La Ostia era un buen lugar para ir a morir. Las ruinas, las montañas de escombros y la miseria eran el decorado perfecto para la ruina y la miseria del final de una vida. Se le ocurrió a Víctor que entrar en el cuchitril claustrofóbico de la calle de la Sal era como meterse en el panteón antes de tiempo. Le hubiera gustado que las cosas fuesen distintas, claro que sí. Le gustaría que lo llevaran a la playa, para que su última visión de este mundo fuera el horizonte del mar y la caricia del sol sobre su piel. A lo mejor, si lo pedía bien, se lo concederían como último deseo.
Lo estaban esperando. En la calle de la Sal, que terminaba al fondo contra la montaña de escombros de lo que había sido plaza de Francesc Magrinyà, no había vecinas en sus sillas, cosiendo redes o cotilleando, sino dos hombres que por su aspecto muy bien hubieran podido ser policías.
Eran Rojo y Pamplinas. Fumando, mirándose las puntas de los pies, aburriéndose en compañía. Le echaron una ojeada y sus ojos se desviaron de inmediato hacia el portal del número 5, que estaba abierto. Le invitaban a entrar. Prácticamente, lo estaban empujando con el pensamiento.
Víctor llegó a la puerta y entró. Sentado a la mesa, ante la luz turbia de una lámpara de carburo, fumando e incómodo, estaba el Inglés. El sombrero le ocultaba la calva y parecía mucho más joven de lo que era. Se le veía abatido, como si acabara de hacer un esfuerzo sobrehumano.
—Víctor. ¿Qué haces aquí?
Una pregunta desconcertante.
—Habíamos quedado aquí.
El Inglés afirmó con la cabeza. Era verdad. Habían quedado citados allí.
—Hemos estado investigando a Mateo Pérez y Pérez —informó—. Lo atrapó la policía. A él no lo mataron. Lo detuvieron en su casa, de madrugada y lo tienen en Jefatura. Nuestros informantes aseguran que lo están torturando sin parar —al Inglés se le entristecían los ojos hasta el abismo, se le curvaba la boca hacia abajo—. Pero no es él quien delató a Puente, Rodrigo y Zarra, porque lo detuvieron el mismo día en que los mataron. Él debe de haber contado muchas cosas, pero no delató a Puente, Rodrigo y Zarra.
Víctor tragaba saliva. Era el momento de revelar que el soplón era Venancio Pedrosa, a ver qué pasaba. Pero el Inglés continuó:
—Nuestros confidentes dicen que nadie sabe de dónde sale la información. Las órdenes llegan directamente de las alturas, como si la fuente hablara directamente con un mandamás.
Ya no merecía la pena hablar de Venancio Pedrosa. Venancio Pedrosa era un pelanas, un chorizo de tres al cuarto que no se relacionaba con ningún mandamás.
Víctor se había quedado en el umbral de la puerta pero Palmplinas y Rojo también querían entrar y, aunque no lo tocaron, se sintió empujado hacia el interior. Acorralado entre ellos dos y el Inglés.
—Y Venancio Pedrosa —añadió el Inglés, no como pregunta sino como si continuara enumerando noticias—, Venancio Pedrosa dice que le has querido matar —Víctor ya no tenía que añadir ni una palabra más. Habían llegado al cabo de la calle—. Dice que el soplón fuiste tú, que eres amigo de la infancia de Miguel Jinete, que le debes favores.
Víctor ya esperaba el tiro en la nuca.
—¿Sabes lo que se siente en ese momento? Una urgencia desesperada. Tienes la sensación de que te quedan muchísimas cosas por hacer y que la muerte no puede ser más inoportuna. Me dije: «Se acabó», y no iba a resistirme, ni a suplicar, porque había ido allí precisamente para encontrarme con aquello, «se acabó, pero qué putada que tenga que acabarse». Sobre esos momentos de terror indescriptible se han construido todas las religiones.
El Inglés levantó la vista hacia él. Echó mano al bolsillo, lentamente, muy atento a las manos de Víctor, y extrajo su pistola. Víctor no se había movido, petrificado por la presencia de los dos pistoleros a su espalda, de manera que no hacía falta encañonarlo. Sólo depositó allí la cacharra, sobre la mesa, entre sus manos.
