Los capuchinos, que se distinguen por un hábito peculiar con una larga capucha puntiaguda, son monjes de una orden reformada de San Francisco. En los diez últimos años, en Egipto, los capuchinos habían mermado en número y habían perdido influencia a consecuencia de un grave desacuerdo respecto a la custodia de Tierra Santa, de la que dependían. El señor De Maillet sabía cómo estaban las cosas, y también sabía que los capuchinos habían tenido que recurrir a una treta para evitar su total desaparición en el país. Este fue el motivo que los llevó a ir hasta Roma para pedir la intercesión del papa, a quien persuadieron de que los millares de católicos que los jesuitas habían convertido cincuenta años atrás en Abisinia, habían salido con vida de las persecuciones que ordenó el negus en el momento de expulsar a la Compañía. Los capuchinos sostenían que aquellas víctimas desdichadas de los fervientes discípulos de San Ignacio y, de la crueldad de los herejes de Etiopía tenía muchas dificultades para sobrevivir, dispersos como estaban en una región inhóspita situada en alguna parte al sur de Egipto, entre el país de Sennar y la frontera de Abisinia. Mediante esta estratagema, los capuchinos se proclamaron protectores de estos católicos perdidos que nadie había visto nunca, pero cuya existencia se empeñaban en asegurar, y le pidieron al papa que les confiara oficialmente la misión de velar por ellos. Inocencio XII, que trataba con benevolencia a esta orden de religiosos humildes y generalmente poco instruidos, no pasaba por alto el hecho de que muchos fueran italianos. Así pues les concedió el favor que pedían. Hacía dos años que los capuchinos, confortados por el apoyo pontificio, habían regresado a Egipto con la idea de emigrar al sur para abrir un hospicio en el Alto Egipto, y aunque un día estuvieron muy cerca de desaparecer del país, ahora su presencia tenía más fuerza que nunca.
El señor De Maillet también se hallaba al corriente de este asunto, pero no contaba con que los capuchinos pretendían llegar mucho más lejos. Su objetivo real no era únicamente socorrer a los católicos abisinios en el exilio, sino convertir a Abisinia. El papa alentaba esta pretensión, y por eso había creado un fondo permanente destinado a amparar a los misioneros capuchinos enviados a Abisinia. Este ambicioso anhelo los llevaba a desafiar directamente a los jesuitas, que nunca habían aceptado su fracaso y consideraban legítimo regresar un día a ese país.
Había tan pocos jesuitas en Egipto, eran tan pacíficos y al parecer vivían en tan buena armonía con todos que el cónsul ignoraba la rivalidad cerril que, en niveles jerárquicos superiores, les enfrentaba con las demás órdenes. El hecho de que el padre Versau perdiera los estribos al oír la palabra capuchino bastó para recordar al señor De Maillet su craso error.
—Es imposible que un mensaje del rey de Francia sea transmitido por los italianos —explicó el jesuita con vehemencia—. Además, esta misión incumbe única y exclusivamente a nuestra orden. El rey ha dado instrucciones formales sobre ello. Y dado que me veo en la obligación de confiarles ciertos acontecimientos que hubiera preferido callar para no comprometer mi modestia, les diré que antes de presentarme ante usted, a mi paso por Roma, me entrevisté con su santidad el papa en persona.
A los ojos del señor De Maillet, el prestigio del jesuita creció sensiblemente, cosa que en un principio parecía imposible. Por si no fuera bastante con haber recibido órdenes de boca del confesor del rey, el hombre que el cónsul tenía delante había estado con el Sumo Pontífice y le había hablado. En aquel instante, su admiración creció en proporción a la vergüenza que sentía por haber cometido aquel error y se dispuso a escuchar el resto de su discurso con obediencia y sumisión absolutas.
—El papa, a quien he expuesto las intenciones del rey de Francia, comulga completamente con estos deseos y bendice cualquier cometido que emprenda la Compañía para erradicar de Abisinia la herejía en que por desgracia se halla inmersa.
La noche cae deprisa en el trópico y muy pronto la estancia quedó sumida en una penumbra azulada, donde las palabras del jesuita resonaban aún con mayor solemnidad.
