1. La misión de Alix

La embajada del Rey Sol hacia Abisinia partió un lunes por la mañana a las once. Hadji Ali iba delante, en un camello, con la cabeza envuelta en un turbante nuevo de muselina. Detrás iba Jean-Baptiste, cubierto con un gran sombrero adornado con una pluma blanca, en un caballo que piafaba sin cesar. Y el supuesto Joseph, falso criado y jesuita auténtico, oculto en la sombra de un sombrero de paja, les esperaba a las puertas de la ciudad, sentado de lado en un mulo. El equipaje era transportado por cinco animales de carga, camellos y mulas, al cuidado de unos cuantos esclavos nubios.

Para mayor discreción, no hubo más despedidas en el consulado que las de la víspera. Jean-Baptiste pasó por delante de las ventanas de la legación poco antes de las nueve, cuando iba a reunirse con los demás. El señor De Maillet y su esposa le hicieron señas desde el balcón e incluso se emocionaron al ver que aquel pobre muchacho, destinado sin duda a no volver vivo, los saludaba casi con ternura y lágrimas de gratitud en los ojos. Lo cierto es que a Jean-Baptiste le importaban un bledo aquellos dos fantoches, y su único anhelo era que Alix estuviera en alguno de los ventanales del primer piso.

Siguieron los largos y efusivos adioses a los turcos. El bajá, que había proporcionado todos los salvoconductos necesarios a la caravana, lloraba la partida de su médico, pero estaba acostumbrado a obedecerle en todo y a tomarse las cosas como venían. En esta ocasión también había aceptado complacerle, a pesar de que sus prescripciones eran amargas. El bajá, llamado Hussein, era un hombre de unos cincuenta años, gastado por una vida jalonada de grandes adversidades y de excesivos placeres, a partes iguales. Consideraba que Egipto era una región poco agradable y la más difícil de gobernar. Estaba harto de las continuas intrigas de las milicias y los señores, de modo que alternaba la indiferencia —y en estos períodos los disturbios llegaban a los límites de la tolerancia— y la crueldad, cuando, cansado ya de las maniobras de sus adversarios, ordenaba decapitar unas cuantas decenas. Los sabios cuidados de Poncet habían espaciado estos radicales vaivenes, de manera que gracias al médico hubo menos revueltas y también menos condenados. Así las cosas, era de esperar que con su marcha se elevara de nuevo el número de víctimas. Pero todo esto estaba escrito, y el bajá no vio la necesidad de contradecir al destino.

Otros personajes adinerados, turcos y árabes, que también eran clientes de Jean-Baptiste, le regalaron bolsas repletas de piastras para desearle un pronto regreso. Pero el populacho de El Cairo fue quien más se conmovió por la partida del médico, que nunca había negado su auxilio a los humildes. Alertados por el rumor del viaje, una turba de lisiados, mendigos y gente humilde lo acompañó por las callejas. A su paso, los perros callejeros que dormían a la sombra salían de estampida, y las mujeres se subían el velo con rapidez para sacar la cabeza por debajo de las persianas. Jean-Baptiste prometió a todos regresar, y casi se tuvo que enfadar para que le soltaran las piernas y le dejaran avanzar.

Los viajeros, que llevaban algún retraso por tantas muestras de afecto, atravesaron la ciudad después de dar numerosos rodeos. El maestro Juremi, que fue en su caballo hasta las murallas, dio su último adiós a la caravana sin inmutarse. A los ojos de su Dios austero, no había motivo para lamentarse. Cada día, durante los preparativos, Jean-Baptiste le había preguntado a su amigo si había cambiado de opinión, y este le había respondido siempre que no se preocupara más por él. Después de todo eran dos aventureros unidos circunstancialmente por los avatares de la vida, y al parecer había llegado el momento de reanudar cada uno su camino. Jean-Baptiste tenía muy claro lo que quería como para desviarse de su objetivo, y su compañero tenía sus propias razones para conducirse de otro modo. Había que resignarse. Disimulando la emoción, el maestro Juremi tomó la mano de Jean-Baptiste en su gran puño, la apretó con un poco más de fuerza que de costumbre y se fue sin pronunciar palabra.