—¿Pero sabes qué pasa, Víctor? —el Inglés hablaba muy lentamente, a trompicones—. Que, si hubieras querido matar a Venancio Pedrosa, lo habrías matado. Y me extraña que, después de que se te haya escapado milagrosamente, hayas venido aquí, como si pensaras que no iba a localizarnos y a contárnoslo todo. ¿A qué has venido, Víctor? ¿Has venido al sacrificio? ¿A que te matemos?
Víctor pensó: «Si no saco mi pistola, no me matarán». La llevaba en el bolsillo de la chaqueta.
—Habéis venido hasta aquí —murmuró, con voz ahogada—. Esperabais que viniera.
—¿Pero sabes por qué? Porque sé que no eres capaz de hacer lo que se supone que has hecho. Conozco a las personas. Tú sólo montarías esta comedia para proteger a alguien. A alguien muy querido. Pensando, pensando, sólo se me han ocurrido dos personas. Tu mujer y tu hijo. ¿Cómo se llama? ¿Teresa? Se supone que los dejaste atrás para siempre…
«No, a Teresa dejadla en paz».
—Teresa no tiene nada que ver en esto —masculló Víctor. «Ahora, tengo que sacar la pistola y liarme a tiros».
—Si fueras un delator, Víctor —dictaminó el Inglés—, habrías huido, o te habrías presentado aquí con la policía.
Se produjo un brusco movimiento en lo alto, cerca del techo, y en el balcón del altillo apareció un hombre sonriente que decía «Exactamente lo que ha hecho» y una pistola que de pronto estalló en fogonazos y humareda. Y la explosión se prolongó en una salva apocalíptica de truenos y relámpagos, y la pólvora metiéndose por la nariz hasta irritar los ojos. Víctor reaccionó sin pensar. Sacó su Browning del bolsillo y, casi sin querer, corrió hacia la escalera que conducía al altillo.
Arriba estaba Miguel. Nuestro querido amigo Miguel Jinete.
Víctor levantó la mano armada y lo encañonó.
Miguel se volvió hacia él. Desde lo alto, como un dios, elegante y seguro de sí mismo, un poco más gordo de como lo recordaba, sus ojos un poco más apagados, contento de verle.
Víctor, asustado, mucho más asustado que el hombre que estaba al otro lado de la pistola, desvió la mirada para comprobar que el Inglés, Pamplinas y Rojo estaban muertos en el suelo, junto a la silla caída. La lámpara de carburo sacaba brillos a la sangre. De pie, llenando el espacio que habían ocupado los dos guerrilleros, había dos tipos armados. Uno de ellos era Mariano Madurga.
Me contó Madurga que Miguel Jinete los había movilizado con urgencia aquella misma mañana. Habían entrado en la Ostia con la ayuda de una ganzúa y Miguel se había apostado en el altillo mientras que Madurga y el otro, uno que se llamaba Plaza, invadieron la vivienda de enfrente a fuerza de placa y autoridad. Estuvieron allí de plantón, cuatro o cinco horas, convencidos de que, tarde o temprano, los maquis acabarían por presentarse a la cita.
Llegaron primero el Inglés, Pamplinas y Rojo. Miguel Jinete contenía la respiración agazapado en el altillo.
Aguardaron un tiempo que pareció irracionalmente largo.
Y, por fin, llegó Víctor.
Miguel Jinete siguió la conversación entre él y el Inglés desde las alturas. Al ver que los dos guerrilleros de fuera se metían en la casa, Madurga y Plaza abandonaron su refugio de enfrente, cruzaron la calle y se apostaron a ambos lados de la puerta, atentos a la señal del comisario.
Por fin, el Inglés dijo: «Si fueras un delator, te habrías presentado aquí con la policía», y Miguel se asomó al balcón que dominaba la sala y exclamó: «Exactamente lo que ha hecho», al mismo tiempo que alargaba el brazo para acercar la pistola a la cabeza del Inglés y apretaba el gatillo. Madurga y Plaza se plantaron ante la puerta abierta, chocando el uno con el hombro del otro. Ante ellos, el muro de las espaldas de Rojo y Pamplinas, desprevenidos. Dispararon contra esas espaldas, contra sus nucas para más seguridad. Tres o cuatro balas cada uno. Y se desplomó el muro humano.
