—Salimos de Perpiñán por separado, cada uno por su cuenta. El Inglés, Rojo, Pamplinas y yo. Cada cual con su disfraz y su coartada. Y la cápsula de cianuro oculta en una pluma estilográfica. Bueno, yo no. Yo iba con mi caracterización de Canut el palurdo y pensamos que resultaría sospechoso que me encontrasen una pluma estilográfica encima. Yo saqué la cápsula y la protegí en una cajita metálica muy pequeña que escondí en la badana de la boina.
»Entré en España por Portbou, siempre un puesto fronterizo distinto, para que no pudieran recordarme, reconocerme, extrañarse por nada. Tardé unas ocho horas en llegar a Barcelona, me puse allí a las cuatro y pico, tal como estaba previsto. Con los compañeros, nos habíamos dado un día para hacer nuestras indagaciones. Al día siguiente, a eso de las ocho de la noche, nos reuniríamos en la Ostia.
De pronto calló, cabizbajo, y se levantó de la silla y caminó hasta el balcón para mirar a la calle y continuar con un cierto desasosiego:
—Pero, durante el viaje, yo ya descubrí quién era el soplón. No me hacía falta ir a visitar a nadie, ni preguntarle nada a nadie. De pronto, entendí qué era aquel malestar que me asfixiaba desde hacía tantos días, aquellas ganas de abandonar el grupo y, a la vez, la imposibilidad de dar el paso definitivo. Aquella insoportable contradicción. No era que yo quisiera dejar al grupo, yo quería continuar en la lucha, incluso esperando a Miguel Jinete con la Sten en la mano. Yo sabía que tenía que dejar el grupo porque podía perjudicarle, porque lo estaba perjudicando. Y, si no lo sabía, lo intuía. Tenía a mi alcance todos los datos para entender lo que estaba ocurriendo.
Una vez en Barcelona, Víctor fue directamente al piso de la calle de San Rafael. Tenía llaves, claro que tenía llaves, cómo no iba a tener llaves de su propia casa, y entró, y subió dando por supuesto que Teresa no estaba allí, sino trabajando en casa de la señora Pepita. A las seis iría a buscar al niño a la academia y hasta las seis y media no llegaría a casa.
—Si ella misma me lo estaba diciendo —murmuraba entre dientes, como si reviviera la tensión del momento del descubrimiento. Y repetía—: Me lo estaba diciendo. Me lo estuvo advirtiendo…
Se paseó por el piso que había levantado con sus propias manos. Se recordó derribando los tabiques que separaban los cuartuchos donde las putas recibían a sus clientes, y levantando nuevas paredes para delimitar el dormitorio donde había muerto su madre, y el otro donde había hecho el amor con Carmen, y con Teresa, y la sala donde Carmen y Teresa coincidieron durante el velatorio de su madre, y le latía el corazón como si se hubiera hinchado igual que un globo a punto de estallar.
—¿El teléfono, un lujo? «No, nada de lujo. Todo el mundo lo está solicitando. Y es muy práctico. Y no es muy caro, si no hablas mucho». ¿Todo el mundo lo está solicitando? ¿Y a cuántos se les concede? En 1945, el teléfono era un lujo. Pero Teresa lo tenía. Lo había solicitado y se lo habían concedido. A ella, que trabajaba cosiendo para una modista y estaba casada con un rojo encarcelado.
En el perchero de la entrada, un hermoso sombrero Borsalino de fieltro. En el cuarto de baño, una brocha y jabón de afeitar. En el armario, una camisa de hombre, muy elegante, con las iniciales MJ bordadas en el pecho. Y las sábanas manchadas.
Un largo, un larguísimo silencio. Víctor miraba a la calle, dándome la espalda, hablando consigo mismo.
—Me lo había dicho. La última vez que nos encontramos, cuando no quiso ir al meublé y la llevé a la Ostia. «Me vino a buscar la policía, lo sabes, ¿verdad? Vinieron a buscarme, y me pegaron unas cuantas bofetadas. Y suerte tuve de Miguel. Éste les paró los pies, y las manos, y me soltó». Me lo estaba diciendo.
Víctor cabeceó, y dio media vuelta para alejarse del balcón y venir hacia mí, hacia la mesa y a la copa. Cabeceó de nuevo como si, además de la narración que me dedicaba, estuviera manteniendo una vibrante discusión consigo mismo.
—Decidí que era yo quien tenía que morir.
