Los trámites para conseguir permisos que permitieran a la orquesta de Lalo Valente trasladarse a Berlín se estaban prolongando hasta tal punto que llegaron a pensar que el viaje no iba a poder realizarse.
Iván Kiriakof comentó:
—No sé qué pasa en Berlín que no contestan las cartas…
Ignacio Fuster le replicó:
—¿Que no sabes lo que pasa en Berlín? ¡Pues que la RAF les está enviando miles de toneladas de bombas y no están para cartas ni para músicas!
Mi madre llegó a hacerse ilusiones. «Poco a poco, esa locura de Berlín se irá olvidando y volveremos a España, o nos iremos a Nueva Delhi, o donde sea». Y la realidad parecía que quería darle la razón. En junio, los aliados desembarcaron en Normandía, y en el frente de Italia llegaban hasta Roma al mismo tiempo que los alemanes retrocedían apabullados en el frente del Este; y en julio se produjo el atentado contra Hitler, que demostraba hasta qué punto se había desprestigiado la figura del Führer y cundía el desaliento entre sus allegados. Y en agosto los aliados estaban a las puertas de París.
Y entonces, precisamente entonces, llegó la noticia de que se iban a Berlín. No sólo la orquesta sino todos los nazis que estaban ocupando Grecia. Los necesitaban para defender la capital del Reich.
La orquesta de Lalo Valente no recibió la noticia con gritos ni saltos de alegría, sino con miradas de expectación y temor, «en menudo lío nos hemos metido». Mi padre se excusaba con mi madre, que ya lucía un vientre de seis meses. «Quizá no debiera ir», murmuraba con la boca pequeña. Y ella exclamaba: «No, no, yo creo que sí tienes que ir, si vas a ganar tanto dinero y vas a estar tan seguro como dicen…».
Se suponía que era Fuster quien garantizaba su seguridad. La última noche en Atenas, procuró encontrarse a solas con mi padre y le volvió a hablar de sus amigos berlineses.
—Cada vez hay más berlineses que apoyan la causa aliada, concretamente la de los ingleses y americanos. Tú ayúdales y ellos harán lo mismo llegado el momento. Te digo que no vas a correr ningún peligro.
Largo silencio. Avanzaban lentamente por una avenida larga y recta llamada Amvrosiou Frantzi, pero Fuster conducía su automóvil concentrado como si fueran a toda velocidad por una carretera de curvas y precipicios. Mi padre, con la respiración alterada, no quería decir nada. Sólo le apetecía interrumpir allí la conversación y desaparecer dentro de la pensión y meterse en la cama con Montse. «Mira, sabes qué, que nos volvemos a Barcelona».
—Irán a verte. Y te dirán: «¿Por qué no tocas el clavicémbalo o el arpa?».
—Oye, no.
—Y tú les dices: «En Argentina nadie toca ni el clavicémbalo ni el arpa».
—No me jodas. No quiero saber nada.
—Te expones a que entren los aliados en Berlín y digan: «Mira, un fascista español», y te den el mismo trato que a los alemanes. Sólo te estoy proporcionando un poco de protección.
—Me estás metiendo en un lío de cojones.
—¿Más lío de cojones que instalarte en Berlín, donde casi cada día caen toneladas de bombas aliadas? Tú sólo tendrás que hacer algunas preguntas, algunas fotos…
—¿Preguntas? ¿Fotos? ¿Pero qué estás diciendo? No podré hacer fotos. En la frontera me quitarán cualquier cámara que lleve. Tú no sabes cómo te registran…
—Te quitarán la cámara, pero en Berlín mis amigos te darán otra. Pequeña, discreta. Y tú, si puedes, harás fotos. Y, si no puedes, no harás fotos. No te pido que te juegues la vida. Pero, si quieres que se vayan estos fascistas hijos de puta, tendrás que echar una mano. Si los aliados ganan la guerra, también darán por el culo a Franco. No pierdas eso de vista.
