sacerdotes?

—¿El emperador? —preguntó Demetrios—. No me haga reír. Le temen y le odian porque les ha despojado de su poder. Es más, el alto clero nunca ha estado tan controlado como ahora. No es que el rey esté muy versado en la doctrina religiosa, pero honra su autoridad y sabe además que sus atribuciones se amparan en la unidad de su Iglesia. Ha sofocado las rivalidades entre los religiosos y entre los balabats hasta el punto que ahora los tiene a sus pies. Y si aparece como una estatua viviente en las audiencias es para obligar aún más a sacerdotes, príncipes y nobles a mantenerse de pie ante su figura hasta caer de fatiga, como han podido ver.

—¿Pero no hay entre ellos alguno que tenga más influencia y que pueda, por ejemplo, hacerle llegar mensajes directamente? —preguntó Jean-Baptiste, pensando como siempre en la misión que le había confiado el cónsul.

—De todas las personas que ha visto, me temo que nadie. No obstante, hay otras vías.

—¿Usted, por ejemplo? —indagó Jean-Baptiste, mirando a Demetrios.

—El mero hecho de que albergue tal pensamiento me honra.

Se internaron en la oscuridad de la noche, sin saber a ciencia cierta adónde les llevaban sus pasos. Por suerte, Demetrios los dejó en la puerta. Antes de acostarse, Jean-Baptiste revolvió en el cofre de los remedios, y sacó un cuaderno que le servía para anotar las recetas y las proporciones de las mezclas. Finalmente se metió una mina de grafito en uno de los bolsillos y el cuaderno en el otro.

—Mañana empezaré a tomar notas —dijo estirándose, aún vestido.

—¿Para qué? —preguntó el maestro Juremi, a quien se le desencajaban las mandíbulas con sus bostezos.

—Primero porque es interesante. Y en segundo lugar porque así encontraremos la forma de salir de este país. Todavía era noche cerrada cuando Jean-Baptiste oyó una llave en la cerradura e instintivamente buscó a tientas la espada que había escondido debajo de la cama. La puerta se abrió con suavidad, y una silueta se recortó a la luz del resplandor de una palmatoria de arcilla donde ardía una candela.

Jean-Baptiste esperaba, dispuesto a entrar en acción, cuando de súbito vio brillar una hoja y luego la gran sombra del maestro Juremi, que se había incorporado sin hacer el menor ruido. El protestante había acometido ya al intruso y le apuntaba con la espada al corazón. El desconocido levantó las manos en el aire, y con ellas la vela que alumbró el rostro. Por fortuna era Demetrios.

—¿Qué busca usted a estas horas? —le preguntó el maestro Juremi alzando la voz.

—¡Chis…! Se lo ruego —dijo Demetrios en un susurro—. No haga ruido y deje de amenazarme con esa espada.

El maestro Juremi se apartó para que Demetrios entrara en la habitación.

—Vístanse —dijo en voz baja.

—Ya estamos vestidos.

—Entonces, síganme; no tienen nada que temer.

Los dos amigos intercambiaron una mirada, guardaron las armas y echaron a andar detrás del joven. En lugar de salir de la casa, este abrió una puerta que ya habían visto anteriormente. Imaginaban que se comunicaba con un granero, pero lo cierto es que daba a un angosto corredor. Atravesaron dos puertas más, y al llegar a los muros de piedra se dieron cuenta que habían entrado en el palacio. Demetrios, que iba delante, los guio por una estrecha escalera de caracol, abierta al exterior a través de las troneras por donde se colaban unas ráfagas de viento frío y después salieron al camino de ronda que daba a las almenas de las murallas. El cielo estaba despejado, sin una nube siquiera, y de la ciudad solo llegaba el tenue resplandor de los puestos vigías y las hogueras de la tropa. La bóveda celeste estaba tan tupida, tan cuajada de luceros que parecía un manto sedoso y brillante desde cualquier punto de aquel entramado de estrellas suspendidas en el firmamento. Desde que los viajeros vivían en el altiplano, la tierra les hacía olvidar que estaban lejos; solo se lo recordaba el cielo. Entre dos almenas divisaron la Cruz del Sur.