—Para que la culminación de una empresa tan gloriosa como la reconquista espiritual de ese inmenso pueblo se convierta en una obra de fe verdadera —prosiguió con devoción—, esta debe de provenir de un poder universal e incuestionable que esté muy por encima de toda ambición terrestre. Sólo el rey de Francia, el soberano católico más excelso, posee tal poder y puede llevar adelante, desinteresadamente, un proyecto de semejante envergadura. Todo emana de este gran designio: el papa reconoce como sagrada esta misión, y nuestra orden la ejecuta humildemente.
Hizo una pausa y luego añadió con ligera irritación:
—En cambio, una empresa conducida desde abajo, por curas casi siempre ignorantes y procedentes de una nación sin influencia, correría el riesgo de estar patrocinada por intereses excesivamente humanos…
El clérigo terminó la frase con un suspiro, y el señor De Maillet agobiado, se quedó en silencio.
—El asunto que se trae entre manos está muy bien pensado —continuó el jesuita con voz firme aunque amable—. La idea de que un médico sea el portador de nuestra embajada y que este haga el camino con el mercader es excelente. Lo único que hace falta es que el galeno sea francés y que vaya acompañado por un religioso de nuestra orden.
Los sirvientes entraron con candelabros, rompiendo la magia de la conversación, y ya no se habló más.
La cena transcurrió en un ambiente distendido. El jesuita contó mil anécdotas de sus viajes, y las damas se interesaron por Versalles y Roma. Estuvo brillante, sobre todo cuando se dirigía a la señorita De Maillet. Ante tan solícita actitud, su padre no pudo por menos que reconocer la natural propensión de los curas de esa ilustre compañía a guiar las almas jóvenes.
El padre Versau manifestó su deseo de hablar con los dos jesuitas que tenían que llegar a El Cairo al día siguiente, y el señor Macé se comprometió a avisarlos personalmente. Todos se retiraron muy pronto, pero el cónsul aún se quedó un rato en su gabinete, meditando sobre una aterradora evidencia a la que le costaba dar crédito: los jesuitas no solo eran tan temerarios como para enviar una embajada a Abisinia, sino que además pretendían acudir en persona a un país donde los aborrecían. No obstante, la mayor preocupación del señor De Maillet en aquellos momentos era encontrar como fuera un médico franco en una colonia que no tenía ninguno. A las siete de la mañana, el aire fresco de la noche desaparecía a retazos en un baño de luz tibia. Los pájaros que anidaban en los inmensos árboles del barrio franco piaban desde las zonas en sombra. El polvo aún estaba adherido al suelo, pero al paso de los primeros viandantes se quedaba flotando en el aire y ya no volvía a caer.
El maestro Juremi caminaba por el paseo de arena, pasando de la protección de los plátanos a la luz blanquecina de las zonas soleadas. Estaba tan contento como un delfín que atraviesa a saltos el aire caliente y el agua fresca. Llevaba un diminuto hatillo de tela al hombro e iba silbando. Tal como había imaginado, los esbirros del consulado habían pasado la noche anterior por su domicilio para entregarle una citación.
El maestro Juremi había acabado por rendirse a los sabios consejos de Jean-Baptiste. Había preparado una bolsa con unos cuantos enseres de aseo, una camisa limpia, una Biblia pequeña, y ahora se dirigía hacia el calabozo tan alegre como quien se pone en camino para pasar una tarde de pesca.
Un criado le recibió muy cortésmente a la puerta del consulado y lo condujo hasta el primer piso. Atravesaron una portezuela situada en el vestíbulo superior, y luego entraron en una pequeña estancia en la que había un agradable ambiente de frescor, procedente sin duda de la gran morera que se hallaba frente a la ventana abierta. En medio de la sala había una gran mesa dispuesta para el desayuno. La luz rebotaba sobre el mantel blanco bordado con el escudo de armas de los Maillet, acariciaba los vasos de cristal e iluminaba una jarra con zumo de naranja, dos tazas de porcelana y pan fresco. El lacayo acercó una silla al maestro Juremi y lo invitó a sentarse, pero el droguista se negó, pensando que todo aquello debía de ser un malentendido que no tardaría mucho en esclarecerse. Al maestro Juremi le entraron ganas de decirle al lacayo que se trataba de un error, que solo había venido para ir al calabozo. Pero el criado desapareció y lo dejó allí plantado, con su hatillo, sopesando los sinsabores que esta equivocación iba a costarle dentro de poco.
