—El rey —empezó solemnemente el señor De Maillet—, por razones que no me corresponde confiarle, desea enviar una embajada a Etiopía.
—Su excelencia redactó un despacho a ese respecto el año pasado —dijo el señor Macé.
—Justamente. Mi pariente, el ministro, me consultó en su día acerca del modo de penetrar en aquel país, tal vez porque en Versalles ya debían de estar considerando el asunto. ¿Se acuerda usted de mis conclusiones?
—Perfectamente. Hay dos vías: una marítima, por Djedda[1] y la costa, y la otra terrestre, por el reino musulmán de Sennar y las montañas.
—Su memoria es excelente, Macé. Recordará también lo que añadía a propósito de ambas vías. Por mar, el acceso al país está controlado por un bárbaro musulmán aliado de los turcos cuya única función es cerciorarse de que ningún cristiano blanco, y católico en particular, se interne en su territorio. Nadie ha conseguido franquear tal obstáculo desde hace cincuenta años. Como ya debe saber, los últimos sacerdotes que lo intentaron fueron ahorcados y sus coronillas enviadas en un paquete al emperador de Etiopía, que había ordenado su muerte.
El señor Macé hizo una mueca de aversión y sacó un pañuelito de encaje con el que se tapó un momento la nariz.
—Por tierra —continuó el cónsul— hacemos la misma lamentable constatación. Los pocos viajeros europeos que se han internado en el país para conocer al negus han sido retenidos como prisioneros en su corte hasta su muerte, aunque lo más frecuente es que la multitud los lapide en cuanto se descubre que son católicos.
—Todo eso es obra de los jesuitas —dijo el señor Macé con tristeza.
—¡Cállese! —replicó el cónsul palideciendo.
Se acercó a la puerta y la entreabrió para ver si alguien se había apostado detrás.
—Usted sabe sin embargo que el hombre que ha visto aquí es uno de ellos. Y sin duda es alguien próximo al confesor del rey.
—Pero vamos a ver —dijo el señor Macé en voz baja—, ¿acaso no saben cómo acabó todo?
—Eso ocurrió hace cincuenta años.
—Sí, pero aunque así sea… —continuó en un murmullo el secretario—. Cuánta habilidad y cuánta torpeza. Decir que han convertido al negus y que casi subyugado el país para luego ser perseguidos, desterrados y comprobar que todos los católicos tienen prohibido entrar en Abisinia… No me diga, excelencia, que ese cura es tan insensato que quiere volver.
—No, Macé, cálmese. La cuestión es que no quiere ir personalmente. Su plan es aún más extraordinario de lo que imagina.
El labio inferior del cónsul temblaba ligeramente. Temía marearse otra vez, así que tuvo la cautela de apoyar una mano en la mesa de roble.
—A mí, ahora quieren mandarme a mí.
—¡A usted, excelencia! —exclamó el señor Macé, levantándose de un salto—. ¡Pero eso es completamente imposible!
Permanecieron un momento así, de pie, cara a cara, inmóviles y pálidos. En medio de tanto silencio se deslizó cierto desasosiego. Era imposible, desde luego, sin duda alguna. Ahora bien, la pregunta era: ¿por qué? La única y verdadera razón era inconfesable, porque nadie proclama que tiene miedo. Pero ¿cómo justificar entonces esa negativa tan evidente? El señor Macé comprendió que el cónsul iba a encomendarle su primera misión importante. Y entonces se percató de que se le presentaba de forma inesperada una oportunidad para ser digno de los favores que creía haber perdido a consecuencia de su imprudente conducta con la señorita De Maillet.
—Su salud… —dijo el secretario, gesticulando con la mano como si quisiera aprehender una idea en el aire o atrapar una mariposa.
—Sí, sí… —dijo rápidamente el cónsul—, mi salud no lo soportaría. El clima. Además hay que atravesar desiertos…
Luego se le ensombreció el semblante.
—No me creerán. En Versalles no saben distinguir entre El Cairo y las arenas de Sudán…-No llegarán a esos extremos —dijo el señor Macé, que seguía inmerso en sus cavilaciones.
