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A media mañana, supimos que Franco había muerto, pero observé que mi padre y Víctor no acogían la noticia con la euforia que hacían prever los preparativos de días anteriores. Pesaba mucho más en su ánimo la decisión tomada la noche anterior de ir a visitar a Miguel Jinete. Sobre todo Víctor debía de haber pasado la noche en blanco tratando de imaginar cómo iba a resultar la experiencia y su preocupación desbancó a las expectativas de la muerte del dictador.

Desayunaron en casa, se trasladaron al barrio de la Sagrada Familia en taxi, se dieron ánimos mutuamente, se plantearon muchas preguntas, decidieron no telefonearle para advertirle de su llegada, «que sea una sorpresa», «a ver si le da un ataque», y por fin se plantaron ante el portal modernista y ampuloso de la calle Provenza, tan cerca de la Sagrada Familia, donde el mismo Víctor había estado esperando un día con una metralleta Sten en la mano. Todavía tenían portero, un individuo tosco y mal afeitado con un guardapolvo gris en un cubículo al fondo del zaguán, junto al ascensor. Se extrañó ante los dos ancianos que preguntaban a aquellas horas de la mañana por el señor Miguel Jinete, como si le parecieran intrusos e inoportunos, pero sí, el señor Miguel Jinete estaba arriba, en el cuarto, tercera.

Subieron en un ascensor majestuoso, a juego con el portal, madera noble, asiento acolchado, espejo y sin pintadas ni grabados de gamberros, y se plantaron ante la tercera puerta del piso cuarto.

Mi padre llamó al timbre.

Víctor se quedó rezagado, en segundo término, quizá para tomar impulso.

Algo emitió un zumbido sordo en la puerta y el pestillo chascó. Mi padre empujó la puerta con la punta de los dedos y accedieron a un recibidor presidido por un gran cuadro, con apariencia de antiguo, que representaba a san Jorge matando al dragón y, sobre una consola, entre dos candelabros con bombillas puntiagudas que se pretendían llamas de velas de pasta, había la estatuilla de otro san Jorge matando al dragón. En un rincón, una butaca de terciopelo granate muy gastado y, a su lado, una mesa-tablero de ajedrez con piezas pesadas, grandes y de color verde, como esmeraldas gigantes. A mi padre le recordó el vestíbulo que los Villarroya tenían en la calle del Bruch. Supuso que Miguel debió de quedar tan impresionado por el lujo del primer piso de millonarios que veía que, en cuanto tuvo oportunidad, reprodujo su estilo, tal vez incluso inconscientemente.

A la derecha, se abría una puerta de cristales esmerilados y por allí llegó primero un suave zumbido mecánico y, en seguida, una voz grave, «pasa, guapa, pasa, como si estuvieras en tu casa», y por fin Miguel Jinete en una silla de ruedas con motor.

Se mostró desconcertado al verlos porque no respondían a la categoría de «guapa» que él esperaba y, en el instante siguiente, los reconoció. Se quedó boquiabierto.

—No —una pincelada de miedo. «Vienen a por mí. Por fin, me han atrapado». De inmediato—: No me jodas que eres, que sois, la madre que me parió.

Estaba gordo y calvo, enorme en aquella silla que bajo su corpachón parecía de miniatura. Con batín de seda, camisa negra con los tres primeros botones desabrochados, su sonrisa tensa quería decir: «Qué alegría», su mirada fría y penetrante mascullaba: «Qué coño están haciendo éstos aquí».

—Pero venid a abrazarme, joder, que os quedáis ahí como pasmarotes. ¡Fernando, Víctor, me cago en la mar, Fueyito, Victorino!

Respondieron a sus gritos con abrazos y él no paraba de decir «la madre que me parió».

Toqueteaba las gafas de Víctor y se reía: «¡Mírate con esas gafotas, cuatroojos! ¡Yo todavía tengo vista de lince!».

—¡Quita la mano, coño! —Víctor le acompañaba en la risa y el juego.

