Una noche de febrero, me desperté y percibí un ruido extraño en algún lugar de la casa. Unas zapatillas que se arrastraban por el pasillo con paso inseguro. Luego oí que alguien abría la vitrina, y el tintineo de las copas y de las botellas que allí se guardaban. Era la clase de ruido tenue causado por alguien que no quiere hacer ruido. Movimientos furtivos de ladrón.
Me levanté y me dirigí al comedor, procurando también ser lo más silencioso posible. No encendí ninguna luz.
Mi padre estaba sentado ante el balcón, con un codo sobre la mesa, sujetando una copa de balón llena de coñac, y miraba la calle que, en mayo del 37, bullía de anarquistas exaltados y armados, pegando tiros en la comisaría de abajo, y donde Miguel Jinete había matado a la Reme y a Ussía, el Gafas; y por donde pasaron Víctor, Teresa y Javier aquel día que Víctor salió de la cárcel.
—Papá —le dije—. Que Franco ya se ha muerto.
No se movió. Me acerqué a él. De pronto, me pareció muy viejo, un anciano. Le temblaba la mano que sujetaba la copa.
—No estoy celebrando la muerte de Franco. Ahora estoy celebrando la mía.
—No digas chorradas. ¿Qué haces tomando coñac? El médico te ha dicho que ni en broma.
—No me voy a volver alcohólico. Ya no me da tiempo —y continuó hablando, para quitarle importancia al tema—: Estaba pensando en todo lo que he vivido y no te he contado. Todas esas historias que recordamos con Víctor para ese libro que quieres escribir.
—Que estoy escribiendo.
—Y que no publicarás hasta que yo me muera —respiraba pausadamente, con una cierta fatiga que iba reparando con calma—. Pensaba en la cantidad de personas que han aparecido en mi vida un instante, unos días, y me han ayudado, incluso me han salvado la vida, y luego han quedado olvidadas para siempre. Una niña que se llamaba Esperancita Muñoz García, que era de Málaga, de Alhaurín de la Torre, y a la que se le habían roto las gafas. O aquella familia, los Guijarro, que tenían una hija que me despiojaba mientras recitaba rimas de Bécquer: «Del salón en el ángulo oscuro».
Aquella noche, me contó sus peripecias del final de la guerra, después de la muerte de Elena y Tomasín, cuando, como él decía, se volvió loco. Argelers, el regreso a Barcelona para recuperar su bandoneón, el campo de concentración de Miranda de Ebro. Fue cuando le pregunté: «¿Por qué no me contaste nunca tus penalidades?», y contestó: «Porque a nadie le gusta contar cómo le dieron por el culo».
Era la noche del 20 al 21 de febrero de 1976.
Al día siguiente, durmió hasta tarde, se tomó su café con leche con croissant a media mañana, salió a pasear; después de comer, hizo una larga siesta, por la tarde estuvo viendo la televisión y, durante la cena, mientras pasaban Kojak, dormitaba.
Más allá de la medianoche, volví a oírle deambular por la casa, y se repitió la misma situación que veinticuatro horas antes. Me levanté y allí estaba. No había encendido la luz. Nos movíamos entre sombras, en la tenue claridad que nos llegaba del exterior. A la copa de coñac había añadido un puro habano cuya brasa refulgía en la oscuridad. En aquel momento, tuve intuición de tragedia. Demasiado coñac, demasiado puro. ¿Qué era aquello? ¿Un suicidio? Pareció leerme el pensamiento. Dijo:
—«Doctor: ¿cómo puedo hacer para vivir cien años?». Dice el doctor: «Bueno, no beba, no fume, no vaya al cine ni vea la televisión, no fornique con su mujer…». Y dice el hombre: «¿Y así me asegura que viviré cien años?». «No: vivirá los que tenga que vivir, pero se le harán muy largos».
Me senté a su lado. Dijo:
—«Doctor: ¿cómo puedo hacer para vivir cien años?». Dice el doctor: «Bueno, no beba, no fume, no vaya al cine ni vea la televisión, no fornique con su mujer…». Y dice el hombre: «¿Y si no bebo, no fumo, no voy al cine ni veo la televisión, ni fornico, para qué coño quiero vivir cien años?».
Yo no le reía los chistes tan bien como Víctor. También hay que saber reír los chistes. Me levanté y fui a buscar otra copa a la vitrina. La puse junto a la suya.
—Me has convencido —dije. Me serví un poco. Brindamos. Bebimos—. ¿Más recuerdos?
Suspiró.
—No se acaban nunca. Una vida da para mucho —me miró de reojo con una sombra de sonrisa y una chispa de picardía—: Casi considero obsceno hablar de lo bien que me lo pasé en Atenas mientras en España tantos millones de españoles sufrían hambre y miseria.
