Se llamaba Inge Berckholtz. Era alta, de estructura sólida, atlética, amazónica, invulnerable e invencible, pero sus ojos rezumaban una fragilidad infinita que envolvía todo su cuerpo como un aura. Era una niña enorme perdida en el bosque que no sabía cómo hacer para pedir ayuda. Su rostro, enmarcado por una melena rubia y lacia, era angelical. Dijo que trabajaba como secretaria de redacción en el periódico Völkischer Beobachter, que había vivido unos años en Argentina, y por eso hablaba español —por cierto, con aquel melodioso deje porteño que mi padre había olvidado—, y que le gustaba mucho el tango y, especialmente, el sonido del bandoneón. Vestía un traje de chaqueta gris con grandes hombreras que hacía su figura más cuadrada e imponente, y un jersey de lana de cuello cerrado. Luego, al salir, se tapó con un abrigo de visón, que a mi padre le pareció un poco ostentoso y que evidenciaba un alto nivel adquisitivo.
Impuso su presencia con absoluta naturalidad, como si hubieran quedado citados de antemano, aunque su postura apocada y la manera en que jugueteaba con sus dedos denotaban una cierta incomodidad ante las miradas desvergonzadas y sarcásticas de Lalo Valente o Cromañón. Lothar Böhm también estaba pendiente de ellos pero a mi padre le pareció que en su mirada no había tanta picardía como suspicacia.
Salieron por la puerta principal del cabaret, que daba a los subterráneos del hotel Parnassus, y echaron a caminar por Hardenbergstrasse. Una vez que se le prestaba atención, Inge era de lo más agradecida. No dejó de hacer preguntas mientras se trasladaban al hotel Astoria. Hacía una noche ventosa y fría, pero no mostraron ninguna prisa, enfoscados los dos en sus gruesos abrigos. Mi padre la encontró adorable, con su cabello lacio alborotándose alrededor de la cara infantil. De dónde venían, dónde habían actuado antes, si Atenas era tan hermosa como decían, si había estado alguna vez en Argentina, si conocía el barrio de Nueva Pompeya, al que alude el tango Sur: «Pompeya y más allá la inundación»; ella había vivido en el barrio Caballito, en el mismo centro; y cómo era Barcelona, y cómo se había vivido allí la Guerra Civil, qué horrible. Ni una alusión a los nazis, ni al avance de los aliados ni a nada parecido. Ni mucho menos a lo que se esperaba que hiciera mi padre en Berlín, además de tocar el bandoneón.
Hasta que llegaron a la habitación del Astoria. Allí, después de quitarse el abrigo de visón, extrajo de su bolso una diminuta máquina de fotografiar y le hizo entrega de la misma como si se tratara de un objeto sagrado. Era más pequeña que un paquete de cigarrillos y parecía un juguete, la miniatura de una cámara de verdad. A mi padre le pareció que pesaba más de la cuenta. La vibración enfermiza continuaba presente en la boca de su estómago.
Y, mientras le detallaba la clase de instantáneas que querían —querían ellos, un sujeto elíptico e innombrable—, procedió a despojarse de la chaqueta y, en seguida, sin previo aviso, del jersey de lana de cuello cerrado. Tenía unos pechos voluminosos sujetados por una prenda de raso que parecía confeccionada por el mismo diseñador del tanque Panzer. A Inge se la veía repentinamente ansiosa, como si no estuviese acostumbrada a hacer aquella clase de cosas.
—Oye —le dijo mi padre—. No hace falta. Estamos aquí por lo que estamos. No te sientas obligada.
—Sí —afirmó ella, con determinación germánica. Y abrazó a mi padre, más alta que él, el abrazo de la osa, para susurrarle al oído—. Después, tus amigos te preguntarán. Y tú tendrás algo que decir.
Su aliento jadeante demostraba que le apetecía hacerlo, que lo necesitaba. La angustia de la clandestinidad se liberaba de pronto en la búsqueda del orgasmo.
—Desabrochar aquel sujetador —rememoró mi padre— era tan difícil como colarse en el interior de un Panzer —y tartamudeaba a continuación—: Yo no perdía de vista que estaba casado, casi recién casado, con un hijo a punto de llegar, pero, en fin, qué quieres que te diga, no supe negarme. Tuve la sensación de que para ella era tan violento como para mí, pero absolutamente necesario, inevitable, y me solté. También tengo que reconocer que a mí siempre me ha costado muy poco soltarme. El caso es que lo hicimos, qué quieres que te diga. Lo hicimos. Aquélla fue la primera vez que viví el sexo como remedio contra el pánico.
