De Miguel Jinete se decía que, en su despacho de Vía Layetana, detrás del sillón, tenía un retrato de Manuel Bravo Portillo, el que fuera jefe de la policía de Barcelona, feroz represor del anarquismo en 1917, jefe de una banda de asesinos que actuaba paralelamente a la del barón de Koening, encarcelado y expulsado de la policía el 23 de junio de 1918, ejecutado por los anarquistas el 5 de noviembre de 1919 en la esquina de las calles de Córcega y Santa Tecla. Y, a ambos lados del retrato, un par de vitrinas donde se exhibían las armas confiscadas a los anarquistas detenidos o muertos. Cuarenta y cinco años, grandote, panzudo, elegante y brutal, contaban que se empeñaba en torturar personalmente a quienes caían en sus manos. Le habían oído decir: «Ya sé que me matarán los de la CNT pero, hasta que eso ocurra, me llevaré unos cuantos por delante».
Aquel lunes, 2 de abril de 1945, le estaban esperando en la calle de Marina, entre las calles de Mallorca y Provenza, frente al inacabado templo de la Sagrada Familia.
Eran las dos y cinco del mediodía.
Al hombre del mono azul, que fingía reparar una furgoneta estropeada, le llamaban el Inglés. Había dos hombres más dentro del vehículo, Pamplinas y Lapiedra, y otros tres al otro lado de la calle, en el chaflán, dentro de un Fiat. Aregall, Rojo y Víctor Luys.
—¿Qué hacía yo allí? Íbamos a matar a Miguel Jinete. A Miguel Jinete, ¿te das cuenta?
Víctor había llegado a Perpiñán y había transmitido al Inglés y a Quílez el mensaje de Venancio Pedrosa pronunciando el nombre de Miguel Jinete como si no tuviera nada que ver con él, y había escuchado los planes para acabar con su hermano, amigo, traidor, a quien debía la vida, como si no se le retorcieran las tripas llenas de serpientes anudadas. Tenía la intención de apartarse del grupo, de proclamar su cobardía o su incapacidad para la acción, pero el nombre de Miguel Jinete lo paralizaba. No quería matarlo. ¿O sí? Había jurado tantas veces que lo mataría. Quería negarse a participar en el atentado, pero no supo cómo hacerlo porque algunas de sus convicciones le empujaban a considerar que la muerte de un comisario torturador se parecía mucho a un acto de justicia. Pero… Miguel Jinete, uno de los Tres del Pompeya. El que se reía tanto cuando Fernando decía Mirá vos, qué piola. Me recordarás siempre golpeándote como un malvao.
—… De pronto, tenía una metralleta Sten en la mano, y no había replicado nada cuando el Inglés me dijo que yo me encargaría del fuego cruzado, que tantas veces habíamos ensayado. Dudé tanto, «lo digo o no lo digo, me voy o no me voy», que ya estaba allí, y eso significaba que iba a matar, por primera vez en mi vida iba a matar, y además iba a matar a mi hermano, a mi hermano el traidor, el embustero, el tramposo, el asesino, y yo no quería estar allí. Aquél no era mi sitio. Pero ya no podía echarme atrás.
«Quiero un marido valiente en casa», había dicho Teresa, «para que proteja a mi hijo, aunque los demás digan que es una cobardía».
—Ahí están.
«Si piensas, te hundes». Había que pasar a la acción. Emborracharse de adrenalina. Y, después, de coñac, o de lo que fuera, cualquier cosa que paralizara los pensamientos, que adormeciera los sentimientos y conservara intacta la esperanza.
—Vamos.
Un impresionante Citroën Stromberg de color negro. En el interior, Miguel Jinete, su amigo de la infancia, el que un día de 1909 le mostró una calavera de fraile, sacada de la cripta de un convento, y estuvieron jugando con ella. No quería disparar. Quería irse de allí. «Me fusilarán por traidor, me fusilarán por cobarde».
El Inglés salió corriendo, se plantó en mitad de la calle armado con su metralleta Sten y vació el cargador en dos segundos de estrépito ensordecedor. Simultáneamente, Víctor y Rojo, junto al Fiat, enviaron una granizada de fuego cruzado.
En la confusión, Víctor dirigió sus balas hacia el otro lado de la calle, destrozó los cristales de un coche aparcado. «Me fusilarán por traidor». El Stromberg tropezó con un muro invisible envuelto en un halo de cristales pulverizados.
Se eternizaron las detonaciones y en seguida, también, el silencio repentino. Se produjo un vertiginoso vacío en el espacio y en el tiempo.
El Inglés corrió hacia el automóvil oficial mientras se escuchaba el rugir de los motores que iniciaban la fuga. Todos vieron su gesto de exasperación. La furgoneta pasó por su lado, el Inglés saltó al estribo en marcha y, antes de meterse en la cabina, gritó:
—¡No era Jinete, coño! ¡No era Jinete!
Nadie abrió los balcones hasta pasado mucho rato, nadie se asomó a los portales hasta que se hubieron asegurado de que los pistoleros habían hecho mutis definitivamente. Luego se escucharon sirenas que se aproximaban.
Los muertos eran Santiago Dueso Ballesta, secretario del Frente de Juventudes del Distrito Universitario, y su chófer, Avelino Puntoalto Ramírez.
Miguel Jinete, en su despacho, continuó diciendo: «Ya sé que me matarán los de la CNT pero, hasta que eso ocurra, me llevaré a unos cuantos por delante». Y lo estuvo repitiendo hasta que lo jubilaron.
Al día siguiente, la prensa dijo, en un rincón de la página 8:
Criminal agresión.
En la Jefatura Superior de Policía se facilitó ayer a los informadores la siguiente nota:
A primeras horas de la tarde de hoy, en la calle de Marina, entre Mallorca y Provenza, un coche del Parque Móvil de los Ministerios Civiles, en el que viajaban don Santiago Dueso Ballesta, secretario del jefe del Frente de Juventudes de este Distrito Universitario, y el chófer de dicho Parque, Avelino Puntoalto, que se dirigía al campo de deportes del Frente de Juventudes, sito en la barriada del Guinardó, fue objeto de una bárbara agresión perpetrada desde una camioneta que se hallaba apostada en dicho lugar. Los criminales que ocupaban dicho vehículo dispararon con pistola ametralladora, ocasionando la muerte de los dos ocupantes del automóvil agredido.
Nada más. Ningún editorial, ningún artículo de opinión. Ninguna secuela en días sucesivos. Nada más.