10. Yesu I

—¿Cuántas naturalezas hay en Cristo? —repitió el monje.

En la sala reinaba un silencio sepulcral. Jean-Baptiste, que continuaba callado, era el centro de todas las miradas. Pero de repente reaccionó, como súbitamente inspirado:

—¿Cuántas naturalezas hay en Cristo? ¡Pero monseñor, soy yo quien debería plantearle a usted esa cuestión!

Esperó a que Hadji Ali tradujera sus palabras antes de proseguir:

—Cada individuo en particular debe hablar únicamente de los asuntos que son de su incumbencia. Por ejemplo, yo soy médico, y mi amigo tiene la habilidad de preparar remedios. Nosotros solo somos duchos en el manejo de estas picas de hierro que los francos llevamos sujetas al costado y que se llaman espadas. Monseñor, puede hacernos cualquier pregunta acerca de las plantas o de las armas y nosotros trataremos de responderle. Sin embargo, la cuestión que nos plantea incumbe a la teología y solo puede contestarla un teólogo como usted. Por nuestra parte, estamos dispuestos a escuchar sus enseñanzas.

Jean-Baptiste concluyó su respuesta con una digna reverencia. Con su tocado blanco y una mano en el corazón miró al ras y a sus acompañantes con una franqueza desarmante.

En su fuero interno se hallaba al límite de sus fuerzas; se sentía como si hubiera bordeado un camino escarpado al pie de un precipicio. Aunque el corazón le latía impetuosamente y un sudor helado le recorría la espalda, hacía tremendos esfuerzos para que nadie advirtiera nada.

Sus explicaciones culminaron en un largo silencio. Sólo se oían los lamentos de hombres y mujeres que llegaban a través del patio, como un coro de gemidos.

—Prepárense para ver al rey de reyes —dijo finalmente el ras Yohannes con un tono solemne—. Dado que usted tiene la pretensión de curarle y que su majestad tiene la bondad de someterse a sus prescripciones, serán admitidos en su presencia. No obstante, debo informarle de que nuestro emperador no puede tener trato directo con cualquiera y menos aún con extranjeros. Así que no podrán tocarlo ni acercarse a él. Esto significa que únicamente verán y oirán al emperador a través de la persona por la que se expresa.

—Pero es imposible —exclamó Jean-Baptiste. ¿Cómo quiere que…?

El ras levantó la mano para indicarle que se callara.

—El protocolo es así. ¿Tiene usted el poder de curar, sí o no?

Jean-Baptiste estaba desesperado por las condiciones que le imponían, no tanto por lo que se refería al tratamiento del monarca —Hadji Ali le había descrito de forma aproximada el mal que sufría— como por la misión de su embajada. A la vista de la situación, sería imposible hacerle llegar mensaje alguno.

El tono del ras no admitía réplica, así que Poncet no tuvo más remedio que aceptarlo todo. Los dignatarios abandonaron la sala, y solo se quedaron los tres a la espera de la audiencia real.

—Tú no nos habías dicho nada de esto —dijo Jean-Baptiste, malhumorado, a Hadji Ali—. Entonces, ¿no vamos a poder hablar con el rey?

—En público es inaccesible —contestó el camellero—. Es la ley; ni siquiera debe pisar el suelo. Llega montado en una mula y no pone el pie en el suelo hasta que ha llegado al extremo de la alfombra que se extiende ante su trono. Como la mula también camina sobre la alfombra, observarán que a menudo deja caer sus boñigas en medio de hermosos motivos persas. Pero no importa, aquí todos están acostumbrados. Además, tienen suerte porque el ceremonial ha cambiado un poco. Antes era completamente imposible ver al soberano. Su abuelo aparecía dos o tres veces al año y seguía las deliberaciones de su consejo a través de un visillo.

—¿Y por qué no habla?

—El protocolo es así. Cuenta a su servicio con un oficial que duplica la función de cada uno de sus sentidos. El ojo del rey le pone al corriente de todo cuanto ve en la corte. La oreja del rey escucha para él. Hay el jefe de su mano derecha y el de su mano izquierda, para los ejércitos. Y ahora oirán al serach massery, que repite en voz alta sus palabras.

—¿Puede hacer los hijos solo? —gruñó el maestro Juremi.

—Seamos serios; no tenemos mucho tiempo —le dijo Poncet—. ¿Quién es ese santo que no ha comido desde hace cincuenta años? ¿Tenemos que competir con él o ya ha sido despedido?

—Hace veinte años que no come —dijo doctamente Hadji Ali—. ¡Veinte años! ¡Ah! El Profeta no permitiría que ocurrieran cosas así…

Se besó la mano y miró al vacío.

—No —continuó—, el emperador le ha retirado su confianza.