Palabras gruesas e inquietantes. Nunca había hablado Ignacio Fuster tan claro. Al día siguiente, cuando se despidieron con un abrazo, a ninguno de los dos se le ocurrió un chiste que contar. Lo dejaron para un más adelante que nunca llegó. No volvieron a verse nunca más.
Provistos de la Arbeitskarte, el permiso de residencia, y el Anmeldung, que les iban a permitir circular por territorio alemán, salieron en tren nocturno Lalo Valente y Liliana, Cromañón, Charles, Iván Kiriakof, la cantante Eva Evangelides, que se hacía llamar Lola de Córdoba, y mis padres. Atenas, Salónica, Sofía, Belgrado, Budapest, Viena, Praga, Berlín. También mi madre, hasta Viena. Allí tuvieron poco tiempo para despedirse. El tren sólo paraba diez minutos y mi padre y Lothar Böhm la acompañaron a toda prisa, con los equipajes, hasta un coche oficial que habían puesto a su disposición. Con él había de trasladarse a la frontera con Liechtenstein, por donde pasaría a Suiza, y en Zúrich tomaría el avión para Barcelona. No fue un viaje fácil, aun cuando constantemente recibió unos cuidados exquisitos.
Treinta años después aseguraba, con voz ronca y susurrada, como si la confidencia fuera desenterrada de un lugar muy profundo y oscuro:
—Me sentía como si tu padre me hubiera echado de su vida. Prefería irse a la guerra, bajo las bombas inglesas, que estar a mi lado, cuando más lo necesitaba.
Yo trataba de interceder:
—Pero papá siempre ha sido bueno contigo, amable, atento…
Ella arqueaba las cejas con un gesto de «sí, pero» y continuaba planchando.
Mi padre también se llevó un disgusto tremendo en aquella despedida.
—Abrazado a ella —me contaba aquella noche, con la copa de coñac en la mano huesuda, envuelto en humo de habano—, me di cuenta de que me estaba equivocando, de que estaba cometiendo el peor error de mi vida. Como si entendiera que la maldición de los Gavanza la creábamos los mismos Gavanza. De ella nunca salió la menor recriminación, pero su forma de mirar, no, miento, su silencio, eso fue lo que más me dolió. Creo que aquél fue el primer silencio de la larga serie que nos amargaría la vida.
Faltaban dos días para que muriera. Y esas palabras tan radicales, «amargaría la vida», me causaron una intensa impresión. Me rebelé contra ellas, le quise hacer notar a mi padre que su vida conyugal no había sido tan amarga; a sus setenta y cinco años aún podían hacer el amor y salían a pasear formando una pareja entrañable, e iban al cine, y hablaban de todo, de arte y de política, ¿a qué venía aquello de la amargura?
Mi padre negaba con la cabeza como diciendo «no me entiendes», como si no hubiera remedio, nada que hacer. En todo caso, dejó bien claros los sentimientos que lo acongojaban durante aquel largo y fuerte abrazo y que lo acompañaron durante el resto del viaje, por Praga y Dresde, hasta Berlín.
En la gran estación de Anhalter, los recibieron con todos los honores. Allí estrechó mi padre la mano de Joseph Goebbels, aquel hombre bajito, con cara de mala leche y un defecto en el pie derecho que le hacía cojear visiblemente. Él era el responsable de los grandes desfiles, las consignas seductoras, las estrategias para manipular la opinión del pueblo y asegurarse la adhesión incondicional al régimen.
—Nosotros —decía mi padre— formábamos parte de una de sus grandes mentiras. Llevó a la estación a periodistas de todos los medios que aún funcionaban en Berlín para que difundieran que artistas internacionales continuaban acudiendo a la capital alemana, a pesar de todo, para que quedara claro que no la consideraban peligrosa ni se venteaba de ninguna manera la derrota.
