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La putita de aquel viernes parecía una ninfa angelical. Con unas enaguas blancas de la abuela, como se usaron durante una época, y los cabellos largos, lacios y sueltos, muy hippy, alpargatas y canasto colgado del hombro, resultaba muy difícil adivinar su profesión. Víctor la estaba esperando y había conocido suficientes putas en su vida como para reconocer a una aunque fuera disfrazada.

Le salió al paso.

—¿Vienes a ver al señor Miguel Jinete?

Ella lo miró temerosa de que le echara una bronca por haber hecho algo malo. Víctor lo interpretó como una afirmación y le puso unos billetes en la mano.

—Ya te puedes ir. Está enfermo. No te puede recibir.

La chica se quedó mirando los billetes, indecisa. Seguro que aquella cantidad era superior a la que pensaba percibir. Se encogió de hombros, con indiferencia insolente, y continuó su marcha por la calle Provenza sin rumbo fijo aparente.

Víctor esperó a que el portero saliera para hacer algún recado en una de las tiendas de al lado, y se coló en el edificio sin ser visto. Subió por las escaleras para no perder tiempo esperando y abriendo y cerrando las puertas del vetusto ascensor. Descansó en el segundo piso, y se dijo que ya estaba demasiado viejo para según qué cosas. Pero siguió arriba, y descansó también en el cuarto, antes de llamar al timbre de la tercera puerta.

Zumbó el pestillo para franquearle el paso. Empujó la puerta. Entró en el vestíbulo de los sanjorges matando dragones. La silla de ruedas se acercaba por el pasillo. Los ojos mortecinos de Miguel cobraron vida súbitamente al verlo.

—Soy yo —le dijo Víctor.

—Coño.

—¿Podemos hablar?

—Bueno, estoy esperando visita —le salió un rictus quebrado y canalla de complicidad, «entre puteros nos entendemos»—. Hoy es viernes.

—Ya lo sé —la actitud mansa de Víctor significaba: «Vengo en son de paz»—. Termino en seguida.

—Víctor: tú y yo ya lo hemos hablado todo. Te moriste, ¿recuerdas? Te regalé otra vida, pero yo no quiero estar en esa vida. Te la has montado tú solo y seguramente lo has hecho de puta madre. Bueno, pues te felicito. Pero a ti ya no te conozco. Conocía a Víctor Luys, pero tú no sé quién eres. ¿Me entiendes? Y no estás invitado a esta casa.

«Me tiene miedo», pensó Víctor mientras inclinaba la cabeza con la firmeza de quien no está dispuesto a ceder y se arma de paciencia porque intuye que la lucha va a ser larga y dura. Dio dos pasos y ocupó la butaca del rincón, de terciopelo verde, junto al tablero de ajedrez de piezas verdes y grandes como esmeraldas gigantes. «No me voy a mover de aquí». Miguel Jinete giraba en su silla de ruedas motorizada y lo observaba amenazante: «Tú a mí no me conoces, no abuses».

—Imagínate que soy una visita de ultratumba. Víctor, el amigo muerto que se te aparece. Sólo quiero que me contestes a una pregunta —el dueño de la casa le concedió el deseo—. ¿Eres feliz?

—Vete a tomar por el culo.

—Quiero decir: ¿has vivido siempre tanquilo? ¿Conforme contigo mismo? ¿No tienes remordimientos?

—No, Víctor —fue categórico. Se recostó en el respaldo como un rey en su trono. Estaba muy orgulloso de sí mismo y encendía la satisfacción en su rostro para hacer ostentación—. He vivido la mejor de las vidas. Ven. Quiero que veas una cosa.

Puso en marcha la silla y enfiló el pasillo. Víctor lo siguió.

—Hemos vivido en el mejor de los tiempos, Víctor. Los locos años veinte cuando correspondía, en la loca juventud. Entonces, éramos idealistas, anarquistas, agresivos. Pasamos la crisis de la madurez durante la guerra, y menuda crisis. El idealismo de los anarquistas y comunistas chocando contra el materialismo capitalista, o el materialismo marxista y ateo chocando contra los ideales de la religión y la Iglesia. Yo qué sé. Vivimos revolcaos en un merengue y en un mismo lodo todos manoseaos, como decía el tango.

—¿Y vives a gusto en ese lodo, en ese merengue? ¿Vives a gusto manchado de mierda en esta pocilga?

Habían entrado en un dormitorio enorme, con dos balcones a la calle, obtenido sin duda de la unión de dos habitaciones a base de tirar tabiques. La cama tenía el capricho de un dosel y la insignia de un crucifijo en la cabecera, y el armario era de luna y de dos cuerpos, y había un reclinatorio frente a un atril con biblia, y en el centro espacio suficiente como para que la silla de ruedas se desenvolviera sin trabas.