Al cabo de unos minutos entró el cónsul con un aspecto espantoso. Tenía los ojos enrojecidos y era evidente que había abusado de afeites. El maestro Juremi se asombró ante su inopinada amabilidad.
—¡Maestro Juremi! ¡Cuánto me alegro de verle! Pero ¿cómo es que no le han ofrecido sentarse? Tome asiento, por favor.
Tras un nuevo estremecimiento de desconfianza, dejó caer su enorme cuerpo en aquella silla enana. El cónsul mandó servir té y le agasajó con mil atenciones, ofreciéndole leche y azúcar, e incluso vertió el zumo de naranja en los dos vasos. El maestro Juremi empezaba a arrepentirse de haber descartado la idea del florete, porque de un golpe bien dado habría terminado con tanta comedia.
—Ha hecho usted un buen trabajo… —dijo el señor De Maillet, que no pudo evitar añadir, arqueando una ceja—: en mi ausencia.
El maestro Juremi no supo qué responder. Para conservar el aplomo, se metió en la boca un cuerno de un cruasán, y con esta mordaza esperó la continuación. Si en circunstancias normales era un hombre poco elocuente, no cabía esperar que en tales circunstancias se mostrara muy locuaz.
—Su trabajo tiene sin duda mucho mérito —prosiguió el cónsul—. Mezcla plantas para conseguir pastas, barnices, esmaltes, ¿no es eso?
El maestro Juremi movió la cabeza de un lado a otro, se encogió de hombros y siguió masticando.
El cónsul se llevaba algo entre manos, de eso no cabía duda. Pero ¿qué? El diplomático se bebió una gran taza de café de un trago, y el droguista barruntó que el asunto no iba a hacerse esperar mucho.
—Esas mezclas pueden servir para todo, ¿no es así? He oído decir que incluso hace remedios…
Ya estamos, se dijo el maestro Juremi.
Y empezó a respirar más deprisa, como un antílope que advierte la presencia del peligro detrás de los matorrales.
—No tiene nada que temer —dijo el cónsul mientras sacaba un pañuelito, que amarilleaba debido a los incalculables lavados, para limpiarse la boca—. En el pasado, mis antecesores se mostraron muy estrictos con algunos colegas suyos, que ejercían la farmacia o la medicina sin los diplomas pertinentes. Incluso yo manifesté en su día cierta prudencia al respecto, aunque sin duda comprensible. Hay tantos charlatanes por estas tierras… ¿Qué piensa usted?
El maestro Juremi alzó las cejas un par de veces, y el señor De Maillet interpretó este gesto como una señal de aprobación.
—Pero a partir de ahora —prosiguió el cónsul— tengo una opinión formada y bien formada. Lo he visto trabajar, sobre un cuadro, claro está, pero algo es algo. Y las referencias sobre usted son excelentes. Si me dice que prepara remedios, créame, esté seguro de que le brindaré todo mi apoyo. Soy un hombre de palabra, ¿sabe usted?
—Sí, excelencia —consiguió articular el maestro Juremi.
—Bien, pues en tal caso hábleme sin rodeos. ¿Entiende usted…, cómo se dice…, de farmacopea?
—Me parece que sí —contestó el droguista.
—¡Cómo que le parece! ¡Pero qué modestia la suya! He oído decir que usted hace mucho más de lo que aparenta, que toda la colonia va a verle, y que incluso el bajá en persona le pide consulta.
El maestro Juremi bajó los ojos.
—¡No lo lamente! —insistió el señor De Maillet—. Está bien. Está muy bien. Nunca hubiera imaginado que tuviera tales aptitudes. Es usted muy modesto, maestro Juremi. Mi esposa me confesó, la noche que estuve ligeramente indispuesto, que ella, ella misma, mi propia mujer, le mandó llamar hace seis meses sin que yo lo supiera, y que usted la había curado.
Al ver el pavor reflejado en la cara de su huésped, el cónsul adoptó un tono aún más amable.
—Se lo digo de verdad, no tiene nada que temer. No sé cómo ganarme su confianza. Le felicito sinceramente. Es más, le animo a que prosiga con su trabajo.
El señor De Maillet se levantó, dio un paso hacia la ventana, se volvió y dijo al droguista, mirándole a los ojos:
—¿Sabría usted, por ejemplo, curar enfermedades de la piel? Me refiero a esa suerte de lepra que padecen a menudo los negros de por aquí.