De Goebbels se desprendía un entusiasmo enfermizo que se contagiaba a quienes lo rodeaban y devenía en triunfalismo delirante que contrastaba con el aspecto desolador de la ciudad. Adonde uno dirigiera la vista, se encontraba con edificios derruidos, las aceras y las calzadas sembradas de cascotes, a veces pedruscos tan grandes que los coches tenían que circular en zigzag. Las ruinas retenían la atención de tal manera que ni mi padre ni sus compañeros se fijaron en ninguna otra cosa durante el trayecto hasta el hotel. Era mucho peor que la Barcelona que mi padre se había encontrado después de los nefastos bombardeos del 38. Mucho peor. Y aquello todavía no había terminado y la traca final los iba a pillar a ellos en medio. Ruinas, cascotes y cielo gris y denso, bajo y amenazador.
El hotel se llamaba Astoria y conservaba un aspecto aceptable. Las habitaciones eran grandes y cómodas y a mi padre le correspondió una individual, con dos ventanales, una cama baja y ancha, mesita de noche y dos sillones. En un rincón, sobre una mesa escritorio, había un busto del Führer de bronce oscuro. El botones que transportó el equipaje, para simpatizar con los nuevos huéspedes, estuvo hablando de Franco, el creador de la nueva España. Desde la ventana, se divisaban los jardines del parque zoológico. Les comunicaron que en los sótanos del mismo hotel había un refugio antiaéreo y les indicaron entre sonrisas forzadas la manera de llegar a él.
Mientras abría la maleta, mi padre se percató de que tenía una especie de temblor frenético y continuo instalado bajo la piel, en los mismos huesos. Como una tiritona provocada por un frío intenso, irreprimible e interminable. No metió la ropa en el armario porque se imaginó que, de un momento a otro, tendría que cargar con el equipaje y salir corriendo de aquel edificio que, inexplicablemente, todavía no había sucumbido a las bombas.
Cuando se reunió con Lalo y el resto de la orquesta en el vestíbulo, llevaba consigo el bandoneón en su estuche. Fue a buscarlos Lothar Böhm, con su impecable uniforme de la Luftwaffe y su actitud imperturbable. Como siempre, mi padre tuvo la sensación de que le dedicaba una mirada especial.
Mientras los conducía a conocer su lugar de trabajo, que estaba lo bastante cerca como para ir dando un paseo, el major les comunicó que, en cuanto pudieran, deberían pasar por la tenencia de alcaldía de Berlín-Charlottenburg para obtener la Wanderpersonalkarter, que les proporcionaría unos cuantos cupones de racionamiento extra.
Cruzaron un par de calles hasta la estación de metro del Parque Zoológico. Zoologischer Garten lo llamaban ellos. Y al metro lo llamaban U-Bahn. Había dos centinelas con cascos y metralletas Schmeizer junto a las escaleras que llevaban a la estación subterránea, que resultó ser muy grande, cruce de diferentes líneas para hacer transbordo, con muchos pasillos y muy largos. En uno de estos pasillos, a la derecha, se abría una puerta y al otro lado había un soldado con una mesa, una silla y un flexo, que se puso en pie disparando el saludo fascista al techo en cuando vio a Böhm. Allí tuvieron que identificarse, Lalo Valente, que no se llamaba Lalo ni Valente; su compañera Liliana, rubia como un espécimen ario de pura cepa; el patibulario Cromañón, el orondo y apacible Charles, la esbelta y menuda Lola de Córdoba, que en realidad era griega y se llamaba Eva Evangelides; y mi padre con su bandoneón.
—¿Qué lleva ahí?
—Mi instrumento musical. El bandoneón.
—A ver.
Les franquearon el paso.
Bajaron el equivalente de tres pisos hacia las profundidades de la tierra, por unas escaleras de cemento, entre paredes de bloques de hormigón armado con cañerías a la vista que debían de contener el cableado eléctrico y otras conducciones necesarias. Recorrieron un pasillo siniestro, con puertas a un lado y a otro, algunas de ellas abiertas, que les permitieron ver oficinas, generadores, mapas murales adornados con chinchetas de colores y gran cantidad de teléfonos y teletipos.
