Pasó el 13 de abril, viernes, y mi padre notificó a Inge que el viernes siguiente, 20, debía estar preparada con su equipaje porque se la llevaría con él. Por esas fechas, apareció en el cabaret una mujer hierática, distinguida y ensimismada, ida, que llevaba consigo una pierna ortopédica, la de su hijo que había regresado mutilado del frente y había muerto alcanzado por una bomba inglesa en la casa donde nació. A partir de entonces, no faltó ni un solo día a la función, pero no parecía que escuchara a los músicos ni que disfrutara del entorno. Sólo prestaba atención a la pierna ortopédica.
Y pasó el 14, sábado, con mucha más asistencia de público en el cabaret Pompeya, tanto de personal militar como civil. Hitler continuaba empeñado en desmantelar las vías férreas, las carreteras, las líneas telefónicas, el telégrafo y la radio y se comentaba que había un general, un tal Reymann, dispuesto a hacerle caso y a demoler todos los puentes de Berlín. Decían que se trataba de impedir que la población civil abandonara la ciudad porque de esta manera creían que los soldados se iban a batir con mayor denuedo.
Y el 15, domingo, un hauptmann se apoderó del micrófono para gritar: «¡Tenemos que resistir, berlineses! El ejército de Wenck avanza para socorrernos. Unos días más, y Berlín volverá a ser libre», y lo interrumpió un oberführer que se pegó un tiro en una de las mesas del fondo, de repente, después de anestesiarse con alcohol, en soledad, sin un grito de despedida, pam, y cayó al suelo con mesa, botella, vaso y silla y todo. Y un generaloberst veterano y cruel sollozaba encogido en la primera fila.
El 16, lunes, se inició el ataque de las tropas del general Zhukov sobre la ciudad. No esperaron a la celebración del nacimiento de Lenin. Una descarga aplastante de cohetes Katyuska y continuas explosiones de obuses que demostraban que el enemigo se encontraba lo bastante cerca como para usar la artillería y no depender únicamente de la aviación para destruirlos. Tembló la ciudad. Aun a kilómetros de distancia de donde caían las bombas, se columpiaron las lámparas, se resquebrajaron espejos, estallaron los pocos cristales de ventanas que quedaban enteros, vibraron objetos sobre las mesas, repiquetearon los timbres de los teléfonos, se agrietó el asfalto de las calles y se ensancharon las fracturas de los muros, se descolgaron cuadros de las paredes, se tambalearon las personas que se atrevían a mantenerse en pie, fue un seísmo considerable causado por el hombre, el martillo de Thor jugando al críquet con el globo terráqueo. Los berlineses eran conscientes de que aquello era el principio del fin. Gritaban: Stalin ante portas!
El martes, 17, amaneció soleado y cálido pero las continuas explosiones, bum, bum, bum, incansables, obsesivas, y el estrépito de las casas al hundirse, lo volvieron neblinoso y opaco.
Eran tan intensos y continuos los bombardeos que los ciudadanos ya no salían de los refugios y de los túneles del U-Bahn, ni siquiera para buscar comida. Incluso mi padre y los otros músicos se habilitaron unos camastros en uno de los despachos del búnker del Pompeya porque les daba miedo trasladarse a dormir al hotel. Contaban las horas que les faltaban para irse.
El día 18, cuatro de las señoritas de la orquesta habían desaparecido, probablemente en una de las largas caravanas que salían de la ciudad en vehículos de todas clases. Se quedaron tres, las más alcohólicas, envilecidas y dispuestas al suicidio. «¿Por qué se han ido las otras? No puedo entenderlo. Llegan quince mil rusos ansiosos de sexo, ¿y se van? ¿Qué significa eso? ¿Son frígidas?». Hacían chistes de este calibre. Y bebían, bebían tanto que luego eran incapaces de tocar dos notas sin desafinar. Todo su arte se resumía en eructar y enseñar las tetas. Y el sentido del humor del público se degradaba hasta reírles incluso gracias de este tipo.
