A mediados de aquel febrero, Víctor Luys dejó de presentarse en el cuartel que la Guardia Civil tenía en la calle de San Pablo.
Cuando se despidió de Teresa, le avisó de que agentes de la Brigada Social iban a irrumpir en su casa y la interrogarían, y alguna bofetada sonaría, y probablemente se la llevarían a Jefatura, y le pidió perdón por todo ello, arrugado por la angustia. Ella no pudo contener las lágrimas, se abrazó con fuerza a su cintura y apenas pudo balbucir, entre sollozos, «me quiero ir contigo, me quiero ir contigo». Él le dijo: «No puede ser, Teresa, tenemos que pensar en el niño». Y añadió:
—Diles a todos que te he abandonado, que no me volverás a ver jamás.
Víctor llegó a una apartada masía de la Cerdaña, después de un largo viaje en tren y de dos horas de marcha por caminos rocosos y empinados entre bosques. Le sorprendió un comité de recepción armado con metralletas y dispuesto a disparar a la menor sospecha. Gente malcarada, dura, de poca paciencia, guerrilleros curtidos en Francia, ejecutores de nazis, expertos en volar puentes y tender emboscadas, condecorados con la Croix de Guerre, la Médaille de la Résistance o la Légion d’Honneur. Había voluntarios de todos los países. Rusos, argentinos, cubanos. Del grupo destacó Joan Arnalot, el joven anarquista hiperactivo que parecía una reencarnación del viejo Juliol, el que le avaló, el que le había proporcionado los datos necesarios para llegar hasta allí.
Un tipo llamado Quílez, fornido y de mirada clara y dura, se plantó ante él.
—Me han dicho que estás casado.
—Ya no.
—El divorcio no existe.
—En la España de Franco no, pero en la República sí. Y yo vengo a luchar por la República.
—Tienes un hijo.
—Ya no.
El tipo estuvo unos instantes sopesando la sinceridad y el aplomo de sus pupilas y, al fin, cabeceó y añadió que habría que eliminar aquel cabello blanco que le hacía demasiado identificable a ojos de cualquier testigo. Se lo teñirían de negro cada vez que bajaran a Barcelona y se llamaría Canut, Canoso, «¿y qué nombre quieres de pila?», «Fernando», pues Fernando Canut, Ferran Canut en catalán.
Lo incluyeron en el grupo de uno al que llamaban el Inglés, calvo y socarrón; Aregall, Rojo, Lapiedra, Arnalot, Pamplinas y Canut; y los pusieron a cargo del veterano Quílez. Él les enseñó a disparar con pistola automática y con metralleta Sten, inglesa, tan sencilla, con el cargador lateral; y a lanzar granadas y a manipular explosivos, y reptaron por los bosques y se escondieron tras los árboles y se tendieron trampas los unos a los otros. Se mantenían en forma haciendo largas marchas cargando mochilas de treinta kilos, además de la Sten y las granadas, y cavaban la tierra y cortaban árboles para que se les encallecieran las manos, que la policía se fijaba mucho en las manos, desconfiaba de los que tenían cara de obrero y manos de señorito y simpatizaba con los rudos labriegos que se suponía que no entendían nada de política. Les daban clases teóricas de táctica y de anarquismo («Sin el invento de la sociedad, el hombre continuaría siendo un animal salvaje, o sea, un santo») y les transmitían noticias que los enfurecían y los predisponían para el combate. Que se estaban abriendo numerosas industrias en toda España bajo el sello de «Industria Autorizada fuera del ámbito de las provincias catalanas», para que se le bajaran los humos a la ciudad industrial de Barcelona, cosmopolita, prepotente y arrogante. Que la banca catalana, que había sido puntera en toda España, ahora sólo representaba el tres por ciento de toda la banca española. Que el gobierno estimulaba la inmigración pagando la mitad del billete de tren a todo aquél que quisiera instalarse en Cataluña, nada como un buen alud de palmas y bulerías y alegrías andaluzas para ahogar el separatismo catalán, tanto seny y tanta sardana, y tanto hecho diferencial. Les hablaban de una Barcelona con cinco mil personas albergadas en cuevas y antiguos refugios antiaéreos, sesenta mil en barracas y ciento cincuenta mil realquiladas en pisos con derecho a cocina.
