Jean-Baptiste Poncet y el maestro Juremi, asociados en el oficio de boticarios, compartían una casa que hacía las veces de laboratorio en el lugar más alejado de la colonia franca, en una callejuela apartada que resultaba idónea para hacer su trabajo con discreción.
—¡Hola! —exclamó Jean-Baptiste, empujando la puerta de entrada de aquella residencia de solteros sumida en el más completo desorden—. ¿Estás ahí, viejo brujo?
Desde la parte alta de la casa llegó un gruñido. Lanzó sobre el respaldo de una silla el jubón que aún llevaba en la mano y subió a reunirse con su amigo.
En el piso de arriba había una terraza de cierta amplitud que daba a un patio cerrado. Las demás ventanas estaban con las persianas echadas y otras habían sido tapiadas. Poncet se encontró con el protestante de pie, acodado en la balaustrada, con la mirada perdida en el vacío y un florete en la mano.
—¿Qué haces aquí con ese chisme?
—Acabo de matar al cónsul —dijo el maestro Juremi.
—¿De veras?
Jean-Baptiste conocía demasiado a su compadre para dejarse impresionar.
—Ya lo creo. Lo he matado doce veces. ¿Quieres verlo? Mira.
El hombretón se puso en guardia e hizo como que se batía con un adversario que reculaba rápidamente. Cuando llegó a la pared, atacó con el arma y lanzó un gemido, como si le costara atravesar aquel cuerpo imaginario. La punta del florete se hundió en la pared, y al sacarla se desprendió una placa de yeso que dejó al descubierto las entrañas rojas de dos ladrillos.
—¡Bravo! —dijo Jean-Baptiste, aplaudiendo—. Se lo merecía. ¿Te sientes mejor ahora?
—Bastante mejor.
—Bien, pues ahora que ya te has tranquilizado, cuéntame qué ha ocurrido.
Jean-Baptiste cogió una silla de hierro y se sentó. El maestro Juremi se quedó de pie y siguió deambulando por la habitación mientras golpeaba el florete contra su pierna una y otra vez.
—Estoy hasta la coronilla de ese dichoso cónsul. En cuanto lo veo me entran ganas de matarlo.
—Eso no es nada nuevo —replicó Jean-Baptiste sonriendo—. Además, ya te aconsejé que no aceptaras el trabajo.
—¡Cómo no iba a aceptar! Me convocó…
—Si me convocara a mí, no iría —dijo Jean-Baptiste.
—¡Muy listo! Debo recordarte que tú no eres protestante y que eso te concede ciertos privilegios aquí. Por ejemplo que el bajá te pida consulta y te honre como médico, mientras yo no soy más que un mediocre herborista… En fin, la cuestión es que De Maillet me llamó; yo fui, hice el trabajo y ahora todo ha terminado.
El maestro Juremi le contó a su socio que había aprovechado la ausencia del cónsul para quebrantar su prohibición y acabar de restaurar el cuadro.
—¿Ha quedado bien? —preguntó Jean-Baptiste.
—Eso creo.
—Entonces, todo arreglado.
—Se nota que no lo conoces. Sus guardias van a venir a arrestarme en cualquier momento. Seguramente habrá estado demasiado ocupado hasta ahora y no se habrá dado cuenta de mis retoques.
—¿Qué puede hacer? No es un crimen que alguien cumpla con su trabajo.
—¡Por supuesto que no! Pero ese cónsul de pacotilla exige obediencia. Me acusará porque es la máxima autoridad, y en este caso juez y parte. Además, como es un ladrón, me obligará a pagar una multa y me descontará otro tanto de mi salario.
—Si es así, lo mejor es que pagues y que te olvides del asunto.
—¡Jamás! Prefiero matarlo y huir.
En materia pecuniaria, el maestro Juremi tenía una idea tan elevada de la justicia como cualquier hugonote que se preciara de serlo. Nunca se hubiera apropiado de un cequí que no hubiera ganado honestamente, pero tampoco habría tolerado que no le pagaran todo lo que se le debía.