La orquesta de Lalo Valente, el miércoles 18 de abril, arrancó como cada noche al grito de «¡España! ¡Una!, ¡España! ¡Dos!, ¡España! ¡Tres!, ¡España, un-dos-tres y…!», y puso en el espectáculo todo el entusiasmo de que aún disponían sus componentes, que ya era poco. Temas seguros, muy conocidos, para que los asistentes los corearan a pleno pulmón: «Valencia es la tierra de las flores, de la luz y del color». Lalo y Lola bailaron más pegados y aguerridos que nunca para dignificar un poco la escena y contrarrestar las groserías del trío de señoritas supervivientes. Lola de Córdoba lucía por el corte de su corto vestido el broche del negro liguero que tensaba su media de seda y los rápidos quiebros de cintura de Lalo Valente forjaban el continuo ensamblaje de la pareja. Luego Lalo cantó Alma de bandoneón, y Por una cabeza, y Cambalache («Que el mundo fue y será una porquería, ya lo sé…»), y la griega Lola entonó su tema estrella, éxito asegurado, La morena de mi copla. Y en éstas estaban cuando, sobre las diez y cuarto de la noche, irrumpió en la sala el major Lothar Böhm acompañado de dos soldados con casco y Schmeizer. A mi padre le dio un vuelco el corazón. Tuvo la seguridad de que iban a detenerle.
Cuando terminaron el tema, la presencia militar con carácter de urgencia había enfriado tanto los ánimos que no hubo ni un gesto de aplauso. El major Böhm se acercó a los músicos.
—Recoged el equipaje. Esto se acabó —miró el reloj para que todos lo miraran: eran las diez y media—. Dentro de media hora, a las once en punto, os recogeremos a la puerta del hotel con un camión que os llevará directamente a Tempelhof, de donde saldrá un avión a las once y media. No hay tiempo que perder.
Mi padre pensó en Inge y trató de resistirse:
—¿Y el cumpleaños del Führer?
Lothar lo miró como si siempre hubiera sospechado de él y por fin viera confirmada su desconfianza.
—Se celebrará de otra manera. Si queréis salir de aquí, tiene que ser hoy, ahora, porque cada vez hay menos posibilidades de hacerlo. Estamos rodeados.
—Pero una hora, no. Necesito un poco más de tiempo.
La mirada de Böhm, clavada entre ceja y ceja, decía «sé en quién estás pensando y no pienso jugar tu juego; si no quieres abandonar Berlín, quédate, pero yo no voy a esperar a nadie, ¿has entendido?, a nadie».
—Una hora.
Fue la desbandada. Los músicos, camino del hotel, para hacer el equipaje. El público, ahuyentado por el «señores, terminamos por hoy», corrió a transmitir la última noticia: si cerraban el cabaret Pompeya era que las cosas estaban realmente mal. Sólo mi padre se quedó clavado en su sitio, sin saber qué hacer, preguntándose cómo podía advertir a Inge de que salía el avión dos días antes de tiempo, repitiéndose que no podía dejarla en la estacada, a ésta no, tenía que impedir que se cumpliera una vez más la maldición de los Gavanza. No quería que Inge se arrepintiera de haberlo conocido. ¿Pero cómo comunicarse con ella en aquellas horas? No conocía su dirección y, aunque pudiera localizar el edificio donde vivía, detrás del zoo, aquella ventana que se veía desde su habitación, no habría forma de entrar, el portal estaba cerrado de noche, ni siquiera podía gritar para llamar su atención, porque por las calles pululaban patrullas de la Volkssturm, cazadores de desertores y derrotistas.
Por fin, se le ocurrió una idea, pero en ello invirtió más de cinco minutos y ya estaba solo en el cabaret Pompeya.
Aunque hacía días ya que habían vuelto a abrir la entrada principal del cabaret, en una precaria caseta levantada con unos pocos ladrillos entre las ruinas del hotel Parnassus, mi padre y los demás músicos continuaban entrando por la estación del metro de Zoo-Bahn, que quedaba más cerca del Arcadia, y hacían aquel largo recorrido subterráneo por pasillos con despachos y dependencias oficiales a un lado y a otro, llenos de generadores, teletipos, teléfonos y demás. Y, aunque otros teléfonos hubieran sido desconectados, aquéllos seguro que continuaban funcionando. Y (calculó mi padre) también estarían conectados los del Volkischer Beobachter, el periódico donde trabajaba Inge, porque los periódicos no pueden permitirse el lujo de quedarse incomunicados con el exterior. Ésa era la única oportunidad. Pero él no sería capaz de expresarse en alemán con la soltura y la rapidez necesarias.
