6. Jean-Baptiste Poncet

La carroza esperaba en el patio del consulado pavimentado con rodajas de madera. Aquel carruaje espectacular se había construido en Montereau, y había llegado a su punto de destino desde Francia en dos navíos (las ruedas en uno, y la caja y el timón en el otro). Una vez agotada la hora que se había dado para deliberar, el señor De Maillet decidió ir a casa del médico con la carroza, quizá porque se había dado cuenta de que los turcos lo respetaban más desde que había empezado a utilizarla para sus desplazamientos oficiales por la ciudad. El médico vivía muy cerca y habría sido fácil, e incluso normal, acudir a pie. La visita habría resultado más discreta, aunque también era posible que hubiese despertado más sospechas. Pero no, la mejor manera de no llamar demasiado la atención era ir en la carroza, parar delante del hotel de un prestigioso mercader, a quien el cónsul había honrado con su visita algunas veces, y dar un rodeo por el otro lado de la calle, es decir, por la casa de los boticarios, haciendo ver que se detenía por mera curiosidad. El señor De Maillet pidió su opinión al señor Macé, que estuvo de acuerdo, y los dos se pusieron en marcha hacia las diez de la mañana.

Para que todo pareciera aún más espontáneo, el cónsul ordenó al cochero que saliera de la colonia y diera un paseo por la ciudad antes de detenerse delante el hotel del señor B.

—Y bien, Macé —dijo el cónsul ligeramente irritado—, ¿qué ha descubierto usted en nuestros ficheros sobre el gran personaje que vamos a visitar?

—Poca cosa, excelencia. Este tipo no habla mucho de sí mismo. A decir verdad, ni siquiera sabemos si Poncet es su verdadero nombre. Llegó aquí hace tres años. Sabemos que primero residió seis meses en Alejandría, donde llegó huyendo de Venecia, y que ha alardeado en varias ocasiones de haber ejercido su arte en Marsella, en Beaucaire y en Italia. También tenemos buenas razones para creer que sus papeles son falsos. Su partida de nacimiento está sellada en Grenoble, precisamente en la ciudad en que el año pasado detuvieron a aquel fraile renegado que tan buena maña se daba como falsificador. No obstante, vuestra excelencia, al corriente en su momento de estos hechos, fue benevolente y tuvo a bien brindar su protección al señor Poncet, a pesar de las dudas que tenemos a propósito del lugar, la fecha y las circunstancias de su nacimiento.

—¡Qué nos importa su nacimiento! —farfulló el cónsul.

El señor De Maillet estaba convencido de que solo un gentilhombre nacía en alguna parte, en un lugar que llevaba su nombre y donde la tierra y los hombres le pertenecían. Los otros nacían donde podían; lo de menos era el sitio, que solo tenía un mero valor anecdótico.

—¿Hay algo que explique por qué ha deambulado tanto? —prosiguió—. Ese Poncet no será un protestante como su socio…

—Al parecer las denuncias le han obligado a poner los pies en polvorosa. Ejerce la medicina y la farmacia sin diploma alguno. Pero en cuanto a su religión, estamos seguros de que es un católico romano bautizado.

—Sin embargo, no le he visto nunca en la capilla.

Ese era el nombre que se daba a la minúscula iglesia lindante con el consulado, en la que los domingos se congregaban los feligreses de la colonia.

—Desgraciadamente, más de una cuarta parte de los miembros de nuestra nación hacen lo mismo.

—Lo sé, y un día u otro habrá que poner orden en ese asunto.

—El cura afirma que lo vio alguna vez en horas en que no se celebraban oficios, al poco de llegar a la colonia, y que en una ocasión incluso llevó flores a la iglesia.

—¿Se ha confesado?

—Nunca.

El cónsul se encogió de hombros y miró por la portezuela con impaciencia.

El señor Macé empezó a hojear los papeles amarillentos que tenía sobre las rodillas mientras el aire tibio de la ciudad árabe, con su olor a guindillas secas y a café, se colaba por las ventanillas abiertas de la carroza. Había tanta gente pululando en aquellas callejuelas estrechas que los viandantes prácticamente tocaban el carruaje. Los niños soltaban chirigotas en su lengua y salían disparados. Las mujeres, en cambio, siempre juntas y envueltas en ropas de algodón, lanzaban miradas indiscretas hacia el interior de la carroza.

