El viernes, 16 de enero de 1976, estábamos preparando el viaje para ir al pueblo de la Cerdaña donde vivía Víctor, cuando mi padre, a media mañana, se puso muy enfermo.
El martes anterior, yo había visitado por primera vez a Mariano Madurga, que me había entregado el maletín de mimbre con los papeles de Miguel Jinete. Llamé a Víctor de inmediato para comunicarle la gran cantidad de información que acababa de recibir y que se los llevaríamos al pueblo para que los viera. Así conoceríamos su familia y su casa.
Afortunadamente, antes de efectuar el viaje, tuve acceso al cuaderno que Miguel dedicaba a Carmen Brondo, «la Gran Meretrix» y donde se contaba que aquella mujer había matado a mi abuelo y a mi tío… Y decidí que aquello no se lo podía enseñar nunca, ni a Víctor ni a mi padre.
Teníamos intención de salir el viernes después de comer. Por la mañana, mi padre se levantó tarde, cosa rara en él, y murmuró que estaba muy deprimido, que debía de ser el tiempo, que a él las bajas presiones siempre le habían afectado mucho. Y, de pronto, se dejó caer en la primera silla que encontró y dijo: «Huy, no, yo estoy malo, estoy muy mal, llamad al médico».
Telefoneamos al médico de la mutua pero en seguida, antes de que llegara, solicitamos una ambulancia. Lo llevaron al Clínico. Le diagnosticaron fibrilación auricular, debería estar tres días en observación y, a partir de aquel momento, tuvo que medicarse y portarse bien.
Durante gran parte del proceso, mi madre estuvo rezongando, «esto es por culpa del champán y el coñac y los puros de estos días, tanto celebrar y celebrar, a su edad, que parece mentira, que cualquiera diría que se quería matar, porque ya me contarás, si no», pero luego, mientras aguardábamos en la sala de espera, después de un largo silencio reflexivo, me agarró la mano y me pareció que se arrepentía. No sólo por haber rezongado, sino también por lo que me había dicho días atrás, cuando Víctor y mi padre habían ido a ver a Miguel Jinete y ella planchaba y le hice hablar.
—No me hagas caso —dijo de pronto—. Siempre me estoy quejando. Y sin razón. Tu padre es una persona excelente. Yo tuve mucha suerte de conocer a tu padre, y ha sabido hacerme muy feliz. Lo digo porque… —no me aclaró por qué lo decía. Calló, y yo interpreté que intentaba contrarrestar el efecto de aquella primera conversación. Liberó una sonrisa triste, suspiró y continuó—: La verdad es que tuvimos mala suerte, un mal comienzo. Yo embarazada y sola mientras tu padre viajaba a Berlín, en plena guerra, y naciste tú y él no estaba, y encima Miguel metiéndome miedo. Pero, luego, regresó… —se interrumpía para revivir las imágenes pasadas en medio de la nostalgia que interfería en su relato, y volvió a sonreír, invocando el sentido del humor de mi padre—. Regresó y sobre nosotros cayó la maldición de los Gavanza. Tu padre siempre lo decía. «Me persigue la maldición de los Gavanza, yo es que soy mufa».
»Porque llegó y, lo primero de todo, se fue a la sucursal de la Caja de Ahorros para solucionar el asunto de las libras esterlinas, pues pensaba que éramos millonarios, que debíamos cobrar cuarenta mil libras esterlinas, dos millones de pesetas. Y se encuentra con que, efectivamente, en el banco suizo había un ingreso a su nombre de cuarenta mil libras esterlinas, pero que estaban retenidas porque corría el rumor de que el gobierno alemán había estado falsificando libras esterlinas a gran escala, millones y millones, para desestabilizar el mercado internacional…
Luego, se confirmó que era cierto: en el campo de exterminio de Sachsenhausen, en Alemania, obligaron a los prisioneros a montar una gran industria de falsificación de libras esterlinas primero y de dólares después, de resultas de la cual Gran Bretaña tuvo incluso que cambiar el diseño de sus billetes bancarios.