—Bueno, excelencia —consiguió farfullar el maestro Juremi—, somos dos.
—¿Qué quiere decir?
—Que tengo un socio.
—Me parece muy bien, aunque eso ya lo sabía. No obstante, responda a mi pregunta.
—Lo que trato de decirle es que él se ocupa fundamentalmente de la medicina. Mi socio prescribe y yo preparo. En el caso de la señora, su esposa, por ejemplo, le comenté los síntomas a él para saber qué debía poner, luego mezclé el ungüento y se lo entregué. Ese es únicamente mi papel.
El cónsul volvió a la mesa y se sentó.
—Ya veo —dijo—. Así pues, sería más conveniente que me dirigiera a su socio.
—Eso es lo que intentaba decirle excelencia.
A partir de ese mismo instante, el señor De Maillet se mostró mucho menos caluroso.
—Y ¿cómo se llama?
—Poncet, excelencia. Jean-Baptiste Poncet.
—¿Y dónde se le puede encontrar?
—Compartimos la misma casa. Duerme en el primer piso y yo en la planta baja.
—¿Y su laboratorio?
—Oh, excelencia, creo que en nuestra casa no se puede distinguir realmente entre el espacio que sirve para vivir y el que sirve para nuestro trabajo. Me resultaría bastante difícil describírselo.
El cónsul se quedó pensativo.
—¿Cree usted —dijo por fin— que su amigo estaría dispuesto a hacer un largo viaje?
—Tendría que preguntárselo, excelencia. Es un muchacho, cómo diría yo, muy peculiar. Si no estuviera asociado con él, aseguraría que es… genial.
—¡Genial! ¡Ahí es nada!
Realmente estos aventureros son increíbles, pensó el señor De Maillet.
—¿Me lo podría presentar?
—Claro, como usted mande. Somos súbditos del rey, y usted es su representante.
Incluso viniendo de un hombre sin abolengo, una profesión de fe como aquella satisfacía siempre al señor De Maillet, que no sabía negar su gratitud a quien fuera capaz de manifestarle una lealtad tan sincera. Ese es el secreto —pensó—. La armonía del régimen monárquico propiamente dicho radica en una autoridad justa que gobierne sobre súbditos agradecidos.
El maestro Juremi sonrió para sus adentros. Era muy consciente de que no conocía término medio entre la rebeldía impulsiva y violenta y la obsequiosidad sumisa. Esta era su máscara de protestante. Sin duda, el señor De Maillet se habría sorprendido sobremanera si le hubiera dicho que tenía ante él a uno de los emigrantes enardecidos de los que Guillermo de Orange se había valido para cavar casi con las manos desnudas la línea de defensa de los Stuart en la costa de Irlanda. La herida de su abdomen era una prueba contundente de aquello, y el maestro Juremi tenía que hacer auténticos esfuerzos para no subirse la camisa y plantarle al cónsul ante las narices sus cicatrices de sable.
—En ese caso —prosiguió el señor De Maillet—, dígale a su socio que le espero aquí a las once.
—Como desee, excelencia. Sin embargo… El maestro Juremi tenía ciertos escrúpulos, ya que el cónsul no parecía malintencionado. De entrada, no creía arriesgado confesarle la profesión de su socio. Pero teniendo en cuenta las palabras que había pronunciado la noche anterior, se podía esperar cualquier cosa de un hombre con su carácter: Si me convocara a mí, no iría.
—Sin embargo, que… —se impacientó el señor De Maillet.
—Sin embargo, como conozco bien a mi amigo Poncet, permítame hacerle otra propuesta.
—Usted dirá…
—Estoy seguro de que si su excelencia se tomara la molestia de acudir hasta su casa, es decir, a nuestra casa, mi socio le estaría infinitamente agradecido y no podría negarle nada.
—¡Acudir a su casa…! ¿Acaso ese señor concede audiencias?
El protestante guardó un prudente silencio.
Era extraño, absurdo, incluso indignante, pensaba el cónsul. Pero, en fin, ya que había prisa, ya que en cierto modo aquel truhán estaba en una posición de fuerza y por unas circunstancias muy concretas, era preferible dejar el desprecio para más adelante.
—¿Estará él allí dentro de una hora? —preguntó el señor De Maillet, apretando los puños.