—¡Los turcos! —dijo el cónsul—. Los turcos nunca me darán la autorización. Aquí está prohibido el proselitismo cristiano, y los turcos tienen interés en que Abisinia continúe rodeada de musulmanes. Su mayor temor es que una alianza católica los encuentre desprevenidos.
—Sí —dijo el señor Macé—, en caso de enviarse esta embajada, tiene que ser secreta. Y su portador un desconocido.
—Por supuesto —dijo el señor De Maillet sin miedo a contradecirse—, así no será tan cara. Con los turcos todo se compra, pero habría que pagar una buena suma para que el bajá autorizara el desplazamiento de un cónsul, que para ellos tiene el rango de bey.
—En cada etapa, los presentes serían más onerosos.
Los dos hombres sufrían un nerviosismo febril. El señor De Maillet condujo a su adjunto hacia un rincón de la estancia donde había un escritorio de persiana que se obstinaba en permanecer medio abierto porque el calor había dilatado los listones. El señor Macé tomó papel y pluma y escribió al dictado una breve nota, donde el cónsul mencionaba todos los argumentos que le impedían personarse en Abisinia. Luego lo releyeron con un tono resuelto. El señor De Maillet llenó hasta el borde dos vasitos de jerez (nombre que se daba en la casa al vino de Burdeos cuando se había remostado) y brindaron.
—No obstante —dijo el cónsul mientras dejaba el vaso con el semblante apesadumbrado como si el líquido lo hubiera atravesado de amargura—, desobedecer al rey…
—¡Usted no desobedece, excelencia! El soberano quiere una embajada, y usted únicamente le explica que no puede dirigirla.
—En tal caso, debemos encontrar a otro.
De pronto, al pensar que el cónsul podía designarlo a él, el señor Macé se puso a temblar. No tenía ningunas ganas de partir hacia la muerte, y menos aún con el brillante y apacible porvenir que tenía por delante.
—Tenemos que buscar a alguien que realmente tenga posibilidades de llevarla a término —se apresuró a decir—. Yo creo que el rey no desea solo que su embajada se ponga en camino, sino que también quiere que regrese. Un diplomático sería demasiado llamativo; ni siquiera pasaría la frontera de Egipto.
—¡Justamente! —corroboró el cónsul—. Eso es lo que le decimos al ministro en nuestro despacho. Todavía estaban reflexionando en silencio cuando la campana de la capilla dio las dos de la tarde. El calor que pesaba sobre la ciudad había traspasado ya la cortina de verdor que rodeaba las casas, y el cónsul experimentó una sensación de disgusto al contemplar las manchas de sudor que impregnaban la chaqueta de algodón del señor Macé a la altura de las axilas. Realmente, podría cambiarse de ropa de vez en cuando, se dijo.
Luego volvió a darle vueltas al asunto, pero sin duda ese instante de distracción lo llevó por nuevos derroteros.
—¡Lo que en realidad necesitamos es un hombre útil! —exclamó.
Se quedó tan sorprendido de su propia idea que guardó silencio.
El señor Macé también se sorprendió gratamente ante aquella evidencia tan afortunada.
—Sí —continuó el secretario—, su excelencia tiene razón. Deberíamos encontrar a un hombre que ofreciera al negus lo que necesita.
—¡Un comerciante!
Al señor Macé se le iluminó el rostro de repente.
—El señor cónsul recordará —dijo con gran entusiasmo— que el mes pasado nos comentaron la llegada a El Cairo de una caravana procedente de Etiopía. Sin embargo, nadie la ha visto todavía. Probablemente se haya dispersado más al sur. Su jefe es un comerciante musulmán que ha viajado a Abisinia en varias ocasiones.
—¿Usted lo conoce?
—Lo vi una vez en El Cairo. Es un hombre de aspecto muy humilde, casi parece un mendigo. Pero se dice que en su último viaje ha traído cinco mil escudos en polvo de oro, algalia y ámbar gris para cambiarlos por mercancías que el negus le había pedido.
El señor De Maillet iba y venía, absolutamente entusiasmado.
—¿Estará aquí?