La pequeña caravana salió de la ciudad por la puerta del Tapiz, donde les esperaba Joseph bajo un arco del acueducto de los Faraones. Eran cerca de las tres de la tarde y el sol hacía refulgir las piedras. Poco a poco, conforme se dirigían hacia el oeste, sus sombras se fueron alargando en el suelo, a sus espaldas. Atravesaron el Nilo en dos grandes barcazas manejadas por remeros con el torso desnudo. Los camellos, asustados, tiraban de su cabestro de cáñamo. En medio del río, cuyas aguas adquirían un tinte de anilina con las últimas horas del día, los viajeros contemplaban cómo se alejaban de la mole gris de El Cairo, ribeteada de minaretes otomanos en una orilla; en la otra, por encima de una cortina de palmeras, vislumbraron la mole escarpada de las pirámides. Ya de noche llegaron al pueblo de Gizeh y se internaron en un estrecho dédalo de casas de arcilla alumbradas con el resplandor amarillento de las lámparas de aceite.

Un primo de Hadji Ali los acogió en un patio decorado con azulejos en el que había una gran mimosa y los invitó a dormir en la azotea de su casa. El Cairo estaba ya lejos; la noche era muy negra, sin luna y fresca. Durmieron bien.

Al día siguiente prosiguieron su camino muy temprano. A lo largo del río se extendía una inmensa llanura, sedosa a la vista como una tela de paño verde, con algunos rectángulos negros a modo de remiendos. Millares de campesinos, solos o en pequeños grupos, ponían una nota de color en el paisaje. En los caminos, otros conducían bueyes y cargaban con un arado de madera a la espalda. La pequeña caravana acortó camino a través de esta franja de tierras fértiles y alcanzó el desierto a la altura de las pirámides. Pasaron lentamente a sus pies, en la tibieza silenciosa de la mañana. Jean-Baptiste había soñado a menudo con este lugar desde que vivía en El Cairo. Dos veces había esperado ya el alba en la cima de Keops. Al llegar cerca de la Esfinge, Poncet se alejó discretamente de la caravana y rodeó el coloso de arena. Cuando estuvo enfrente de estas piedras conocidas por los árabes por el nombre de Abu el-Hol, «padre del Terror», por el miedo mortal que les inspira, el joven clavó la mirada en sus grandes ojos sombríos y dijo:

—Nos volveremos a ver, lo juro.

Luego, a galope, se reunió con la caravana.

La segunda noche durmieron al aire libre, envueltos en pieles, en la linde entre el desierto y las tierras cultivadas. Durante las dos semanas que tardaron en llegar a Manfalut se impuso el ritmo regular de los camelleros: levantarse con el sol, beber un té muy dulce calentado con fuego de leña, cargar las bestias, avanzar en silencio en estado casi hipnótico, buscar un campamento, descargar, cenar y dormir.

Manfalut, adonde llegaron al cabo de catorce días de marcha, era una gran aldea que apenas sobresalía del suelo; sus casas de piedra eran tan bajas que parecían el zócalo del desierto. No obstante, cuando se internaron en sus calles, encontraron todas las comodidades y pudieron alojarse en casa de un mercader judío que cedió a los viajeros el piso superior de su vivienda.

En aquella ciudad habrían de sumarse a la gran caravana que los conduciría hasta Nubia. Hadji Ali sabía con certeza que llegaría pronto, pero según el reloj del desierto, pronto solo quiere decir menos que una eternidad. Los días pasaban, y la espera se prolongó en el sopor de la aldea aplastada por el calor.

Jean-Baptiste estaba más preocupado por sus acompañantes que por los peligros que supuestamente le esperaban durante aquel largo viaje. Hadji Ali tenía más o menos la misma conversación que sus camellos. Se pasaba horas hurgando entre sus dientes negros con un palito puntiagudo; cuando conseguía extraer el menor resto de comida, lo aspiraba con un ruido horrible y daba las gracias al Profeta. Por lo demás, cada vez que Poncet le hacía una pregunta, respondía que ya vería si Dios así lo deseaba. Se negó a proporcionarle información alguna a propósito del viaje, de Abisinia y del emperador. Jean-Baptiste pronto se convenció de que el camellero, que había aceptado hacer el viaje presionado por el cónsul y pensando solo en sus propios intereses, no confiaba en él como médico y esperaba alguna misteriosa ocasión para ponerlo a prueba.

