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A los atracos de la banda del Inglés, siguieron días de pesadilla para las células anarquistas de la ciudad. Policías de paisano y de uniforme irrumpían en pisos y procedían a registros salvajes y arbitrarias detenciones. Porrazos, chillidos, algún tiro que otro, y las consiguientes palizas y torturas en la Jefatura de Vía Layetana.

La mayoría de los detenidos no eran militantes izquierdistas ni lo habían sido nunca, sino simples sospechosos, parientes de algún prófugo o recluso de conocida militancia, o que en algún momento habían dicho o aplaudido determinada inconveniencia en contra del régimen. Se trataba de sacarles algo, cualquier cosa, un indicio, un nombre, una dirección que pusiese a los investigadores sobre la pista correcta.

Las células anarquistas de Barcelona pertenecientes al MLR (Movimiento Libertario de Resistencia), que se dedicaban a cuestiones orgánicas de proselitismo y propaganda y que habían conseguido mantenerse a salvo, elevaron su protesta a los dirigentes del MLE (Movimiento Libertario Español) en el exilio y éstos reclamaron responsabilidades al grupo de la Osera.

Siguieron no pocas discusiones y recriminaciones entre unos y otros, y Quílez, como jefe del grupo, en lugar de sentarse a razonar con sus superiores, porque creía que no tenía superiores ya que no hay anarquista superior a otro, decidió actuar por su cuenta y enviar a los militantes barceloneses un mensaje que los pusiera definitivamente en su sitio.

Una carta en la que se exigía su colaboración incondicional en la lucha armada y en la que se les advertía de una próxima acción contundente contra el régimen fascista. Y Víctor Luys había de ser el encargado de entregar la carta en mano.

Cinco sobres escondidos en el doble fondo de la maleta de cartón, llena de pobreza, que llevaba consigo el campesino Fernando Canut, mal afeitado, manos callosas y sucias de labrador, boina con el polvo y la paja de la era, camisa de cuadros, chaqueta barata, pantalones con rodilleras y alpargatas. Si le preguntaban, balbuciría una excusa complicada referente a una herencia perdida, un hermano malvado que se había quedado con la parte que le correspondía a él, o quizás unas tierras perdidas en una partida de naipes y la necesidad de ir a buscarse la vida en la capital.

Desde la estación de Francia se encaminó, por detrás de los muelles de carga, tinglados y grúas, hacia la apartada Barceloneta de bloques de casas dispuestos ordenadamente para formar calles estrechas y sombrías. Olor a mar y a pescado, redes a la vista, señoras cosiendo y charlando a las puertas de las casas ahora que empezaba a hacer buen tiempo.

Llegó a una de las viviendas, anónima y como abandonada, en la calle de la Sal, refugio conocido con el nombre de la Ostia, porque a la Barceloneta siempre la habían llamado la Ostia, quien sabe si por referencia a la Ostia Antica de Roma.

—Irás a la Ostia —le había dicho Quílez.

—¿Cómo?

—A la Ostia, a la Barceloneta. Calle de la Sal, número 5. Toma las llaves.

Se decía de la Barceloneta que era un barrio de tradición catastrófica, que seis años después del triunfo franquista aún parecía una zona de guerra. Entre el 37 y el 39 habían caído sobre ella más de cuarenta bombas y nadie parecía haber hecho el menor esfuerzo por reparar los estragos causados. En los solares se amontonaban los cascotes y las vigas, en algunas paredes se podía ver el último empapelado que habían colocado sus habitantes o el bodegón colgado y torcido. Las casas que quedaban en pie, bajas, de dos o tres pisos a lo sumo, estaban resquebrajadas por los terremotos y las ondas expansivas. Y, en medio de aquel desastre, todavía sobrevivían algunas vecinas que sacaban sillas a la calle, en la espléndida tarde mediterránea, para ver pasar la vida o para pegar la hebra con el primer interlocutor que pillaran.

Se metió en una caja de zapatos. Un habitáculo de treinta y dos metros cuadrados con mesa, sillas y un fogoncito en un rincón. Un sótano al que se accedía por una trampilla de relinga situada en mitad del paso. Abajo, muchas cajas de madera. El cargamento de armas que días atrás habían trajinado Inglés y los otros desde el puerto. Arriba, un altillo con catre donde pasar las noches.

En aquel refugio, el palurdo se convirtió en ciudadano gris, normal y corriente. Camisa barata, traje no muy bien planchado, corbata, zapatos muy usados, sombrero, alguien anónimo, Fernando Canut, del comercio, con maleta llena de cartones de botones, cintas, carretes de hilo, agujas de coser, alfileres y corchetes. Y, debajo de todo ello, las cinco cartas.

