El 12 de abril de 1945, después de haber realizado puntualmente todos los conciertos de la temporada, la Orquesta Filarmónica de Berlín llevó a cabo su última interpretación en el Schauspielhaus (Palacio de Conciertos) de Gendarmenmarkt. Dirigió Wilhelm Furtwängler, y el programa incluía el Concierto para violín de Beethoven, la Octava sinfonía de Bruckner y, para terminar, el final de Götterdämmerung (La caída de los dioses) de Wagner, en la que intervinieron Willi Domgraf-Fassbaender, barítono; Tiana Lemnitz, soprano; y Margarete Klose, mezzosoprano. Por alguna razón, ese día el cabaret Pompeya cerró sus puertas, mi padre pudo asistir al acontecimiento y lo hizo con Inge Berckholtz. Conservaba el programa entre los recuerdos de su caja de zapatos. El Palacio de Conciertos estaba medio en ruinas, no había calefacción, el público tuvo que conservar puestos sus abrigos y se sentaron en sillas que ellos mismos llevaron de sus casas.
—Fue espléndido —comentó mi padre—. Muy emocionante.
Entre el público, se comentaba con regocijo que el presidente norteamericano Franklin Delano Roosevelt acababa de morir. Se insinuaba que aquel recital no era más que un canto de alegría por su muerte y que a partir del día siguiente, viernes y 13, iba a cambiar la suerte de su patria.
El major Lothar Böhm estaba entre los presentes y fijó su fría mirada con intensidad tanto en mi padre como en su acompañante, hasta que los dos se pusieron nerviosos. Durante la interpretación, mi padre se estuvo preguntando si podía considerar al nazi como amigo suyo, y qué significaba la palabra amigo para uno o para otro, si había alguna diferencia entre un amigo alemán y un amigo español.
A la salida, unos chavales de las Juventudes Hitlerianas, muy marciales, repartieron entre los presentes cápsulas de cianuro que sacaban de unas cestitas primorosamente decoradas.
Era una primavera muy agradable y benigna y, después de un largo paseo bajo las estrellas, por Unter den Linden y a través del Tiergarten, mi padre e Inge terminaron en el hotel Astoria, entre las sábanas. La muchacha lloró otra vez y le suplicó a mi padre que la llevara con él a Barcelona (Fernando, bitte, bitte, mimm mich mit!).
Al amanecer de aquel funesto viernes, 13 de abril, un puño de piedra golpeó enérgicamente la puerta de la habitación. Mi padre e Inge se incorporaron de un salto. Tür aufmachen! Hier ist die Polizei!, dijo una voz gruesa e intolerante.
Mi padre perdió el mundo de vista. Años después, recordaba que notó que se ponía muy colorado, como si la cabeza le fuera a estallar, y sólo pensó en librarse de la pequeña cámara de fotos. Se precipitó a la silla donde tenía la ropa y, del bolsillo del pantalón, sacó el minúsculo aparato y no se le ocurrió otra cosa que colocárselo entre las piernas, detrás del escroto, donde tiempo atrás había escondido el chisquero de Víctor. Mach auf, mach auf, mach auf, «¡abre, abre, abre!», conminaba a Inge con desesperación.
Hier ist die Polizei!, insistía la voz, a punto de echar la puerta abajo sólo con el tono.
—Mach auf, mach auf, mach auf!
Precariamente envuelta en una sábana, apenas un minuto después del primer porrazo, Inge accionó la llave en el cerrojo y abrió. Los dos tipos que irrumpieron en la estancia sorprendieron a mi padre justo cuando se estaba poniendo los calzoncillos, aún no subidos del todo. Se le ocurrió: «Ya está, ahora les parecerá que me estaba escondiendo algo ahí dentro y me meterán mano entre las piernas y encontrarán la cámara». La cabeza a punto de estallar y su corazón y el de Inge latiendo con tanta fuerza que despertaba ecos en los rincones.
—Papiere!
Uno de los dos tipos con abrigos de cuero negro se enfrentaba a ellos con ojos perforadores y la mano tendida y exigente. El otro arrancó las sábanas de la cama, miró debajo del colchón, hurgó en la maleta de mi padre, cuyo contenido nunca había sido colocado en el armario. Nada, un registro superficial, como para cumplir.
La documentación estaba en orden. La Arbeitskarte y el Anmeldung. Pero al tipo de la cara de serpiente no le interesaba más que la identidad de Inge. Inge Berckholtz? Habló con ella tan deprisa que mi padre sólo podía imaginar lo que decían. Was macht sie denn hier?, ¿qué demonios estaba haciendo ella allí?, y ella: Wonach sieht es denn aus?, «Me parece que es evidente».
Tomaron nota del nombre de la muchacha, y de su dirección, y de su profesión, mientras mi padre balbuceaba el nombre de Lothar Böhm, temblando como un parkinsoniano, protestando que él estaba allí invitado por el ministro Goebbels en persona, asegurando en su alemán limitado que protestaría por aquel atropello ante el ministro y ante el mismo Führer si era necesario.
Antes de salir, los de la Gestapo lo miraron con lástima insultante.
Inge rompió en llanto y mi padre tuvo que correr al cuarto de baño, totalmente descompuesto. Ella susurraba en castellano, a través de la puerta: «Tienes que llevarme contigo, por favor, llévame contigo, Fernando, por favor».
Mi padre estuvo pensando en telefonear al major Böhm para pedirle explicaciones, porque estaba seguro de que aquella visita había sido por iniciativa suya, pero no se atrevió. Fue Lalo Valente quien le llamó a la habitación. El timbrazo del teléfono provocó un sobresalto eléctrico en la pareja histérica.