Demetrios los condujo a lo largo de un muro almenado y a continuación penetraron bajo una de las minúsculas cúpulas que se elevaban en cada una de las esquinas del castillo. La cúpula configuraba el techo de una sala cuadrada y de dimensiones reducidas que estaba amueblada con una mesa de madera y cuatro taburetes. Un hombre ataviado con una sencilla túnica blanca, sujeta a la cintura con un cinturón bordado, ocupaba uno de los asientos. Tenía un codo en la mesa y el torso inclinado hacia un candelabro. Al verlos entrar se incorporó. Los dos amigos reconocieron enseguida a aquel dignatario que les recibía con tanta sencillez. Era el emperador, con sus ojos y su nariz característicos, la estatua viviente, el dios impasible ante el que se habían postrado aquella misma mañana. Poncet vaciló un instante mientras se preguntaba cómo iban a ingeniárselas si se veían obligados a estirarse en el suelo cuan largos eran, dadas las pequeñas dimensiones del gabinete. Evidentemente, Jean-Baptiste habría realizado las contorsiones más audaces con tal de conservar el pellejo, pero no fue necesario. El soberano señaló a sus visitantes los taburetes que estaban a su alrededor e incluso acercó uno que estaba entre dos alfombras, con toda naturalidad.

Se limitaron a hacer un saludo breve y tomaron asiento junto al monarca. Así, solo y sin el boato de la corte, el rey de reyes no emanaba más majestad que cualquiera de sus súbditos, que no es decir poco. Pero además del porte altivo y grave que poseían todos los abisinios, el soberano tenía una expresión triste, por no decir de amargura, que se reflejaba en las facciones de su rostro cuando se quedaba quieto. Al recibir a los dos extranjeros había forzado una leve sonrisa antes de que la tristeza se apoderara nuevamente de sus rasgos. Físicamente era un ser de baja estatura para su raza y muy delgado. Debía de tener unos cuarenta años, pero ya estaba ligeramente encorvado. Su mirada no irradiaba la vivacidad de los corazones salvajes que siempre están alerta, incluso cuando duermen. Era tan solo un hombre cansado y débil de quien se habría apiadado más de uno, de no haber sabido que un día antes había mandado infligir tormentos abominables.

—Me alegra verles —dijo con una voz dulce.

Demetrios tradujo estas palabras al italiano.

—Es un gran honor para nosotros, majestad… —empezó a decir Jean-Baptiste.

El rey interrumpió la traducción de Demetrios.

—No se esfuerce —dijo—. Dejémonos de comedias ahora que estamos solos.

Poncet guardó silencio.

—Ha dado unas respuestas muy atinadas a los sacerdotes —prosiguió el rey con su imperturbable expresión de indiferencia.

Ambos observaron que no cesaba de rascarse el brazo y el vientre.

—Sí. Me han comunicado sus palabras, que sin duda son muy acertadas. Yo tampoco creo en sus milagros. Nadie ha sido testigo jamás de que curaran ni una mínima fiebre. Todas sus ceremonias adivinatorias son sandeces. Probablemente sabrá que me vaticinaron una derrota en el momento en que pasó el cometa. Siempre ocurre igual; como desean mi ruina, convocan a los astros para darse ánimos. Pero dígame, ¿qué religión es esa en la que cree, que no es la católica ni la nuestra?

—Se conoce por el nombre de Reforma, majestad —dijo Poncet.

—Los jesuitas nunca nos hablaron de ella cuando estuvieron aquí.

—Y con razón. Son nuestros peores enemigos.

—Le creo —dijo el emperador.

Luego, volviendo su mirada cansada hacia el maestro Juremi, añadió tranquilamente:

—Sin embargo, habría jurado que este era uno de los suyos.

—¡Un jesuita! —exclamó Poncet.

El maestro Juremi estaba lívido.

—Sí, o algún sacerdote de otro tipo. Todos siguen los mismos métodos, si no me equivoco —dijo el rey, mirando de nuevo a Jean-Baptiste—. Sé que usted es médico; sin embargo, su acompañante se incorporó a su caravana y aún no sé muy bien si como ladrón o como sacerdote.

El maestro Juremi estaba a punto de levantarse cuando Poncet le sujetó el brazo con firmeza.

—Afortunadamente —continuó el rey—, Hadji Ali me lo ha contado todo. Al parecer, este hombre es su socio y fueron los francos quienes se negaron a dejarle partir. Pero no se preocupen. Tengo confianza en ustedes, pues al parecer son muy competentes en su oficio, y eso es lo único que me importa. Tenemos poco tiempo, así que les mostraré mi mal.