Se precipitó en el interior de una de aquellas oficinas, donde siempre había telefonista de guardia. Los conocía a casi todos. Al pasar por delante de la puerta cada día, había intercambiado bromas con los hombres y había flirteado con las mujeres. «Tiene usted que ayudarme a practicar el alemán». Sie sollen mir helfen, Deutsch zu üben. Mi padre siempre supo hacerse popular, con sus chistes y sus payasadas. En aquel momento, estaba de guardia la joven telefonista de la cara redonda y el cabello falso, falso rubio y falso ondulado.
La sorprendió pendiente de la radio y le dio un buen susto porque estaba escuchando la BBC. Se volvió hacia él, horrorizada, quizá esperando verse ante un oficial con una Luger en la mano, a punto de descerrajarle un tiro. El alivio al entender que sólo se trataba del músico simpático de los chistes la predispuso a concederle cualquier favor que le pidiera.
Mi padre se expresó con dificultad, entorpecido por la angustia. Que telefoneara, por favor, bitte, que llamara al periódico Volkischer Beobachter y que localizase a alguien que conociera a Inge Berckholtz. Tenían que hacerle llegar un mensaje muy urgente, de vida o muerte. La telefonista arrugó las cejas como una mala actriz que quisiera parecer enfadada y en seguida se puso a conectar y desconectar clavijas. Habló muy deprisa. Mi padre entendió «Inge Berckholtz» al mismo tiempo que el reloj le decía que eran las once menos diez y que de sus labios salían sin querer las palabras «vida o muerte», Es geht um Leben und Tod, y experimentó un cierto alivio al oír que la muchacha también las pronunciaba, Leben und Tod.
—… Que le digan que tiene que estar en Tempelhof a las once y media. Sobre todo que le hagan llegar este mensaje. En Tempelhof a las once y media, de parte de Fernando.
La telefonista decía In Namen Fernandos sag ihr, y al otro lado no comprendían tan extraño nombre y la obligaban a repetir, Fernandos, in Namen Fernandos sag ihr.
Se acabó la comunicación, bruscamente —¿pero qué más había que decir? Ya estaba todo dicho, ¿qué más había que decir?—, y se alisó el ceño de la carita redonda que recuperó una sonrisa complaciente e infantil, «¿sí?, ¿ya está?, ¿lo he hecho bien?».
Mi padre tragó saliva, le agradeció el favor como supo, danke, dankeschön, y se despidió con un abrazo. En seguida, desapareció de la vida de aquella persona tan definitivamente como aquella persona se esfumó de la suya como si no hubiera existido jamás; y recorrió a toda prisa los pasillos de cemento armado, y subió escaleras y escaleras, unos setenta escalones, el equivalente de tres pisos, y luego los pasillos del metro alicatados de blanco con baldosas resquebrajadas, y por fin al oscuro exterior, a la calle vacía, fría y nocturna. Con zancadas de velocista cruzó las calles a tientas, solo bajo la luz de un cuarto creciente que pintaba sombras en el decorado en calma, los cinco sentidos puestos en el posible grito de alguna patrulla del Volkssturm, o en el disparo que había de cazarlo como a un conejo, roto el silencio por su respiración alterada y por el ronroneo de cañones lejanos, la guerra que no cesa.
—Me la jugué —reflexionaba mi padre muchos años más tarde—. La verdad es que mis amigos me habían abandonado y era muy peligroso circular solo y despavorido por las calles de Berlín. Corrí entre ruinas y soledad y el miedo me agarrotaba los músculos. Pero no era miedo a morir. Ni siquiera pensé en la muerte. Nunca la muerte me pareció más lejana y ajena. En aquel momento, tenía más miedo de torcerme el tobillo con las piedras sueltas que alfombraban el asfalto que de morir. Pero, eso sí, era un miedo tan tremendo, tan catastrófico, tan abismal, que creo que se me escapaba un gemido involuntario del fondo de la garganta. Y, durante todo el trayecto, movía los labios en un parloteo de loco: «¿Bastará? ¿Habrá sido suficiente el mensaje para Inge? ¿Podría haber hecho más por ella?».
Llegó con cinco minutos de retraso, quizá un poco más, a las once y algo, y un camión del ejército ya estaba allí, y Lalo Valente, Liliana, Lola de Córdoba, Cromañón, Charles, Lothar Böhm y dos soldados, casi todos fumando, contemplando su carrera desbocada.
—¡Vamos, vamos, vamos, Los, los, los! ¡Fernando! ¿Pero qué te pasa?