»Inge hacía el amor mecánicamente —proseguía aquel padre impúdico que se quitó la careta dos días antes de morir—. Como si hubiera aprendido la práctica del coito en un manual muy preciso y riguroso y llevase a término cada indicación al pie de la letra y a rajatabla, punto por punto, sin saltarse una y empleando en cada fase del proceso el tiempo previsto, ni un segundo más ni menos. Digamos que mi iniciativa, mi creatividad y mis improvisaciones ardorosas encontraban serios obstáculos. Bueno, pues si lo hacíamos para tener algo que decir cuando mis colegas y su curiosidad malsana me interrogaran, eso fue exactamente lo que conté. Y se rieron mucho.
Al día siguiente, Inge madrugó para ir a trabajar y mi padre salió a la calle para hacer fotografías. Además de las instrucciones, la alemana le había proporcionado una guía turística donde había trazado con lápiz el itinerario que debía seguir.
Salió a la Kurfürstendamm, conocida como Ku’Damm, y caminó un rato hasta tomar un metro —el U-Bahn— que lo llevó a Unter den Linden, el gran bulevar que había tenido cuatro hileras de tilos hasta que Goebbels tuvo la idea de eliminar dos de las hileras, para que sus desfiles espectaculares dispusieran de más espacio. Allí se encontró en la cosmopolita Pariser Platz y la impresionante Puerta de Brandeburgo, la Brandenburger Tor. Al principio, no se le ocurría qué podía fotografiar, aparte de los edificios en ruinas. Cuando encontró algo que le pareció interesante, el problema fue cómo hacerlo. Mirando a un lado y a otro, para asegurarse de que no había ningún curioso en las cercanías, consciente de que esos vistazos alrededor ya le hacían muy sospechoso; y luego colocándose bajo los árboles, para que no pudieran otearlo desde alguna azotea, o pegado a un portal, el corazón latiéndole impetuosamente en la garganta, clic, y continuar callejeando como si nada.
El día en que mi padre recurrió a la caja de zapatos del armario del cuarto de la plancha para mostrarme fotografías del Trío del Pompeya, extrajo también un fascículo muy estropeado por el uso, doblado en forma de tubo, una publicación de quiosco de los años setenta que llevaba el título de La Segunda Guerra Mundial en imágenes. Era el fascículo número 98 y trataba de «La Caída de Berlín». Traía un montón de fotos en blanco y negro que mostraban la desolación de la capital de Alemania en 1945.
—Aquí estabas tú —comenté, sobrecogido.
—Más aún —me corrigió—. Estas fotos las hice yo.
Mi sorpresa aumentó, y me consta que Víctor estaba tan estupefacto como yo.
—Cuando estuve haciendo de espía —se pavoneaba mi padre—, yo hacía las fotos de Berlín, y entregaba los carretes a alguien, y ese alguien lo haría llegar al servicio de espionaje inglés o americano. Les perdí la pista y de pronto figúrate que en los años setenta reaparecen aquí, en esta publicación, salidas no se sabe de dónde, sin copyright ni referencia alguna.
—Caramba —comenté admirado.
Foto de un cartel fijado a un poste donde se lee: Plünderer werden mit der Todesstrafe bestraft, «Los saqueadores serán castigados con la pena de muerte».
Fotos de tres torres antiaéreas, colosales, la del búnker del Zoo en el Tiergarten, la Humboldthain y la Friedrichshain. O del búnker de la estación Anhalter, que tenía tres plantas por encima del nivel de la calle.
Inge también le había dicho que sería bienvenido todo comentario, opinión o información que pudiera salir de los oficiales con los que mi padre y los músicos alternaban.
—En un principio, pensé que poco iba a sacar de ellos porque no estaba dispuesto a someter a nadie a un interrogatorio exhaustivo, pero es curioso cómo, si te fijas y le das a cada cosa el valor que le corresponde, y sabes leer entre líneas, todo resulta revelador.
La segunda noche de concierto, Lalo, Cromañón, Charles y Lothar recibieron a mi padre con el choteo de rigor. La primera noche y el donjuán ya había conseguido a una linda señorita. Le preguntaron quién era, de dónde salía aquella belleza y cómo había sido su encuentro, hasta los más mínimos detalles. Pero, luego, mientras cenaban, llegó la hora de los chistes, y mi padre contó uno y el otro contó otro, y Lothar soltó:
—¿El chiste que más se cuenta últimamente en Berlín? «Sé práctico: regala un ataúd» (Denk praktisch: verschenke einen Sarg) —y, luego, entre copa y copa, ya turbios los ojos por el alcohol—: No hay que preocuparse: Hitler se está muriendo de cáncer y, cuando él se muera, la guerra se terminará por falta de motor. Se le habrá acabado la gasolina. La sangre.
¿Era un chiste?
Luego llegó Inge, y actuó la orquesta, y obtuvieron los aplausos de siempre, y Lalo Valente comentó:
—¿Vas a repetir con ésa? Creí que tu lema era «No más de una noche con la misma». ¿Qué te pasa desde que te has casado, Fernando?