Se encontró con Lucio Puente en un bar del chaflán de Gran Vía —avenida de José Antonio Primo de Rivera— con Borrell. Se sentó a la mesa donde le estaba esperando aquel hombre cargado de espaldas y rostro amargo, pero no pidió nada al camarero. Sólo entregó el primer sobre y dijo: «Contamos con vuestra colaboración incondicional», y se fue sin pararse a escuchar la réplica, «¡no nos jodáis!, ¿me oyes?, ¡no nos jodáis!».

Mateo Pérez y Pérez quiso verle en el tranvía, en la parada de la plaza de Universidad. Un encuentro sin palabras. Era un tipo con gafas gruesas, con mirada y mueca de hostilidad, que agarró el segundo sobre de un zarpazo y le dio la espalda de inmediato para apearse en la siguiente, sin más.

En un taxi, se trasladó Víctor a la Diagonal —avenida del Generalísimo Franco—, en la parte alta de la ciudad, donde estaban construyendo pisos de lujo, y el capataz de una obra, Julián Rodrigo, salió a su encuentro para recibir la misiva. Éste, grueso, fornido, con cara de ogro, le pidió responsabilidades con malos modos. «¡Con vuestras acciones irresponsables, ponéis en peligro toda la infraestructura que tenemos montada aquí!». El temblor de sus dedos al rasgar el tercer sobre y extraer la carta delataban su miedo incontrolable.

—Cada vez que vosotros jugáis a los gángsters aquí, los señores vienen a vernos y alguno de nosotros se lleva una paliza. Cuando te hagas el George Raft, piensa que por tu culpa gente inocente va a recibir una paliza como mínimo. Eso si no le hacen la bañera, o el submarino, o le pegan descargas eléctricas en los huevos. Que la última vez detuvieron a mi sobrino de diez años, ¿lo has oído bien?, de diez años —leyó la nota allí, en mitad de la calle, y la arrugó entre sus dedos crispados, muy colorado, al borde de un ataque. Y amenazó con un dedo índice como una porra—. ¡No contéis conmigo! ¿Me has oído? ¡No contéis con nosotros!

Le contagió el pánico de tal manera que Víctor se encontró huyendo de allí a toda prisa. Su seguridad se tambaleaba. La justicia. Luchar por la justicia. La venganza. Vio a Joan Arnalot cayendo fulminado en el pasillo del meublé y experimentó entonces, entonces y no antes, la sacudida del dolor, del horror y la ira por la muerte del amigo.

—¿Qué coño hacía yo diciendo a aquella pobre gente que tenían que apoyarnos a la hora de matar, si yo era incapaz de matar a una mosca?

Llegó tan trastornado a la academia donde estudiaba su hijo que le flaqueaban las piernas, y se acercó a Teresa, que estaba esperando a Javier mezclada con otros padres. Se puso tras ella y le habló al oído:

—Deja al niño con alguien. Ven. Te necesito. En Vía Augusta con Diagonal, como la otra vez.

Notó su estremecimiento y se supo amado y entendió que aquél era su lugar, un lugar pequeño, con una mujer modesta, muy lejos de las grandes ideas utópicas e inconcretas, a mucha distancia de la salvación del género humano y del cambio del orden establecido, por injusto que fuera. ¿Qué coño significaba luchar por la justicia?

—Tu padre era un inútil —había dicho Juliol una vez—. Un inútil, porque no era un hombre de acción.

—Y yo era un inútil —añadió Víctor cuando se confiaba a mí—. Me sentía un inútil, porque tampoco era lo que se entendía por un hombre de acción.

Teresa le esperaba, como la otra vez, cuando él pasó a recogerla en un taxi y, cuando ella montó a su lado, tuvo que reprimir las ansias de besarla, de tocarla y de suplicarle que lo salvase. Ella, tan pegada a él como permitía la moral cristiana imperante, le susurró al oído: «No me lleves a un meublé, no me gusta, me hace sentir sucia». Él, sin dudar, le pidió al conductor que los llevase a la Barceloneta.

Entraron en el refugio de la Ostia como si fuera su hogar, y subieron al altillo, y pasó lo que pasó, así lo decía Víctor con la mirada perdida, el día en que me contaba su penosa vida de pistolero, poco después de la muerte de mi padre.

—Pasó lo que pasó —y suspiraba como lo hacen quienes recuerdan el momento más trascendental de su vida—. Mientras le hacía el amor, entendí que yo no servía ni siquiera para luchar con la palabra, porque no tenía la palabra ni conocía la verdad absoluta, y porque me parecía que palabra y lucha eran palabras incompatibles. Y eso, esos pensamientos pequeñoburgueses y repugnantemente reaccionarios, me colocaban en un punto donde no servía para nada. No servía para nada.