La llama de la vela proyectaba unas sombras sobre la cúpula de piedra. El techo alto y redondeado daba a la sala el aspecto de una gruta, y un rectángulo azulino que parecía flotar en la oscuridad del alba se colaba por una estrecha abertura orientada a Poniente.

El emperador se puso de pie, se desató el cinturón con naturalidad y se desvistió, al tiempo que Poncet se acercaba para examinarlo en silencio.

—Puede tocarme —dijo el rey al darse cuenta de la turbación del médico.

Poncet pidió al maestro Juremi que levantara la vela y empezó a palpar la región afectada. Menos mal que puedo examinarlo —pensó—. Esta lesión no tiene nada que ver con la de Hadji Ali.

El rey tenía una gran placa en el tórax y en la parte superior del abdomen, que en algunos lugares supuraba y formaba grietas. El médico sometió al paciente a una minuciosa exploración para cerciorarse de que el mal no se localizaba también en otras zonas. Cualquier persona que hubiera observado la escena desde lejos se habría extrañado al ver a aquel poderoso rey de reyes, desnudo y encorvado que descubría humildemente su delgadez y las úlceras de su cuerpo ante la figura fornida del maestro Juremi, que sujetaba pacientemente el candil, y ante Jean-Baptiste, quien a su vez tocaba al enfermo con suavidad, absorto en su tarea, y más decidido a cumplir con los deberes de la fraternidad hacia cualquier hombre que a acatar la obediencia de un soberano.

—¿Le duele? —preguntó Poncet.

—Bastante —dijo el emperador—. Pero el dolor no es nada comparado con los picores.

El medico le indicó que ya podía vestirse.

—Durante esas audiencias de varias horas —continuó el rey—, mi único deseo es arrancarme la piel con las uñas, pero aun así no debo moverme. Esos desalmados se enteraron de que estaba enfermo por una indiscreción, como ocurre muchas veces. Sin embargo no voy a consentir que además me vean sufrir o ceder ante el dolor que pueda imponerme la enfermedad. Deben de creer que mi voluntad es inamovible, pues de lo contrario me destrozarán.

Volvieron a sentarse alrededor de la mesa.

—¿Se ha sometido a algún tratamiento? —preguntó Jean-Baptiste.

—Sí, a algunos. Baños, emplastos de arcilla… y la anciana que asistió a mi madre en el parto me trajo unos polvos. La mujer alardea de tener conocimientos de medicina.

—¿Y con qué resultados?

—Cada vez peor.

—¿Y… y el santo que no ha comido en veinte años? —preguntó Poncet con vacilación.

—¿Cómo, aún no lo sabe? Mandé vigilar al monje de día y noche, y a la mañana siguiente de su llegada, poco antes del alba, lo encontraron andando a gatas por las cocinas, atiborrándose de aceitunas. En cuanto lo supe, ordené inmediatamente su partida para que pudiera continuar la digestión en su monasterio. Los cuatro se echaron a reír.

—Majestad —dijo Poncet—, vamos a prepararle un ungüento para su enfermedad. ¿Deben probarlo antes los esclavos?

—No. A los sacerdotes deles cualquier remedio, inofensivo claro, para que hagan sus experimentos; y a mí me mandan la medicina directamente con Demetrios, indicándole cómo debo tomarla.

—Durante el tiempo que dure nuestro tratamiento no deberá recurrir a ningún otro.

—No se preocupe.

—Dentro de dos días tendremos que volvernos a ver para observar los resultados del tratamiento.

—Estas entrevistas son peligrosas. Nadie debe saber que hemos hablado en privado, y tampoco deben de ser muy repetidas. Trataré de concertar una dentro de dos días, pero no se impacienten. Y no digan a nadie una sola palabra de esto.

Casi había amanecido por completo y sus siluetas parecían opacas y grises con aquella luz azulada que había inundado la sala. Después de despedirse, el emperador se retiró por una puertecilla. Ellos salieron por el lado opuesto, volvieron a recorrer el camino de las murallas y pronto estuvieron de nuevo en su casa.

—¿Sabes qué tiene? —preguntó el maestro Juremi cuando Demetrios los dejó solos.

—Me temo que sí, y es un asunto muy serio.

