Víctor empezó a contarme su vida como atracador el día del entierro de mi padre, en el momento en que los funcionarios tapiaban el nicho y se daba por terminada la ceremonia y los asistentes se dispersaban. Habían hecho acto de presencia unos cuantos músicos, un ancianísimo Lalo Valente, compañeros de oficina que había tenido en La Voz de Su Amo en sus últimos años laborables, y parientes y vecinos de mi madre, y la tía Núria y la tía Mercé y sus maridos e hijos. Yo había podido comprobar que había muy poca gente dispuesta a acompañarme en el sentimiento. Mi ex mujer, que apenas me dirigió la palabra, como para dejar claro que había venido porque siempre le habían hecho gracia los chistes de mi padre pero no porque le importara nada mi estado de ánimo; unos amigos que conservaba de Editorial Bruguera y no recuerdo a nadie más. La persona más próxima a mí, el que me pasó el brazo sobre los hombros y estuvo a mi lado constantemente, fue Víctor Luys.
Y, mientras observábamos a los funcionarios del cementerio poniendo argamasa y encajando la lápida nueva, letras doradas sobre mármol negro, «Fernando Gavanza Carballido, 11-8-1900 / 23-21976», se aclaró la garganta y murmuró:
—Quizá la penúltima vez que vi a tu padre fue cuando vino a visitarme a la cárcel Modelo. Y la última vez… —se corrigió—: La última vez antes de ésta, claro, antes de que me dieran por muerto en el 45. Esa vez también fue una despedida. Tenía necesidad de despedirme de él, de darle un abrazo.
Me relató su salida de la cárcel, después de cinco años y siete meses de cautiverio, y su reencuentro con Teresa, la pugna entre su amor por ella y el odio y la necesidad de luchar contra el régimen fascista…
Interrumpió la narración para atender a mi madre, que se había quedado sola con sus hermanas Núria y Mercé y sus cuñados, y esperaba que la rescatáramos de su verborrea, y nos fuimos a comer a un restaurante. Luego, mi madre quiso dormir una siesta y Víctor y yo nos preparamos unos cafés y destapamos la botella de coñac, la misma que había dejado a medias mi padre la noche anterior a su fallecimiento.
Fumando y bebiendo, Víctor retomó la historia que desembocaba en el último encuentro que había tenido con mi padre. Su biografía como atracador. El descubrimiento de que Teresa era la confidente de Miguel Jinete.
Su decisión de morir.
—Estaba tan decidido a morir que tuve la necesidad de despedirme. Y sólo se me ocurrió una persona, aparte de Teresa, a quien me apeteciera realmente dar el último abrazo. Esa persona era tu padre.
Apuró de un trago la copa de coñac.
—Lo último que sabía de él era que había regresado de Berlín sano y salvo, porque había telefoneado a Teresa nada más llegar, pero no habían tenido ocasión de verse. «Nos acordamos mucho de Víctor», había dicho tu padre, muy imprudente, y se quedó callado, como si esperase que Teresa le dijera: «Pues sí, lo veo una vez al mes…». Bueno, le llamé desde un bar, donde me dejaron el listín telefónico para localizar el número de Gavanza, Fernando, avda. José Antonio 426, y así pude escuchar la voz de mi querido amigo, «¿dígame?». Se llevó un alegrón enorme al oírme. Aquel mediodía estaba libre, sí, porque de momento no trabajaba. La orquesta de Lalo Valente estaba en negociaciones para tocar en el Rigat de la plaza de Cataluña, pero todavía no tenía nada que hacer más que ensayar. Lo contaba como si fuera una buena noticia porque eso le permitía encontrarse conmigo, después de tanto tiempo, y brindar por mi libertad. Ése era tu padre. Ahí estaba, siempre que lo necesitabas.
Pensé en lo que me había dicho mi madre: «Una vez más, tu padre no estaba allí».
—Le invité a Ca l’Agustí, en la calle Bergara, para recordar viejos tiempos. Nos daban bastante dinero cuando salíamos de misión y yo creía que ya no lo iba a necesitar. Nos encontramos a la una y media o las dos.
Habíamos hablado de aquella última reunión con mi padre, claro que sí. Casi fue lo primero que se mencionó después del reencuentro de treinta años.