—Lo ignoro. A decir verdad es poco probable, aunque quién sabe… Lleva todos sus asuntos con extrema discreción. Ni siquiera estoy seguro de que acepte hablar con nosotros, y menos aún de que nos proporcione algún detalle sobre Abisinia.
—Cada cosa a su tiempo —dijo el cónsul con tono perentorio—. Usted encuéntrelo. Ya lo convenceremos después.
La decisión estaba tomada, así que sin pensárselo más empujó al señor Macé hacia la puerta.
—Emprenda inmediatamente la búsqueda de ese hombre.
El secretario se sintió un poco desarmado ante tanta premura.
—Tome mi caballo, un guardia, dinero, lo que necesite, y si está aquí, tráigamelo. Pero dígame, ¿cómo se llama?
—Los árabes le llaman Hadji Ali.
—En fin, le deseo buena suerte para encontrar a Hadji Ali, querido amigo.
El señor Macé se precipitó en dirección al patio del consulado, lleno de orgullo por el apelativo, aunque desesperado por la misión que debía cumplir. Diez minutos más tarde, ya estaba en la ciudad.
El jesuita, completamente repuesto, escuchó con serenidad al señor De Maillet mientras este le exponía con la mayor naturalidad del mundo y de forma supuestamente improvisada el breve escrito que había redactado con el señor Macé.
Tras meditar unos instantes, el padre Versau se avino a las razones del cónsul y decidió, para gran alivio de este, que no debía ser él quien acudiera en embajada a Abisinia.
—A decir verdad —concluyó el bondadoso jesuita—, nadie pensaba realmente que fuera usted personalmente.
Esta observación disgustó al cónsul. ¿Acaso sospechaban que en realidad era un cobarde? Se disponía a protestar cuando pensó que el auténtico coraje se demostraba aceptando las afrentas sin pestañear. Así que se contuvo valerosamente.
—¿Qué más nos propone? —preguntó tranquilamente el jesuita.
—Teniendo en cuenta —comenzó a decir el señor De Maillet— la diferencia de poder entre nuestro rey muy cristiano y ese monarca, que después de todo no deja de ser un indígena coronado, sería conveniente para su majestad Luis XIV fingir que no solicita nada. Uno nunca está seguro con esa gente. Piense en la ofensa que supondría para su majestad si su embajada fuera apresada, como ocurrió el siglo pasado con la de los portugueses. Pedro de Covilham[2], el hombre que la encabezaba, estuvo retenido en aquellas tierras más de cuarenta años, y lo cierto es que murió allí. De manera que si bien la categoría de la persona que nos envíen es de la mayor importancia, la de nuestro mensajero no lo es tanto.
—Su razonamiento es muy acertado —dijo el jesuita—. Habíamos pensado que si nosotros enviábamos una auténtica embajada, alentaríamos al soberano abisinio a mandar otra desde su país. Pero si usted dispone de otros medios para llegar al mismo fin… Conversaban en un balcón minúsculo que realzaba la amplia estancia destinada al padre Versau en el primer piso. Desde allí se divisaba la calle principal, que era también el centro neurálgico de la colonia franca. Así pues, todos cuantos pasaban frente al consulado se descubrían respetuosamente al ver al señor De Maillet.
—Me parece —dijo con atrevimiento el cónsul— que la mejor manera de conseguir nuestro objetivo es sacar el mayor partido posible de las relaciones que Etiopía mantiene con nuestro país.
—¿Cuál es la naturaleza de tales relaciones?
—Son de dos tipos. De vez en cuando el emperador envía un mensajero al patriarca copto de Alejandría para pedirle que nombre a un abuna. Manda la tradición que el jefe de la Iglesia etíope, conocido como el abuna, sea un copto egipcio enviado a tal efecto. Pero no podemos depositar nuestras esperanzas en esta eventualidad, pues es demasiado imprevisible, además de poco probable.
—¿Y la otra posibilidad?
—La otra posibilidad son los mercaderes. Algunos años llega aquí una caravana procedente de Abisinia para intercambiar sus productos en El Cairo y a lo largo de su trayecto.
