La primera versión que escuché del atentado contra Miguel Jinete, de labios de Víctor, fue superficial y algo apartada de la realidad.
Estábamos mis padres, Víctor y yo en la sobremesa de la cena de aquel día en que, con el amigo de mi padre, habíamos caminado tanto, desde el Tibidabo hasta casa. Él me había invitado a comer en el restaurante que hay junto al templo y me contó la historia de Carmen mientras paseábamos montaña abajo, hasta Balmes, y Balmes abajo, hasta Aragón o Gran Vía, deteniéndonos de vez en cuando, agotado yo más que él, y maravillado ante tanto aguante a sus setenta y cinco años. «Una caminata así me la hago yo, día sí día no, a la montaña», se ufanaba él. «Si no es nada».
Al llegar a casa, caí derrengado en el sofá y él disimuló su cansancio y, después de cenar, aún nos quedamos charlando y viendo la televisión durante un buen rato. Fue el día en que el equipo médico habitual hablaba de «Extrema situación crítica», preparándonos para el final del Caudillo. La situación cardiocirculatoria se había deteriorado, presentaba tendencia a la hipotensión arterial, empeoraba la función respiratoria, tenía la temperatura regulada a treinta y cuatro grados y persistía el fallo renal agudo pero, por lo visto, el estudio electroencefalográfico acreditaba una «actividad bioeléctrica cerebral conservada», lo que quería decir, como no se cansaba de hacer notar mi padre, que estaba consciente y notaba que se estaba muriendo lentamente. «Brindemos por ello».
Y de pronto mi padre demostró una vez más su despiste e ingenuidad al comentar:
—El que también debía de ser un buen pájaro era Miguel.
—¿Un buen pájaro? —Víctor lo miró de reojo, alzando una ceja—. Fue un torturador y un hijo de puta.
—Bueno… —mi padre no sabía cómo rescatar el recuerdo del viejo amigo.
—A mí nunca me cayó bien —observó mi madre.
Y, después de una pausa, Víctor declaró:
—Yo una vez fui a matarlo. Estuve a punto de matarlo. Metralleta en mano. Delante del templo de la Sagrada Familia.
Daba a entender que había asistido a su frustrada ejecución con pleno convencimiento y ganas de matar. Fue mucho más adelante, ya después de muerto mi padre, cuando me relató las cosas tal como habían sucedido, con sus miedos y contradicciones, y la descarga contra el coche equivocado, pero aquella noche la conversación quedó encallada ahí y centrada en la personalidad del amigo policía.
Fue entonces cuando mi padre afirmó que Miguel Jinete era el que tenía más miedo de los tres, un pobre desgraciado asustado. Yo protesté: «¿Un pobre asustado? ¡Era un hijo de puta!», y mi padre aceptó: «Eso también, pero un hijo de puta asustado».
—Siempre que pudo, nos echó una mano —insistía mi padre en su papel de abogado defensor. Se volvió a mí—: En el 68, sin ir más lejos, cuando te pillaron en la manifestación y te metieron para adentro, ¿quién te crees que te sacó? Miguel Jinete. Él ya estaba jubilado, pero lo localicé, lo llamé a su casa y en un momento consiguió que te soltaran, y aquella noche dormiste en casa.
—Sí —reconoció Víctor—. Hacía favores. A mí me condenaron a muerte y él evitó que me mataran, eso es verdad. Se esforzaba en dar buena imagen de sí mismo a nosotros, sus amigos, para que lo aceptáramos. Pero sólo pensaba en sí mismo, en sacar provecho de cada situación.
—En eso tienes razón —comentó mi padre, recordando algo de pronto—. Evitó que te fusilaran, pero ¿sabes qué le dijo a Carmen cuando ella fue a suplicarle que hiciera algo por ti?
Víctor asintió con la cabeza.
—Sí. Me lo contaste cuando me viniste a ver a la cárcel. Le pidió que fuera a convencer a tu padre de que le diera su colección de sellos. Claro que me acuerdo —durante un largo instante, todos pensamos en ello. Y Víctor concluyó—: Pues ése es Miguel —y, en seguida, frunció los ojos—: ¿Has dicho que tienes su dirección y su número de teléfono?
—Sí. Si todavía continúa viviendo en el mismo sitio. Calle Provenza, si no recuerdo mal.
—Calle Provenza, es verdad. Cerca del templo de la Sagrada Familia.
Y dijo mi padre:
—¿Pues sabes que me gustaría verle? —Víctor negó con la cabeza, pero mi padre insistió—: Vamos: han pasado muchos años. Y la gente es como es. Y vivimos muchas cosas juntos, los tres. Los Tres del Pompeya. No pienses en el hijoputa franquista. Piensa en el discípulo de Juliol, que fundó un grupo de acción anarquista. ¿Te acuerdas? «Progreso Hoy», pobre gente. Mi padre conservó su fábrica durante la guerra gracias a él. Y este piso es mío, de mi propiedad, gracias a él. Y mi madre se salvó porque él la escondió. A ti te salvó la vida. ¿Dices de verdad que no te gustaría verle y saber qué ha sido de su vida? ¿Sabes si se casó? ¿No tienes curiosidad?
Víctor agachó la cabeza y se quedó mirando los restos de comida de su plato en una especie de trance.
En la televisión ponían una película titulada Satán nunca duerme, con William Holden. Misioneros en China, 1949, luchando contra perversos revolucionarios.
Dijo Víctor:
—En la cárcel, me prometí que no volvería a dirigirle la palabra, y lo he cumplido hasta hoy. Cuando salí, quise matarlo. Disparé una metralleta contra él. Y ahora… Vienes tú y me dices… —se quedó suspendido de sus propias palabras. Claudicó—: La verdad es que sí. Sí que me gustaría ir a ver a ese hijoputa y preguntarle cómo le ha ido la vida —miró a mi padre—: Y pedirle que te devuelva la colección de sellos. Eso hoy debe de valer una fortuna. Había un sello muy raro, ¿verdad? Argentino. Es tuya. Te la debe.
Al día siguiente fueron a visitarle.