Después del período alegre de las confidencias primero y del de la sosegada intimidad después, Alix y Françoise empezaron a notar los estragos de la monotonía y la rutina junto a las plantas de Jean-Baptiste. Sus conversaciones se desgastaban por la fuerza de la costumbre y estaban impregnadas de pesimismo. Las dos se encontraban siempre en aquel lugar que, si bien antes evocaba la presencia de quienes ellas esperaban, con el tiempo había terminado por convertirse en el doloroso marco de una ausencia que ambas soportaban cada día con más pesar. En dos o tres ocasiones riñeron por una nadería, y aunque enseguida hicieron las paces, se dieron cuenta de que si no encontraban un remedio, aquella situación podía poner en peligro su amistad. Entonces Alix tuvo una idea.

—¿Qué diría usted —preguntó a Françoise— si persuadiera a mi madre para que la tomara a su servicio? Así, podría venir a trabajar a nuestra casa y nos veríamos allí. Poco a poco haría notar mi amistad hacia usted y sin duda me concederían el calor de su compañía. Podríamos salir a pasear, o venir aquí incluso, pero ya no estaríamos obligadas a permanecer en esta terraza para vernos.

Françoise aceptó encantada. El paso siguiente sería encontrar los medios para convencer a la señora De Maillet. No obstante, el mero hecho de concebir un plan ya era un motivo de alegría, incluso antes de que se materializara.

Para empezar, Alix le contó a su madre que sentía lástima por una francesa que andaba como una oveja extraviada por la ciudad. Le dijo que la pobre mujer vivía en una buhardilla cercana al invernadero y que la ayudaba a regar las plantas y a acarrear los cubos. Así que para empezar la joven pidió unas piastras a su madre para pagarle estos servicios. Más adelante, al hilo de otras conversaciones, le expuso la desgracia de aquella infeliz, que no era de mala condición, a quien Dios había dejado de su mano y sin recursos, en una ciudad tan hostil. Las dos se lamentaron de la miseria de este mundo y la señora De Maillet dio gracias a la Providencia por haberlas librado siempre de semejantes penurias. Como la madre y la hija tenían poco que decirse, Françoise se convirtió en el tema de conversación predilecto entre ambas. Aprovechando el día que la señora De Maillet pidió a Alix noticias sobre su protegida, su hija, que había decidido ir a por todas, dijo con indiferencia:

—¡Oh, está más tranquila porque ya ha tomado una decisión!

—¿Qué decisión?

—No me acuerdo si se lo he dicho. Un comerciante turco bastante rico le ha propuesto casarse. El matrimonio la sacaría de muchos apuros. Françoise ha echado sus cuentas, porque es viejo y tiene un aspecto repugnante. Pero al fin y al cabo solo sería su cuarta esposa, de modo que compartiría con las otras tres los sinsabores de tener que soportar su presencia.

—¡Qué horror! —exclamó la señora De Maillet—. ¿Y su decisión también implicaría abjurar de la fe cristiana?

—Por eso precisamente duda tanto. Es muy piadosa y le daría mucha pena tener que renegar.

—Bueno, ¿y qué ha decidido?

—El turco la ha convencido de que la religión musulmana no exige grandes obligaciones. Basta con manifestar que Dios es Alá y Mahoma su profeta. Eso es todo. Además, para ellos Cristo es una especie de santo precursor, así que puede seguir rezando por Él. En definitiva, el moro ha convencido a esa infeliz de que en cuestiones de fe perdería muy poco, y que todo serían ganancias, porque no tendría la preocupación de buscarse el sustento.

—Hija mía —dijo la señora De Maillet, mirándola angustiada—, esa mujer va a perderse. No se puede creer absolutamente nada de lo que dicen esos infieles. Han conquistado los santos lugares, han destruido un sinfín de iglesias y han matado a muchísimos cristianos. Es nuestro deber impedir a toda costa que se haga turca. Según dicen, esos hombres son muy rudos con sus esposas, así que sería una muerta en vida, y además se precipitaría en el infierno para la toda la eternidad.

Para evitar semejante naufragio, las dos mujeres se afanaron en buscar una solución.

Al final de la conversación, Alix sugirió la posibilidad de tomar a Françoise a su servicio, y su madre consideró la proposición.

