—Fui a ver a tu madre —me contó Víctor— pocos días después de salir de la cárcel. Fueron días en que me daba la sensación de que estaba recogiendo los pedazos de mi vida para reconstruirla de nuevo. Estuve buscando trabajo pero sin demasiada convicción. Consciente de que, encontrara lo que encontrase, no iba a durar mucho tiempo en el puesto, porque tenía la intención de irme con la guerrilla. Dediqué gran parte de mi entusiasmo a rastrear la pista de Eduardo, el hijo que había tenido con Carmen. Fue una búsqueda infructuosa, porque no sabía muy bien dónde buscar, y porque en aquella época hubo un gran número de adopciones irregulares, sobre todo de hijos de rojos muertos durante la guerra o después de ella.
»Tu padre formaba parte de esa reconstrucción del rompecabezas. Por eso fui al piso de Gran Vía y me preocupó no encontrar allí a tu madre. Quería saber noticias de Fueyito en Berlín. No pasaba día sin que los periódicos dijeran que los aliados estaban descargando miles de toneladas de bombas sobre la capital de los nazis. El 3 de febrero habían muerto tres mil habitantes en aquella ciudad. ¿Qué coño estaba haciendo allí tu padre?
Se dirigió a casa de los señores Ansó, en Sants. La tintorería era fácil de encontrar porque tenía la fachada de baldosas blancas y negras, como un tablero de ajedrez. Ellos vivían en el piso de arriba. Llamó y abrió mi madre. Apenas un resquicio por donde atisbar.
—Soy Víctor. Víctor Luys. Habrá oído hablar de mí. Un amigo de su marido.
—Sí —recordaba mi madre—. Víctor vino a verme. Tú eras muy pequeño, no tendrías más de tres meses, te recuerdo minúsculo entre los brazos de ese gigantón. Esto sería, sí, a primeros de febrero del 45.
»Yo no quería abrirle la puerta. No me había gustado ninguno de los amigos de tu padre. Ni Miguel Jinete, ni la pobre Carmen, ni los músicos de Atenas, que alternaban con los nazis y me parecieron todos crápulas y viciosos. Ni siquiera aquella Teresa, la mosquita muerta, que parecía que no hubiera roto nunca un plato y siempre empezaba mirando a los hombres por la bragueta. Además, Miguel Jinete me había estado molestando.
Cuando llegó a Barcelona procedente de Atenas, en el mes de agosto, mi madre se instaló en el piso de Gran Vía para tomar posesión de él, para hacerse a la idea de que éste iba a ser su domicilio de entonces en adelante, como efectivamente lo fue durante el resto de su vida. Convino con sus padres en que, cuando llegara el momento del parto, ya se las apañaría con su madre y con alguna de sus hermanas, tía Nuria y tía Mercé.
Las cosas no rodaron tan bien como ella esperaba. En seguida abrió una libreta en la Caja de Pensiones para la Vejez y de Ahorros y, como le habían aconsejado, solicitó que se pusieran en contacto con determinado banco suizo del que tenía que recibir una gran cantidad de libras esterlinas. Ya le salieron, de entrada, con que aquélla era una tramitación complicada que iba a llevar mucho tiempo.
Un día de septiembre, llamaron a la puerta y ella abrió y se encontró ante Miguel Jinete, sonriente, elegante y feliz, el sombrero en una mano y un ramo de flores en la otra. Habló en perfecto catalán, cosa insólita en un policía de la época. Mi madre lo hizo pasar al comedor de delante y estuvieron hablando de esto y aquello. Sólo había recibido una carta de mi padre, porque el estado de guerra hacía muy difíciles las comunicaciones. Durante toda la visita se sintió incómoda, agredida por aquella sonrisa burlona y de suficiencia y de aquellos ojos sin alma que no se apartaban de su vientre hinchado. Le pareció que aquel hombre sólo tenía pensamientos morbosos mientras hablaban. Cuando Miguel se fue, se dijo que no lo volvería a dejar entrar en su casa nunca más.