—Creía que el negus estaba en guerra con los musulmanes…
—Padre, también nosotros lo estamos con los turcos y sin embargo nos hallamos en este balcón, charlando tranquilamente. A veces no estaría de más que los individuos aprendieran de la prudencia de que hacen gala los estados para tratar los asuntos con sus vecinos. Hay lazos que no se rompen jamás.
El señor De Maillet dijo estas últimas frases con un ademán de cortesía para disimular la inmensa satisfacción que a veces le inspiraba su propia persona.
—Excelencia —dijo el jesuita con una leve sonrisa para confirmarle que confiaba plenamente en él—, me encomiendo a vuestro consejo para encontrar una solución que sirva a la causa del rey.
El cónsul inclinó la cabeza, henchido de una soberbia humildad.
El señor Macé regresó hacia las cinco e irrumpió en la residencia del cónsul tal cual estaba, empapado, con los cabellos aplastados por el sudor, con grumos de colorete en las mejillas, y sin molestarse apenas en esbozar una excusa.
—Ya lo decía yo —dijo fuera de sí.
—¿El mercader?
—Hadji Ali en persona.
Poco a poco iba recuperando la respiración, con una mano en el pecho.
—He hecho indagaciones por toda la ciudad. Todos creían que se había ido, pero la suerte estaba de mi parte. Uno de mis confidentes lo vio ayer.
—¿Dónde está? —preguntó el cónsul circunspecto.
—Espera en el rellano. Excelencia, permítame explicarle…
Conforme iba recuperando el aliento, volvía a obrar con la formalidad que exigen las conveniencias sociales, lo cual era mejor para todos. El señor De Maillet no aceptaba de buen grado la familiaridad, cualesquiera que fueran las razones.
—Es un tramoyista —continuó el señor Macé—. Un bribón. No quería saber nada de Abisinia. He tenido que prometerle…
—Qué, diga…
—Cien escudos.
El cónsul hizo un aspaviento.
—¡Cómo ha podido!…
—Por esa suma, hablará.
—¿Y qué es eso tan importante que vale cien escudos?
—Excelencia, le pido por Dios que honre mi compromiso. Si no soy hombre muerto.
—Está bien, pagaré. Pero ¿qué ha dicho?
—Todavía nada.
—¡Se burla de mí! —exclamó el señor De Maillet, que parecía dispuesto a dejarle plantado.
—Excelencia, permítame. Hablará. Va a decirle lo que necesita el negus.
El señor De Maillet titubeó un momento antes de tomar una decisión.
—Y bien —dijo al fin con brusquedad—, ¿a qué espera para hacerlo pasar?
Hadji Ali era uno de esos hombres de los que resulta imposible precisar su origen. Era extremadamente delgado, a juzgar por las manos huesudas y las mejillas hundidas. Tenía rasgos finos, nariz aguileña, párpados abultados y una tez cobriza que le otorgaba el privilegio de parecer yemení en Yemen, árabe en Egipto, abisinio en Etiopía e indio en la India. Incluso se le podía confundir con un europeo curtido por el trópico. No obstante, en esta ocasión vestía la túnica azul de los árabes, calzaba babuchas verdes y lucía un aro en la oreja derecha. Tomó la mano del cónsul entre las suyas, hizo primero una suerte de triple reverencia, luego se llevó la mano derecha al corazón y, para acabar, se besó los dedos.
Con el tiempo, el señor De Maillet se había acostumbrado a condescender con estos formalismos recargados, pese a considerarlos lamentables zalamerías. Una vez concluido aquel interminable saludo, indicó a su invitado una banqueta baja en la que este se sentó, cruzando las piernas.
La conversación se inició lentamente, y el señor Macé empezó a traducir. Hadji Ali elogió la decoración del consulado, la apostura del rey a la vista del retrato, el sabor refrescante del jarabe de flores de hibisco que le habían servido, y para terminar comentó con melancolía que el sedentario, por muchas riquezas que tenga, nunca sabrá lo que es gozar de la compañía conmovedora de las estrellas, en las alturas, mientras duerme. El señor De Maillet se avino cortésmente a esta opinión, y eso fue todo.