—¿Estás seguro? —preguntó el maestro Juremi—. No es nuestra intención quitarle el pan de la boca.

Poncet miró a su amigo con cara de enfado.

—Lo siento —dijo el protestante—, pero tanta espera me pone nervioso.

—Guárdate las bromas para cuando nos arranquen los ojos —replicó Jean-Baptiste, que también estaba bastante nervioso.

En aquel momento acudieron dos guardias en su busca, y los condujeron a través de una serie de salas oscuras, pequeñas, vacías y glaciales hasta la sala de audiencia. Era una vasta estancia cuya triple bóveda descansaba sobre seis grandes columnas redondas dispuestas al tresbolillo. Los cortesanos estaban de pie, al fondo del recinto. El número de próceres sentados crecía de acuerdo con los rangos más próximos al rey, pero como estaban en los laterales, el negus no podía verlos. Esto tenía su razón de ser, pues el protocolo exigía que todas las personas estuvieran de pie en todo el espacio que abarcara su vista, aunque la audiencia se prolongase horas.

El soberano se hallaba al fondo, en una especie de alcoba, sentado en un trono que descansaba también encima de la alfombra, donde la mula lo había conducido limpiamente, en esta ocasión. El rey se encontraba a unos pocos metros de la primera hilera de cortesanos. Los extranjeros fueron conducidos hasta allí en medio de un gran silencio. Por las ventanas que daban al patio distinguieron claramente el rugido de los leones cautivos que habían hecho célebre al rey de reyes, y por el lado opuesto, el murmullo del coro de gemidos y lamentaciones humanas que los viajeros habían oído durante la audiencia con el rasta.

Tal como habían convenido en un principio, Poncet y su amigo imitaron meticulosamente todos los gestos de Hadji Ali. Una vez ante el soberano vieron que el camellero se ponía de rodillas sobre las losas de piedra y que luego se estiraba boca abajo cuan largo era, con las manos hacia delante. Ellos hicieron lo propio. Por falta de práctica, el maestro Juremi avanzó más de la cuenta antes de arrodillarse, de modo que al estirarse tuvo la mala fortuna de tocar la alfombra real con las manos, y dos oficiales le hicieron retroceder sin miramientos. Así estuvieron prosternados hasta que la boca del rey manifestó que el monarca les autorizaba a ponerse de pie ante su presencia para poder contemplarlo.

Yesu I, rey de reyes de Abisinia, apareció ante ellos desde el pedestal de su trono de madera dorada y tapizado con telas indias. No distinguían con claridad su cuerpo, envuelto en un amplio manto escarlata, ni su rostro, pues sus cabellos largos ceñidos con una diadema de muselina que se anudaba en la nuca le caían a ambos lados de las mejillas. Sólo se veía su nariz fina y sus grandes ojos, inmóviles y brillantes. La boca se disimulaba entre los pliegues de un chal amarillo de seda dispuesto con holgura alrededor de su cuello.

El sonido de su voz apenas se oía cuando hablaba, pues era el oficial encargado de asumirla quien proclamaba con voz fuerte la sentencia real. Jean-Baptiste advirtió que Hadji Ali no traducía durante la audiencia pues un dragomán abisinio, situado a la diestra de la boca del rey tenía el cometido de verter al árabe el discurso oficial. La audiencia fue muy breve. El negus corroboró su voluntad de seguir los consejos de aquellos extranjeros para aliviar el mal que sufría y del que no se reveló ningún detalle. Poncet entregó a la mano derecha del soberano el mensaje de parte del bajá de Egipto. El rey de reyes dijo que le alegraba constatar la buena predisposición de aquel príncipe con quien mantenía relaciones comerciales, y que daba su consentimiento para que el patriarca de Alejandría le enviara al abuna, una figura imprescindible en la Iglesia de Abisinia.

La carta que leyó el dragomán era escueta, aunque muy elogiosa. El bajá mencionaba en ella las aptitudes médicas de Poncet, quien a su vez dio fe de las cualidades del maestro Juremi, que no se mencionaban. El protestante confió a otro oficial el presente destinado al rey. Habida cuenta de que viajaban en calidad de simples particulares, los boticarios no estaban autorizados a ofrendar presentes excesivamente ostentosos. Siguiendo el consejo de Hadji Ali, eligieron una caja cuyo interior albergaba un juego de navajas de afeitar con mango de marfil y un tapiz de los Gobelinos de un metro por metro y medio aproximadamente, que representaba la caza de un ciervo. Estos obsequios desaparecieron detrás de la alcoba en un abrir y cerrar de ojos.