Entretanto, en la Caja de Pensiones, le iban dando largas con pretextos contradictorios. Que se habían puesto en contacto con la banca suiza y estaban esperando respuesta, que aquello no podían negociarlo desde aquella sucursal sino desde la central de Vía Layetana, que todo estaba listo y sólo se requerían unos trámites legales que no podían retrasarse, que le habían escrito una carta que no tardaría en recibir, que todo dependía de una firma que había de llegar de Madrid… Y, durante la espera de aquel montón de libras esterlinas, mi madre dependía económicamente de mis abuelos, con la promesa de la devolución de todo el préstamo ante las protestas de ellos, «¡no digas tonterías!» y «¿a quién se le ocurre fiarse de esos nazis que están perdiendo la guerra?».
En noviembre, nací yo. Sagitario, intelectual y simpático, superficial, irresponsable e inquieto, para servirles. Exactamente dos años después de que mis padres se reencontrasen en el puerto de Civitavecchia, a bordo del Ambriz.
Después de una alarma previa, mi madre se había trasladado a casa de sus padres y allí me parió, en el dormitorio conyugal, con la asistencia de una comadrona. Escribió a mi padre aquella postal que decía: «Ha nacido niño. 30 noviembre. Una preciosidad. Le pondremos Jordi. Te quiero. Montse». Jordi, nombre catalán, propio de la familia Ansó. Pobablemente, si mi padre Gavanza hubiera estado allí, yo me habría llamado de otra manera, quién sabe si Víctor, quién sabe si hasta Miguel. Pero el único Gavanza que estuvo presente en mi nacimiento y en mi bautizo fui yo, y me llamé como querían los Ansó.
Mi madre y yo pasamos aquellas Navidades en casa de los abuelos y, a mediados de enero, regresamos al piso de Gran Vía.
Con la preparación del parto y la novedad de mi nacimiento, mi madre no se había acercado por la Caja de Pensiones. Cuando lo hizo al fin, le dijeron que continuaban sin noticias de Suiza y las excusas resultaron más escuetas que antes. «Éste es un proceso muy lento y complicado, piense que Europa está en guerra, le hemos escrito una carta, no tardará en recibirla, no vuelva hasta que no reciba noticias nuestras».
En esa situación estaba cuando reapareció Miguel Jinete, ufano, elegante y feliz, con otro ramo de flores en una mano y otro sombrero en la otra. La portera confirmaría más tarde que había ido apareciendo por este piso de Gran Vía de vez en cuando, preguntando por Montserrat y si había parido ya. Le dijo en catalán que venía a visitarla sólo para ver cómo estaba y ayudarla en lo que fuera posible.
Aquella vez, mi madre no le dejó pasar de la puerta.
—Lo siento, estoy sola, estoy limpiando.
—Pero yo soy amigo de Fernando.
—Sí, bueno, cuando vuelva Fernando, a lo mejor.
—¿Pero qué te crees? Anda, déjame pasar. Sólo será un minuto.
—No. Lo siento.
Miguel Jinete perdió la sonrisa y la felicidad. El desencanto estuvo a punto de volverse furia. Apretó los labios y se forzó a continuar mirándola a los ojos, porque si no reaccionaba con violencia no sabía cómo reaccionar.
—Está bien —se rindió—. Perdona si te he importunado, sólo quería ayudarte. Si tienes algún problema, de ahora en adelante, no dudes en llamarme. Acéptame el ramo de flores, por lo menos.
Mi madre aceptó el ramo de flores. Él le entregó una tarjeta con el distintivo de la policía, «Miguel Jinete, comisario», se puso el sombrero y se fue.
Pocos días después, quien pulsó el timbre de la puerta fue un tipo bajito, de rostro brutal, con la camisa azul de la Falange y el yugo y las flechas bordados en rojo. Le faltaba un brazo y se presentó como mutilado de guerra durante la Cruzada, que vendía unos números para una rifa. Mi madre repuso que no le interesaban las rifas, gracias, que no jugaba, y quiso cerrarle la puerta. El ex combatiente puso el pie y endureció sus modales.
—Señora, no estoy pidiendo caridad. Estoy tratando de ganarme la vida honradamente. ¿Cuántos números del sorteo le pongo?