—Sí —dijo—, voy a pensar en ello. Desde que nuestra lavandera regresó a Francia, he pedido a tu padre que la sustituya, pero él siempre argumenta que no hay nadie en la colonia franca que pueda desempeñar el oficio. Pero yo creo que solo se muestra reticente para ahorrar. Tu padre es tan moderado en el gasto de los caudales públicos…

—Pues yo creo que esta cuestión va más allá del ahorro —dijo con viveza Alix, que estaba entusiasmada con la idea—. Las dos esclavas nubias que hacen la colada ya han desteñido varios vestidos, y no es la primera vez que queman la ropa blanca por lavarla con demasiada sosa.

—¡Y no hablemos del planchado, que es un auténtico desastre! Pero desgraciadamente tu padre no presta atención a estos menesteres. La única vez que le oí quejarse fue hace unos meses, cuando vio que sus preciosas medias de seda verde manzana se habían vuelto de un color rojo ladrillo una semana después, porque habían estado en remojo con una de mis mantas.

—¿Se da cuenta? —insistió Alix—. Estoy segura de que podríamos hacerle comprender el provecho, el ahorro que supondría contratar a una lavandera. Mi padre alegará que no tiene tiempo de buscar una, y entonces nosotras se la conseguiremos.

Alix representó su papel con tanto esmero que su madre aceptó presentar la propuesta a su marido. La devota mujer, que posiblemente no habría movido ni un dedo por salvar una vida humana —por entender que la vida se halla en manos de Dios—, ponía todo su empeño en salvar un alma en el momento en que iba a alejarse de la fe verdadera.

—¿Cómo planteará el asunto a mi padre? —preguntó Alix.

—Lo conozco bien. No vale la pena disimular con él. Le diré exactamente la verdad, tal como acabas de exponérmela.

Alix había conseguido mantenerse seria hasta entonces, pero cuando le contó esta última réplica a su amiga, ambas estuvieron riendo un buen rato.

El señor De Maillet dio su brazo a torcer y consintió que su mujer tomara a su servicio una lavandera a prueba durante quince días. Françoise fue al consulado, se la presentaron brevemente al cónsul, que no se rebajaba a las cuestiones domésticas, y enseguida supo conquistar el corazón de la señora De Maillet. La nueva lavandera trabajó duro desde su llegada. A los quince días, el cónsul, que apenas se daba cuenta de nada, tuvo que rendirse ante la evidencia de que la casa se había transformado. Sus ropas estaban tan primorosas como el primer día. Con la ayuda de los productos extraídos de las plantas de Poncet, Françoise incluso consiguió que las medias recuperaran su color original. A partir de entonces las damas volvieron a lucir encajes blancos y no amarillentos como antes. Y como colofón final, Françoise llevó a cabo una auténtica proeza: que el señor Macé le fuera llevando todos sus trajes, a cual más sucio. Una mañana, mientras su secretario le traía unos papeles, el cónsul se dio cuenta de que allí faltaba algo. Recorrió toda la estancia con su mirada, pero no pudo hallar nada anormal. Luego, de pronto, levantó la nariz hacia el señor Macé, que estaba de pie frente a él, y el cónsul comprendió, con la extrañeza y lentitud con que uno trata de encontrar las cosas extraviadas, que su secretario ya no olía mal. Françoise fue contratada.

Como era de esperar, las dos amigas siguieron viéndose en el consulado. Todas las mañanas, Alix iba sola a ocuparse de las plantas y se quedaba en la terraza menos tiempo que antes. Luego volvía y deambulaba por la casa. En el consulado, el espacio destinado al señor De Maillet y sus empleados se limitaba al ala de boato, es decir, la sala en que se encontraba el retrato del rey, unos gabinetes de trabajo contiguos y, en el primer piso, las habitaciones a menudo vacías que se reservaban a los invitados de honor. Y dado que la señora De Maillet apenas salía de sus aposentos, el resto de la mansión, los vestíbulos, los corredores, la habitación de Alix, los saloncitos, las cocinas, las antecocinas y los lavaderos eran lugares propicios para los encuentros de las dos amigas. Estos marcos tan distintos dieron a su complicidad el encanto de la novedad, la sal de una necesaria discreción y la savia de mil conversaciones que iban nutriendo la amistad de aquellas dos mujeres, siempre alertas por miedo a ser sorprendidas en una casa tan espaciosa.