»Dejé el piso tal como lo había encontrado y salí a la calle.
Se fue a dormir a la Ostia y durmió poco. Dio vueltas y vueltas sobre el catre del altillo donde le torturó el recuerdo de que, en algún momento de la última noche que pasó allí con Teresa, había extendido el brazo y no había encontrado su cuerpo a su lado. Había sido como un sueño, una de esas experiencias que al día siguiente no sabes si fueron reales o no. Ella no estaba allí. Se ausentó.
El altillo donde estaba el catre era en realidad un balcón desde donde se podía ver perfectamente la única sala de abajo. Si se hubiera asomado, Víctor probablemente habría podido ver a Teresa hurgando en sus cosas, copiando los nombres de los cinco camaradas que debían recibir las cinco cartas. Víctor se preguntaba si no habría reprimido sus ganas de atisbar para no sorprender a la pobre Teresa, para no meterla en un apuro. Quiso convencerse de que lo había soñado. Pero no lo soñó.
Terminó levantándose y vistiéndose para ir a fumarse unos cuantos cigarrillos en la playa. Caminó entre los montones de escombros de la plaza de la Font, donde el 1 de octubre del 37 habían caído siete bombas, siete, el mismo día en que destruyeron el colegio de la calle Balboa y ametrallaron a los niños y profesores que salían despavoridos de él. Bordeó edificios abandonados donde gentes siniestras se calentaban alrededor de hogueras. Se sentó en la arena y contempló el mar de noche y escuchó el romper de las olas hasta la madrugada. Me dijo que estuvo pensando, sobre todo, en el Trío del Pompeya. Alguna noche se habían quedado a dormir sobre aquella arena después de una noche de juerga.
Con los primeros rayos del sol, pudo vislumbrar, entre la niebla, las ruinas de la fábrica del gas Lebon y de la Maquinista, y de la Escuela del Mar, y del Hospital de Infecciosos y, más allá, el pavoroso Campo de la Bota, escenario de miles de ejecuciones, y el amasijo de cientos de chabolas que configuraban el llamado Somorrostro donde se calculaba que vivían unas veinte mil personas.
Volvió a la realidad con un escalofrío. Disparó la colilla del cigarrillo con el dedo y echó a caminar hacia el centro de la ciudad.
Antes de las nueve, ya estaba apostado en la calle de la Cadena, frente a la Academia Lloveras.
Vio llegar a Teresa con Javier, vio cómo el niño se reunía alborozado con sus amigos y cómo se metían en el portal y subían las escaleras. Él era el cazurro de la boina que se aproximó como por curiosidad a la aglomeración de padres y madres y habló al oído de Teresa. «No vayas a trabajar, discúlpate con la señora Pepita, te espero en casa». Aquella vez, la reacción de la mujer fue más brusca que nunca. «¿En casa?», replicó susurrando por encima del hombro. Era la primera vez que replicaba. «En casa» significaba muchas cosas. Peligro. Significaba peligro. Quiso decirle que no, que no podían ir al piso de San Rafael porque, por ejemplo, cabía la posibilidad de que estuviera vigilado por la policía, porque ponían en peligro la vida de su hijo. Pero ya no tuvo ocasión porque Víctor ya no estaba allí.
Llegó él primero al piso y tuvo que esperar unos diez minutos. Demasiado rato. Dan para mucho, diez minutos.
Le desazonaba comprobar que, mientras él andaba atracando o conspirando en Perpiñán, en aquel piso del Barrio Chino reinaba la calma, la alegría, el gusto por decorar, un sosegado bienestar a pesar de todo. A pesar de la tiranía de Franco, a pesar de la miseria, a pesar de la policía torturadora, a pesar de los fusilamientos del Campo de la Bota. Los diarios no hablaban de ello: ése era el gran secreto. Si no lo decían los periódicos, las cosas no sucedían. Por eso, nunca pasaba nada.
En ese tiempo, Víctor jugueteó con el Borsalino y decidió que se lo iba a quedar porque, para las últimas horas de su vida, resultaba mucho más digno que una boina. Depositó la pistola ante sí, sobre la mesa. Una Browning con capacidad para ocho cartuchos. También sacó de su escondite en la badana de la boina la cajita metálica que contenía la cápsula de cianuro. Naturalmente, pensó en morder aquella ampolla y acabar de una vez. Pensó en pegarse un tiro en la sien o en la boca. Imaginó a Teresa que llegaba y se encontraba con su cadáver.