—Pocas condenas —continuó el secretario—. Escándalo nocturno; él y su socio habían bebido para festejar no sé qué, y alguien les denunció por duelo, aunque en realidad solo se batieron para divertirse. Poncet tiene buenas relaciones con los turcos, asiste al bajá, a varios beyes, al kayia de los azabs y al de los jenízaros, así como a numerosos mercaderes…

Ese era precisamente el aspecto más delicado del asunto a los ojos del cónsul. Los favores que las autoridades turcas dispensaban al boticario le daban a este una gran independencia. El cónsul sabía por experiencia que siempre era peligroso buscar las cosquillas a los hombres capaces de incitar el mal humor de los indígenas hasta el punto de provocar serios incidentes diplomáticos. Ese Poncet debía de saberlo muy bien, y temía que pudiera ser demasiado insolente.

—No puedo ser muy explícito en mis felicitaciones, a la vista de un expediente tan insustancial —dijo el cónsul con arrogancia, precisamente él, que manifestaba tan poco interés por los asuntos de su nación.

Al término de su periplo, el carruaje se detuvo ante la casa que el cónsul indicó.

El rico mercader, que además era el propietario, salió a su encuentro con exclamaciones de sorpresa y alegría. No obstante, el diplomático tuvo la descortesía de explicar a aquel patán que también él se alegraba mucho de verlo, pero que a decir verdad había un asunto insignificante que atraía su curiosidad, y que le esperaba enfrente. Dicho esto, empujó al señor Macé y atravesó dignamente la calle.

La casa que compartían Poncet y el maestro Juremi era mucho menos distinguida que la que estaba enfrente. De hecho se trataba de una hilera de construcciones de un piso, adosadas unas a otras. La fachada que daba a la calle hubiera podido presentar un muro liso como la de delante, pero lo cierto es que quedaba oculta por un auténtico entramado de madera. Aquellos andamiajes formaban una suerte de galerías con arcadas por donde se podía caminar a la sombra, y un balcón en la parte superior que hacía de parasol y conservaba frescas las habitaciones. La morada de los droguistas solo era un cubículo más de aquel edificio sin gracia, idéntico por fuera a sus vecinos. En medio de una gran promiscuidad y sin apenas higiene, el barrio alojaba a los desposeídos de la colonia: los recién llegados, los comerciantes fracasados, las viudas, así como los hijos naturales mestizos que a veces el cónsul tenía la bondad de aceptar en la nación.

La puerta de los droguistas estaba abierta. Para no ser vistos allí en la calle demasiado tiempo, los diplomáticos entraron sin esperar a nadie. El maestro Juremi acudió con premura y los condujo desde el estrecho vestíbulo por donde habían entrado hasta una estancia amplia y sombría que ocupaba toda la planta baja de la casa. En aquel lugar reinaba un desorden tan indescriptible que el ojo humano tenía dificultad en captar todo aquello. A primera vista se distinguían los morteros de cobre que brillaban con reflejos dorados. Unos alambiques dispuestos sobre ascuas ardientes emanaban humaredas que intentaban elevarse inútilmente, reptando en línea horizontal por las paredes, debido a un lastre de sustancias misteriosas y demasiado pesadas que las impedían ascender. En un rincón, una sábana raída perfilaba las líneas de un jergón. Del techo bajo y ennegrecido por el hollín colgaban cestas de mimbre, cien o doscientas tal vez, todas ellas repletas de plantas secas, frutos arrugados y mendrugos de pan arrebatados a las ratas.

—Excelencia, es un gran honor recibirle en nuestro laboratorio —dijo el maestro Juremi, cuya alta silueta casi rozaba las vigas.

—¿Su socio está aquí?

—Arriba.

En la penumbra se vislumbraba una luz procedente del piso superior, y por la abertura una escalera de molinero. El cónsul empezó a subir, seguido del señor Macé.

La estancia a la que ascendieron tenía tanta claridad como sombras la de abajo. Estaba iluminada por cuatro grandes ventanales que daban al balcón por un lado, y a una terraza por el otro. El techo había sido retirado, si es que alguna vez había existido, y se podía ver el esqueleto del tejado con su viga maestra, los cabrios y el fondo ligeramente grisáceo de las tejas arqueadas.

Todo el espacio estaba repleto de plantas. En unas espaciosas cubas de madera crecían auténticos árboles gracias a la luz y al calor húmedo. Un euforbio gigante rozaba casi el remate del tejado; un bello ficus, árboles de tronco velloso y otros cubiertos de espinas entreveraban su ramaje. Las zonas que no estaban ocupadas por los especímenes más grandes se hallaban invadidas por muchas plantas pequeñas, de tal manera que el suelo quedaba prácticamente tapizado de tiestos. Sólo se podía pasar por unos senderos estrechos que daban acceso a la puerta de la terraza, a la del balcón de la fachada, a la mesa sobre la que se apilaban libros y a un armarito situado en el único rincón en sombra. A una altura intermedia, decenas de plantas de todas clases, suculentas, umbelíferas, líquenes y orquídeas, prosperaban apaciblemente colgadas de la pared en jardineras de cobre o estaño, o bien suspendidas en el extremo de las cuerdas atadas a la viga maestra.