Y, de pronto, les informaron de que iban a ir a Barcelona «para darse a conocer». Disponían de una semana para asestar una serie de golpes de mano a los objetivos que se les indicaban, para que tanto el régimen opresor como el ciudadano oprimido tuvieran constancia de que la guerra continuaba y el resultado no estaba tan decidido como todos creían. Después de lo cual, se trasladarían a otro lugar del Pirineo por donde cruzarían la frontera para llegar a un refugio que les tenían preparado en Perpiñán.
Estaban preparando sus pertrechos, la mochila, las armas, ropa y algo de comida, cuando Arnalot agarró a Víctor de la manga y se lo llevó aparte.
—¿Piensas en Teresa? —le preguntó, muy atento a su reacción.
—¿Qué Teresa?
—Tu mujer.
—Ya no hay Teresa. Ya no tengo mujer.
—¿No sientes la tentación de ir a verla?
—No hay mujer, Arnalot. Sólo la lucha.
Arnalot asintió con la cabeza y se conformó.
Inglés, Aregall, Rojo y Lapiedra bajaron a la ciudad en un camión cargado de toneles de aceite, dentro de uno de los cuales ocultaban las armas. Payeses que bajaban al Mercado del Born que abastecía la ciudad. Pamplinas, Arnalot y Víctor fueron en tren, cada uno por su lado, cada cual con su excusa, que si voy al hospital, que si voy a ver a mi hermana, que si me han llamado de Capitanía, que me quiero alistar voluntario en el ejército. «Se me ha olvidado la carta en casa». Respuestas para todo porque los controles eran continuos, todavía en aquel Noveno Año Triunfal, seis años de una triste posguerra que ya duraba más que la guerra misma. Quizás porque era verdad que la guerra aún no había terminado.
La banda del Inglés actuó por primera vez un lunes de marzo en la calle Valencia de Barcelona, 270 bis, atracando la joyería Rudolf Bauer. Víctor esperó fuera, al volante del coche; Pamplinas y Arnalot vigilaban la puerta; e Inglés y Aregall mantuvieron a raya a los empleados y clientes, mientras Rojo y Lapiedra vaciaban la caja y se apoderaban de las joyas expuestas.
El Inglés, que tenía una voz gruesa y sabía entonar como un político en pleno mitin, declamó:
—No somos atracadores. Somos resistentes libertarios. Lo que nos llevamos servirá para dar de comer a los hijos de los antifascistas que habéis fusilado y que hoy se encuentran abandonados y sufren hambre. Somos los que no hemos claudicado ni claudicaremos y seguiremos luchando por la libertad del pueblo español mientras tengamos un soplo de vida.
Se llevaron quinientas mil pesetas en metálico y ciento sesenta mil en joyas.
La prensa no dijo nada de aquel suceso. No se mencionaba ningún delito en los periódicos del martes. Sólo se destacaban noticias con titulares como «El camarada Sanz Orrio preside varios actos sindicales en Reus» o «Concentración de camaradas de la Sección Femenina» o un artículo de fondo que se titulaba «Tengo fe en el Caudillo» y que empezaba diciendo «Tengo fe en Franco. En cuanto veo o simplemente presiento cualquier contingencia acechante en mi Patria, después de elevar mi plegaria a Dios, vuelvo los ojos al Caudillo de España y me siento lleno de confianza».
Víctor rememoraba esta etapa de su vida sin jactancia y sin entonación. Un poco triste. La vida es así: pasa lo que pasa y luego, al mirar atrás, no queda más remedio que conformarse con lo que fue. En todo caso, únicamente puedes preguntarte por qué sucedió, para no volver a cometer los mismos errores. Pero no hay que depositar demasiadas esperanzas en ello.
—Había llegado la hora tan ansiada de mi revancha —explicaba el amigo de mi padre—. Una revancha personal por seis años de cárcel injusta y cruel, por la muerte de Carmen, por la vida desgraciada de mis hijos, entregado uno en adopción, perdido para siempre. Podía hablar de la revolución, de la derrota del capitalismo, de la abolición de la propiedad privada y de la igualdad de los hombres pero, en el fondo, en verdad, no luchaba por la justicia, como siempre me aconsejó mi padre, sino por la venganza, que es justo lo contrario de la justicia. Aquélla era una manifestación de rabia contra quienes habían destruido mi mundo, aquel mundo idealista de antes de la guerra, utópico, imposible e imperfecto, pero que al menos estaba cargado de buenas intenciones, de compasión y de solidaridad. Y los autoritarios fascistas, despiadados y codiciosos habían acabado con él. No podía quedarme cruzado de brazos. Al menos, devolver los puñetazos, aunque sólo fuera antes de sucumbir.
