El cónsul, el señor De Maillet, era un hombre de la pequeña nobleza; había nacido en el este de Francia, donde la estirpe de su exigua familia aún echaba algunas raíces. No se podía decir que los Maillet estuvieran arruinados pues nunca habían poseído gran cosa. Estos nobles de poca monta, rodeados de burgueses emprendedores y campesinos prósperos, se enorgullecían de no hacer nada y eran aún más soberbios porque no tenían nada. Lo único que les impedía hacer comparaciones, y por lo tanto sufrir, era su alcurnia mediocre que transfiguraba sus restantes mediocridades. Siempre habían sabido que la salvación llegaría de arriba. Estaban convencidos de que un día forzosamente ascendería algún miembro de su linaje y de que tal ascenso, aunque fuera de alguien muy lejano, encumbraría a toda la parentela. El milagro se hizo esperar, pero se produjo al fin cuando Pontchartrain, emparentado con la madre del señor De Maillet por parte de una prima hermana, fue nombrado ministro y luego canciller del gran rey, entonces en el cenit de su poder. Es evidente que nadie puede llegar tan alto solo, por muchos méritos propios que tenga. Hay que tener amigos, y muchos, para situarlos, conservarlos y, un día, presionarlos para que actúen. Pontchartrain sabía que los individuos que no son nada pueden resultar muy serviciales cuando se hace algo por ellos. Por eso no se olvidó en absoluto de utilizar a su familia.
En sus años de juventud, piadosos y despreocupados, el señor De Maillet había aprendido muy poco en los libros y menos aún sobre la vida. No obstante, su influyente tío lo sacó de esta especie de vacío y lo colocó en el consulado de El Cairo.
El protegido profesaba a su protector una gratitud febril pues era consciente de que no podría hacer nada para pagar una deuda semejante por sí solo. Llegaría sin duda un día fatal en que ese hombre puedelotodo —que incluso era capaz de hundirlo para siempre— le encomendaría una tarea de tal envergadura que no podría llevarla a cabo sin exponerse a algún peligro. Lo malo era que al señor De Maillet no le gustaba el peligro.
El consulado de El Cairo era uno de los destinos más envidiados de todo el Levante porque estaba relativamente alejado de la embajada de Francia en Constantinopla, de quien dependía, y además porque la ciudad de El Cairo no era un puerto de paso, lo que también suponía menos complicaciones. Su función se reducía exclusivamente a gobernar un turbulento tropel de mercaderes y aventureros. Aquellos hombres, arrastrados hasta allí por un cúmulo de circunstancias generalmente fuera de lo común, tenían la osadía de considerar el valor como una virtud, el dinero como una fuerza poderosa, y los años de exilio como un título insigne. No obstante, el cónsul tenía a bien recordarles que el único poder era la ley —que por lo demás no los amparaba demasiado—, y que la única virtud era la ascendencia noble, que no alcanzarían jamás. Pero por encima de todo, y el señor De Pontchartrain había insistido mucho en ello, lo más importante era entenderse lo mejor posible con los turcos. A este respecto, la gran política de Francia —que favorecía, aunque en secreto, la alianza otomana contra el Imperio—, era tan importante como la seguridad cotidiana, y nada tranquilizaba tanto a la nación franca como saber en todo momento que, a una señal del cónsul, los turcos procederían a la expulsión inmediata de los aguafiestas.
A esto hay que añadir que el cónsul no pagaba alquiler, que recibía cuatro mil libras de renta anual, seis mil quinientas libras para el condumio y el personal, y que su posición le daba derecho a disfrutar de una franquicia que le permitía adquirir cien toneladas de vino anuales a dos piastras y media, lo cual le procuraba un beneficio considerable. En prueba de gratitud por estos favores que lo hacían rico, cada mes el señor De Maillet reiteraba los halagos a su protector en las cartas que partían en los barcos de la Compañía de las Indias con escala en Alejandría. El propósito fundamental de estas misivas era el elogio, evidentemente; no obstante, para evitar que tantos cumplidos terminaran cansando a su destinatario o le produjeran animadversión, el cónsul los disimulaba con otros asuntos sacados de la realidad local. De modo que, cuando su discurso estaba bien nutrido, podía adoptar la forma de breves memorias como aquella —su gran orgullo, aunque nunca estuvo seguro del efecto causado— que contemplaba la posibilidad de unir el Mediterráneo y el mar Rojo a través de un canal.