Aquella visita fue trascendental en la vida de mi padre y de Víctor. En su transcurso, descubrieron algo que los impresionó profundamente, que varió por completo su manera de entender el pasado. Eso hizo que, a su regreso a casa, me contaran cómo había ido el encuentro de una forma muy superficial, desganada y sin detalles. Querían resumirlo todo en vaguedades, «bueno, estaba allí, no puede andar, va en silla de ruedas y parecía muy satisfecho de vivir como ha vivido». Tuve que interrogarlos a fondo para que me describieran una gran sala comedor con cuadros antiguos, arañas de lágrimas, fuentes de plata con frutas de cera, alfombras mullidas, tresillos tapizados con telas estampadas de flores, la estatua de una especie de perverso genio de la lámpara a tamaño natural, un reloj de sobremesa de oro, el bufet con fotos de la familia, Miguel y esposa cuando se casaron, Miguel y esposa con dos niños pequeños, Miguel y esposa con los niños mayores, Miguel con su uniforme de policía cubierto de medallas, Miguel estrechando la mano del Caudillo, y una vitrina con mucho cristal de Bohemia y selectas piezas de cerámica.

Y, luego, la conversación, a retazos.

Miguel Jinete les informó de que estaba esperando a «una niña», y los hizo partícipes de su secreto, «qué coño, al fin y al cabo somos los Tres del Pompeya, con todo lo que hemos vivido juntos no puede haber secretos entre nosotros». Por lo visto, cada viernes por la mañana, enviaba a su mujer, «la parienta», de compras con sus amigas, y a jugar al bridge y, luego, a comer a algún restaurante caro, y daban fiesta a la criada, y él se quedaba solo con sus cosas. Era un pacto al que habían llegado, «el mínimo espacio vital que necesita un hombre en mis condiciones». Y entonces, cuando se quedaba solo, telefoneaba a una señorita complaciente «para que me haga una mamadita, por el amor de Dios».

—Porque —presumía— esto mío funciona. Yo no sé a vosotros, pero a mí esto aún me funciona. A veces, cuando la nena está ahí abajo dándole a la lengua, le digo: «Anda, súbete, nena, súbete a la silla», y se me encarama aquí y se la hinco como cuando tenía veinte años. ¿Tú también funcionas, Fernando? ¿Y tú, Víctor?

Casi no les había permitido que hablaran. Los dos visitantes estaban de acuerdo en que se puso muy nervioso y liberaba su tensión hablando sin parar. Tardó mucho en preguntarles qué era de sus vidas y a qué se dedicaban, y a Víctor lo trató igual que a mi padre, como si sólo se hubieran separado por azares del destino, como si Víctor nunca lo hubiera encañonado con una pistola pensando en matarle, como si él nunca hubiera matado a Víctor Luys.

Comentaba mi padre durante la cena de aquel día:

—Lo que sí ha ganado es sentido del humor. Aquello que ha contado de las mujeres…

—Ah, sí —replicó Víctor sin entusiasmo.

Les había expuesto su teoría de que todas las mujeres, todas sin excepción, fingen durante el coito. Él se lo agradecía de todo corazón, porque le parecía un detalle de urbanidad y de buen gusto; al fin y al cabo, lo hacían para que se quedara contento. Había llegado a la conclusión de que todas fingían porque no podía creer que tantos gritos, tantos gemidos, tantos aspavientos y ojos en blanco, y ronroneos y promesas de amor, pudieran ser siempre sinceros. Siempre no.

—… No te digo que, alguna vez, una se lo haya pasado estupendamente, pero ¿siempre y todas? No, no me lo creo. Todas fingen, todas mienten.

Mi padre se había reído a gusto con el discurso. Víctor no tanto. Hacía mucho tiempo recordaba haber pensado que el poder potencia el sentido del humor. Para muestra un botón.

Les ofreció de beber.

—¿Podéis tomar de esto? ¿Os lo permite el médico? ¿Whisky, vodka? Yo tengo un médico que me deja. Eso sí: es carísimo. ¿Queréis que abramos una botella de champán?

Víctor sugirió:

—Para brindar por la muerte de Franco.

Miguel no se definió respecto al motivo del brindis. Como si nada:

—¡Venga, vamos a por la botella de champán! ¿Os importa traerla del frigorífico? La cocina está ahí, en el pasillo, la segunda puerta de la derecha. Las copas las encontrarás en la vitrina.

