Esta novela debe mucho a muchísima gente y, por lo tanto, es seguro que me voy a olvidar de mencionar a alguien y debo pedir perdón por adelantado, porque habría sido incapaz de escribirla de no ser por todas las personas que me han contado historias, que me han asesorado, que me han animado, que han leído lo que escribía mientras lo escribía, que me han criticado y que incluso me han financiado desde que un día pedí permiso para iniciar este trabajo.
Debería empezar con un recuerdo para mis padres, que me contaban historias que habían vivido, o que habían visto, o que habían oído decir; mi padre y su paso por África en guerra, por la Guerra Civil, por los campos de concentración, y por la Barcelona fascinante de los años veinte en que todo el mundo, incluso él, llevó pistola alguna vez; y mi madre y las historias cotidianas que nos contaba a mi amigo Jaume Casas y a mí, aquella tarde feliz en que la vi reírse como nunca.
Y a mi tío Chinchín, claro, Crescencio Ramos Prada, mi admirado tío bandoneonista, el que siempre decía: «Los que hemos hecho la guerra… y la hemos perdido…», el que me dejó aquellas memorias en que detallaba sus aventuras en Grecia y en el Berlín nazi, que yo me he permitido corregir y aumentar con otras fuentes.
Y más cotilleos de familia, de tío Pepín y de su hermano Manolo, que era el comisario de la comisaría de la Audiencia, junto al Ritz; y de tío Miguel, que era guardia de asalto cuando los hechos de mayo del 37 y le hirieron en salva sea la parte.
Pero todo empezó cuando mi amigo, espléndido, Valentí Gómez, en la Feria de Frankfurt, me agarró por las solapas, me zarandeó y exigió que yo tenía que escribir «la gran novela negra de Barcelona». Entonces sonreí y le dije que eso era lo que trataba de hacer cada vez que me ponía a trabajar y que continuaría haciendo los posibles. Creí que no le prestaba mucha atención, pero lo cierto es que aquella sacudida fue la semilla de donde nació esta idea.
«¿Cómo tendría que ser la gran novela policiaca de Barcelona?», me pregunté en el viaje de regreso en avión. Y me respondí: «La Barcelona de las pistolas. Esa Barcelona llena de historias que, en boca de mi padre, parecían protagonizadas por gángsters de Chicago. Y los camiones que transportaban a los chicos de la Quinta del Biberón. Y el Sabaté y el Facerías, que recordaba con veneración».
Un día, reuní a mi agente literaria Carina Pons, digna heredera del genio de Carmen Balcells; y a Ramón Conesa, y a Jorge Manzanilla, y les relaté, a lo largo de toda una mañana, cómo sería mi novela futura. Me aplaudieron y me animaron a empezar y, desde entonces, no dejaron de estimularme con su alabí-alabá-a-la-bimbom-ba.
Luego el proceso de documentación. Tengo que hablar de Agustí Vehí, el policía local de Figueres, doctor en Historia, especializado en Historia de la Policía, profesor en la Universidad Autónoma de Barcelona y formidable escritor de novela negra. Nos presentó mi buen amigo Joan Miquel Capell y, desde entonces, puedo presumir de ser también su amigo.
También debo reconocer la ayuda del historiador Jordi Finestres; del escritor Lluís Arcarazo, que me proporcionó documentación sobre Argelers; de Roser Peiró, Tobias Größl y Alexander Pérez Carmona, que me ayudaron con Berlín y el idioma alemán; de mi amiga imprescindible Maribel Blanco y el comisario José Luis Blázquez, que un día me abrieron las puertas de la ominosa Jefatura de Vía Layetana; de la otra amiga del alma, Verònica Vila-San-Juan, que siempre está presente, y a su padre, Felipe Vila-San-Juan, que, durante tres días del año en que yo nací, detalló en La Vanguardia el asesinato de Carmen Broto; y al maestro Juan Marsé, que me enseñó a corregir mi primer libro («este libro es bueno, pero no es muy bueno»: nunca se lo agradeceré bastante), que siempre ha hablado de Carmen Broto y en su Caligrafía de los sueños me ha hecho revivir cómo contábamos las aventis; y a Ferran Rodríguez de Can Lluís, que me alimenta con su cordialidad, su buen humor de chistes malos y me contó la historia de la bomba y el tiroteo en su local; y a Agustí Rosa, a Anna Rosa y a Pep Cabot de Ca l’Agustí, ese restaurante, de los mejores de Barcelona, que fue fundado quince días antes de que estallara la revolución en la ciudad; y al excelente autor de novela negra Petros Márkaris, que me orientó en mi paseo por la Atenas de los años cuarenta.
Y a los amigos amiguísimos Jaume Casas y Miquel Ferreres, y Paco Camarasa y Montse Clavé, de la librería Negra y Criminal; que leyeron la primera parte de la novela y aun así continuaron siendo amigos amiguísimos; y a Vicente Carballido y Maria Rempel, que eran editores y se ofrecieron los primeros para editarme; y al amigo y ahijado Dani Nel·lo, que marcó el recorrido exigiéndome que fuese una novela policiaca pero no una novela histórica (no sé si he sabido complacerle).
Y a Vicent Pons, secretario eficiente y abnegado, que puso orden en el caos, y a la misteriosa secretaria Vesela Rumenova, que un día desapareció sin dejar rastro.
Y, claro está, a Rosa M.ª, mi esposa, y a Clara, mi hija, que me dan la estabilidad, la calidez y la confianza necesarias para escribir y escribir y escribir cada día.
Y más, ya digo, muchos más, que es imperdonable que ahora olvide, y a quienes, además de deberles las gracias, tengo que pedirles perdón por la omisión.
Todos tenéis que saber que necesitaba escribir este libro y que, gracias a vosotros, ha sido posible.
No os podéis imaginar el inmenso favor que me habéis hecho.
Gracias.