»Sin embargo, no puedo negar que dentro de mí palpitaba la duda. Cuando me encontraba empuñando aquella Browning, me sentía absurdo. ¿Vas a disparar? Cuando estaba encañonando a los empleados de una joyería o de un almacén. ¿Vas a disparar? ¿Vas a ser capaz de matar al primero que se mueva, como dices? Cuando esgrimes una pistola, tienes que estar dispuesto a apretar el gatillo, a matar. De lo contrario, ¿qué estás haciendo con aquel chisme entre los dedos? Y yo sabía que no era capaz de disparar. Que aquella arma no tenía nada que ver con un juez, ni un jurado, ni un fiscal ni un defensor, que aquel cacharro no era más que odio y rabia y miedo y muerte y yo nunca sería capaz de apretar el gatillo. ¿Qué coño estaba haciendo allí?
»El martes de aquella semana, mientras Inglés y Arnalot y alguno de los otros iban a por un cargamento de armas que había que trasladar a un escondite, me dieron el día libre. Se suponía que me quedaría en la habitación de la pensión esperando instrucciones, pero desobedecí. Sabía a qué hora salía Teresa de casa para acompañar al niño al colegio, y allí me aposté para verlos a los dos, tan felices.
»Los seguí hasta una modesta academia de barrio, un piso de la calle de la Cadena, próxima al lugar donde habían matado al Noi del Sucre. Academia Lloveras anunciaba un rótulo en el balcón. Ante el portal, se agolpaban padres y niños chillones. Entró mi hijo, desapareció escaleras arriba, y Teresa echó a andar, sola, camino del taller de doña Pepita, donde cosía. Me acerqué a ella por detrás y, manteniéndome a una distancia de un par de pasos, murmuré: “No te vuelvas, no me mires, soy Víctor, te dije que vendría a verte, preciosa, querida mía, y aquí me tienes”.
»Se quedó sobrecogida, lo noté, parada al borde de la acera, como si tomara excesivas precauciones antes de cruzar. Le transmití las instrucciones que ya había preparado. Que telefoneara a doña Pepita disculpando su presencia, que estaba enferma, que iría más tarde. Que tomara un tranvía y se trasladara a la parte alta de la ciudad, Vía Augusta esquina con Diagonal. Yo ya disponía de un coche robado al que había cambiado las placas de la matrícula, y pasé a por ella. Tan bonita y angelical, con su abrigo marrón y un pañuelo estampado de flores al cuello. Entró en el coche, muy emocionada, y la llevé al meublé Pedralbes de la carretera de Sarriá. Para proteger la identidad de sus clientes, el establecimiento permitía el acceso de taxis y coches particulares al garaje, por donde se podía pasar directa y discretamente a las habitaciones. Allí, rodeados de espejos y cortinajes rojos, ella soltó la risa ante mis cabellos negros, teñidos con La Carmela López Cano (perfume selecto), y me dijo que parecía más joven, y nos besamos.
Después de pronunciar estas palabras, Víctor se quedó silencioso y pensativo, abrumado por la melancolía. A lo largo de las investigaciones que tuve que llevar a cabo para reconstruir estas historias, muchas veces lamenté haber despertado recuerdos tan pesados y dolorosos.
Al día siguiente, miércoles, Arnalot, Víctor y el Inglés entraron en la fábrica de automóviles Eucort de la calle Consejo de Ciento.
—¡No somos atracadores! ¡Somos resistentes libertarios…!
Se llevaron cien mil pesetas. Pero la noticia tampoco trascendió. El jueves, La Vanguardia dedicaba la primera plana a la Catedral de Colonia y la información nacional se centraba en la celebración del santo patrón de los estudiantes, la visita de las tunas universitarias al Caudillo y el homenaje de la Falange al general Solchaga.