El señor Macé hizo una señal al cónsul. Este fue hacia el escritorio en busca de una bolsa de cuero con la suma que le había prometido y se la entregó al caravanero, quien la hizo desaparecer casi como por arte de magia. Acto seguido, Hadji Ali empezó a hablar del negus. Le dijo que el emperador se llamaba Yesu, que era el primero con ese nombre, y que tenía unos cuarenta años. Añadió que se trataba de un gran guerrero, y que si bien en la actualidad su reino vivía en paz, había librado numerosos combates.
—Los etíopes no necesitan nada —dijo Hadji Ali, adelantándose a una pregunta que el señor Macé había pensado hacer—. Aquel país abastece a sus habitantes de todo cuanto necesitan.
—No obstante, según he podido saber —dijo el cónsul con delicadeza—, el emperador le ha encargado ciertas cosas de Egipto…
Hadji Ali fue parco en su respuesta.
—Nada de cosas —tradujo literalmente el señor Macé, que consideró oportuno intervenir.
—¿Cómo que nada de cosas? Entonces, ¿qué? —replicó el cónsul.
—Yo no sé nada, excelencia. Tal vez animales.
—Pregúnteselo.
El señor Macé tradujo la pregunta, y el mercader se echó a reír a mandíbula batiente. Su boca abierta dejaba a la vista unos dientes rotos y negros empastados de oro, lo cual resultaba bastante repugnante. El cónsul estaba impaciente. Poco a poco, Hadji Ali fue serenándose y se secó los ojos.
—¿Puede explicarnos a que se debe tanto regocijo?
—Al parecer se debe a su pregunta —contestó el señor Macé.
—Yo estoy diciendo No quiere cosas, y a usted se le ocurre decir Animales. ¡Es muy divertido! —dijo entre hipidos Hadji Ali, sin dejar de reírse.
—Querido amigo —dijo el señor De Maillet irritado—, a mí también me parece divertido. Ahora bien, si no son cosas ni tampoco son animales, me gustaría saber, ya que usted se ha comprometido a decírnoslo, qué le ha pedido.
Hadji Ali volvió a adoptar un semblante seno.
—Busco a un hombre.
El señor De Maillet y el señor Macé cruzaron una mirada fugaz.
—Un hombre. Bueno, ¿y se puede saber a quién?
—Es un secreto de estado que no puedo revelar a nadie —dijo el mercader con un tono que no admitía réplica.
Se produjo un largo silencio en la estancia. Luego, el señor Macé hizo señas al cónsul para que volviera al escritorio y sacara otra bolsa. El señor De Maillet se resistía con toda suerte de ademanes, aunque sin decir palabra, en tanto que Hadji Ali, con los ojos entornados, fingía no darse cuenta de nada. Al final, de puro cansancio y presintiendo que su objetivo estaba cerca, el cónsul terminó por acceder, y una segunda bolsa desapareció bajo la túnica del mercader.
—El año pasado —empezó a decir Hadji Ali cuando tuvo la bolsa a buen recaudo— estuve enfermo.
El cónsul se horrorizó ante semejante comienzo.
—La cosa es…, la cosa es…
El señor Macé consideró más prudente no traducir estas palabras y esperar hasta que el camellero arrancara de una vez.
—La cuestión es que estuve enfermo —continuó— y he venido a El Cairo a tratarme pues los médicos árabes no encontraban remedio alguno para mi mal. Y además me merecen poca confianza. Siempre he creído que los médicos francos son más hábiles, así que me acerqué hasta la colonia, donde alguien me dio el nombre de un religioso, y fui a verle. Iba vestido como nosotros, pero su hábito era marrón, con un cordel anudado a la cintura.
—Un capuchino —dijo el señor De Maillet con impaciencia.
—Probablemente. Hay bastantes por aquí. Era un anciano casi ciego. Cuando le pregunté si sus poderes también hacían efecto sobre los creyentes en Mahoma me dijo que sí. Y lo cierto es que me sanó.
—Bien, me alegra saber todo eso —dijo el cónsul al intérprete—. No obstante, tendría que comprender que su salud nos interesa muy poco. Pregúntele en qué nos afectan esos asuntos a nosotros.