»Y no sé quién empezó, si ella o yo, pero los dos estuvimos hablando de eso, y Teresa se destapó. No le gustaba encontrarse conmigo en un meublé, no le gustaba estar sola en casa, no le gustaba que Javier no tuviera padre.

—Me vino a buscar la policía, lo sabes, ¿verdad? Vinieron a buscarme, y me pegaron unas cuantas bofetadas. Y suerte tuve de Miguel, que les paró los pies, y las manos, y me soltó. Y no quiero que sea Miguel quien me proteja. Quiero que seas tú. No quiero un marido valiente fuera de casa. Quiero un marido valiente en casa, para que proteja a mi hijo, aunque los demás digan que es una cobardía.

Víctor suspiraba como si el dolor lo estuviera ahogando. Aquella conversación con Teresa lo cambió, eso decía él, y al día siguiente fue otro Víctor el que fue al encuentro de un tal Enrique Zarra, en el muelle de San Beltrán, muy cerca de donde él y Miguel Jinete habían trabajado juntos, tantos años atrás, con la cuadrilla de barrenderos de los barcos de carbón. Enrique Zarra era un tipo de unos cuarenta años, musculoso y recio, de mandíbula cuadrada, que aceptó la cuarta carta disciplinadamente. «Lo que haya que hacer se hará, pero creo que no es el momento». Víctor le respondió:

—¿Y cuándo sería el momento, según tú?

Se separaron sin respuestas, como dos piedras que chocan en el aire y salen despedidas en direcciones contrarias.

En la estrecha calle de Ramón Berenguer el Viejo, que une la calle del Arco del Teatro con la del Cid, estaba el mercado de los colilleros, esforzados ciudadanos que, después de recolectar por toda la ciudad puntas de cigarrillo y puro que pinchaban con un palo especialmente diseñado para ello, reconvertían las hebras de tabaco en nuevos cigarrillos liados con papel Smoking. En el suelo, sobre enormes pañuelos que se podían recoger rápidamente de un manotazo en caso de que alguien gritara «¡Agua!» al advertir la presencia de la autoridad, se exhibía una amplia colección de zapatos y relojes, plumas estilográficas, billeteros usados y bisutería más o menos auténtica. Más allá, las putas gateras, que birlaban la cartera del cliente mientras éste se concentraba en quilar con una colega en algún piso ruinoso de la calle Peracamps, o Cid, o Mina. Y, en una esquina, una mujer ofrecía hogazas de pan blanco envueltas en un paño harinoso.

Una vez en la calle del Arco del Teatro, recovecos malolientes, presencias famélicas envueltas en papeles de periódico, cabezas rapadas para evitar piojos o tiña, o para delatar al que acababa de salir de la trena. Y el primer portal a la derecha conducía a unas escaleras estrechas, empinadas, tenebrosas y fatigosas, y las escaleras llevaban al piso de Venancio Pedrosa.

—Adelante. Pasa, pasa.

Cojo y encorvado por una herida de guerra, cara de niño, siempre jovial y optimista, la risa a punto, demasiado sumiso y halagador quizá, demasiadas ganas de gustar. Frágil e inseguro frente al corpachón de Víctor que obturaba y oscurecía el pasillo.

—Pasa, pasa.

Piso donde se amontonaban botines de robo pagados a precio de saldo. Aparatos de radio, neveras, lámparas de pie, prendas de ropa, una caja de botes de crema Ponds para el cutis.

—Pasa, pasa.

Víctor no quería pasar. Quería acabar cuanto antes e irse de allí. Se sentía encerrado, como en una celda de castigo. Todos los encuentros anteriores habían sido al aire libre. Le entregó la quinta carta y Venancio Pedrosa abrió el sobre, lo leyó y no reaccionó de ninguna manera, como si ya conociera su contenido. Sólo dijo: «Ya».

—Ya —y dejó la misiva a un lado, sobre una mesa cubierta de objetos heterogéneos. Añadió—: Miguel Jinete sale todos los días de la Jefatura de Vía Layetana a las dos para ir a comer a su casa de la calle Provenza. En un coche oficial con chófer suele subir por la calle de Marina, junto al templo de la Sagrada Familia, entre las dos y cuarto y las dos y media.

—¿Y…? —preguntó Víctor tratando de permanecer imperturbable.

—Díselo al Inglés. Él ya sabe de qué va. Marina, Provenza, Sagrada Familia, entre las dos y cuarto y las dos y media.