Con el padre De Brèvedent, la comunicación era un poco más alentadora. Ante Hadji Ali, Jean-Baptiste debía contentarse con dar a su supuesto servidor órdenes breves, que por otra parte no se atrevía a impartir sin bajar los ojos. Pero durante la estancia en Manfalut aprovechó para llevarse al cura al campo en busca de plantas. Durante sus salidas se acercaban al Nilo y al llano limoso, donde descubrieron especies desconocidas de caña y algas de agua en los canales. También se lo llevaba al desierto, donde recogieron plantas crasas y observaron luchas entre los escorpiones. Al poco tiempo se dio cuenta de que el padre De Brèvedent poseía unos sólidos conocimientos en el campo de las ciencias. Jean-Baptiste había guardado en su equipaje un minúsculo sextante de cobre que le había regalado un paciente turco. El jesuita le enseñó a usarlo, al tiempo que hacía sabios comentarios sobre astronomía, con tono muy modesto. Cuando se familiarizaron un poco el uno con el otro, Brèvedent le hizo una confesión, con su característica modestia.

—A decir verdad, en mi juventud, y de eso hace ya un montón de años, concebí un artilugio, no se burle, que estaba en constante movimiento. La cosa no era sena, pero parece que divirtió a los físicos. Incluso me atreví a confeccionar el modelo en madera y en metal…

Jean-Baptiste estaba entusiasmado y pedía detalles.

—No recuerdo bien —dijo el cura—. Hace mucho tiempo de eso.

Luego añadió ruborizándose:

—El periódico de la Academia quiso honrarme con la publicación de mis planos.

Como compañero de viaje, hubiera preferido a otra persona antes que a aquel jesuita melancólico para quien la astronomía rayaba en la frivolidad. Pero, en fin, había que hacerse a todo, y Jean-Baptiste, que no podía vivir sin amistad, le ofreció la suya al padre De Brèvedent de buen grado. Al anochecer se les veía regresar juntos como compadres, con la camisa pegada al cuerpo por el sudor, con cestos repletos de hallazgos naturales en los brazos y un odre de piel vacío en bandolera, del que habían bebido a lo largo del día. No obstante, a la vista de las puertas de la aldea, volvían a simular la comedia del señor y el criado.

Ahora que era consciente de las eminentes cualidades del cura, Jean-Baptiste se afligía cada día más al ver a Brèvedent, aquel filántropo cultivado, de maneras delicadas y salud frágil, trotar jadeante bajo el peso de cubos de agua y doblar el espinazo ante Hadji Ali, que le trataba como a un ser despreciable. ¿Cómo puede aceptar una humillación semejante? —pensaba Jean-Baptiste—. Esta experiencia debe resultar mucho más cruel para un hombre que ha aprendido a razonar libremente.

Sin embargo, no olvidaba el objetivo de su viaje y le desesperaba tener que permanecer allí. La gran caravana seguía sin llegar, y esto podía acarrear pésimas consecuencias.

Alix de Maillet se extrañó mucho de que le encomendaran una misión tan de improviso. Cuando su padre le expuso el asunto, le costó asimilarlo, pero enseguida se mostró llena de alegría. Se pasó la mañana canturreando en su habitación al son de un organillo. ¡Una misión! Era la primera vez en su vida que a alguien se le ocurría confiarle una responsabilidad. Todos sus deseos se habían colmado; por fin iba a poder salir de aquella casa que se había convertido en su prisión. Y por si eso fuera poco, tendría un lugar deshabitado para ella sola. La descripción que le hizo su padre, aquel dédalo de plantas y objetos despertó su curiosidad. No obstante, a esta curiosidad se sumaba cierto temor: ¿sería capaz de llevar a cabo su misión? ¿Se encontraría con objetos, y sobre todo con seres vivos —aunque fueran vegetales— hostiles e incomprensibles hasta el punto de no responder a sus cuidados y morir? El riesgo era lo suficientemente grande como para sentirse angustiada, pero en el fondo tenía confianza. Además, no estaría en un lugar completamente desconocido. Se trataba de la residencia de Jean-Baptiste Poncet. Iba a internarse en el lugar donde él había vivido y, pese a la decepción que le había causado su partida y su silencio, esperaba que aquella casa fuera el reflejo de los sentimientos que le había inspirado su dueño.