El señor De Pontchartrain respondía siempre a sus cartas. Las comentaba y en ocasiones agregaba algunas puntualizaciones políticas. En su último correo, fechado hacía más de un mes, el ministro, por primera vez, había hecho una alusión que podía interpretarse como una instrucción directa. Según sus palabras, el cónsul debía prepararse para recibir la visita de un jesuita que había estado en Versalles y que en aquellos momentos seguramente estaría camino de Roma. El ministro instaba expresamente al señor De Maillet a ejecutar los designios del clérigo, cuya voluntad debía acatar como si fuera la del Consejo y la del rey en persona.
El señor De Maillet se había alarmado por la forma de obrar de su tío. Imaginaba que si se tomaban la molestia de mandar a un mensajero para evitar el riesgo de una correspondencia, solo podría deberse a que las órdenes eran estrictamente confidenciales. Sin embargo, como el jesuita no aparecía, el cónsul se había tranquilizado pensando que la política de los soberanos es un quehacer misterioso que puede cambiar de rumbo constantemente. También era posible que otras intrigas hubieran puesto fin a esta y se requiriese la presencia del jesuita en otros lugares. A menos que, sencilla y llanamente, se hubiese extraviado por el camino.
Pero he aquí que ese viajero incierto reaparecía ahora, medio desnudo y cautivo, en la residencia del agá de los jenízaros. El turco no había puesto traba alguna para devolver a su prisionero, entre otras cosas porque esperaba que el cónsul le diera una explicación. El asunto despertaba ya cierta curiosidad, y era evidente que ni el bajá ni el resto de las naciones extranjeras representadas en la ciudad cejarían en su empeño hasta dilucidar el misterio de aquel enviado del Rey Sol que había llegado cubierto de barro y que había cometido la imprudencia de proclamar que era portador de un mensaje político.
Estos angustiosos pensamientos rondaban por la cabeza del señor De Maillet mientras recorría sin cesar la amplia sala del consulado. Había mandado poner la mesa para su huésped, y poco después cenaría a solas con él. Su mujer y su hija acudirían a presentar sus respetos a aquel bendito y luego los dejarían conversar tranquilamente. En la escalera se oían los pasos diligentes de los servidores nubios que subían y bajaban con cubos de agua fresca para el baño del viajero. Ciertamente, el anciano cautivo se tomaba su tiempo. El señor De Maillet, impaciente, se puso de mal humor. Dejó de deambular y fue a sentarse en un taburete situado justo enfrente del cuadro que se estaba restaurando. Cuando vio que la cara del rey estaba intacta se quedó atónito. La mancha había desaparecido y la encarnación original surgía en toda su pureza. El cónsul se acercó; si uno miraba con mucha atención, se podía observar que las zonas antes maculadas ahora poseían un tinte ligeramente más sonrojado que el resto de la cara. En la mejilla de un niño, una señal así se habría podido confundir por la marca de un bofetón, pero en el augusto rey esa sombra, malva solo podía ser un exceso de afeite, extendido para dar fe de la salud del monarca y transmitir optimismo a su pueblo.
Por un instante, el señor De Maillet creyó estar presenciando un milagro. La aparición del jesuita y la desaparición de la mancha parecían manifestar la presencia de una Providencia activa que sostenía toda la casa en su mano divina. Después se dio cuenta de lo ocurrido y corrió en busca del tirador para llamar.
—¡Dígale al maestro Juremi que pase por aquí mañana a primera hora! —le gritó al lacayo.
Ese hereje insolente había tenido el atrevimiento de terminar la restauración en su ausencia… El resultado estaba bien, lo cual era una suerte, pero hubiera podido ocurrir una catástrofe… El trabajo terminado merecía el salario que el cónsul ya había negociado con anterioridad. No obstante, la desobediencia merecía un castigo. La autoridad tenía que hacerse valer frente a bribones como aquel, así que al día siguiente el droguero habría de elegir entre ocho días de arresto o una multa. El señor De Maillet no solo se sentía satisfecho de que la restauración hubiera terminado con éxito, sino que además barajaba la posibilidad de ahorrarse el importe. Dadas estas circunstancias, el cónsul estaba de un humor excelente cuando el padre Versau apareció por la puerta.
—¡Amigo mío! ¡Amigo mío! —exclamó el jesuita apretando las manos del cónsul—. Su acogida me ha impresionado. Tengo la sensación de volver a la vida. Este baño, estos hábitos limpios, esta casa tranquila… no puede imaginarse cuánto he soñado con esto.
Los ojos del jesuita se llenaron de lágrimas de gratitud. Y si es verdad como afirma Maquiavelo que amamos a alguien por el bien que nos ha hecho, no cabe extrañarse de que el cónsul se granjeara todas las simpatías de un hombre con quien acababa de mostrarse tan generoso.