—Quizá el suicidio habría sido la mejor solución —me dijo, en un tono falsamente ligero—, pero no pude. Si no era capaz de matar a un desconocido, ¿cómo iba a ser capaz de matarme a mí mismo, que me conocía de toda la vida?
Cuando llegó Teresa, ésta se asustó al ver la pistola y se temió lo peor. A los confidentes de la policía se les ejecuta y no había más que hablar. Todo estaba dicho ya. Pero la Teresa que entró no era mansa y resignada como Víctor la conocía sino una mujer valiente que no estaba dispuesta a bajar la vista, ni a suplicar. Él era el débil en aquel momento, abrumado por interrogantes.
Se había encontrado sola, con un hijo, asediada por una policía omnipresente obsesionada por capturar rojos, o esposas de rojos, o hijos de rojos, y darles un escarmiento que garantizara que nunca jamás levantarían la cabeza. Y, con la policía, la presencia seductora y salvadora de Miguel Jinete.
—¿Quién crees que me echó una mano cuando a ti te detuvieron en el bar y yo me encontré corriendo por las calles, con el pequeño Javier de la mano? ¿Quién nos convirtió en intocables, a Javier y a mí? ¿Quién me consiguió trabajo? ¿Quién estaba ahí cuando tú decidiste echarte al monte y nos dejaste en casa, y se presentaron de nuevo los de la Social, y me esposaron, y me llevaron a Jefatura, y me llamaron «roja asquerosa», y me dijeron que me iban a violar? ¿Sabes quién estaba? ¡Tú no estabas! ¿Qué derecho tienes a venir a pedirme explicaciones ahora?
En la calle, sonaba la corneta del basurero, que advertía a las amas de casa para que sacaran sus miserias a la calle.
—¿Eres de los suyos? —le preguntó Víctor, frunciendo el ceño, dolorido.
—Lo preguntaba —me aclaró años después— porque quería saberlo, francamente. Porque pensaba que tenía derecho a haberse pasado al bando contrario después de cómo la había tratado yo…
—… ¿Eres franquista, de derechas, apoyas el Movimiento Nacional?
—¡No digas tonterías! —replicó ella, que ya había perdido los papeles, y lloraba enfurecida—. ¡Eso sólo son palabras! Palabrería. Sólo soy una superviviente. Estoy salvando la piel como puedo. Porque ahí fuera está lleno de monstruos y estoy cagada de miedo.
Cagada de miedo ante la pistola que había sobre la mesa. Porque a las delatoras las matan y no hay más que hablar.
Víctor miraba la Browning y pensaba que aquella noche, en la Ostia, ella se había levantado del catre mientras él dormía y había tomado nota de los nombres y apellidos de los camaradas libertarios con quien él tenía que reunirse, «Lucio Puente, Mateo Pérez y Pérez, Julián Rodrigo, Enrique Zarra, Venancio Pedrosa». También pensaba que le estaba haciendo pagar por todo lo que le había hecho sufrir con Carmen, tan descarado, y luego yéndose al frente cuando el niño acababa de nacer. «Todos tenemos nuestro purgatorio aquí, en la tierra. Cuando morimos, ya hemos pagado por adelantado, por nuestros pecados».
Dijo:
—Está bien, se acabó. Seré yo. El soplón seré yo. Al fin y al cabo, lo soy. Cuando yo desaparezca, tú ya no tendrás información de ningún tipo sobre los movimientos anarquistas. Ya no le podrás transmitir nada a Miguel.
Ella empezó a murmurar, atónita: «¿Pero qué estás diciendo?».
—Que tienes razón. Que te he tratado muy mal. Que me lo tengo merecido —se puso el Borsalino un poco inclinado, con chulería, y se dirigió a la puerta—. Para mis camaradas no existes, ni tampoco existe mi amistad con Miguel. Yo seré el soplón.
Teresa, que hasta aquel momento temía su explosión de furia, su venganza, la pistola y la ejecución, palideció y tembló de forma distinta. Quiso retenerlo, agarrada de la manga de su chaqueta barata, y lloró de otra manera para suplicarle que no lo hiciera, que no se sacrificara por ella.
Fue un final muy melodramático, de gritos, tirones y empellones. Víctor desprendiéndose de ella, bajando aquella escalera empinada por última vez en su vida, y ella arriba, de rodillas, sollozando: «¡No, no, no!».
Una de esas situaciones embarazosas que a veces se dan en la vida.