—Después… —continuó Miguel Jinete, a lo suyo—. Cada cual recoge lo que ha sembrado. Siembras en la juventud, y en la madurez soportas las tormentas y los vendavales, la nieve, el granizo, y el embrión se desarrolla, crece, lucha por sobrevivir… Y, por fin, la sensatez del viejo sabio que sabe lo que le conviene. ¿No fue Churchill quien dijo que el que a los veinte años no es revolucionario no tiene corazón, y el que a los cuarenta lo sigue siendo, no tiene cabeza? Últimamente, todo lo que se ha dicho en el mundo parece haberlo dicho Winston Churchill.

Abrió una de las puertas del armario, sacó un cajón que había en la parte inferior, debajo de chaquetas, pantalones, esmóquines, el uniforme y hasta un chaqué, y lo vació sobre la alfombra, a los pies de Víctor.

—Y luego, cuando vuelve la calma, miras qué plantas dan frutos y cuáles no. Éstos son mis logros. Éstos son mis reconocimientos. Éste soy yo. Medalla de oro de la ciudad de Barcelona, medalla de plata al mérito policial, cruz roja al mérito policial, cruz blanca al mérito policial…

Víctor murmuró:

—Chatarra.

—… Cruz de Caballero de la Orden de Cisneros, encomienda al mérito civil, cruz al mérito militar de segunda clase, encomienda de Alfonso X el Sabio, encomienda con placa de la Orden Imperial del Yugo y las Flechas…

Víctor repitió:

—Chatarra.

La exhibición de medallas no había sido más que un subterfugio para distraer su atención. Miguel Jinete había abierto otro cajón, metió la mano en él y ahora empuñaba una pistola automática Llama. Tenía los dedos débiles y torpes. La manaza callosa de Víctor los apretó y los devoró. La pistola cayó a un lado, rebotó en la alfombra y Miguel Jinete se encontró con el rostro de Víctor a pocos centímetros del suyo, abrasándolo con la mirada.

—Si yo te dijera que vas a morir en este momento, ¿te desesperarías? ¿Pedirías confesión, te arrepentirías de algo? ¿Tendrías miedo del Más Allá? ¿No se te aparece el fantasma de Juliol? ¿Y el de los otros que mataste, y los que torturaste en Jefatura? ¡Me recordarás siempre golpeándote como un malvao! ¿No se te aparece el fantasma de Carmen?

—¡A Carmen no la maté yo!

—¿Y Teresa? ¿Qué fue de Teresa?

—¡Yo qué sé lo que fue de Teresa! Me dijo: «No quiero verte nunca más», y no me volvió a ver. ¡Déjame en paz! ¡No me arrepiento de nada!

—¿Le has dado buena vida a Aurorita Escolá?

Se enfureció, virulento:

—¡Ella me ha dado buena vida a mí! Y ahora puede jugar al bridge e irse de compras con sus amigas y comer en el Ritz. ¡Es más de lo que le habría podido dar Fernando!

La mano callosa de Víctor pegó un salto y se estampó con fuerza contra la mejilla del otro. La bofetada sonó como un disparo y a Miguel se le llenaron los ojos de lágrimas.

—¡No hables así de Fernando! He visto la foto de tus dos hijos. Uno se parece mucho a ti, la misma pinta de galán papanatas. Pero el otro tiene mi nariz, mi altura, mis ojos.

—Es Eduardo —escupió el policía, desafiándole a una nueva bofetada, «a ver qué eres capaz de hacerme ahora»—. Es Eduardo, sí, el hijo que tuviste con Carmen. Él también ha tenido mejor vida de la que tú podrías haberle dado —era él quien había adoptado al niño de Carmen. También le había quitado un hijo—. Estudió derecho, tiene un bufete de abogado y gana mucho dinero. Y nunca se ha avergonzado de su padre. Si tú te hubieras hecho cargo de él al salir de la cárcel, ¿crees que habría tenido una vida mejor? ¿Más emocionante, quizá, acompañándote a tus atracos a burdeles?

—¿Y vives satisfecho con todo esto, Miguel?

Miguel Jinete abrió la boca para responder, su mirada echándole un pulso a la mirada del otro:

—Pues claro que vivo satisfecho. Siempre he procurado el bien de las personas que he querido. Te salvé la vida, coño, me encargué de tus hijos mientras estabas en la cárcel…

—Y de mis mujeres —le cortó Víctor.

Miguel Jinete topó con la realidad. Calló en seco porque era consciente de lo que estaba sucediendo e iba a suceder a continuación. Con la boca abierta disimulaba la gravidez de una respiración despavorida.