—No quiero números del sorteo y creo que no tengo ninguna obligación de comprarlos. Haga usted el favor de quitar ese pie.
—¡Señora, ¿pero usted qué se ha creído?! ¡Usted no sabe con quién está hablando! ¡Señora, usted no sabe lo que hace! ¡Me está ofendiendo!
—¡Pues lo ofenderé todavía más si no quita el pie de ahí!
—¡Señora, usted no se ha enterado todavía de quién ganó la guerra!
El hombre no era muy alto, y mi madre sí, y además él no esperaba que un ama de casa le pegara un empujón y cerrase con un violento portazo. Gritó: «¡Roja de mierda, comunista, ya te he calado, vamos a venir a por ti!», y yo asustado me puse a berrear en la cuna, alcanzado por la onda expansiva de la violencia, el odio y el terror. A mi madre, mientras me abrazaba y me acunaba para calmarme, se le ocurrió que estaba en peligro y que había llegado el momento de telefonear a Miguel Jinete para que la protegiera. Pero no, no pensaba pedirle auxilio, no quería abrirle la puerta de casa ni quería depender de él. Y mentalmente continuaba culpando a mi padre del miedo abominable que estaba pasando.
Días después, volvió a sonar el timbre y era la policía. «¡Policía! ¡Abra!». Se temió lo peor, la detención, las esposas, la denuncia del falangista en comisaría, la tortura, la cárcel, y yo llorando en mi cuna, que no paraba de llorar. Entraron dos tipos tenebrosos, con bigotito a imitación del de Franco, miradas acusadoras, «documentación», ni orden judicial ni nada, registro en toda regla y «aquí las preguntas las hacemos nosotros». Sobre todo se interesaron por los libros. Buscaban autores comunistas, títulos prohibidos, de ésos que algunos libreros subversivos vendían bajo mano. La Celestina, Episodios nacionales, de Pérez Galdós, el Libro de buen amor, Valle-Inclán, Max Aub, Baroja, Espronceda. Abrieron cajones y armarios, y se asomaron a la carbonera pero sin ensuciarse. Le preguntaron por su marido, hicieron gestos burlones e incrédulos al enterarse de que era músico y estaba trabajando en el extranjero, pusieron en duda que yo fuera hijo de mi padre, y ella tuvo que exhibir la única carta recibida y dio explicaciones tragándose el llanto. De nuevo pensó que era el momento de invocar el nombre de Miguel Jinete y marcar su número de teléfono, y una vez más se resistió. Que no. Que era mi padre quien debería estar a su lado. Que la llevaran a Jefatura si querían, que ella no tenía nada que ocultar.
Dos días después, la telefoneó Miguel con voz cantarina y siempre en catalán:
—¿Qué tal estás?
—Bien —respondió mi madre—. Estupendamente.
—Por mi despacho he visto una nota donde parecía que te habían estado molestando…
De golpe lo entendió todo. Tendría que haberse dado cuenta antes, qué tonta. No le creía capaz de tanto. Había sido Miguel Jinete quien le había enviado al falangista, y a los dos de la Social, y le continuaría enviando gentuza hasta que, por fin, el miedo la obligase a recurrir a su ayuda.
—No, no —respondió con naturalidad, casi sin que le temblara la voz—. Sólo eran dos policías cumpliendo con su deber. No tengo nada que ocultar, ya lo sabes, ya me conoces.
—Bueno, sé que tu padre tenía antecedentes, antes de la guerra. Tienes que andarte con cuidado. A veces, a mis hombres se les va la mano. Una mujer sola, como tú, con un niño…
—Tienes razón. He decidido que me iré a vivir con mis padres hasta que regrese Fernando.
Miguel no se había atrevido a molestarla cuando se instaló en la tintorería de Sants antes del parto, y tampoco se atrevió aquella vez. Mi madre no supo más de él. Y un día de febrero volvieron a llamar a la puerta y era Víctor Luys.