El cónsul y su secretario estaban desconcertados. En el inconcebible desbarajuste de aquel invernadero se oía aletear y piar algunos pajarillos. El maestro Juremi se había quedado abajo, y los visitantes no podían distinguir ninguna otra criatura humana en aquel paraíso terrestre.

—Pasen, pasen, señores —dijo sin embargo una voz procedente de las alturas.

Los dos diplomáticos avanzaron a pasos cortos, haciendo chirriar los tablones de madera del suelo, muy húmedo todavía a causa del agua del riego. A la altura de un hombre, hacia el fondo de la estancia, una hamaca vacía se balanceaba entre dos ganchos.

—Termino con este esqueje delicado y estoy con ustedes —dijo la voz—. Tomen asiento mientras tanto. Hay dos taburetes junto a la mesa.

El señor Macé, que tenía buena vista, le hizo una señal al cónsul para indicarle una escalera que estaba apoyada en el árbol más alto. En los últimos peldaños se veían dos piernas calzadas con botas de cuero flexible.

—¡Está bien, está bien! —dijo el cónsul con una voz fuerte que no dejaba adivinar fácilmente su estado de humor—. ¡Tómese su tiempo!

El cónsul hizo una señal al señor Macé. Luego sortearon los tiestos a grandes zancadas, se engancharon las medias con una planta espinosa e inoportuna, alcanzaron la mesa y por fin tomaron asiento, como se les había pedido que hicieran.

—Estos esquejes solo se pueden injertar en una época muy determinada —volvió a decir la voz desde lo alto de la escalera—. Los híbridos son las plantas de mayor interés en nuestro trabajo. La planta salvaje solo es una materia prima. ¡Ay, este alambre se me acaba de romper otra vez! Perdónenme.

—No se preocupe —dijo el señor Macé, que temía que al cónsul se le acabaran los recursos para disimular su irritación.

—Como les iba diciendo, es una materia prima. Hay que cruzar las plantas, tomar una para que sirva de soporte a la otra. En resumidas cuentas, para nosotros, la naturaleza solo es el principio base. Tenemos los ingredientes, pero hay que explorar el mundo de las combinaciones.

En la mesa había un montón de libros diversos que el cónsul hojeó con impaciencia: un tratado de botánica, las odas de Horacio y algunos en cuarto en lengua árabe.

Dos floretes pendían de una vigorosa rama, y en el suelo se amontonaban petos de cuero, caretas, guantes, todo el equipo necesario para la esgrima.

—Puede empezar a exponerme el asunto —prosiguió la voz—. Soy Jean-Baptiste Poncet y me parece que quiere decirme algo.

—Señor —dijo el cónsul, levantándose— el asunto del que tengo que hablarle es muy urgente, en efecto. En cualquier otra circunstancia, sepa que no me habría desplazado hasta aquí. Para ser sincero, me gustaría hablar cara a cara, aunque tal vez sea suficiente con que podamos oírnos.

—Realmente —dijo Jean-Baptiste con franqueza y en un tono afectuoso— le agradezco que me permita terminar esta tarea, pues de lo contrario el trabajo que me he tomado hasta ahora no serviría de nada…

—Señor Poncet —le interrumpió el cónsul, que seguía de pie y con la cabeza erguida hacia la techumbre—, ¿es verdad que ejerce usted la medicina?

—¡Ah, excelencia! Siempre pensé que llegaría este momento. Así que no vamos a fingir por más tiempo. Figúrese que incluso he lamentado no poder hablar antes con usted. Sepa que no resulta agradable tener que esconderse para ejercer un arte que en el fondo solo hace el bien. Pero sabía que era usted muy reacio. No obstante, ya que está aquí, enseguida le enseñaré algunos especímenes…

—Oiga, Poncet, mi pregunta es muy simple. No se la formulo con segundas intenciones, ni tampoco voy a imponerle ninguna sanción, todo lo contrario. Se la voy a hacer de nuevo, y espero que me responda con claridad: ¿ejerce usted la medicina?

—Sí.

—En ese caso, ¿sería usted capaz de curar, digamos, por ejemplo, esas enfermedades de la piel que padecen los indígenas, esa suerte de lepra, de liquen?

—Nada más fácil. Aunque no hay ninguna receta milagrosa y cada caso exige un tratamiento particular.