—Cálmate, Juremi. No puede obligarte a pagar una multa. Nuestro estatuto prevé que tenemos derecho a elegir entre una sanción económica o una pena de cárcel. Mortifica su codicia en lugar de agujerearle el pecho, eso también le hará daño. Declárate prisionero, quédate dos días en el calabozo y despídete para siempre de hacer tratos con él.
El maestro Juremi ya se había explayado a sus anchas con la idea de matar al cónsul, así que supo estimar la sabiduría y la malicia que encerraba el consejo de su amigo.
Se quedaron un momento en silencio. El viento abrasador que llegaba del desierto había dejado de soplar a media tarde, pero el polvillo que había arrastrado seguía formando una capa finísima sobre los hierros forjados y sobre las hojas de los naranjos plantados en macetas. Jean-Baptiste entró en la casa en busca de un cántaro de agua y dos vasos de estaño para refrescarse la garganta.
—Hace un rato hubo un conato de incendio en el puente del Kalish. Se ha producido tal tumulto —dijo— que incluso la mujer del cónsul ha quedado bloqueada en su carroza, en medio del gentío.
—¡Vaya! —dijo el maestro Juremi sin mucho interés.
—De hecho —dijo Jean-Baptiste mientras vertía agua en su vaso—, tú que frecuentas el consulado…
El protestante se encogió de hombros.
—¿Conoces a esa joven que acompañaba a la señora De Maillet?
—¿Cómo es?
Jean-Baptiste no se atrevía a confesar que solo se había fijado en las cintas que llevaba en el pelo.
—No la he visto bien…
—¿No será rubia, con unos grandes ojos azules muy tristes?
—Me parece que sí —dijo entusiasmado el joven.
—Debe de ser la hija de esa sanguijuela.
—Parece mentira que la naturaleza le haya concedido semejante don —dijo pensativo Jean-Baptiste.
—Es muy extraño que la hayas visto. Por lo general no sale nunca. Hace dos años que vive aquí, y en todo ese tiempo casi nadie ha podido disfrutar de su presencia. Yo, sin ir más lejos, solo la he visto una vez en un vestíbulo. Pero estoy pensando que hoy es Pascua de Pentecostés y seguramente habrán asistido a misa en el convento de las salesas. Sí, debe ser eso; salvo en los grandes acontecimientos, su padre la tiene confinada en casa como si fuera un tesoro.
—Tiene sus razones —dijo Jean-Baptiste—, porque sin duda es un tesoro.
—El cónsul es un monstruo —se limitó a decir el maestro Juremi.
Por el tono lúgubre de sus palabras se podía adivinar que volvía a dar rienda suelta a su rencor personal.
Jean-Baptiste estiró las piernas y las cruzó sobre la barandilla, mientras se estiraba en la silla. A aquella hora del atardecer, unos hilos de nubes rosáceas parecían estar tensados de una pared a otra sobre el rectángulo de cielo cárdeno que se elevaba por encima de las casas.
Ese encuentro fugaz y fascinante con una joven que no era de su condición le recordaba Venecia, Parma o Lisboa. Pero allí todo era posible…
Jean-Baptiste había comprendido hacía mucho tiempo que el vagabundeo, al desvincular al viajero del orden de las castas que reina en todas partes, le confiere la dignidad del ser libre y la capacidad de hablar a todos por igual. Ahora sabía que, viniera de dónde viniera, un vagabundo medianamente ingenioso siempre podía ganarse la amistad de un príncipe o convertirse en el amante de una princesa, o cuando menos imaginárselo. Poncet, que no carecía de ingenio ni de imaginación, había tenido ocasión de comprobarlo más de una vez en las ciudades donde se había sentido realmente libre.