—Perdón —decía mi padre—. Verzeihung, tut mir sehr leid —con sonrisa contemporizadora que daba por descontado el perdón—. Perdón.
Lalo Valente se había tomado la libertad de entrar en su dormitorio y guardar el neceser en la maleta, que estaba esperando a mi padre en la acera, junto al estuche del bandoneón.
—Jetzt geht’s los! —gritó Lothar Böhm, «¡Vámonos!», impaciente, siempre con la mirada gris clavada en mi padre, como si la orden fuera exclusivamente dedicada a él.
Con aquella simple ojeada, ya se entendieron. «Estaba atendiendo a la chica», quería decir mi padre, «que tiene que venir con nosotros». «Si no llega a tiempo, os iréis sin ella», transmitía el oficial, inflexible.
Montaron en el camión. Avanzaron por calles inhóspitas hacia el sur. Vieron barricadas hechas con sacos terreros alrededor de cañones antiaéreos atendidos por niños y ancianos. Sentados en dos bancos encarados, Lalo, Liliana, Lola y Lothar a un lado frente a Cromañón, Charles, mi padre y un soldado armado que parecía amenazarlos a todos. Callados, con el corazón en un puño, escuchando atentamente el fragor de combates cada vez más cercanos. Mi padre continuaba pensando en Inge. Le angustiaba mucho pensar que no pudiera llegar a tiempo al avión. ¿Y si en el último segundo Lothar Böhm no le permitía viajar?
Llegaron al aeropuerto, que parecía abandonado y en ruinas, era imposible que desde allí se pudieran controlar el aterrizaje o el despegue. Penetraron directamente en la zona de pistas, pasando por una barrera levantada y custodiada por media docena de soldados. Mi padre reaccionó con tanta brusquedad que pareció que estaba agrediendo al major y el soldado se interpuso y lo agarró con fuerza.
—¡Lothar! ¡Tienes que decir que la dejen pasar! —en seguida se vio que aquello no era un ataque sino una súplica—. ¡Que la dejen pasar cuando llegue!
Lothar Böhm consultó su reloj.
—Ya es tarde.
Mi padre consultó su reloj.
—¡No es tarde! ¡Son las once y veinticinco! Faltan cinco minutos para que salga el avión. Mientras cargamos el equipaje y todo… —una pausa y un susurro—. No me hagas esta putada, Lothar. Somos amigos.
La palabra amigos flotó y vibró entre los dos. ¿Eran amigos?
Lothar suspiró con fastidio y se volvió para otro lado.
Se detuvo el camión y saltaron los músicos a la pista para encontrarse con un cuatrimotor gigantesco, un Junkers-290 con grandes bodegas capaces de transportar personas, pertrechos, e incluso cinco toneladas de bombas. De unos treinta metros de largo, resultaba terrible, erizado de ametralladoras, con la esvástica en el timón de cola y la identificación D-AITR en el fuselaje. Había una treintena de personas aguardando ante la escalerilla, una oscura masa humana de abrigos y sombreros y equipaje de mano, poca cosa para una fuga. Ni siquiera habían empezado a subir a bordo. Mi padre calculó que, entre unas cosas y otras, aún dispondrían de media hora antes de que despegara el aparato.
Dejó sus dos bultos junto a los de sus colegas y siguió a Lothar Böhm que se encaminaba hacia la patrulla de la barrera. Lo alcanzó y se adaptó a su paso. En el horizonte, los relámpagos de la guerra recortaban el perfil de las casas rotas.
—Un día me contarás qué pasa con esa chica.
—Me encantaría —dijo mi padre—. Significaría que nos volveremos a ver. ¿Qué te creías? ¿Que éramos espías o algo así?
Llegaron a la barrera. Nadie saludó con el brazo en alto ni gritó Heil Hitler. Tanto los soldados como el oficial parecían aburridos de tanta ceremonia. Nunca había estado tan perdida una guerra. Lothar habló con el cabo, o el sargento, o lo que fuera, que estaba al mando de aquellos hombres. Mi padre volvió a consultar el reloj. Inge no llegaba.