—… Y nos quedamos sin nada —remataba mi madre como si se tratara de una anécdota jocosa—. Tanto tiempo jugándose la vida bajo las bombas para nada. Los nazis nos estafaron como a chinos, nos metieron el tocomocho. La maldición de los Gavanza. Tu padre y los otros de la orquesta tuvieron que ponerse a buscar trabajo y nosotros, durante un tiempo, vivimos a costa de mis padres, tus abuelos. Por suerte, la tintorería les iba bien y daba para todos.
»El otro día quizá te di la sensación de que las cosas siempre habían ido mal entre nosotros, entre tu padre y yo. No es así. No quiero que creas eso. Fue un principio muy complicado, pero tener a tu padre a mi lado ha sido un privilegio. Siempre animoso, divertido, emprendedor, entregado, generoso. Lo que pasa es que se recuerdan más los malos momentos que los buenos. Miles de aviones vuelan cada día de un lado a otro del mundo y no pasa nada, pero se cae uno de pronto y piensas que los aviones fallan continuamente y que volar es muy peligroso. Años de felicidad no afectan para nada a la piel de las personas pero la herida de un instante deja cicatriz y esa cicatriz estará ahí visible para toda la vida. Cuando eres feliz, no pasa nada, no hay nada que contar. La huella la dejan los disgustos, las contrariedades, los accidentes, las discusiones. Pero si sólo contamos los malos momentos, no estamos contando toda la verdad.
»Tu padre, por ejemplo, estimuló mucho mi afición a la pintura. Durante un tiempo incluso vivimos de ello. En el 46 o 47, él ya estaba trabajando con Lalo Valente en el Rigat de la plaza de Cataluña, o en el Ritz, el Tívoli, las fiestas de Gracia o de Sants, en fin; tocaban en la radio, y grabaron un disco o dos, o eso fue después. Bueno, no importa, el caso es que en el Rigat tu padre conoció a un marchante de arte, un experto, un tal Anglesola, y lo hizo venir a casa para que viera lo que yo hacía… Esto sería en el 50, antes de que tu padre se fuera a Persia. Entonces, nos iban bastante bien las cosas. Ya habíamos devuelto a tus abuelos lo que les debíamos, bueno, lo que quisieron aceptarnos, y no hablábamos para nada de la maldición de los Gavanza. Y el tipo aquel se entusiasmó con mi obra. Me organizó una exposición y hasta tuve una crítica elogiosa en La Vanguardia y todo. Decía… ¿cómo decía?, decía que “Montserrat Ansó pinta según su temperamento”, «pánicamente», decía. Y luego, espera, que me lo aprendí de memoria: «Y no es que las premisas técnicas no existan, sino al revés, desde el corte del cuadro al arabesco, al, no me acuerdo cómo era, equilibrio cromático, las masas de los colores planos, no me acuerdo, al sabio manejo de la luz… Pero es una técnica que no se ve, que ni enfada —remarcaba la palabra enfada— ni destruye el lirismo de la obra». Me gustaba que dijera que la técnica no enfadaba. Me lo aprendí de memoria, ahora ya se me borra. Vendí casi todos los cuadros y él, Anglesola, compró el resto. Tenía mucho dinero, el tal Anglesola.
»Pero, en el 51, a Lalo Valente le salió un contrato para ir a Teherán, Persia. Se acababa de casar el Sha con Soraya y todo el país estaba en fiestas. ¿No te ha contado tu padre que tocaron en palacio, que le estrechó la mano al Sha y a Soraya, la mujer más hermosa del mundo? Lo contaba siempre. Bueno, el caso es que se fue. Otro disgusto, otra vez la maldición de los Gavanza. A mí no me gustaba que se fuera, pero no quedó más remedio, la vida del músico es así. Y, al menos, allí cobró, y cobró mucho dinero. Así empezó su vida nómada. En Oriente Próximo, en Italia, sur de Francia… Llegó un momento en que el tango tenía más aceptación en el extranjero que aquí, de manera que los viajes se hicieron más frecuentes y más largos.
