1. El Cairo, 1699

El Rey Sol estaba desfigurado. Una lepra que en los países de Oriente corrompe los óleos había traspasado el barniz y se expandía poco a poco sobre la tela. Luis XIV tenía en la mejilla izquierda, la que el pintor había encarado con majestuosidad hacia el espectador, un gran lunar negruzco cuyos filamentos de un marrón rojizo se prolongaban hasta la oreja como una estrella repugnante. Mirando atentamente, también se podían advertir algunas manchas en el cuerpo. Pero salvo las que mancillaban su media, las otras imperfecciones no eran tan desagradables.

Hacía tres años que el cuadro hermoseaba el consulado de Francia en El Cairo. El propio Hyacinthe Rigaud, autor del original, había supervisado la ejecución de la obra en su taller parisino, y más tarde fue expedida por barco. Para colmo de la desgracia, ni en El Cairo ni en ningún otro puerto de Levante razonablemente próximo se tenía constancia de que en ese momento hubiera un pintor habilidoso. El cónsul, el señor De Maillet, se enfrentaba con el siguiente dilema: o bien dejar a la vista de todos, en el gran salón del edificio diplomático, un retrato real que ofendía en grado sumo a la augusta persona del rey, o bien confiarlo a unas manos inexpertas que podían arruinarlo definitivamente. Después de darle vueltas a aquel espinoso asunto durante tres meses, el diplomático decidió arriesgarse y mandó restaurarlo.

El señor De Maillet eligió para tal menester a un droguero establecido en la colonia franca que al decir de la gente tenía buena mano para restaurar las telas estropeadas por el clima. Se trataba de un tipo alto, ligeramente encorvado, con una barba entrecana que le cubría toda la cara, cabellos rizados como el astracán, que se desplazaba con brusquedad agitando sus largos brazos. No obstante, cuando se aplicaba, sus gestos podían ser muy minuciosos. Todos le llamaban maestro Juremi, y su peor defecto era ser protestante. La idea de confiar la imagen del rey a un fanático, capaz de cometer un atentado, no convencía demasiado al diplomático, pero el hombre era conocido por su honestidad, una cualidad bastante apreciada en medio de aquella turbulenta población, y por otra parte el señor De Maillet no tenía otra elección.

Mientras examinaba el cuadro, el maestro Juremi anunció que el trabajo le tendría ocupado diez jornadas, y al día siguiente, con la ayuda de un joven esclavo nubio, ya estaba removiendo grandes cuencos de gres que olían a trementina y a aceite de adormidera, en un andamio de dos metros de altura. El cónsul había exigido estar presente siempre que hubiera que tocar la tela. Todas las mañanas, hacia las once, después de realizar las disoluciones pertinentes (pues había que aplicar estas sustancias enseguida ya que no se conservaban de un día para otro), los sirvientes iban a avisar al cónsul, y el maestro Juremi emprendía el trabajo de restauración en su presencia. En primer lugar se dedicó a las manchas que cubrían los pliegues de la túnica púrpura, allí donde estos apenas se distinguían. Los primeros resultados fueron alentadores; los barnices de color no perdían su brillo, el tinte se mantenía intacto y las manchas desaparecían casi por completo. El señor De Maillet tenía sobradas razones para sentirse optimista. Con todo, en cuanto el maestro Juremi se acercaba a la tela real con sus pincelitos de piel de oreja de ternero, el cónsul se ponía a gritar como un paciente con la boca abierta que ve venir los alicates del dentista. Más de una vez se vieron obligados a interrumpir las sesiones que se vislumbraban excesivamente dolorosas.

Por fin se pudo llegar al cáncer que devoraba la mejilla real. El señor De Maillet, que llevaba puesta la peluca e iba ataviado con un ligero batín de tela india, se retorcía en la banqueta que había mandado colocar frente al cuadro mientras su mujer le tomaba una mano y la aprisionaba contra su corazón. La pareja miraba implorante al techo como una familia desconsolada al pie de la crucifixión de un pariente cercano. Aquella tarde de mayo el calor era aún más sofocante que de costumbre debido al viento cálido que había soplado desde el desierto nubio los últimos tres días. El maestro Juremi, con un casquete gris en la cabeza, sujetó el pincel fino que le tendió el joven esclavo y lo llevó hasta la mejilla regia. Pero el señor De Maillet se levantó gritando.