Sin una palabra de agradecimiento, el negus los despidió diciéndoles que esperaba sus prescripciones para el día siguiente. El ras Yohannes, que se había situado cerca del trono, agregó con tono amenazante que antes de administrar los medicamentos al negus probarían primero sus efectos tres esclavos, y posteriormente dos oficiales. También advirtió que cualquier anomalía en el procedimiento tendría graves consecuencias para los extranjeros, y por último les manifestó que podían moverse con toda libertad por la ciudad y por el país. También podían hablar con quien les pareciera oportuno; ahora bien, si se les escapaba una sola palabra que pudiera interpretarse como un intento de propalar la fe católica, inmediatamente les impondrían el debido castigo.

Se prosternaron de nuevo y abandonaron la sala, sudando y temblorosos como mártires.

Regresaron a la casa del musulmán amigo de Hadji Ali, pero antes de llegar un mensajero vestido humildemente fue hasta ellos corriendo. Cuando alcanzó a los dos extranjeros les hizo entender que recogieran sus pertenencias, las cargaran en las monturas y lo siguieran. Sus pertenencias pronto estuvieron recogidas pues Hadji Ali les había robado todo; guardaron en unas alforjas las pocas cosas que aún conservaban, sus ropas europeas hechas andrajos, los libros que el moro no leía, el cofre de los remedios, y desde luego sus queridas espadas envueltas en unas telas. El hombre los condujo hasta una caseta de piedra adosada al recinto del palacio. Se hallaba en el extremo opuesto al lugar por donde habían entrado unas horas antes, y todo parecía indicar que en otro tiempo había sido un antiguo puesto de guardia. Tras acceder por un estrecho corredor que terminaba en unas escaleras, subieron los peldaños detrás del mensajero hasta que este se detuvo y abrió una puerta maciza accionando en una cerradura enorme.

Acto seguido los instó a acomodarse en una habitación de dimensiones modestas, con una gran ventana por donde entraba el sol desde la mañana. El mobiliario consistía en dos camas de correas de cuero trenzadas, dos taburetes esculpidos en unos troncos de madera, una mesa y un vidrio roto como espejo.

La cuestión que ahora preocupaba a Poncet y a su compañero era el destino de aquella enorme llave con la que se cerraba la puerta. Sólo podrían sentirse realmente como en su casa si se la confiaban a ellos, porque de no ser así significaría que estaban prisioneros. El mensajero la dejó en la puerta, pero no pudieron enterarse de nada más puesto que no hablaba árabe.

Una vez solos se sentaron cada uno en su cama y se quedaron inmóviles y silenciosos un buen rato. El maestro Juremi dijo por fin:

—¿No tienes la impresión de estar como Jonás, en el fondo de la ballena y con pocas posibilidades de salir?

—Cada cosa a su tiempo —dijo Jean-Baptiste, estirándose—. Hasta aquí hemos superado todos los obstáculos y ahora debemos esperar los que vengan. En primer lugar, como Hadji Ali nos ha asegurado que el soberano padece el mismo mal que él, esta noche prepararemos los ungüentos. Y luego ya veremos.

Empezaba a oscurecer cuando unos golpéenos en la puerta los despertaron. Había poca luz y una sombra azul se coló desde la calle. El hombre que entró en la estancia era un joven de unos veinte años, de baja estatura y muy delgado. Tenía el rostro deformado por las cicatrices de la viruela; la enfermedad había maltratado su piel y abotargado sus rasgos, sobre todo la nariz, pequeña, aunque redondeada como una bola. A esto había que agregar unos ojos negros inteligentes y vivos, así como una boca sonriente y modales afables. Por estos atributos, y por sus cabellos negros ligeramente rizados, parecía el hermano malhadado de Jean-Baptiste.

—Me llamo Demetrios —dijo en árabe.

Enseguida advirtieron su acento extranjero. El joven les dijo que su lengua materna era el griego, pero ellos desconocían ese idioma. También mencionó que sabía italiano, y como los dos francos habían tenido oportunidad de aprenderlo en Venecia, continuaron la conversación en esa lengua.

Demetrios se presentó como un servidor personal del emperador. Venía a sustituir a Hadji Ali, que no podía estar siempre con ellos debido a sus múltiples ocupaciones, y se comprometió a estar a su lado tanto tiempo como quisieran. Si estas palabras las hubiera pronunciado cualquier otra persona, habrían pensado que se hallaban frente a su nuevo carcelero, pero el joven tenía un semblante tan risueño y tan amable que acogieron su plática sin desconfianza y hasta con cierto placer.

—¿Desean visitar la ciudad? Puedo llevarles a cenar o mandar que les sirvan la comida aquí.

Aún era temprano, y no habían visto prácticamente la capital, de modo que aceptaron de buen grado salir con el guía.