»Cuando se fue a Teherán, en el 51, aquel tipo, Anglesola, vino a por mí. Era un hombre mayor, de unos sesenta años, muy arrogante, muy rico, que se creía muy atractivo, irresistible, y un día me invitó a cenar en un restaurante estupendo que había por el Ensanche, no recuerdo su nombre, y se quiso propasar. Me acompañaba a casa en su coche y aparcó en cualquier sitio y se me echó encima y yo lo rechacé. Lo rechacé de mala manera, incluso puede ser que me excediera en la violencia. Recuerdo que le arañé y le di un puñetazo. Tengo más fuerza de la que parece. Él se creía que se las veía con una mujercita indefensa y se encontró con un puñetazo en la nariz, y empezó a sangrar y a gimotear. Su dignidad por los suelos. Y no lo pudo soportar. Volvió contra mí la rabia más dañina que pudo encontrar. Me soltó que mis cuadros eran una porquería, que daban asco, que la crítica de La Vanguardia había tenido que pagarla de su bolsillo, que con sus amigos se habían reído a carcajadas del que denominaban “cuadro de las señoras bizcas” o del «bosque del vendaval», que tenía todos los árboles torcidos por un viento inexistente. Si se había vendido algún cuadro era porque él había convencido a cuatro incautos de que un día se cotizarían. Y que todo lo había hecho con la única intención de acostarse conmigo. Presumió de que en sus manos estaba la posibilidad del éxito clamoroso o del fracaso más estrepitoso de un artista, y que se iba a encargar de que yo no montara ninguna otra exposición jamás en mi vida. Un asqueroso.
»Yo nunca me había tenido por pintora genial. Me gustaba pintar y me parecía que mis cuadros no estaban mal y me complacían los halagos, claro. Aquel día me hundí. Regresé a casa llorando y decidí no pintar nunca más. Me dije que no lo necesitaba, que el dinero ya lo traía tu padre a casa, que había hecho el ridículo más espantoso y que no estaba dispuesta a pasar jamás por una situación semejante. Me asusté. Tiré el caballete, tiré las pinturas y los pinceles y escondí en el armario los cuatro cuadros que tenía. Si esas dos pinturas están en el pasillo es porque, a su regreso, tu padre insistió en ponerlas. Pero no insistió para que yo volviera a pintar, “si no quieres pintar, no pintes”, y ya ves, también a él se le olvidó decirte que las había pintado yo.
Pregunté:
—¿Y por qué no me lo dijiste tú?
Dejó que mi pregunta se disolviera en el aire.
—A partir de entonces, viví la vida doméstica como un fracaso. Pero fue culpa mía. No quiero que pienses que le echo la culpa a tu padre. Fue culpa mía, o del entorno, dilo como quieras. Mis padres, tus abuelos, envejecieron mal, y me tocó a mí cuidarlos. Me trasladé contigo una larga temporada al piso de Sants, cuando mi madre no se podía valer por sí misma. Tu tía Núria tenía problemas con el sinvergüenza de su marido y Mercé tuvo tantos hijos que no podía hacer nada más. Yo, en cambio, estaba sola contigo y, en fin, cuando murió mamá, mi padre se trasladó a vivir aquí y me forzó a continuar encerrada. Pero casi me daba igual porque cada vez que me había asomado al exterior me habían escupido a la cara. Y lo que era peor: una vez más, tu padre no estaba allí. Por eso he odiado tanto sus viajes.
Suspiró y añadió:
—Sin embargo, no quiero que me malinterpretes. Si odiaba sus viajes, era precisamente porque, cuando estaba aquí, conmigo, me ayudaba mucho y me hacía muy feliz. Te lo digo ahora, cuando temo por su salud, porque no quiero que te quedes con la sensación de que no me ha gustado la vida que he vivido. Tuve mucha suerte al conocer a tu padre y al poder vivir con él. Y tú también tienes mucha suerte de haberlo tenido como padre. Aunque muchas veces no estuviera ahí en persona. Tuvo que viajar pero sé que, a distancia, nos cuidaba. Supo cuidarnos.
Eso fue lo que dijo mi madre en la sala de espera del Clínico mientras aguardábamos el dictamen del médico.