—¡Espere!

El droguero se detuvo.

—¿Está usted absolutamente seguro de que…?

—Sí, señor cónsul.

El maestro Juremi no solo tenía una apariencia peculiar. A menudo se sentía tentado de enfurecerse con virulencia, pero se contenía a base de una concentración extrema que se reflejaba en su cara. Refunfuñaba, gruñía, silbaba como una caldera a punto de explotar, pero nunca estallaba, e incluso era capaz de expresarse con una dulzura sorprendente para un hombre con una carga interior tan terrible.

—Sólo es una capa de preparación —dijo—. Fíjese, excelencia, apenas lo rozo…

Si de él hubiera dependido, el protestante habría embadurnado la regia nariz de rojo escarlata y le habría pintarrajeado unas orejas de perro en la peluca. Tanto él como su familia habían padecido grandes desgracias por culpa de ese rey. Estaba harto de tantos miramientos. Una vez más, el maestro Juremi se prometió mandarlo todo al diablo ese mismo día si la sesión no conducía a ninguna parte.

El cónsul debió darse cuenta de la furia contenida que reflejaban los brillantes ojos del restaurador porque volvió a sentarse y al final dijo:

—Sea, si es necesario.

Se tapó la boca con las manos y cerró ligeramente los ojos.

En ese instante dos violentos golpes retumbaron en la puerta. El pintor se echó hacia atrás, el esclavo sudanés miró al cielo con sus grandes ojos en blanco y el señor De Maillet volvió a abrir los suyos, enrojecidos por la emoción. Un denso silencio se apoderó un instante de la estancia. Era como si el gran rey en persona, crispado por el ultraje de que iba a ser objeto, estuviera lanzando a los cielos un aviso de su terrible poder.

Sonaron otros tres golpes, cada vez más fuertes, así que no quedó más remedio que rendirse a la evidencia. Pese a las órdenes expresas del cónsul de no ser molestado en ninguna circunstancia durante estas sesiones, alguien había tenido la osadía de llamar a la puerta de roble de doble hoja que daba al vestíbulo y a los gabinetes. Tras asegurarse el nudo del batín, el diplomático se dirigió a paso ligero hacia la puerta y la abrió con un golpe seco. El señor Macé apareció en el vano y, ante el semblante irritado del cónsul, se partió literalmente en dos en una suerte de reverencia que, desde el punto de vista de la geometría, resultaba una inclinación extremadamente audaz puesto que lo más lógico habría sido que se diera de bruces contra el suelo. Sin embargo no llegó a caer, tal vez debido a la prontitud con que volvió a enderezarse, y dijo con el tono modesto y firme que le había servido para granjearse el aprecio de su superior:

—El agá de los jenízaros acaba de enviar un mensaje para su excelencia. Ha mandado decir que se trata de un asunto muy urgente. Los turcos tienen una palabra muy precisa para designar las cosas que no se pueden aplazar. La imperiosa necesidad que me ha impulsado a transgredir sus órdenes formales es, a mi modo de ver, la mejor forma de traducirla.

El señor Macé había sido un infante de lenguas, es decir, alumno de la Escuela de Lenguas Orientales. Aquellos que se habían diplomado, como él, eran enviados a una embajada antes de convertirse en diplomáticos o dragomanes. El cónsul tenía cierta consideración con aquel joven que desempeñaba honorablemente sus funciones. Si bien no era un aristócrata, el señor Macé abordaba todas las tareas que se le encomendaban con un comedimiento que expresaba tanto sus limitaciones como la juiciosa conciencia que tenía de ellas.

—¿Trae una carta?

—No, excelencia. El enviado del agá, que ni siquiera ha querido bajarse del caballo, ha hecho saber que su señor le espera en su palacio, ahora.