—He saludado a la señora De Maillet en el vestíbulo —dijo el jesuita—, y me ha informado de que no cenará con nosotros. No es mi intención alterar el orden de esta casa…
—En absoluto, en absoluto. Pero debemos hablar a solas. Consideraremos esta cena como una sesión de trabajo, cuando menos en parte.
—Así es, en cierto modo. También me he cruzado con su hija, la señorita, y debo felicitarle por su gracia y discreción. ¿Cómo ha podido educarla con tanto acierto en una tierra extranjera donde imagino que apenas hay preceptores y menos aún establecimientos docentes?
—Estuvo en Francia hasta los catorce años. Sólo ha pasado con nosotros los últimos años.
Casi no se conocían, y sin embargo la conversación versaba ya sobre temas familiares. El jesuita admiró el retrato del rey y su excelente conservación, teniendo en cuenta semejante clima. Después le hizo aún dos o tres amables preguntas sobre su salud y las obligaciones del cargo, y por último se sentaron a la mesa para pasar a hablar de cosas más serias.
—Padre, estoy ansioso por conocer los detalles de su viaje. Me decía que un naufragio le había hecho caer en esta indigencia…
—Un naufragio, sí, y de los más terribles. A estas horas debería de estar muerto, pero la inmensa bondad de la Providencia me ha salvado.
Y sin más dilación, empezó a contar con toda suerte de detalles cómo se había embarcado en una galera griega después de abandonar Roma, ya que su intención era ganar Levante si necesidad de recurrir a un barco italiano. Sin embargo, una vez a bordo, descubrió aterrorizado la incompetencia del capitán y de la tripulación. Para colmo el barco encalló en un banco de arena frente a la costa de Chipre. Al darse cuenta de que el naufragio era inminente, el jesuita mandó echar un bote al agua y se embarcó con algunos marineros. La corriente lo arrastró hasta una costa escarpada batida por el oleaje, dio contra las rocas y se lo tragaron las olas. Durante un instante, el padre Versau tuvo el pesar de no tener una sepultura en tierra firme, una contingencia que, como todos saben, hace más incierta la resurrección entre los muertos el día del juicio final. Pero resolvió dejar el problema en manos de Dios, al igual que su vida y el destino de su orden, y pereció. Su último recuerdo fue su muerte en un agua fría, agitada por enormes olas negruzcas. Y el siguiente su despertar tendido en la arena de una pequeña cala, aferrado a un gran madero. Estaba tan solo, tan desnudo, tan asustado y tan muerto de frío como Adán el día de la Creación. Pero Dios no lo había abandonado. La orilla estaba poblada por pescadores que lo vistieron como pudieron, y dos días más tarde lo embarcaron con ellos hasta las costas de Egipto, donde iban a echar sus redes. Finalmente lo desembarcaron en una playa próxima a Alejandría, según su deseo. Como había entrado en territorio turco sin salvoconducto, el padre Versau prefirió evitar la gran ciudad y dio un rodeo por el desierto con el propósito de alcanzar el Nilo, adentrándose ligeramente en el interior. Además tuvo la audacia de negociar su pasaje hasta El Cairo con unos marineros, a sabiendas de que no tenía ni un céntimo.
—Lo demás ya lo sabe —dijo modestamente.
El señor De Maillet, que había lanzado mil exclamaciones de asombro y pavor durante el relato, miraba a aquel hombrecillo esmirriado al tiempo que se preguntaba cómo habría podido sobrevivir a tantas peripecias.
—Mis aventuras —continuó el jesuita con un semblante más serio— solo son dignas de interés para explicar mi presencia aquí y el estado en que me he presentado ante usted. Pero aún tenemos que llegar a lo esencial, que no es eso.
—¡Ah, sí, el mensaje del rey! —dijo el señor De Maillet.
El padre Versau se incorporó en la silla, entornó lentamente los ojos e infundió cierto aire solemne a la conversación. Por su parte el señor De Maillet lanzó una mirada al retrato, como si de repente descubriera la presencia física del soberano por encima de sus cabezas.
—A decir verdad —dijo el jesuita—, yo no soy portador de ningún mensaje.
—Usted me había dicho…
El hombre de negro hizo un ademán con la mano. Necesitaba tiempo.
—Entiéndame, me refiero a que no soy portador de ninguna misiva. Nada que el rey haya escrito ni siquiera dicho directamente. Coincidirá conmigo en que esta precaución es muy acertada. Teniendo en cuenta todas las desventuras que he padecido, lo más prudente era sin duda no llevar conmigo nada por el estilo.
—Estoy de acuerdo —dijo el señor De Maillet.
—Pero si no hay mensaje, seguramente el rey habrá comentado sus propósitos con su guía espiritual.