—¿Te acuerdas? La última vez que nos vimos fue en Ca l’Agustí, en la calle Bergara.
Mi padre derrochaba euforia. Estrujó a Víctor entre sus brazos, propinándole fuertes palmadas que levantaron de la chaqueta polvo de la era.
—¿Y este pelo negro? —susurró, excitado—. ¿Te lo tiñes? ¿Vas disfrazado?
Víctor no fue muy explícito.
—Ya te habrá contado Montserrat…
Mi padre había invitado a mi madre para que asistiera a la comida, pero ella se había negado secamente, como si la invitase a un aquelarre.
—Quita, quita. Y tú tampoco tendrías que ir, que te vas a buscar un disgusto con estas compañías.
Mi padre en seguida tomó la palabra. Habló de Berlín, de los bombardeos, de la estafa de las libras esterlinas falsas. Cuando le tocó el turno a Víctor, fue más parco y más triste. Para él era su último encuentro, el definitivo.
—He venido a despedirme.
—¿Te vas? ¿Dónde?
—No lo sé. No sé dónde voy, pero sí sé dónde no quiero estar. O dónde no debo estar. Y no quiero estar en Barcelona, jugando a un juego que no es para mí —ya se entendían. No podía ser más explícito—. Y no debo estar al lado de Teresa porque no le hago ningún bien —aquí, mi padre protestaba, se negaba a creerlo, «¿No os van bien las cosas? ¡Pero si Teresa es una mujer fantástica! ¡Si formáis una gran pareja!». Víctor le salió al paso—: Le he hecho mucho daño. Con Carmen, tú lo sabes. Estaba embarazada y la dejé para irme con Carmen. Luego la dejé para irme al frente. Después, la dejé porque me metieron en la cárcel. Ahora la dejo porque tengo que ir a salvar al mundo. Son cosas que no se perdonan. Se dejan pasar, pero no se perdonan. Y, por si fuera poco, la cárcel hace mucho daño. Nos cambia. Yo ya no soy el mismo hombre que ella conoció…
Mi padre quiso hacer una broma, como siempre, «Tal vez seas mejor», pero por una vez su amigo no se la rio.
—No puedo darle lo que necesita —dijo—. Y ahora esto ya no hay quien lo arregle.
—¿Hay otro hombre?
—Sí. Podríamos decir que hay otro hombre. Sí: es eso. Hay otro hombre.
Mi padre se ofreció para interceder, para dar a Teresa las explicaciones que hicieran falta. Que no, que no, que ya estaba todo pensado y todo hablado, y que él tenía que irse. Desaparecer de una vez. Y que, por favor, cuidara de Teresa en su ausencia.
—Cuida de ella, por favor.
Eso fue todo. «Me voy» y «Cuida de Teresa». Ninguno de los dos recordaba haber hablado de Miguel Jinete. Seguramente mi padre lo mencionara pero Víctor debió de esquivar el tema. «No quiero saber nada de ese hijoputa». Ah, y eso sí: el chiste que no podía faltar.
—¿Recuerdas el chiste que me contaste?
—Es curioso —comentó mi padre—. De todas las personas que conozco que no cuentan chistes, eres la única que los recuerda todos.
—Sólo aquéllos que fueron importantes en mi vida. Y tú has contado muchos chistes importantes en mi vida. Era el del paciente que va a ver al médico y…
—Ah, sí. «Doctor, ¿qué me dijo que era? ¿Géminis o Capricornio?». Y el médico le dice: «No, señora. Le dije “cáncer”. Le dije “cáncer”».
—No. Otro. El médico le dice: «Le quedan dos meses de vida», y el paciente dice: «¿Podrían ser julio y agosto?».
Se rieron. Se abrazaron ya en la calle. A mi padre le costaba poco que se le humedecieran los ojos.
—Pero volveremos a vernos, ¿no?
—En otro mundo mejor —prometió Víctor.
Y, luego, durante la digestión de la reconfortante comida, se fue a visitar a Venancio Pedrosa.
Volvió al callejón de Ramón Berenguer el Viejo, abarrotado por el mercado de los tiñosos y los desperdicios, los colilleros, las putas gateras y el pan blanco del mercado negro. Entró en el primer portal de la calle del Arco del Teatro y ascendió por las escaleras tenebrosas hasta el piso de Venancio Pedrosa.