—¡Habrase visto! ¡Así que esos salvajes me convocan! —masculló el señor De Maillet entre dientes—. Espero que tengan buenas razones, pues de lo contrario llamaré personalmente al bajá…

El señor Macé se acercó al cónsul y luego giró sobre sí hasta colocarse a su lado, de espaldas a las demás personas presentes en la sala. Entonces el infante de lenguas empezó a hablar con esa vocecilla sigilosa que resulta tan conveniente para revelar en público un secreto de estado. El maestro Juremi se encogió de hombros al observar aquella grosería disfrazada de buenas maneras y que constituye la segunda naturaleza de los miembros de la carrera diplomática.

—El agá pone a disposición de su excelencia un prisionero francés que ayer fue detenido en El Cairo —susurró el señor Macé.

—¿Acaso es esa una razón suficiente para interrumpirnos? Cada semana apresan como mínimo a uno de esos desgraciados que vienen a probar suerte aquí. ¡Qué me importa a mí eso!

—Es que no es un prisionero corriente —musitó el señor Macé en un tono tan bajo que el cónsul casi se vio obligado a leer en los labios las palabras del secretario—. Es el hombre que esperamos y trae un mensaje del rey.

El señor De Maillet soltó una exclamación de extrañeza.

—En este caso —dijo en voz alta—, no hay un momento que perder. Señores —dijo dirigiéndose al maestro Juremi—, se interrumpe la sesión.

El cónsul salió de la sala con el semblante digno y contrariado, aunque en su fuero interno cualquier cosa le parecía preferible al suplicio que aquel incidente acababa de interrumpir.

Una vez solo, el maestro Juremi profirió un juramento y lanzó furioso el pincel en el bote, de tal manera que algunas gotitas del precioso ungüento rosáceo, destinado a la mejilla real, salpicaron la frente del joven esclavo negro.

En aquella época, un buen caminante podía dar la vuelta a El Cairo en tres horas. Por aquel entonces aún era una ciudad pequeña, y todos los extranjeros coincidían en considerarla fea, vetusta y sin encanto. De lejos, el entrelazado de sus estilizados minaretes con los penachos de las palmeras sobresaliendo por encima de los jardines le conferían un aire peculiar. Pero en cuanto uno se internaba por sus calles estrechas, la vista se detenía en las casas corrientes de varios pisos, ornamentadas únicamente con unas celosías de cedro que se inclinaban peligrosamente sobre los paseantes. El palacio de los beyes, la ciudadela donde vivía el bajá, que daba por un lado a la plaza de Roumeilleh, y las numerosas mezquitas, se difuminaban en aquel abigarrado conjunto. La ciudad, sin espacio ni perspectiva, privada de aire y de luz, confinaba la belleza, la felicidad y las pasiones detrás de sus murallas ciegas y sus verjas oscuras. Por lo general circulaba poca gente por las calles, salvo en los alrededores del bazar y en las cercanías de alguna de las puertas por donde entraban los mercaderes que llegaban del campo. Unas siluetas negras, envueltas en velos, avanzaban a buen paso, deseosas de despejar las callejuelas y devolvérselas a los mendigos y a los perros sarnosos, que habían hecho de ellas su morada.

Era muy poco frecuente que un extranjero se aventurase por la ciudad vieja de El Cairo. Desde el siglo XVI, y en virtud de las capitulaciones que Jeireddín Barbarroja había firmado con Francia, los europeos gozaban de la protección del gran turco. Pero aunque podían comerciar libremente y disfrutar de ciertos derechos, los cristianos nunca estaban tranquilos. Las constantes reyertas dividían a los egipcios; era habitual que el bajá se sublevara contra las milicias, los jenízaros contra los beyes, los beyes contra los imanes y los imanes contra el bajá, si no era al revés. Cuando las facciones musulmanas se concedían una tregua y fingían una breve reconciliación, era porque todos se unían unánimemente contra los cristianos. Pero el asunto no iba nunca demasiado lejos; mandaban apalear a uno o dos, y de inmediato todo volvía al orden, es decir, a la discordia. Sin embargo, esto bastaba para que los francos, como se les llamaba entonces, juzgaran prudente salir lo menos posible del barrio que se les había asignado.