—¿Con su confesor, el padre De La Chaise? El jesuita cerró los ojos, mientras el señor De Maillet le miraba boquiabierto, como un niño al que le ponen delante un cofre repleto de tesoros.
—Ese bendito —prosiguió el padre Versau—, que como usted sabe pertenece a nuestra Congregación, ha comunicado las intenciones del rey a un grupo muy restringido de personas de su confianza: la señora De Maintenon, que defiende con tanto celo la causa de la fe en la corte de Versalles, el señor De Pontchartrain, el padre Fleuriau, superior de nuestra Congregación para todos los asuntos relacionados con las escalas de Levante, yo mismo, su adjunto y representante. Y ahora usted…
El señor De Maillet inclinó la cabeza para dar prueba de que estaba dispuesto a acatar la voluntad de los poderosos, y de paso para disimular las lágrimas de gratitud que asomaban a sus ojos.
—El asunto se puede resumir en pocas palabras. Usted conoce la lucha que la Cristiandad libra hoy contra sus enemigos. De momento ya hemos controlado a los turcos, pero la reconquista debe continuar. Y así se hará. Sin embargo, los mayores peligros se han gestado precisamente en el seno de aquellos que pretenden vivir en Cristo. La infame Reforma ha intentado minar desde dentro la propia obra de Dios. El rey ha luchado contra ella en todas partes. En Francia, revocando los tratados de capitulación firmados en el pasado con los hugonotes; y en el resto de Europa, afrontando, a riesgo de su corona, la conjura de los príncipes protestantes enarbolada por Guillermo de Orange, un traidor. Pero esta lucha ya no es la de antaño, cuando el mundo se reducía al Mediterráneo y a su perímetro. Hoy todo el universo está involucrado en la contienda. Debemos llevar el mensaje de Cristo a las tierras conocidas y granjearnos a los infieles; pero también a las tierras desconocidas, a esos nuevos mundos que han emergido en el curso de los dos últimos siglos y que son, ante todo, nuevos escenarios de contienda para la Cristiandad: las Américas, las Indias, la China y el Extremo Oriente. Una y otra vez nos enfrentamos a los mismos desafíos. Por una parte, la resistencia de los pueblos que viven al margen de la verdadera fe, ajenos al vacío y al peligro mortal que supone esa carencia para la eternidad. Y por otra, la rivalidad de esta supuesta Reforma, que solo es un intento diabólico para alejar del Evangelio verdadero a unos pobres ignorantes.
El señor De Maillet asentía de vez en cuando con la cabeza para indicar que seguía la conversación. A decir verdad, le fascinaba la elocuencia del hombrecillo, sobre todo porque se había desencadenado de repente, desde el momento en que el discurso empezó a derivar hacia las cuestiones políticas y religiosas.
—El rey de Francia ha aprendido mucho durante su largo reinado —siguió diciendo el hombre de la Iglesia—. Sabe abstraer las contingencias que jalonan la Historia. Distingue claramente, su confesor está maravillado por ello, el sentido profundo de esta contienda y la justificación de su poder. La lucha universal entre las fuerzas de la fe verdadera y los que están sumergidos en las tinieblas le ocupa por completo y está firmemente decidido a capitanearla hasta el final. De estos innumerables combates, unos urgen más que otros. Con el imperio turco, ya le he dicho que todo es cuestión de tiempo. Estamos presentes, prestamos nuestra ayuda a los pocos cristianos que aquí mantienen encendida la llama de la devoción, de modo que cuando el edificio otomano se resquebraje, penetraremos por sus propias fisuras. Pero el momento aún no ha llegado. Por el contrario, cerca de aquí hay un país que nos llama, un gran país que la Historia y su sorprendente geografía montañosa han mantenido lejos de nosotros, un país que está en las sombras, aunque me atrevería a decir que por muy poco tiempo pues solo pide recibirnos. Es una tierra que la cristiandad ganó en su día, pero donde la fe, mal cultivada, ha crecido en una dirección equivocada…
—¡Abisinia! —exclamó el señor De Maillet como hipnotizado.
—Sí, Abisinia, esa tierra casi desconocida y casi convertida; esa tierra que ha engullido hasta la fecha a todos aquellos que han intentado internarse en ella, y que aun así nos llama.
El jesuita se echó hacia delante, mientras tendía la mano al señor De Maillet por encima de la mesa donde se dibujaban los relieves de la comida dispuesta en platos de estaño, para decirle:
—Es preciso que el rey de Francia pueda añadir a su gloria la hazaña de llevar de nuevo esa tierra a la Iglesia. Su majestad le encomienda a usted una embajada allí.