—Soy Víctor. Víctor Luys. Habrá oído hablar de mí. Un amigo de su marido…
—No quería abrirle la puerta —dijo mi madre, y dejó de planchar, con un suspiro, lastrada por un recuerdo que no era desagradable del todo—, pero se la abrí. Ya sabes cómo es. Sabe hablar, sabe mirar. En aquel momento, pensé que era inofensivo. Luego, resultó que… Pero, de momento, pensé: «Es inofensivo, y necesito que alguien me ayude». Entró, y nos sentamos, y hablamos. Estuvo muy cariñoso contigo y con tus abuelos, y se interesaba por tu padre como un buen amigo, de todo corazón. Ya sabes cómo habla, que parece que escucha más que habla, que no hace más que preguntas, consigue que siempre seas la protagonista de la reunión, la más guapa, la más interesante, la única que puede contar algo que merece la pena escuchar.
»Recuerdo que me confié a él, que lloré y me desahogué contándole que tu padre me había dejado en la estacada, que no se hacía efectivo el dinero que los nazis nos habían prometido, que todo era tan decepcionante. Y él salió en defensa de tu padre: “Se está jugando la vida por vosotros”, dijo. Y ¿quieres que te diga una cosa?, en aquel momento perdoné a tu padre, me di cuenta de lo injusta que era con él. Víctor supo rescatar toda la felicidad que tu padre me había dado y, en su nombre, me juró que me la continuaría dando cuando volviera y me quitó un peso de encima. Me encontré llorando de felicidad, sintiéndome muy afortunada de haber conocido a Fernando, el Fueyito, como él le llamaba. Ya sabes cómo es Víctor.
»“Sí, pero los nazis no pagan”, le dije.
»Dijo: “Nazis hijos de puta, ¿qué se podía esperar de ellos?”.
»Y ya, por fin, le conté que, por si fuera poco, estaba Miguel Jinete acosándome.
»Se transfiguró. Se convirtió en otra persona. Esa dulzura que tiene en la mirada se borró de repente y vi en él a un hombre malo, envilecido por la cárcel, de mente sucia, dispuesto a todo.
—Lo mataré —dijo.
Víctor me lo confirmó, tantos años después.
—Es verdad —sonreía, benévolo consigo mismo—. Dije: «Lo mataré».
—Lo mataré. Como te vuelva a molestar, lo mataré. Lo mataré de todas formas, porque ya no puedo perdonarle nada de lo que ha hecho en su vida.
—… Y se desabrochó la chaqueta —subrayó mi madre con la mandíbula agarrotada por el miedo— y vi que llevaba una pistola aquí, bajo el brazo. Me asusté mucho. Me dio un vuelco el corazón y le dije: «Fuera de mi casa, ¿estás loco? ¿Nos quieres traer la desgracia? ¡Aún no hace ni quince días que he tenido a los de la Social en casa, y ahora vienes tú con tu pistolón!».
—Es verdad —ratificaba Víctor—. Dijo: «… ¡vienes tú con tu pistolón!».
—Y lo eché.
Cuando lo recordaba, las gafas gruesas dulcificaban la mirada de Víctor y dejaban muy lejos la imagen del peligroso pistolero del maquis.
—Y me echó.
—«¡Fuera de aquí!». Me dolió mucho, mucho, porque durante un rato había pensado que al fin tenía una buena persona en quien confiar. Pero no, aquel amigo de tu padre tampoco me convenía, una nueva decepción. Y no lo volví a ver.
»Durante toda la vida, tu padre los ha ido defendiendo, a los dos, a Miguel Jinete también. Que han vivido mucho, que han sufrido mucho, que cada cual es como es. Pero para mí nunca se mezclaron. Con pistola y todo, Víctor quedó en mi recuerdo como el hombre que aquella tarde me hizo compañía, y me consoló, y me hizo sentir importante, y hasta me hizo querer un poco más a tu padre hablándome bien de él. Y Miguel siempre ha sido Miguel.
»Y el otro día, de pronto, aparece ahí, en el recibidor, abrazando a tu padre, treinta años después, y me dice, ¿cómo dijo?, “hoy ya no traigo pistola. Se acabaron las pistolas, que ya no tenemos edad”.