El perista cojitranco, embustero y solícito se sorprendió al verle.
—¡Canut! —para Pedrosa, Víctor era Ferran Canut—. No te esperaba. Pasa, pasa.
Renqueó ante él precediéndole por el pasillo oscuro como gruta, apestoso, saturado de polvo y miasmas en suspensión. Bajo sus pies, había baldosas sueltas que formaban baches en los que resultaba muy fácil tropezar. Una bombilla solitaria colgaba de un cable en la sala principal y lo teñía todo de amarillo deprimente. No parecía que hubiera ninguna ventana en toda la casa agobiante, repleta de trastos como la tienda de un anticuario, o la de un ropavejero. Cambalache. Montones de alfombras enrolladas en un rincón, piezas de motor de coche por el suelo, una gran pajarera, un fonógrafo con altavoz de tulipán, un jarrón de metro y medio de alto con dibujos azules, cuadros oscurecidos por los siglos, un par de baúles, un maletín de médico, dos o tres maletas abiertas con su contenido revuelto, una caja de madera rebosante de virutas protectoras que quién sabe lo que contenía o contuvo. Porquería, ya lo sé.
—¿A qué debo el placer de tu visita?
Víctor extrajo la Browning del bolsillo de la chaqueta y encañonó la espalda encorvada de Venancio Pedrosa.
—Te voy a matar.
Venancio Pedrosa se volvió hacia él con aquella cara de chiquillo avejentado, aquella sonrisa angelical, y durante unos instantes no supo interpretar lo que ocurría. Siempre ha habido chorros, maquiavelos y estafados. Fue un proceso lento, hasta que entendió que aquella herramienta de la mano del visitante era una pistola. Sus labios formaron una o que fue la representación de un grito mudo.
—¿Pero por qué?
—Porque eres el soplón que entregó a Lucio Puente, y a Julián Rodrigo, y a Enrique Zarra…
Despliegue de maldad insolente.
No tenía ningún músculo en tensión y el dedo índice estaba fuera del guardamonte, lejos del gatillo, y deseaba que Venancio Pedrosa se fijara en esos detalles.
—¡No fui yo! ¿Qué dices? ¡No fui yo!
Venancio Pedrosa únicamente movía las pupilas. A un lado y a otro, buscando una escapatoria. Hoy resulta que es lo mismo ser derecho que traidor, ignorante, sabio, chorro, generoso, estafador.
—Sí. Fuiste tú. Tú tenías los nombres de todos, y compras y vendes objetos robados, la policía te conoce y tú conoces a la policía. Lo tienes todo.
—¡Pero no fui yo!
Recorría con la vista los objetos que cubrían la mesa que tenía al alcance de la mano. Una escultura de atleta en plena carrera, un quinqué, tres aparatos receptores de radio con grandes botones para regular la sintonización de emisoras y el volumen, herida por un sable sin remache lloraba una Biblia junto a un calefón, una cubertería de plata en un estuche forrado de terciopelo. Todo es igual. Nada es mejor. Ahí había cuchillos.
—Pero, cuando aparezcas muerto, todos creerán que fuiste tú, y eso es lo que me conviene, ¿comprendes? —Víctor relajó el brazo y dirigió la boca de la pistola hacia el suelo—. ¿No vas a hacer nada por defenderte? No puedo matar a un hombre a sangre fría. Trata de atacarme, por el amor de Dios —que había que decírselo todo—. Te volaré la cabeza de todas formas, pero me gustaría tener la sensación de estar matando a un hombre y no a una estatua de cera. ¡Demuéstrame que eres un hombre, coño!
Venancio Pedrosa movía el índice de la mano derecha a la altura de la cadera, negando tan enérgicamente como un dedo índice es capaz de negar. Y, de pronto, ese dedo lo entendió todo y se agarrotó.
—¿Porque fuiste tú?
Lo mismo un burro que un gran profesor.
Con un parpadeo y un sobrio asentimiento, Víctor le indicó que había acertado.
—Esto hay que zanjarlo en seguida. Antes de que alguien descubra que Miguel Jinete y yo nos criamos juntos.
—¿Miguel Jinete y tú?