La cuestión era que le hubiera llegado el mensaje y que ella hubiera tenido tiempo de reaccionar, cargar unas pocas cosas, un mínimo equipaje. En seguida le angustió cuál iba a ser el futuro de la muchacha fuera de Berlín. ¿Cómo iba a ganarse la vida en Barcelona? ¿Dónde iría? ¿Qué esperaba encontrar más allá? Le pasó por la cabeza que tal vez fuera mejor que ella se quedara en Berlín, en su casa, en su tierra, con suerte la llegada de los rusos no sería tan espantosa, se ensañarían con los culpables, pero no con los inocentes, mucho menos con una profesional como ella, que había estado ayudando a la causa aliada. Pero todos estos razonamientos se hacían añicos contra los fantasmas terroríficos que habían ido tomando cuerpo en los últimos días. El Volkischer Beobachter había sido el periódico que había difundido con más fanatismo las ideas nazis y los discursos de Hitler y Goebbels. Nadie que hubiera trabajado en el Volkischer Beobachter podía ser considerado inocente.
Y ya eran las once y media y, puntuales como relojes, Los, los, los, einsteigen!, «Vamos, vamos, vamos, a bordo», ya habían abierto la puerta del cuatrimotor y la gente subía la escalerilla apretujándose con premura. Los, los, los, einsteigen!
Mi padre oteaba la calle por donde había entrado con el camión y por donde ahora no venía nadie. Lothar Böhm se puso ante él.
—Ha llegado la hora —dijo, como se dice a los condenados a muerte—. Tienes que irte.
—Bitte.
El oficial negó con la cabeza. Dio media vuelta y echó a caminar hacia el gran avión. Los músicos ya tenían las maletas en la mano. «Anda, vámonos de una vez, coño». Mi padre detrás del oficial nazi, suplicando: «Esperemos un momento más, Lothar, por favor, un momento más».
Sus compañeros ya subían la escalerilla. Lalo Valente, Liliana, Cromañón, «venga, Fernando, déjalo ya, sube», la griega Lola de Córdoba que a base de sarcásticas caídas de ojos no dejaba de recordarle que un día habían revuelto sábanas juntos y no había hecho tanta comedia por ella; y detrás Charles, que siempre se le iban las manos hacia las nalgas de la bailarina, «vamos, hombre, Fernando».
Y mi padre plantado, con la maleta en una mano, el bandoneón en la otra, temblándole las piernas, ante un Lothar Böhm frenético que disimulaba su frenesí pero estaba a punto de explotar, pasaban ya más de diez minutos de la hora, un alemán faltando a la puntualidad, mein Gott. La crispación le salió en forma de exabrupto:
—Sí, supongo que sois espías. Ella te estaba esperando. Tú le debes de haber pasado información.
—¡No! —exclamaba mi padre alegremente, sin subir la escalerilla, sin moverse—. No, ¿pero qué dices?
—No sé qué información. Tal vez mis indiscreciones. A lo mejor, con mis confidencias has ayudado a los rusos a que destruyeran Berlín.
—¿Pero qué estás diciendo? ¿Te has vuelto loco? ¿Tú me ves a mí de espía?
Los músicos habían llegado arriba. La escalerilla estaba libre. Toda para mi padre. «Vamos, coño, Fernando, que nos vamos sin ti».
—Sube.
Entonces, llegó el coche. Unos bocinazos desde la barrera, un Mercedes negro, lustroso y magnífico, los soldados haciendo señas con los brazos. Lothar se volvió hacia ellos y dudó. Estuvo muy quieto unos segundos, como si planeara castigar aquel retraso, Zum Teufel mit denen!, «Pues ahora, que se joda, el avión se va sin ella». Pero al fin ganó el amigo, ganó la flexibilidad mediterránea. Respondió al braceo de los soldados con un gesto perentorio, «que pasen, deprisa», y se levantó la barrera con diligencia teutona y entró en la pista el Mercedes negro.
Mi padre esperó hasta ver bajar de él a Inge. Tan rubia, con un sombrero negro de ala flexible y el abrigo de visón tan aparatoso. Los ojos de niña extraviada a merced de los ogros. Al verla, mi padre experimentó una descarga de ternura; en un relámpago, todos los momentos que habían vivido juntos, en la cama, la mecánica del amor, el cariño con que contaba la historia del hipopótamo Knautschke, «Lo saludo cada mañana desde mi ventana, aquélla de allí», el tacto de la mano suave y delgadísima entre los dedos de mi padre. Era el momento del grito de emoción, de la lágrima, del enamorado que suelta el equipaje y corre hacia ella al mismo tiempo que ella corre hacia él, perdiendo la compostura, y se funden en un abrazo intenso, pero no hubo nada de todo eso porque, a continuación, bajó del automóvil una niña de unos siete años, y luego otra de unos cinco años, muy rubias las dos, tan parecidas a su mamá, y a continuación un hombre grandote con abrigo y sombrero homburg rígido, de color gris. Y, por fin, el conductor que los había acompañado y los despedía con cariño, quizá un compañero del periódico.