Emprendieron el camino a pie, esta vez sin la compañía de Hadji Ali. Los tres iban ataviados con las mismas túnicas, de modo que se hacían la ilusión de no ser extranjeros y de que podían moverse a sus anchas entre gente parecida a ellos. No obstante, Demetrios los sacó de su error, aunque sin dejar de sonreír.

—Mientras yo esté con ustedes no tendrán nada que temer. Los sacerdotes no osarán asesinarlos.

Al oír sus palabras, los dos extranjeros empezaron a mirar a todos los viandantes con recelo. Pero la indiferencia parecía ser una característica propia de los abisinios, pues cuando se cruzaban con los francos no volvían la vista ni los miraban con curiosidad. Habrían jurado que ni siquiera los veían.

De vez en cuando las callejuelas por donde circulaban se alargaban o cruzaban una arteria importante. Durante su recorrido se detuvieron para dejar paso a una larga procesión. Al frente del cortejo iban unos sacerdotes ataviados con una túnica escarlata y tocados con un alto bonete con bordados en hilo de oro. Llevaban en las manos grandes báculos adornados con un entramado infinito de cruces labradas y entrelazadas entre sí. A sus espaldas iban los guerreros armados con lanza, escudo negro y faca al costado. Algunos lucían cintas estrechas de tela encarnada sujetas al brazo con un nudo. Demetrios les contó que se trataban de insignias de gloria y que cada una de las cintas representaba la muerte de un enemigo. En medio de aquellos soldados silenciosos y graves vieron el objeto al que aparentemente estaba dedicada la procesión. Un vigoroso abisinio, que rebasaba la cabeza a los demás, sujetaba, a modo del asta de un estandarte, una gran estaca en cuyo extremo se había colocado trasversalmente un madero. Sobre aquella percha tan peculiar se elevaba una suerte de chaqué de una tela oscura y sedosa con mangas y dos faldones hechos jirones, como las andrajosas ropas de gala con las que a veces se visten los mendigos. La extraña reliquia expelía un jugo rosáceo.

—¡Ah! Imagino que ahora van ustedes a indignarse —dijo Demetrios con su cálida mirada.

—Parece… —dijo el maestro Juremi aterrorizado y con los ojos muy abiertos— una piel.

—Hay que entender cuidadosamente las leyes de este país a la luz de todos sus matices —dijo Demetrios—. Aquí aplican castigos muy diferentes. Este que están viendo sin duda les parecerá muy raro, porque sanciona un delito que afortunadamente es considerado como tal. La ley establece que a los traidores se les arranque los ojos cuando son enemigos.

—Lo hemos visto.

—Bien, pues cuando se trata de amigos, de hombres de nuestro propio bando, o sea, de nuestra propia familia… la sanción consiste en despellejarlos vivos.

Jean-Baptiste y su compañero dirigieron la mirada hacia el repugnante despojo que se balanceaba al viento y luego miraron hacia otro lado con un suspiro. La procesión acababa con un grupo de mujeres y de niños sonrientes que batían palmas en silencio.

Los tres hombres siguieron su camino. Demetrios notó a los dos extranjeros muy afectados por lo que habían visto.

—Tranquilícense —les dijo—. Han llegado justo en el momento en que se ha terminado una campaña victoriosa. Los prisioneros son castigados, los traidores desenmascarados y los valientes recompensados. Pero la vida no es tan animada todos los días.

—Nos complace mucho oírle —replicó el maestro Juremi—. Así, cuando paseen nuestras pieles, tendremos el consuelo de saber que ofrecemos al pueblo una distracción que no se ve todos los días.

—¡Nunca pasearán sus pieles! —exclamó Demetrios sin poder contener su risa alegre—. Es completamente imposible.

—¿Y si falla nuestra medicación? —preguntó Poncet.

—No pasará nada de eso. Ustedes son huéspedes del emperador.

—¿Acaso los jesuitas no lo eran? —preguntó el maestro Juremi.

—Perdonen ustedes —dijo Demetrios levantando el dedo—, pero los jesuitas no fueron despellejados vivos, que yo sepa, sino que se les aplicó estrictamente la ley.

—¿Y eso qué significa?

—Significa que fueron lapidados. En cuanto descendamos la cuesta lo verán por sí mismos. Los últimos jesuitas ejecutados aquí están debajo de los dos montones de piedras que hay en el centro de la plaza y que está prohibido tocar.

—Eso quiere decir que corremos el riesgo de ser lapidados —dijo Poncet, que para entonces ya hablaba abiertamente con aquel muchacho tan abierto.

—Vamos, vamos, no corren ningún riesgo —dijo Demetrios tomándoles a cada uno por el brazo para que avanzaran a su lado—. El emperador les protege, y yo soy su servidor. Olvídense de ese asunto; pronto se darán cuenta de que este país también puede depararles muchos placeres.