Se sirvieron champán francés y bebieron.

—¡Por la muerte de Franco! —insistió Víctor, provocador, atento a la reacción del comisario de la Social.

—Por el Trío del Pompeya —dijo mi padre, romántico.

—¡Para que nuestros pitos continúen funcionando como el primer día!

—No había alegría en el encuentro —reflexionó Víctor cuando me describía la situación—. Era una falsa alegría. Demasiadas cosas no se podían tocar, no se podían decir. Miguel sabía demasiado de nosotros dos, y nosotros no nos atrevimos a hablar de según qué. Había que llenar los silencios como fuera, y yo no era capaz de hacerlo. Miguel, en cambio, era un virtuoso en este arte y Fernando, tu padre, era especialista en escuchar y complacer, y así no llegábamos a ninguna parte. De manera que de golpe me decidí a abordar el tema que nos había llevado hasta allí.

—Ayer estábamos hablando con Fernando de la colección de sellos de su padre. ¿Qué fue de aquella colección de sellos?

Miguel perdió su sonrisa.

—¿Colección de sellos?

—… A partir de aquel momento, empezó a preguntarse cómo nos iba a echar de su casa.

—Claro que te acuerdas —afirmó Víctor ante la prevención de mi padre, que habría preferido salir de allí sin formular la pregunta—. Se lo pediste a Carmen a cambio de conseguir la conmutación de mi pena de muerte… que nunca te agradeceré bastante.

Miguel Jinete frunció los ojos para indicar que él, en cambio, no le iba a perdonar jamás que lo pusiera en aquella situación y, en seguida, se evadió con una mueca desdeñosa.

—Ah, sí. No valía nada. La tuve en casa durante mucho tiempo y, un día, vino un amigo, experto en filatelia, y se la enseñé. Nada. Estaba aquel sello de Argentina, con un error de impresión, pero nada más. Le regalé la colección a ese amigo mío, convencido de que él la sabría valorar y le daría mejor uso que yo.

—Pero…

Había muchas más cosas que decir, pero Miguel no estaba dispuesto a escucharlas. Gruñó:

—No me toques los cojones ahora con las estampitas, coño. Nadie les estaba haciendo caso, tu padre ni siquiera recordaba que las tenía, y a ti no te interesaron nunca.

—Eso no es cierto —trató de reivindicar mi padre.

Pero ya era inútil. Miguel Jinete no iba a dar explicaciones. Y, antes de que se crisparan más los ánimos, llegó la putita.

Sonó el timbre de la puerta, y Miguel se desplazó con la silla hasta el pulsador que la abría a distancia. Después del zumbido y del chasquido siguientes, recitó la fórmula ritual, «Pasa, guapa, pasa, como si estuvieras en tu casa», y un taconeo se acercó por el pasillo.

Era una chica muy joven, de ropa desvergonzada y pose tímida y retraída, con una pizca de resentimiento inexplicable. Contempló aquella reunión de vejestorios con visible aprensión.

—Venga, os invito —dijo el dueño de la casa—. Aprovechad la ocasión, si es que eso todavía os funciona.

Tanto mi padre como Víctor declinaron la invitación.

—¿Y os importa que yo vaya a lo mío mientras hablamos?

—No, no —dijo Víctor—. Ya nos vamos. Te dejamos con tu intimidad.

—Pero si a ella no le importa —se reía Miguel.

Ya se iban, casi huían, de la pareja compuesta por el viejo gordo de la silla de ruedas y la jovencita feladora, que se estaba postrando ante él al mismo tiempo que él le ponía la mano en la cabeza y le decía: «Ven, ven, haz feliz a este pobre anciano», cuando Víctor se asomó con curiosidad a la colección de fotos de familia, y no pudo creer lo que veía, y sus ojos buscaron los de mi padre para que se posaran sobre las mismas imágenes, con la consiguiente conmoción, y los dos se volvieron hacia el policía que, en los prolegómenos de la mamada de cada viernes, les respondió con un guiño descarado y triunfal.

—Había estado esperando aquel momento toda su vida —me dijo Víctor, temblando de indignación.