Pasó entonces a contarme su vida en Atenas, la proposición de Nacho Fuster, ¿qué habría sido de él?, sus paseos por el Berlín destruido por las bombas de la mano de Inge Berckholtz, ¿qué habría sido de ella?, «mira que fue raro aquello».
Apuró la copa y, después de darme una palmada en el hombro, dijo burlón: «La vida es muy larga y da tiempo para que pase de todo, me cago en la mar». Con un susurro que todavía suena en mis oídos.
Y, al día siguiente, 22 de febrero, volvió a levantarse tarde, más allá del mediodía, y a pesar de todo se tomó su café con leche y su croissant, ignorando las protestas de mi madre, «que luego no comerás», «bueno, no comer por haber comido», y comió con apetito las espinacas gratinadas con piñones y pasas y el filete con patatas, y yo le pelé una naranja tal como a él le gustaba, de forma que pudiera tomar los gajos enteros, «sin pringue», y durmió una siesta larga, hasta media tarde, «si no dormía: sólo estaba pensando, recordando», y luego salió con mi madre a dar una vuelta, porque era domingo, los vi desde el balcón, los dos tan lentos, tan viejecitos, cruzando la calle. Por la noche, vimos en la tele un episodio de la serie Las seis mujeres de Enrique VIII, y nos fuimos a dormir.
Y a eso de las dos de la noche (yo ya estaba atento), percibí ruido en la quietud de la casa. Me disponía a abandonar la cama y acercarme al comedor para tomarme una copa de coñac con él, cuando me di cuenta de que no había salido de su dormitorio. Estaba hablando con mi madre. Hasta mí llegaban los murmullos a dos voces.
Indiscreto, me levanté y presté atención. Distinguí la voz ronca de mi padre: «Tengo que pedirte perdón por tantas cosas…», y la voz de mi madre: «¿Pero qué dices? Si vamos a eso, yo también tendría que pedirte perdón, y darte las gracias, y tú me dirías “gracias de nada, yo también tengo que agradecerte…”, y no acabaríamos nunca. Después de treinta años juntos, esas cosas ya se dan por habladas». Así se expresaba mi madre.
Cerré la puerta de mi habitación, y me volví a la cama, imaginando que ella le diría lo que me había contado a mí mientras él estaba en el hospital un mes antes: «Si odiaba los viajes de tu padre, era precisamente porque, cuando estaba aquí, conmigo, me ayudaba mucho y me hacía muy feliz. Tuve mucha suerte al conocer a tu padre y al poder vivir con él. Y tú también tienes mucha suerte de haberlo tenido como padre».
Cuando abandonó la orquesta de Lalo Valente porque ya se sentía muy mayor para aquel tipo de vida, entró a trabajar en la discográfica La Voz de Su Amo como letrista y arreglista. Traducía canciones de conjuntos ingleses al castellano, para que las interpretaran los de aquí, como los Mustang. Él fue quien convirtió We all live in a yellow submarine en Amarillo el submarino es. Y Ticket to ride en Un billete compró.
Y el lunes, 23 de febrero, mi padre se levantó tarde otra vez, un día más viejo que el día anterior, y desayunó su café con leche con croissant, «que luego no comerás», «bueno, no comer por haber comido», y a mediodía dio buena cuenta de los espárragos con mayonesa y la merluza que se mordía la cola, y naranja «sin pringue» de postre, y durmió la siesta, y por la noche pusieron en la tele una película inglesa excelente, Las extrañas mujeres de Pitt Street, que nos divirtió mucho a los tres.
A las once y media, mis oídos ya estaban atentos a cualquier ruido, y capté el roce de las ropas. «¿Adónde vas?», preguntó mi madre (que no había preguntado «¿Adónde vas?» ninguna de las noches anteriores). «A mear, duerme», dijo la voz de mi padre.
Se puso la manga derecha del batín. Buscó las pantuflas con los pies, la derecha, la izquierda, y cuando se disponía a enfilar la manga izquierda, cayó ruidosamente al suelo.
Mi madre gritó: «¿Fernando? ¡Fernando!».
Salí corriendo.
Luego, la llegada del médico, ya inútil, y el trastorno de los servicios funerarios, el papeleo, la llamada a Víctor, la presencia de Víctor, tres días de confidencias con él, la despedida junto al autocar de Alsina-Graells, «este hombre que conozco ha matado a una persona», y regresé a casa, donde encontré a mi madre zurciendo unos pantalones gastados en la entrepierna.
Fui al cuarto de la plancha, me subí a una silla y, de lo alto del armario, bajé el estuche negro. Luego, con los gestos pausados y respetuosos del sacerdote que accede al sagrario, lo abrí, y aparté el viejo, deshilachado paño de color granate y, durante un buen rato, me quedé contemplando con ternura el querido bandoneón, un Alfred Arnold Doble A con incrustaciones de nácar.
Frankfurt, 10 de octubre de 2007
Barcelona, 11 de noviembre de 2010