—Eso es lo que quería saber —le interrumpió el cónsul—, no entremos en detalles. Ahora pasemos a otra cosa. He venido a proponerle solemnemente una misión de extraordinaria importancia.

—Este alambre, este alambre. ¡Juremi! —gritó el hombre desde la escalera.

—¿Me oye? —preguntó el cónsul.

—Sí, sí, continúe.

—¿Aceptaría usted ser el mensajero del rey de Francia?

—¿Qué ocurre? —inquirió el maestro Juremi, saliendo de su madriguera.

—Es este alambre de cobre. ¿Quieres traerme otra bobina? El que tengo se rompe cada dos por tres.

—Señor Poncet —dijo el cónsul, que a duras penas podía controlarse—, le estoy hablando de cosas verdaderamente importantes. ¿No puede concederme dos minutos y bajar de ese árbol?

—Casi he terminado. Sólo tengo que hacer unos cuantos nudos más. Si lo dejo ahora, no servirá de nada. Pero no se preocupe. Oigo todo lo que dice. Una misión para el rey…

—Una misión que lo convertiría en uno de los artífices más gloriosos de la Cristiandad, y hasta del mismo papa.

—Ya se lo he dicho —respondió Poncet con un tono que no sugería el menor entusiasmo—, haré todo lo que sea para complacerlo, señor cónsul, aunque los asuntos oficiales no me atraen demasiado.

—Veamos el asunto de otra manera: se trata de curar a un soberano.

—¿A Luis XIV?

—No, no —se rio con sarcasmo el cónsul, que estaba a punto de perder la paciencia con tantas necedades—. El rey de Francia lo enviaría a la corte de otro soberano, ¿comprende usted? ¿No es una circunstancia gloriosa tratar el cuerpo de un gran rey?

—Para nosotros, los médicos, se trata de un cuerpo, no de un rey.

El señor Macé miraba al cónsul y se daba cuenta de que tanto él como su superior estaban al límite del desaliento, y que todo aquello podía terminar en invectivas o en lágrimas en cualquier momento.

—Bueno, ya se lo he dicho, señor cónsul, estoy impresionado por su presencia aquí. Se trate o no de un rey, si usted me pide que cure a alguien, lo haré. Sólo espero que no sea demasiado lejos. Tengo mucho trabajo y me resultaría casi imposible ausentarme mucho tiempo.

—En ese caso —exclamó el cónsul dejándose caer de nuevo en la silla—, me temo que todo esto va a ser inútil.

—¿Por qué…?

—Este asunto del que le estoy hablando —dijo el cónsul con ironía— exige un largo desplazamiento. Estimo que necesitaría más de seis meses para acudir junto a su paciente.

—¡Seis meses! Pero ¿de qué diantres se trata?

—De ir a curar al negus de Abisinia en su residencia —respondió el cónsul.

Tras un largo silencio, los visitantes vieron temblar la escalera, y después unos pies que descendían los peldaños.

Un instante después, Jean-Baptiste estaba abajo. Se sacudió unas hojitas que se le habían prendido en la camisa y el cabello y se dirigió lentamente hacia los diplomáticos.

Era mucho más joven de lo que el señor De Maillet se había imaginado, probablemente porque la gente siempre prefiere que los médicos sean ancianos venerables.

Una vez hecha esta observación, al cónsul le faltó tiempo para examinar con detenimiento el físico del individuo que tenía delante. Se fijó particularmente en sus maneras y estas le desagradaron. No se esforzaba en absoluto por hacer el menor gesto que demostrara un mínimo de cortesía, ni un indicio de respeto, y menos aún de sumisión. Era la naturalidad en persona, no había ningún ademán estudiado en su semblante. Enfrente de él, los dos visitantes con el rostro empolvado, sudando, tocados con peluca, se afanaban en presentar un aire autoritario, mientras que su interlocutor posaba sobre ellos, como sobre cualquier otro ser de este mundo, una mirada intensa, llena de curiosidad, de candor y de simpatía, que les pareció el colmo de la insolencia. Frente a tal personaje, el señor De Maillet decidió ser más cauteloso que al principio, y el señor Macé experimentó un odio inmenso.

El cónsul y su secretario aborrecían la libertad, cada uno a su manera; el primero la despreciaba porque no podía someterla, y el otro porque lamentaba no haber tenido la osadía de abandonarse a su influjo. Y muy a pesar de ellos, Jean-Baptiste era la viva imagen de la libertad. Tras un instante de silencio, este dio un paso más y dijo con una sonrisa:

—¡El negus de Abisinia! Creo que tenemos que conversar sobre ello, señores.