—Que Lothar quiere vernos —le dijo el cantante.
Inge se fue a la redacción del periódico y a mi padre se le hizo larguísimo el tiempo que transcurrió hasta la hora de comer en el restaurante del hotel. Lo aprovechó para deshacerse de la microcámara arrojándola entre los cascotes de una casa en ruinas.
Se sentaron a la mesa Cromañón, Charles, Lola de Córdoba, Lalo Valente, Liliana, mi padre y el major de la Luftwaffe. Éste, por una vez, no tuvo ni una sola mirada, ni siquiera de reojo, hacia mi padre. Lo esquivaba, y ésa era la prueba de que había sido él quien había enviado a la Gestapo.
—Las cosas se están poniendo muy mal —empezó Böhm con gravedad—, pero tengo que pediros un favor más. Quiero que os quedéis en Berlín hasta el día 20, que es el cumpleaños del Führer. Faltan siete días justos, ni uno más. Queremos que toquéis para él ese día, queremos que tenga una celebración por todo lo alto. No hay nada que temer hasta el día 22. Sabemos de buena tinta que los rusos no van a lanzar su ataque hasta el día 22, cuando celebran el aniversario del nacimiento de Lenin. Haréis la función el 20 por la tarde y, luego, por la noche, tendréis un avión a punto que os llevará a Barcelona.
Mi padre no se atrevía a decir nada pero tuvo que hacer de intérprete cuando Lalo Valente pasó a transmitir sus inquietudes. Tanto el cantante como Lothar parecían demasiado nerviosos o demasiado borrachos para entenderse en castellano. Entonces se enteró de que hacía días que el cantante de tangos estaba reclamando que los sacaran de Berlín.
—Corre el rumor de que Hitler ha ordenado la destrucción de todos los puentes y vías férreas y sistemas de transporte en general…
—No ha sido así —salió al paso el militar—. El Führer dio la orden, es cierto, pero el ministro de Armamentos, Albert Speer, lo ha impedido. Esto es absolutamente confidencial, por supuesto. El día 20 por la noche os garantizo que tendréis un avión en Tempelhof.
Se alargó la discusión, hubo titubeos pero, al fin, accedieron los músicos. Alguien dijo: «Qué remedio». Al fin y al cabo, sólo faltaba una semana para el gran acontecimiento. Hacía ocho meses que estaban allí. Ocho días más no importaban.
Se levantaron de la mesa tambaleándose. Eran días en los que se comía poco y se bebía mucho. Mi padre se quedó rezagado y Lothar Böhm lo notó y propició el encuentro. Salieron los demás y se quedaron solos en el gran comedor. Mi padre, acaso envalentonado por el vino y los licores, quizá impulsado por la idea que él tenía de un amigo, se plantó ante aquel hombretón al que tenía que mirar de abajo arriba.
—Me has enviado a la Gestapo.
Años después, hacía un alto en su relato para reflexionar:
—Extraña, la relación con aquel tipo. Los días de juerga en Atenas, los intercambios de chistes, el guiño de llamar cabaret Pompeya al local en mi honor, me llevaban a dejar de verlo como un oficial nazi para tratarlo como a un igual. Después, pensaba que, si fuera español, italiano, mediterráneo, mi reclamación sería normal y comprensible. «Somos amigos, joder, ¿me vas a negar ese favor que no te cuesta nada?». Pero aquel tipo era alemán y para los alemanes las órdenes son órdenes y las normas son las normas y es impensable apartarse del recto camino. Después, mucho tiempo después, pensé que en aquel momento yo había perdido contacto con la realidad, que me movía por una percepción que podía ser absolutamente equivocada.
—¡Me has enviado a la Gestapo! —le espetó—. Vine aquí por amistad, para hacerte un favor a ti y a tu causa nazi. ¿Y ahora desconfías de mí?
Böhm pestañeó con paciencia, sin perturbarse lo más mínimo, y respondió en castellano:
—Quería saber quién era esa chica. Sólo veías a las mujeres una vez. Y ahora te casas, y vas a tener un hijo, ¿y te encariñas de ésta? ¿Por qué la ves una vez y otra vez y otra vez, incluso en tu tiempo libre? ¿Qué pasa con las demás que revoloteaban a tu alrededor? ¿Qué te está pasando?
—¿Qué supones que está pasando? —lo desafió mi padre.
—¿Ésta es la mujer que quieres llevarte contigo a Barcelona? —mi padre abrió una boca seca a la que costaba mucho arrancar una palabra—. ¿Y qué le dirás a Montserrat? ¿Y qué harás con Montserrat y tu hijo?
—¿Y a ti qué más te da? —le replicó mi padre—. Habéis perdido la guerra, todos estáis pensando en suicidaros. Que los rusos ocupen este hotel es sólo cuestión de días, y todos lo sabemos. ¿Qué más te da lo que pase con mi vida? —y, muy agitado, ahogándose de miedo, terminó—: Tocaremos el día del cumpleaños del Führer y, luego, Inge Berckholtz se vendrá con nosotros en ese avión que nos tienes preparado.
El major Lothar Böhm pestañeó una vez más y fingió una sonrisa y puso su manaza sobre el hombro de mi padre para decirle suavemente:
—Así, no, Fernando. Por favor. Por favor y en nombre de nuestra amistad. Y entonces, sí. Pero con gritos y con exigencias, no. Porque con gritos y con exigencias aquí mando yo y te pego un tiro en la boca.
Eso dijo. «Y te pego un tiro en la boca». Pero también había dicho: «Y entonces, sí».