Por esta razón aún era más sorprendente ver a alguien de maneras tan desenvueltas como las del joven que caminaba aquella tarde por las callejuelas de la ciudad vieja de El Cairo. Había salido poco antes de una casa árabe, cerrando tras de sí una humilde puerta de madera y ahora se dirigía hacia el dédalo de la ciudad con la seguridad familiar de un autóctono, y aunque a todas luces era un franco, no hacía ningún esfuerzo por disimularlo. El jamsin había soplado toda la mañana su aire tórrido y saturado de arena, de forma que incluso en aquellas calles estrechas, al amparo de la sombra, el ambiente era sofocante y seco. El joven, ataviado con una simple camisa ligera de cuello abierto, calzas de tela y botas flexibles, iba con la cabeza al descubierto y llevaba un jubón de paño azul marino en el brazo. Frente a la mezquita de Hassan se cruzó con dos árabes ancianos; ambos le dirigieron un saludo amable al que respondió con una palabra en su idioma, sin detenerse. Todos sabían en la ciudad que se llamaba Jean-Baptiste Poncet y que desempeñaba un cargo importante en la corte del bajá, con carácter extraoficial, evidentemente, pues no era turco.

El joven musculoso, lleno de vigor, de hombros anchos y cuello poderoso, se había preguntado muchas veces por qué el destino no había querido servirse de él para las galeras, para las que parecía destinado. Sobre aquel cuerpo robusto de una inopinada finura se erguía una cabeza alargada y juvenil, poblada de cabellos negros que enmarcaban un rostro donde resaltaba el brillo glauco de su mirada. Sus rasgos carecían de simetría; el pómulo izquierdo era un poco más alto que el derecho, y la curiosa disposición de sus ojos acentuaba la intensidad de su mirada. No obstante, esta imperfección imprimía fuerza y misterio a su sencillez.

Jean-Baptiste Poncet había llegado a El Cairo tres años atrás, y con el tiempo se había convertido en el médico más afamado de la ciudad. Aquel mes de mayo de 1699 había cumplido veintiocho años. Al caminar balanceaba en la mano un maletín que contenía algunos de los remedios elaborados personalmente con ayuda de su socio. Los frascos chocaban unos con otros, produciendo un tintineo ahogado por el cuero. Jean-Baptiste se entretenía poniéndole ritmo a aquel cascabel cristalino que acompañaba sus pasos, y miraba al frente con una sonrisa apacible, a sabiendas de que era observado desde muchas persianas y celosías de madera. En todas las casas era bien recibido, ya fuera para ejercer su arte o para compartir con sus generosos vecinos un té o una cena como un invitado más. Conocía gran parte de los pequeños secretos de la ciudad —y hasta de una pequeña parte de los grandes—, y estaba acostumbrado a ser objeto de la curiosidad de todo el mundo, sobre todo de las mujeres en esos harenes oscuros donde se cuece el deseo y la intriga. El joven aceptaba la situación sin complacencia ni pasión y, aunque ya no le divertía tanto como al principio, no le importaba desempeñar el papel del animal acosado por miles de ojos que vigilan el menor de sus movimientos.

En su camino pasó cerca del bazar de perfumes y luego llegó a la orilla del Kalish. Remontó durante unos minutos el curso casi seco de ese riachuelo que, en otras estaciones, las tempestades inundaban repentinamente, y luego siguió caminando por el estrecho puente de casas que lo franqueaba. Allí siempre se congregaba algo de gente, pues era la única vía de acceso que unía la ciudad vieja de El Cairo con los barrios árabes. Pero aquel día había más agitación que de costumbre, de modo que Jean-Baptiste se abría camino con dificultad. Cuando estaba en medio del puente se dio cuenta de que pasaba algo raro y distinguió la espesa humareda que salía de una de aquellas viviendas. Según le dijeron, las ascuas de un hornillo habían prendido fuego a la casa de un comerciante de tejidos. Para sofocar las llamas, una multitud de egipcios vocingleros cargaban a todo correr con cubos de agua que extraían de un pozo vecino. El incendio pronto estaría controlado y no había catástrofe que temer. No obstante, en esta ciudad donde los acontecimientos eran tan escasos, el incidente estaba causando tal tumulto que casi se hacía imposible avanzar. Así pues, Jean-Baptiste continuó abriéndose paso a codazos. En la desembocadura del puente, en el extremo opuesto a aquel por donde el joven había llegado, el gentío inmovilizaba una carroza de caballos. Cuando estuvo a su altura, Jean-Baptiste vio el blasón del cónsul de Francia en el carruaje y empezó a empujar aún con más ímpetu a los mirones para escapar cuanto antes de aquel lugar.