—Sí —aceptó, consciente de que la sentencia dependía de ese breve sí—. Y de tus mujeres también, sí. Al menos, en tu ausencia estuvieron bien folladas por alguien que las quería y las respetaba. Sí.

Víctor no apartó la vista. No se inmutó.

—¿Duermes bien?

—Mejor que tú.

Pero al fin cedió, porque el otro era invencible, y miró a un lado. Y Víctor dio un paso atrás. Por un momento, también él pareció vencido, rechazado por la fuerza sobrehumana del otro. Miguel Jinete le devolvió la mirada y estuvo a punto de enarbolar la sonrisa de triunfo, mostrando sus dientes de lobo, pero tuvo que fruncir el ceño ante la determinación que vio en su ex amigo, ex hermano, ex compañero de juergas, que introducía la mano en el bolsillo de la chaqueta mientras decía:

—Pues peor para ti, imbécil; porque si me hubieras dicho que no eras feliz, que sufrías, que te atormentaban los remordimientos; si me hubieras dicho que te arrepentías con frecuencia de todo lo que has hecho en tu vida, ahora mismo recordaría que en la otra vida fuimos hermanos y tal vez tendría compasión de ti…

Sacaba la mano aparentemente vacía, no había pistola ni puñal en ella, sólo el puño cerrado, ¿qué había ido a hacer allí?

—No me vas a matar.

—… Pero si después de vivir como has vivido, me vienes con que eres feliz y duermes bien y no tienes remordimientos, tu vida es una indecencia intolerable y hay que terminar con esto de una puta vez…

¿Qué coño tenía Víctor en la mano? Una diminuta cajita metálica. Y la abría con dedos torpes por la edad, el trabajo del campo, ¿qué coño tenía en aquellos dedos como butifarras?

—¡No te canses, idiota! ¡Ya lo probaste una vez y no pudiste!

Cuando Víctor me contaba el atraco que había cometido con sus hermanos en el banco Hispano Colonial, yo le había preguntado si habría sido capaz de disparar. Me había dicho, con sonrisa triste:

—… No. Hay dos clases de personas: las que matan y las que no matan. Y yo soy de las que no matan.

Poco después, apenas tres meses después de hablar conmigo, le estaba diciendo a Miguel Jinete:

—… He tenido mucho tiempo para pensar y prepararme. Treinta años preparándome.

—¡Tú no eres de los que matan!

—… Y no te digo que no me cueste decidirme, pero te veo tan satisfecho de ti mismo, tan rico…

—No, no, no, espera.

—… ¡Que pienso que no hay derecho, que no es justo, tu vida es una basura, una peste, y te vas a la mierda!

Se abalanzó sobre él y le echó las manos a la cara. La silla retrocedió hasta chocar contra la pared. Con la mano izquierda, Víctor le tapó la nariz y con la punta de los dedos de la derecha le presionó los labios. Miguel Jinete desorbitó los ojos y se resistió a permitir que nada entrase en él al tiempo que emitía un agudo ¡mmmm! Víctor se había colocado tanto sobre él, tan pecho contra pecho, que su víctima no podía hacer nada con brazos ni manos sino golpearlo en los costados, pero no dedicaba mucha energía a ello porque toda su atención estaba centrada en la nariz que el otro le oprimía y la boca que no quería abrir, y se puso muy colorado, con la cara como a punto de estallar en pedazos. Desprendía tanto calor que se empañaron los cristales de las gafas de Víctor y, por fin, cedió.

Cedió para inhalar una bocanada de aire al tiempo que gemía: «¡Sí que me arrepiento, mi vida es un infierno, por favor, somos hermanos, por favor!», pero la cápsula ya había penetrado en su boca y las mandíbulas crispadas rompieron la protección del cristal, y tuvo un espasmo, no por efecto del cianuro sino por la comprensión repentina de lo que acababa de suceder y de lo que inevitablemente sucedería a continuación.

Los dos lo entendieron.

Víctor retrocedió para contemplar su obra, como un pintor después del último retoque.

Miguel Jinete lo miraba fijamente y todavía tuvo tiempo de decir:

—Somos hermanos.

Un anciano desvalido, desconsolado, desengañado, que daba mucha pena.

Veinte centígramos de cianuro es una dosis mortal.

Pero los periódicos no hablaron de cianuro. Decían que Miguel Jinete había fallecido cristianamente a la edad de setenta y cinco años habiendo recibido los Santos Sacramentos y la Bendición Apostólica (Q. E. D.) y suplicaban un recuerdo en las oraciones de los lectores.

Dos días después, lo telefoneé yo, al pueblo. Le dije a Víctor:

—Que se ha muerto Miguel Jinete.