—Regresé a Abisinia en la caravana de septiembre —continuó el mercader—. El emperador me hizo llamar en cuanto llegué y, para mi grata sorpresa, quiso que habláramos a solas. Fue entonces cuando me desveló su enfermedad, que es muy parecida a la que ese franco me había curado a mí.
—¡De modo que ha venido a buscar un médico! —dijo el señor De Maillet con el rostro encendido por la emoción.
Hadji Ali se inclinó respetuosamente en señal de asentimiento.
—¿Podríamos saber si… lo ha encontrado? —preguntó el cónsul.
—Por desgracia —dijo Hadji Ali con el semblante tremendamente abatido— el viejo franco que me curó el año pasado ha muerto durante la estación seca. Tenía una edad muy avanzada, y probablemente el corazón…
—¿Qué piensa hacer? —preguntó el cónsul.
—Esperar. Alá lo puede todo, si uno tiene confianza.
—Es una hermosa lección de piedad —dijo el señor De Maillet con cierta impaciencia—, pero ¿cómo se presenta el asunto… en la tierra?
—Otros religiosos francos de la misma orden que mi difunto curandero han prometido proporcionarme a alguien muy pronto. Para uno de estos días esperan la llegada de uno de los suyos, que tiene fama en cuestiones de medicina. Viene de Jerusalén, y a estas horas ya debe estar aproximándose a Alejandría. Es cuestión de unas diez lunas, como mucho.
—En buena hora —dijo el señor De Maillet.
—Yo también me alegro de que llegue ese hombre —añadió el comerciante—, porque he agotado los remedios que me recetó el anterior y debo procurarme otros nuevos.
—¿Se puede saber qué enfermedad es esa? —preguntó el cónsul al señor Macé con cautela. Este se extendió en la traducción, que aderezó con numerosos circunloquios.
—Mi enfermedad no es un secreto, pero dado que es también la del negus, me resulta imposible revelarla sin cometer un acto de traición. Sepa que no es mortal pero que causa muchos sinsabores y agria el carácter, una circunstancia siempre molesta para un soberano. A partir de ese momento la conversación tomó un sesgo cortés e insustancial, y hacia las seis el señor Macé despidió al mercader, tras acordar una nueva cita para el día siguiente.
El señor De Maillet había satisfecho con creces sus expectativas y gratificó a su secretario con un sinfín de felicitaciones, que este recibió con una exagerada reverencia. De pronto, y en una sola jornada, habían conseguido rectificar el proyecto de la embajada sin desnaturalizarlo y sin arriesgar la vida del señor De Maillet. Por si eso fuera poco, habían descubierto el punto débil del negus y el medio de introducir un mensajero en su corte. Y como colofón, ese mensajero iba a ser un religioso, una circunstancia que seguramente colmaría los deseos de Luis XIV. Tanto el uno como el otro se consideraron tremendamente hábiles y decidieron anunciar tan excelentes nuevas al jesuita para consagrar definitivamente su triunfo.
—A propósito —dijo el señor De Maillet—, ¿de qué enfermedad cree usted que se trata?
—En mi opinión, Hadji Ali sufre una afección en la piel. Probablemente haya notado que no cesaba de rascarse en el costado derecho. Hace un rato, cuando adelantó el brazo para coger la taza de té, me pareció ver a lo largo del codo una especie de erupción pustulosa, como los líquenes que se ven sobre la corteza de los árboles en nuestros bosques.
—¡Bah! —dijo el cónsul—. Da igual que sea la piel o cualquier otra parte del cuerpo.
Estas fueron sus últimas palabras antes de subir a la habitación del padre Versau: El jesuita acogió cortésmente su relato mientras permanecía sentado, con los dedos entrelazados sobre el abdomen. Pero cuando el señor De Maillet llegó al asunto del médico franco, el hombrecillo vestido de negro se enfureció tanto que se quedaron asustados y atónitos, pues nunca habrían imaginado que alguien aparentemente tan enclenque pudiera expresarse con tanta virulencia. Todavía estaban intentando comprender qué error habían podido cometer para que desencadenara semejante furor en el jesuita cuando el señor De Maillet cayó en la cuenta de que todo había empezado al pronunciar la palabra capuchino.