Pero en cuanto volvía a ocupar su lugar dentro de la jerarquía de su nación, como en esta colonia franca de El Cairo, solo era el hijo de una sirvienta y de un desconocido, por mucho que se empeñara en esconder sus orígenes. Su condición plebeya era nuevamente un obstáculo abrumador y, frente a las apariciones como la de aquella mañana, se sentía incapaz de soñar con la posibilidad de alcanzar la felicidad. Desde que vivía en Egipto, este tipo de encuentros habían sido tan escasos que ni siquiera los echaba de menos, pues solo acostumbraban a ser un motivo de tristeza.
—¿No te parece que esta ciudad empieza a ser un poco aburrida? —preguntó Jean-Baptiste.
—¡Bah! Con mucho gusto me pondría en tu sitio —respondió el maestro Juremi, que tras mucho cavilar había llegado casi a la misma conclusión—. Pero si uno se marcha de aquí, ¿adónde va a ir?
Los dos sabían que en todos los puertos de Levante se toparían con el mismo impedimento, con una traba que no surgía del desarraigo, sino, muy al contrario, de la presencia demasiado familiar y demasiado agobiante de los representantes del Estado. La solución ideal habría sido volver a Europa, pero en el continente no tenían ninguna posibilidad de ejercer su arte sin diploma y se exponían a una permanente persecución.
—Deberíamos embarcarnos hacia el Nuevo Mundo —dijo Jean-Baptiste.
La idea les pareció excelente y, para hablar de aquello con calma, se dirigieron alegremente hasta la ciudad vieja y cenaron en una taberna árabe donde servían un cordero lechal como en ninguna otra parte.
El jesuita pidió permiso para retirarse a sus aposentos a descansar, y el señor De Maillet, se quedó solo, aturdido, con los codos apoyados en la mesa. Después de que el religioso mencionara la cuestión de la embajada ya no oyó nada más. El impacto había sido tan violento que el cónsul a duras penas había podido controlarse, así que en cuanto se quedó solo dio rienda suelta a sus impulsos y lanzó un grito ahogado. Un sirviente acudió enseguida a su lado y le ayudó a llegar hasta una gran poltrona donde por fin se desplomó.
La mujer y la hija del diplomático, que regresaban en aquel momento de su peregrinación al convento de las salesas, se precipitaron a todo correr junto al pobre desgraciado.
La señora De Maillet salía muy de vez en cuando de su casa, donde disfrutaba del privilegio de tener una sala para ella sola; la dama había acondicionado un rincón como oratorio, y en los otros había dejado algunas labores de costura y tapices a los que se dedicaba alternativamente. Por lo demás, profesaba tal culto a su marido que alimentaba aún más su pesimismo, sobre todo porque la pobre mujer tomaba por horrendos peligros las insignificantes preocupaciones habituales de la vida consular. La culpa era del señor De Maillet, que al comunicárselas las exageraba hasta el extremo de aterrorizarla, así que la dama tenía el presentimiento de que todo aquello acabaría fulminándolo cualquier día. Hacía mucho tiempo que se preparaba para enfrentarse a esa contingencia, sin haber pensado nunca qué haría en tal situación, de modo que ahora no se le ocurría nada mejor que gimotear. Su hija manifestó un poco más de serenidad y desató con sus finos dedos la gorguera de encaje que estrangulaba el cuello de su padre.
El señor Macé se sumó al grupo y al ver en qué estado se hallaba el cónsul propuso llamar a un médico. Las dos mujeres aprobaron la idea.
—Sí, pero ¿a quién? —preguntó tímidamente la señorita De Maillet.
—¿Plaquet…? —se apresuró a proponer en voz baja el señor Macé.
El cónsul se negó en redondo.
—¡Ni pensarlo!
Un instante después ya estaba sentado y aseguraba que se había repuesto.