Tenían orden de respetar a Víctor Luys, que los miró espantado y devolvió su atención a Miguel Jinete, que continuaba en lo alto de la escalera, sonriendo confiado.
Víctor lo apuntaba con la pistola.
—Eres un hijo de puta, Miguel —le dijo. «Nunca me había sentido tan débil e inofensivo».
—Suerte has tenido de que Teresa me haya llamado esta mañana…
—Suerte ninguna. Tenían que matarme.
—No sé cuánto tiempo hacía que Teresa conocía este escondite, ¿pero sabes que nunca me lo había mencionado? Le digo hoy por teléfono: «Me ocultabas información». Dice: «Es el refugio de Víctor y no quería que pillaras a Víctor». Dice: «Pero ahora es cuestión de vida o muerte, tienes que salvarlo».
—¿Como ella te salvó a ti? —replicó Víctor, tembloroso—. ¿Fue ella la que avisó de que te esperábamos en la Sagrada Familia?
—No, amigo —el aplomo de Miguel resultaba insultante—. Eso fue pura casualidad. Aquel día presté mi coche a unos amigos. El ángel de la guarda que nos protege a los buenos. Tu ángel de la guarda es Teresa. Suerte tienes con Teresa, Víctor. No te puedes imaginar cuánto te quiere.
—Te voy a matar.
—No, Víctor. No le hagáis caso, chicos. Ese desgraciado que hablaba contigo no te conocía. Dice: «Si hubieras querido matar a Pedrosa, lo habrías matado». No, no te conocía. Tú eres incapaz de matar a nadie, eso hace muchos años que lo comprobamos. Eres incapaz de matar.
Ahora, era Víctor quien tenía la pistola en la mano y el dedo en el gatillo. Él era el imbécil capaz de destruir un pedazo de mundo. Disparar aquella bala lo convertiría en un miembro más del ejército de destructores, esos idiotas que creían que, si siegas una vida, sólo siegas una vida. Miguel era un mundo para él, un universo de vivencias, recuerdos y creencias, una catedral de naipes que podía derribar sólo con mover un dedo.
Víctor no había ido allí a matar, sino a morir. El viejo Dimas le había enseñado a respetar la vida. «El que sabe destruir difícilmente sabe construir, y yo quiero que seas de los que construyen». «Lo mato, ¿y luego qué?». Aquel niño tan sucio, el hijo de la carbonería, el que le dio trabajo en el muelle, el que le pagaba las juergas, el que siempre le admiró con fervor, el que no permitió que Carmen ni Teresa ni sus hijos pasaran hambre, ni pisaran un calabozo, el que le salvó la vida a Hortensia, la madre de Fernando; el que salvó la empresa del padre de Fernando. El que salvó la vida de Víctor. «Lo mato, ¿y qué? ¿Cómo sigo viviendo?». «Tu padre era un inútil —había dicho Juliol—. Un inútil, porque no era un hombre de acción».
—Disparé una metralleta Sten contra ti —la última bravata, intento patético de salvar la honra—, contra tu coche, delante de la Sagrada Familia.
—No me lo creo. No me creo ni que estuvieras allí pero, si estabas, no disparaste contra el coche. Tú no, Víctor. Que hace muchos años que nos conocemos, joder.
«Ahora. Aprieta el puto gatillo. Acaba de una vez».
Si lo hacía, los otros policías dispararían también, de manera automática, contra él. Y fin.
—Es una nueva oportunidad para ti, Víctor. Víctor Luys, el guerrillero murió tal día como hoy en la Barceloneta. En su lugar, nació otra persona, un tío que pudo hacerse la vida a su medida. Ahora, ya conoces cuáles son tus límites. Ya sabes cómo eres. Por ejemplo, tú eres de los que no matan a nadie. Pues móntate una vida en la que no tengas que matar a nadie. Dame tu cédula de identidad.
Tendió la mano.
¿Pero qué se había creído?
—No.
—No seas idiota. No me vas a matar.
«¿Que no?».
No. No iba a disparar. Ahora ya sería un asesinato a sangre fría. «No puedo. No quiero».