—Siempre fuimos como hermanos. Él consiguió que me conmutaran la pena de muerte. Le debo la vida.
¿Por qué hablar tanto? Sólo los malos de las películas se entretienen dando largas conferencias a sus futuras víctimas, ofreciéndoles la oportunidad de que los sorprendan, les arrebaten el arma y los derroten con vistas a un final feliz.
Apartó la mirada, como si estuviera emocionado. El golpe llegó de repente. Fue como si le estallara la sien en astillas. Qué falta de respeto, qué atropello a la razón. Venancio Pedrosa había agarrado uno de los receptores de radio y le había dado con él, crac, tan fuerte que Víctor cayó de costado, fue a tropezar con la mesa y la derribó con todo su heterogéneo contenido. Sintió que la pistola se le escapaba de las manos. Desde el suelo, vio el movimiento quebrado de Pedrosa y se le ocurrió que, si aquel individuo se hacía con el arma, lo mataría sin dudar. ¿Dónde había ido a parar la puta pistola?
Se lo indicó el mismo Pedrosa al alargar la mano hacia un punto del suelo. Víctor reptó, gateó y saltó para agarrarse a su brazo justo cuando la había empuñado. Con el impulso de la embestida, los dos fueron a parar catastróficamente sobre el gran fonógrafo y se revolcaron en un merengue sobre piezas de motor de coche, cayeron sobre ellos las alfombras enrolladas del rincón y en el mismo lodo todos manoseados. Las dos manos de Víctor se agarraban a la muñeca armada de Pedrosa mientras la otra mano del perista le tiraba de los pelos y le arañaba la mejilla y le buscaba los ojos con el frenesí del condenado a muerte en sus últimos segundos. Víctor pensó que se iba a disparar la pistola y atraería la atención de los vecinos, de la policía quizá, y se decidió a romper aquellos dedos delicados de carterista, uno a uno. Dale, nomás, dale, que va, que allá en el Horno nos vamo’ a encontrar. Crac, el primer dedo. Pedrosa chilló. Pataleaban los dos en el aire, enviando puntapiés que destrozaron la pajarera y el jarrón de los dibujos azules y echaron a volar las maletas y su contenido. Se ha mezclado la vida. La bombilla se balanceaba enloquecida al cabo del cable y cambiaba de sitio las sombras con brusquedad, como si el escenario de la lucha se hubiera trastornado tanto como los contendientes. Venancio Pedrosa aullaba y lloraba. El que no llora no mama y el que no afana es un gil. Crac, otro dedo roto. Cayó la pistola al suelo con estrépito, bom, y Víctor se revolvió furioso, ya sin miedo al disparo. Agarró a Pedrosa como si fuera un pelele y lo lanzó por los aires, contra la puerta, hacia el pasillo, para ver si aquel imbécil entendía el mensaje de una puta vez y se largaba.
El cuerpo torcido del pobre hombre hizo tal estrépito contra el suelo que Víctor temió haberlo matado. Pero no. Lo vio rodar sobre sí mismo como una pelota erizada de brazos y piernas y manos desesperadas, y gatear por el pasillo allá, hacia la puerta salvadora. Adiós, Pedrosa, vete, largo, corre a contarle a todo el mundo que Víctor Luys te ha querido matar porque es el soplón, el que entregó a los camaradas que fueron vilmente asesinados por la policía, largo de aquí, que me busquen. Y que me encuentren.
Víctor se levantó y recuperó el Borsalino de Miguel Jinete y la pistola. No pienses más. Sentate a un lao, que a nadie importa si naciste honrao. Y salió del piso tan deprisa y tan furtivamente como pudo.
Después de todo, es lo mismo el que trabaja noche y día como un buey que el que vive de las minas, que el que mata, que el que cura, o el que está fuera de la ley.
Ya sólo tenía que esperar.
Se encerró en la oscuridad del cine Argentina, en la calle de Robador. Decían que era un cine donde la gente iba a dormir. Echó de su lado a una solícita pajillera y mantuvo la vista fija en la pantalla durante un buen rato. Vio un poco de El mago de Oz, con Judy Garland, que bailaba junto a un león cobarde, un espantapájaros y un hombre de lata, pero no consiguió interesarse demasiado por el argumento.