El solo hecho de pronunciar aquel nombre tuvo un efecto casi milagroso. El doctor Plaquet era un viejo cirujano de la Marina que había ido a parar a El Cairo por su amor a una actriz. Y cuando la dama murió, el cirujano decidió quedarse allí a pesar de todo. Desde la desaparición, cuatro años atrás, del último médico digno de llevar tal nombre en la colonia franca de El Cairo, Plaquet era el único médico oficial. Pero las nociones que tenía del arte de la medicina eran tan antiguas y las ponía en práctica con tanta brutalidad, que nadie osaba ponerse en sus manos. Ante la aterradora amenaza de verlo aparecer, la colonia francesa había optado por contener sus enfermedades, como se contiene la respiración, confiando en no asfixiarse. Con el tiempo, los mercaderes y la gente sencilla habían recurrido gradualmente a otros individuos: charlatanes judíos y turcos, y otros droguistas, de los que Jean-Baptiste Poncet era el de más renombre. No obstante, el cónsul había prohibido expresamente pedir consulta a tales sujetos, porque trabajaban al margen de la ley. El diplomático estaba obligado a dar ejemplo y confiaba en evitar a los médicos durante los años que aún estuviera en Egipto. Por otro lado, en caso de necesidad, si el asunto era realmente grave, mandaría que lo llevaran a Constantinopla.
¡Pero Plaquet, jamás!
Todos los presentes se alegraron de la rapidez con que el cónsul se había restablecido. El ambiente se fue distendiendo y la señora De Maillet mandó servir café.
Al poco rato, los cuatro se encontraban sentados en los sillones, formando un corrillo, con una taza en la mano.
—No es nada —dijo el cónsul—. El almuerzo… un poco pesado seguramente. Habrá sido el vino… con este clima.
¿Qué otra cosa podía decir? No podía desvelar a aquellas cotillas el enorme secreto que acababan de confiarle. Tal vez a Macé. Sí, Macé sería su confidente. Aquel asunto le exigiría una buena dosis de acción en los próximos días. Necesitaba la ayuda de alguien. El jesuita lo comprendería. Además, Macé era un hombre de confianza, muy sumiso, aunque al cónsul no le gustaban demasiado los modales que exhibía para hablar con su hija. Un minuto antes, por ejemplo, se había percatado de que ambos se habían girado a la vez, uno hacia el otro, con la taza de café en la mano. La pobre criatura no veía nada malo en ello, pero él habría jurado que su secretario la miraba con más insistencia de lo que debiera. Me gustaría que pusieran fin inmediatamente a tales frivolidades, se dijo el señor De Maillet para sus adentros.
El señor Macé era el único hombre joven que se admitía, si no en la intimidad, sí al menos cerca de la señorita De Maillet. Aunque era muy feo para su gusto y dejaba a su paso un indiscreto olor a suciedad, a la joven, dado el aislamiento en que vivía, le gustaba conversar con aquel ser diferente que la escuchaba con tanta gentileza. En cuanto al señor Macé, había elegido su carrera de una vez por todas y no concebía complicarse la existencia cortejando a la hija del hombre de quien dependía. Sin embargo, en las escasas ocasiones en que coincidía con la señorita De Maillet, el secretario siempre se sentía como extasiado ante tanta belleza, gracia y juventud. La miraba con tanta intensidad, a pesar suyo, que la joven parecía encantada, sin poder evitarlo por su parte. No obstante, a los ojos de su padre aquello era equiparable más o menos a la premonición de un crimen.
—Haced el favor de dejarme a solas con el señor Macé —exclamó el cónsul con semblante severo.
Cuando las dos mujeres se hubieron retirado, el cónsul empezó a deambular por la sala, mientras Macé aguardaba en silencio, sentado en la silla que su superior le había ofrecido.
—Macé, podría hacerle algún que otro comentario a propósito de su conducta —dijo el señor De Maillet con sorna—, pero ahora no es el momento. Es preciso (se lo digo bien claro, es preciso, lo cual no significa forzosamente que se lo merezca), es preciso repito que le haga partícipe de un secreto político de mucho peso. Espero que sea digno de oír mis palabras, porque de lo contrario no habrá lugar en el mundo donde pueda escapar de la venganza de aquel a quien haya traicionado.
Y diciendo esto, apuntó con el índice hacia el retrato del soberano. El joven, que estaba sentado, hizo tal reverencia en señal de sumisión que a punto estuvo de tocarse las rodillas con la nariz.