Lothar Böhm se dirigió a ellos con muy malos modos. En seguida entendió que aquello no era un lío del donjuán sino un matrimonio con hijos y se volvió hacia mi padre para comprobar si él también lo entendía. Mi padre era un bloque de hielo que esperaba oír qué significaba aquello, que de ninguna manera iba a meter a cuatro personas en el avión cuando él sólo esperaba una, y miraba a Inge mientras ella cargaba a una de las niñas en brazos, y el hombre del homburg descargaba el equipaje, mucho equipaje, demasiado equipaje, y la contemplaba con intensidad y tristeza porque aquello era un final, más final de lo que él pensaba, y apenas oyó cómo el mayor Lothar Böhm le decía:
—¿Sabes cuánto van a tardar los rusos en tomar Berlín, Fernando? —mi padre volvió a la realidad, lo miró con ojos empañados por las lágrimas. Y el nazi, sonriendo, terminó—: Tardarán dos horas y media. Cuando entren en la ciudad y vean nuestras defensas, estarán dos horas riéndose a carcajadas. Y, luego, emplearán media hora en hacerse los dueños de Berlín.
Era un chiste. Ah, era un chiste. Ja, ja.
—Anda, sube.
Mi padre emprendió el ascenso de las escalerillas como quien huye después de haber cometido una fechoría. Llegó arriba, y dedicó una última ojeada al major Lothar Böhm y, ¿qué más hacer?, no podía saludarle con la mano porque tenía las dos ocupadas por el equipaje, sólo un gesto, una mueca, y se metió en el cuatrimotor. Había unos cincuenta asientos para pasajeros. Encontró uno libre entre sus amigos los músicos, Cromañón a la derecha y Lalo Valente a la izquierda, «siéntate aquí, Fernando, coño». La personalidad de Inge atrajo todas las miradas, ella con sus hijas, una en brazos, la otra de la mano, y detrás el marido, que ya no era presunto porque lo decía la compasión y el arrepentimiento de los ojos de la mujer rubia que apenas dedicó a mi padre un movimiento de cabeza. Él levantó la mano y sujetó la de ella por un instante, no podían fingir que no se conocían, pero el amenazador desabrimiento del hombre del sombrero homburg aconsejaba mantener las distancias. Fueron a ocupar asientos al fondo.
Luego, cuchicheos y murmuraciones, «joder, está buena», «¿ésta es la que te tirabas?», «¿y el tío quién es?, ¿el marido?, joder, ¿sabías que tenía marido?».
Mi padre calló y pidió silencio discretamente. Después, fingió que se dormía y entendió que, si Inge Berckholtz se había metido en su cama desde el primer día, fue para tenerlo bien agarrado, en previsión de aquel desenlace. Todo calculado: lo necesitaba para librarse del final horrible que les llegaría con la victoria de los rusos. Con las fotos, debía de comprar a alguien su inmunidad y la de su familia en caso de que fueran los norteamericanos quienes cruzaran primero la línea de meta. Mi padre era la segunda posibilidad. Y supo qué hacer exactamente para ganárselo.
—Bueno —se conformaba mi padre, años después—. Todos nos buscamos la vida como podemos y como sabemos. Y hay que reconocer que ella no lo hizo mal. Se salió con la suya.
El Junkers-290 despegó en la noche de cuarto creciente, con miedo a encontrar otros aviones de rapiña por el camino. El piloto les comunicó que volarían a Barcelona por el corredor aéreo denominado K-22, el mismo que habían utilizado un año atrás, cuando habían viajado con mi madre de Barcelona a Zúrich.
—No nos dirigimos la palabra durante el viaje, ni al bajar del avión, ni una mirada, nada. Y, como de tantas otras personas que han pasado por mi vida, no volví a tener ninguna noticia, nunca más.
Aquella vez, la maldición de los Gavanza no se había cumplido. Quizá se hubiera roto el hechizo al fin. Ojalá que todo aquello hubiera servido para salvar a Montserrat de la desgracia.