Aunque oficialmente estaba registrado como farmacéutico, Poncet ejercía la medicina ilegalmente pues carecía de diploma. A los turcos no les importaba, pero sus compatriotas lo consideraban un individuo sospechoso, sobre todo cuando había médicos titulados, lo que afortunadamente no era el caso en ese momento. Las denuncias ya le habían obligado a abandonar dos ciudades, así que por prudencia solía mantenerse alejado del cónsul, que era el representante de la ley para todas las cuestiones concernientes a los francos.

Cuando estaba a punto de dejar atrás la carroza, con la cabeza encogida entre los hombros y la vista dirigida hacia otro sitio, oyó que alguien lo llamaba imperiosamente en francés:

—¡Señor, se lo ruego! ¡Señor! ¿Podría decirnos qué pasa?

Jean-Baptiste temía al cónsul, pero al percatarse de que afortunadamente se trataba de una voz femenina se acercó. Una dama sacaba la cabeza por la portezuela, disponiéndose a bajar. Hacía un calor insoportable y la pobre mujer transpiraba a mares; se le había corrido el colorete y el albayalde que se había aplicado en la cara no era más que una nívea capa de grietas. Saltaba a la vista que aquellas estrategias artificiales, destinadas a retrasar el paso de los años, solo conseguían acelerarlo más. Si el ruinoso maquillaje no le hubiera causado tantos estragos en el rostro, se habría podido contemplar una mujer de cincuenta años, sencilla y sonriente, que aún conservaba parte de su antigua belleza en su mirada azul, pero sobre todo un semblante tímido, tierno y bondadoso.

—¿Podría decirnos a qué se debe tanto alboroto? ¿Cree usted que corremos algún peligro?

Jean-Baptiste reconoció a la esposa del cónsul, a quien había visto en alguna ocasión en el jardín de la legación.

—Se acaba de producir un incendio, señora, a eso se debe esta aglomeración, pero todo volverá enseguida a la normalidad.

La dama hizo un ademán de alivio, y después de agradecer amablemente sus atenciones al joven volvió a entrar en el carruaje, se acomodó en el asiento y empezó a sacudir de nuevo el abanico. En ese momento Jean-Baptiste advirtió que no estaba sola. Un rayo de luz oblicua se reflejaba en el Kalish, iluminando a la joven que se sentaba enfrente.

No es preciso decir que los defectos de una resaltaban las cualidades de la otra; es más, ambas eran completamente opuestas. El emplasto que abotargaba la piel de la esposa del cónsul contrastaba con la tersura natural de la joven. Y la angustia impaciente de la primera ensalzaba la serenidad inmóvil de la damisela. Jean-Baptiste no habría sabido describir a aquella muchacha que encarnaba la imagen de la belleza, y tal vez por eso solo pudo captar una impresión general. Únicamente reparó en un detalle absurdo y adorable, unas cintas azules de seda que anudaban las trenzas de su tocado. Jean-Baptiste miró a la joven completamente extrañado y, aunque no le faltaba audacia, estaba tan sorprendido que no pudo hacerse una idea real de su cara. La carroza arrancó bruscamente con un latigazo del cochero, interrumpiendo la muda conversación de sus miradas. Jean-Baptiste se quedó allí plantado en medio del puente, desconcertado y feliz.

Diablos, nunca había visto nada semejante en El Cairo, se dijo.

Y continuó a paso más lento hasta el barrio franco donde vivía.