Respondió:

—¿Ah, sí? Vaya. ¿Y tu padre, qué tal está?

—Bien.

—Miguel Jinete no murió de muerte natural —me dijo Víctor en la estación de autobuses de Alsina-Graells, cuando ya se iba después de pasar tres días en casa con motivo del sepelio de mi padre.

—De pronto —reflexionaba con la mirada clavada en un punto muy concreto, como si todavía estuviera viendo el cadáver en su trono de ruedas—, lo comprendí. Entendí que Miguel no sintiera ningún remordimiento porque yo tampoco lo sentía en ese instante. Sólo calculaba qué vería la policía, qué deduciría y si había algo que pudiera conducirla hasta mí. Las medallas y la pistola por el suelo sugerirían suicidio. Se despidió de sus condecoraciones, que era como echar una ojeada a su vida, y luego pensó en utilizar la pistola Llama. Pero al final lo pensó mejor. Conservaba una cápsula de cianuro… ¿Conservaba una cápsula de cianuro? Era evidente. No lo sabía nadie, pero la conservaba, la prueba está en que la ingirió. Nadie me había visto entrar y, si el portero me veía salir, fugazmente, sólo podría hablar de un anciano. ¿Qué anciano? Nadie pensaría en Víctor Luys, aquel maquis muerto en 1945. Había terminado con una vida y eso no parecía afectar en nada a mi conciencia. En todo caso, era un gran alivio, un respiro. La satisfacción de un deseo que me mortificaba desde hacía treinta años. ¿Por qué no le disparé aquel día en la Ostia? ¿Porque todavía estaba demasiado cerca nuestra infancia común, nuestra juventud, el Trío del Pompeya, las putas compartidas? Quizá sí. Necesité más de treinta años para que la furia se fuera sedimentando y prevaleciera la razón y el sosiego, o sea la sangre fría. Y pensé en Miguel Jinete mientras labraba y sembraba y cosechaba, y sacaba a pastar a las vacas, y pensé en Miguel Jinete cuando capábamos al cerdo, o cuando despellejábamos un conejo, o cuando la vaca paría a un ternero, y fueron necesarios esos treinta años para convencerme de que hay un orden en las cosas, un orden natural, que es lo que entendemos por justicia, como diría mi padre, y en el orden natural de mi vida no cabía una persona como Miguel. Era demasiado injusto que viviera feliz, satisfecho y contento, sin la menor amenaza de castigo en la tierra, después de haber hecho lo que hizo. Por eso, no me causó ningún dolor, antes al contrario, quitarle de en medio. Porque estorbaba. Porque sobraba. Porque, tal vez, si alguien lo hubiera quitado de en medio muchos años antes, por ejemplo, en el cementerio del Poblenou, cuando se atrevió a disparar contra Juliol, o junto a la Sagrada Familia, cuando le esperábamos con metralletas Sten en ristre, muchos miles de personas habrían sido mucho más felices de lo que fueron. Dijo una vez mi padre que, cuando hiciera falta luchar, quería asegurarse de que yo daría las bofetadas en la cara adecuada y en el momento oportuno, y estoy convencido de que eso fue exactamente lo que hice.

El autocar iba a cerrar sus puertas.

Víctor montó en él. Me saludó con la mano mientras yo contemplaba cómo se alejaba por la calle Pelayo, en dirección a la plaza de Cataluña, y pensaba: «Joder, este tío que yo conozco ha matado a una persona». Y me volví para mirar a aquellas personas que me rodeaban pero vivían ajenas a mí. El hombre de las gafas, impaciente junto a sus maletas, la jovencita que parecía incómoda en su ropa, el sujeto de aspecto inquietante y canalla que ahora encendía un cigarrillo, la señora oronda y bajita que caminaba a toda prisa, contoneándose, dispuesta a comerse el mundo, gente que ni siquiera sabía que yo existía, ni lo sabría jamás. Y me empezaba a preguntar por las experiencias insólitas que llevaban consigo y, de pronto, zas, ya no estaban, se habían ido de mi vida para siempre y, en su lugar, en la plaza de Universidad, había otra muchedumbre desconocida. La pareja de enamorados que quizá estaban pensando en su primer polvo por venir o a lo mejor estaban cansados de follar. Y he conocido al hijo de uno que mató a centenares de personas, que cantaba: Me recordarás siempre golpeándote como un malvao, mientras las torturaba. El hombre del traje que miraba el reloj. El gordo perezoso que se rascaba la cabeza. La chica del moño que iba a lo suyo, vista al frente, ignorando a los piropeadores que daba por supuesto a su alrededor. Y mi padre fue espía en la Segunda Guerra Mundial.

Y, de pronto, zas, ya no estaban.