—Es tan grandota que anoche sólo pude disfrutar de la mitad. Hoy toca la otra mitad.
Pero era un aviso.
Inge tomó buena nota de las palabras que mi padre había captado. Probablemente fueran comentarios salidos de la población civil y muy conocidos, pero podía resultar significativo que los repitieran oficiales de alto rango. Poco a poco, la cantidad de vodka o de coñac que trasegaban, y aquellos comentarios balbuceados, y la expresión de sus rostros, y el desaliento de sus gestos cuando perdían la rigidez militar, delataban un avanzado grado de desesperación.
Incluso las manifestaciones triunfalistas por las que brindaban de vez en cuando denotaban que se les habían acabado los argumentos reales y tenían que recurrir a la fantasía. Cuando en septiembre comenzó el lanzamiento de las poderosas V-2, se diría que ya daban la guerra por ganada. Por lo visto, Londres se estaba convirtiendo en un amasijo de escombros, calle por calle y monumento por monumento. ¿Dónde estaba el Big Ben? Los londinenses ya no sabían ni la hora que era. ¿Y la batalla de las Ardenas, en diciembre? También dijeron que allí los alemanes estaban destruyendo las últimas esperanzas de los ingleses y norteamericanos, gracias a un milagroso gas anestésico, una de las armas secretas que el Führer reservaba para darles el golpe de gracia. Eso sin olvidar el Panzer con cañón de 75 mm y blindaje de 110 mm, y el Elephant «cazatanques», y el cañón autopropulsado Wespe, un obús de 105 mm… Ah, y París estaba a punto de ser reconquistada, naturalmente.
Mi padre recordaba aquella noche de Navidad en que a Lothar Böhm se le había ensombrecido el rostro y, con la vista fija en un punto del suelo, había murmurado: «Entre unas cosas y otras, la ofensiva de las Ardenas nos ha supuesto la pérdida de ochenta mil hombres».
Todo era información que parecía sumamente interesante para Inge. Aunque, eso sí, por prudencia habían tenido que interrumpir sus encuentros sexuales.
—No vuelvas por el Pompeya —le había dicho mi padre—. Allí me conocen y saben que no me acuesto con una misma señorita más de una vez. Si nos vuelven a ver juntos, podrían sospechar.
Le parecía que Lothar Böhm ya sospechaba algo.
Durante aquellos meses, mi padre aseguraba haber escrito muchas cartas a mi madre, pero ella no recibió más que la primera y, cuando se abordaba el tema en casa, solía hacer una mueca de incredulidad con los labios. De ella, mi padre no recibió más que una postal donde se veía la plaza de Cataluña y, al dorso, se podía leer: «Ha nacido niño. 30 noviembre. Una preciosidad. Le pondremos Jordi. Te quiero. Montse». Fue Lothar Böhm quien le hizo llegar la noticia y quien le dio el primer abrazo, que pareció afectuoso y sincero.
A veces, mi padre contaba la broma: «Celebré el nacimiento de Jordi con una senorita». Y en seguida aclaraba: «Las senoritas, así, escrito sin la tilde de la eñe, eran unos puritos delgados que se fabricaban en Holanda y venían en una cajita de hojalata». No sé si se lo oí alguna vez en presencia de mi madre, no me extrañaría. Yo nunca le había dado ninguna importancia, «una de sus bromas», hasta que conocí las circunstancias en que se encontraba en Berlín. Desde aquel día, la ocurrencia para mí perdió toda la gracia.
Siguieron unas Navidades tristes, nevadas, gélidas y cargadas de amenazas. El hielo del miedo sólo se fundía por la noche cuando mi padre arrancaba con el bandoneón y le seguían Cromañón al piano y Charles a la batería, y bailaban Lalo Valente y Lola de Córdoba, tan pegados, tan sensuales, y atronaban los aplausos de aquel público cada vez más relajado y borracho.
—… Ante nuestros ojos, aquellos soldados tan marciales de los noticiarios iban perdiendo las formas día tras día. Tendrías que haber visto cómo corría el alcohol.
Entraron en el año 1945 comiendo ganso asado, y un pescado llamado sander, y chucrut, y salchichas, y strüdel, con vinos y champán franceses.
—Tendrías que haber venido —le dijo mi padre a Inge cuando, al día siguiente, paseaban por el Mitte.
—No pude venir —respondió la alemana, abatida—. Estaba buscando ortigas y carbón para cocinarlas. Tuve que conformarme con una sopa de patata y remolacha cruda. Mucho mejor que la sopa de agua de los otros días.
No lo dijo para mortificar a mi padre, sino porque tenía mucho interés en recordar cómo era la situación que estaban viviendo, como si mi padre fuera un reportero que recabara datos para alguna revista extranjera. O como si pensara que él era el único que iba a sobrevivir y tuviera la obligación de conocer hasta el último detalle para difundirlo posteriormente.