A medianoche de ese jueves, Víctor requisó un enorme Cadillac en el garaje Luxor de la calle Neptuno, número 10. Con él, recogió a una fulana de la calle de las Tapias y se la llevó al meublé Pedralbes de la carretera de Sarriá. Una vez dentro del garaje, Víctor aconsejó a la prostituta que se mantuviera al margen y abrió el amplio maletero para que salieran de él Arnalot y Aregall. Inmovilizaron a los empleados y abrieron la puerta que daba a la calle, por donde hicieron su aparición el Inglés, Rojo, Pamplinas y Lapiedra. Fueron irrumpiendo en las habitaciones, donde sorprendieron a hombres y mujeres en las posturas más comprometidas.
—¡Manos arriba! ¡Fuera de aquí! ¡No somos atracadores! ¡Somos resistentes libertarios! ¡Vuestro dinero servirá para dar de comer a los hijos de los mil seiscientos cuarenta y tres camaradas que habéis fusilado en el Campo de la Bota!
En el interior de una de las habitaciones, se produjo una serie de explosiones inesperadas y silbaron las balas entre el griterío y el pánico general. Cayó Joan Arnalot contra la pared y retrocedieron sus camaradas. El primero en reaccionar fue el Inglés, que replicó a los disparos con disparos. Se oía la voz ronca de un hombre dentro del cuarto, «¡hijos de puta, rojos de mierda, ladrones asquerosos!». A los balazos de la pistola del Inglés se sumaron los de Rojo y Pamplinas, que perforaron el entrepaño y astillaron el marco. En el silencio siguiente, el Inglés empujó la puerta de un puntapié para encontrarse a un hombre desnudo, despeinado y ensangrentado, muerto a los pies de una cama donde una puta pataleaba un ataque de histeria.
—Fue terrible tener que dejar allí el cuerpo de Joan Arnalot, gran compañero, entrañable amigo. Pero allí quedó.
—Ahora sí que se hablará de nosotros —exclamó el Inglés mientras huían.
Pero se equivocaba. Aquella vez, como las anteriores, la prensa los ignoró. Se consignaba, eso sí, la detención de varios «amigos de lo ajeno», ladrones de plumas estilográficas, estuches de manicura, ruedas de motocicleta, una máquina de escribir y varios coches, lo que tal vez quisiera decir que la policía estaba reaccionando pero no sabía en qué dirección moverse.
El viernes por la mañana, los seis supervivientes de la banda del Inglés se llevaron ciento setenta y dos mil pesetas de la sucursal que el Banco de Bilbao tenía en la calle Mallorca. El sábado, camino de la frontera francesa en un camión robado, aún les dio tiempo de atracar una masía del Montseny, donde obtuvieron cincuenta y cuatro mil pesetas, veinticinco kilos de productos del cerdo, treinta y seis pares de alpargatas, una gabardina y una escopeta de caza.
Cuando llegaron a Perpiñán, los esperaba su instructor, Quílez, en un viejo caserón de las afueras, rodeado de un jardín selvático, que a partir de aquel día denominarían la Osera. El Inglés llegaba enfurecido, con sensación de fracaso, protestando que ni siquiera matando a un fascista habían conseguido que los ciudadanos se enterasen de su existencia, pero Quílez, por el contrario, se mostró entusiasmado.
—La policía sí que ha oído hablar de vosotros —les dijo—. Están enloquecidos. Habéis salido de la nada, no se lo esperaban, y no han sido capaces de reaccionar. ¿Habéis encontrado algún control en la carretera? Claro que no. ¿Y mayor presencia policial por las calles? Tampoco. Habéis actuado y salido disparados antes de que pudieran preparar un plan de acción. Han movilizado a sus confidentes, pero la mayoría de ellos son amigos nuestros y nos informan más a nosotros que a ellos. Ya empieza a correr el rumor de que existe una banda del Inglés. Hemos iniciado la leyenda. Los policías tienen mujeres e hijos que hacen correr la voz, y los confidentes también. Identificaron a Arnalot, claro, y lo han asociado a Pamplinas y se supone que también a ti, Víctor, porque coincidisteis en la cárcel y tú eres de los desaparecidos. Todo eso juega a nuestro favor.
»Han encargado del caso al comisario Miguel Jinete, que es muy burro, hará muchas detenciones y alborotará el gallinero, y eso también juega a nuestro favor. Lo hemos conseguido, muchachos, lo hemos conseguido.