—Dame tu cédula de identidad.
Era la gran derrota. Peor que la muerte. No iba a matar a nadie y nadie le iba a matar a él.
Dejó caer el brazo a lo largo del cuerpo y soltó la pistola, que golpeó el suelo con ruido metálico y, por algún motivo incomprensible, percutió al mismo tiempo en su sien, pareció que le estallaba la cabeza y las escaleras, Miguel Jinete y la casa entera giraron vertiginosamente a su alrededor.
De pronto, percibió el olor del mar y el aire frío en el rostro mientras se sentía transportado en volandas. Abrió los ojos y era de noche o quizás no abrió los ojos. Se sentía tan mareado como si se hubiera bebido toda una botella de coñac y cayó pesadamente sobre la arena blanda. Oía pasos que crepitaban a su alrededor.
Y la voz de Miguel:
—Sí, el hijo de puta. Tu amigo el hijo de puta. Suerte has tenido de mí en toda tu vida, Víctor. Suerte has tenido de mí.
Fue entendiendo que uno de los policías se había acercado a él con sigilo y, en cuanto vio que soltaba el arma, le había golpeado con la culata de su pistola en la sien para dejarlo sin conocimiento.
Mariano Madurga me lo contó tantos años después, riéndose como si no hubiera en el mundo nada tan divertido como golpear a alguien en la cabeza y verle caer redondo. «Le pegué una hostia que se quedó frito antes de pegarse el morrón contra el suelo. Qué leche se dio».
Se fue recuperando poco a poco, al ritmo del oleaje.
Se levantó con torpeza. Dio tres pasos de borracho a un lado, cayó de rodillas y tuvo que tomarse un respiro antes de ponerse en pie de nuevo y empezar a ser persona. Mientras caminaba sin rumbo fijo, sólo para comprobar si era capaz de hacerlo, se palpó las ropas y descubrió que en la cartera conservaba el documento nacional de identidad a nombre de Fernando Canut, de profesión «agrícola», y diez mil pesetas que antes no estaban allí. Miguel había permitido que conservara el Borsalino, un poco arrugado, y en la badana encontró todavía la cajita metálica que contenía la cápsula de cianuro.
Llegó a las ruinas de la Barceloneta y se perdió por ellas.
De aquel incidente, sí hablaron los periódicos. No mucho y mal, pero hablaron. Referían una brillante operación policial contra una banda de tres malhechores que habían resultado muertos durante un tiroteo, cuando ofrecieron resistencia a la fuerza pública. Se trataba de los atracadores Esteban Rojo Asensio, Teodoro Ribas Gibert el Inglés, y Víctor Luys Medrano. De su grado de peligrosidad daba cuenta el arsenal encontrado en los sótanos de su guarida en la Barceloneta. 30 revólveres, 4 fusiles Máuser, 25 metralletas, 50 granadas de mano, 4 minas, 20 kilos de explosivos plásticos, 30 cargas de mecha Bockford, 2 aparatos portátiles emisores-receptores de marca norteamericana, 2 cajas de detonadores de 15 unidades cada una, e incluso un centenar de billetes falsos de lotería.
—¿Fernando?
—¿Sí?
—Oye, que soy Miguel.
—¿Miguel?
—Miguel Jinete.
—¡Hombre, Miguel! ¿Qué es de tu vida?
—Que tengo malas noticias.
—¿Qué pasa?
—Víctor.
—¿Qué pasa con Víctor?
—Ha muerto.
—No jodas.
—Un tiroteo. En la Barceloneta.
—No me jodas. No me lo creo.
—Lee los periódicos. Lo dicen. Víctor Luys Medrano.
—¿Víctor Luys Medrano?
—Es él.
—No, no, pero no puede ser.
—Es él. Lo siento.
—No. Mira, Miguel, no puede ser porque últimamente iba por ahí con documentación falsa. ¿Cómo lo habéis identificado?
—Yo lo he visto.
—No me jodas. Yo quiero verlo también.
—No es posible. ¿Qué pasa? ¿Que no te fías de mí?
—Tiene que haber una equivocación. No es él.
—Lo siento, Fernando. Víctor está muerto.
—Tiene que haber una equivocación. No me lo creo. Tiene que haber una equivocación.