El padre Gaboriau, incorporado de mala gana a aquel quehacer, fue a buscar a Alix un día después de que la caravana se hubiera marchado, pues no había necesidad de que las plantas estuvieran mucho tiempo sin cuidados. El cónsul puso a su servicio un cabriolé, y a las ocho emprendieron su camino para un viaje de dos minutos. Desde aquella mañana, el señor De Maillet empezó a decir a todos los visitantes que su hija iba con el cura a cuidar las plantas de los antiguos droguistas. Consideraba que si la cosa era pública, también era natural. Así pues, el jesuita mandó estacionar la calesa ante la casa de Poncet sin disimular que tenía la llave y entraron en la estancia que había sido el antro del maestro Juremi. Antes de partir, el protestante había puesto un poco de orden, es decir, había hecho desaparecer su lecho y había colocado la vajilla en su sitio. En la mesa, situada en medio de la habitación, había una carta a la atención del padre Gaboriau. Este mandó a la joven que la leyera, arguyendo que aquella luz era insuficiente para sus ojos cansados. La carta decía que el jesuita, por su edad avanzada, podía dispensarse de subir al piso superior y que había para él un diván, que avistaron inmediatamente en un rincón, en la planta baja. Asimismo los boticarios habían tenido la delicadeza de elaborar un reconstituyente para aliviar los males que, según sabían, padecía el cura. En la misiva agregaban que bastaría con tomar diariamente un vaso de la gran garrafa de cristal provista de un grifo en su base. También especificaban que todas las indicaciones para cuidar las plantas estaban recogidas en dos grandes cuadernos que la señorita encontraría en el piso de arriba.

El padre probó el medicamento con una mueca de satisfacción.

—¿Es amargo? —preguntó Alix.

—Niña mía, es un remedio, y hay que tomarlo como es.

Si el brebaje no hubiera sido una receta de los boticarios, el padre Gaboriau habría jurado que se trataba de aguardiente. Cuando terminó de beber su vaso, se echó en el diván y aconsejó a su pupila que fuera a hacer sus quehaceres al primer piso.

En cuanto estuvo arriba pudo ver —como su padre unos días atrás, aunque evidentemente con unos ojos completamente distintos— la extraordinaria exuberancia de aquella casa-invernáculo. Las plantas habían exhalado su aliento húmedo durante la noche. El aire confinado allí era tibio y húmedo con olor a tronco talado y a flores silvestres, y unos cuantos pajarillos piaban posados en el caballete de la techumbre.

La joven avanzó lentamente por el estrecho sendero que discurría entre los tiestos. Rozó las ramas con la punta de los dedos, llegó hasta la mesa y se sentó en un taburete. Realmente era un lugar extraordinario, a imagen de quien lo había creado, y su presencia aún parecía notarse. Se dejó llevar por una dulce ensoñación hasta que los dos grandes cuadernos dispuestos encima de la mesa le recordaron sus obligaciones. Abrió el primer tomo. Era un austero tratado en latín sobre el cuidado de las plantas, impreso en Holanda veinte años atrás. Se sintió angustiada. Necesitaría tanto tiempo para leer y traducirlo todo que para entonces las pobres plantas estarían todas muertas. Sin embargo, en cuanto empezó a hojear las primeras páginas, descubrió una nota que sobresalía ligeramente y donde alguien había escrito con pluma: Ponga una cubeta de agua al día a las grandes, un vaso a las pequeñas y medio a la semana a las suculentas. Abra las ventanas cuando llegue y ciérrelas cuando se vaya. Por lo demás, haga lo que le dicte su corazón. Y sobre todo, hábleles como si me hablara a mí… Jean-Baptiste.

Alix se echó a reír, pero enseguida se llevó la mano a la boca, inquieta ante la posibilidad de llamar la atención del cura. No obstante, desde abajo solo llegaba la respiración regular de una persona dormida. Dobló la nota, la disimuló entre dos libros, en un estante, y se dispuso de buen humor a llevar a cabo el programa tan simple y agradable que le había propuesto.