Al fondo, sobre una puerta metálica, un folio de papel con letras góticas anunciaba:
CABARET POMPEYA
Tal cual.
Mi padre se volvió complacido hacia Lothar Böhm. Evidentemente, aquél era un guiño en su honor. Un recuerdo para el Pompeya del Paralelo. Un homenaje, tal vez, para Aurorita Escolá.
Lothar Böhm dijo en castellano:
—Pompeya renacida de las cenizas del Vesubio. Indestructible. Un símbolo.
Al otro lado de la puerta, un escenario con piano y batería, veladores, sillas, una barra bien provista de botellas. No se necesita nada más para hacer un cabaret.
Más tarde se enterarían de que había otra entrada al local, más directa, para el público, por los sótanos de un hotel llamado Parnassus. Allí se anunciaba el Bunker Kabaret con reclamos en los que se mezclaba de forma grotesca el intento de fingir que no pasaba nada y que la situación estaba controlada y la necesidad de llevar la diversión a las catacumbas, a salvo de los bombardeos.
La única decoración, muy poco estimulante para los componentes del cuarteto, consistía en unos enormes retratos de Hitler y Goebbels, una exagerada bandera con la esvástica y pequeñas banderitas nazis en cada mesa.
—Quizá habrá que poner unas cortinas —consideró Lalo Valente, después de echar una ojeada a las desabridas paredes de hormigón. Y añadió, para que nadie creyera que se trataba de una frivolidad afeminada, inaceptable en tiempos de guerra—. Para mejorar la acústica.
Pusieron cortinas, y la orquesta sonó estupendamente en la primera noche, la de la inauguración. Asistió Joseph Goebbels con su esposa, y muchos militares con sus cruces de hierro y condecoraciones de colores. Había también gran cantidad de mujeres jóvenes y hermosas. Y, además, la orquesta de Lalo Valente alternaba su actuación con la de una orquesta de señoritas alemanas, desvergonzadas y provocadoras, que ponían la nota cómica y procaz al espectáculo.
—¿De dónde salen tantas chicas guapas? —se asombraba mi padre.
—No podían faltar —dijo Böhm—. ¿Cómo vamos a levantar la moral de la tropa si no tenemos chicas guapas? —parecía asumir la responsabilidad de haberlo organizado todo y estaba muy orgulloso de ello—. Son secretarias, administrativas, enfermeras, cocineras, hermanas de oficiales. Y hemos pagado a algunas profesionales por si alguno anda muy necesitado y no quiere compromisos. Éstas serán el reclamo para atraer a las otras.
Las camareras servían champán en algunas mesas, pero también una cerveza cargada con un toque de coñac que causaba estragos.
Mi padre arrancó con El Danubio azul al bandoneón, que fue recibido con un aplauso entusiasta, e inesperadamente, con la entrada del piano de Cromañón y la batería de Charles, derivó del tres por cuatro a los cuatro tiempos para que hicieran su aparición Lalo Valente y Lola de Córdoba, tan elegantes ellos, con firuletes bien reos y enérgicos, agarrados e insolentes, para dibujar el Choclo, el tango universal, quizá el que mejor conocían los alemanes, y la exhibición de los bailarines desató tal fervor en los asistentes que mi padre supo de inmediato que los tenían en el bolsillo y que la actuación iba a ser un éxito. Sentado en primera fila, entre el matrimonio Goebbels y una hermosa Eva Braun, que en aquel momento nadie sabía que fuera la amante de Hitler, el major Böhm sonreía complacido.
Luego, Lalo Valente cantó el tango europeo Jalousie «Celos son,/ los que me provocan, sí,/ esta tortura,/ de amante con locura…», mientras Lola de Córdoba repartía entre el público unos papeles mecanografiados con las letras de los temas que iban a componer el repertorio de la noche traducidas al alemán, de manera que todos terminaron cantando Nostalgias a coro y a voz en grito.
Los aplausos y los vítores insistentes los obligaron a cuatro bises, el pasodoble Coplas, los tangos Sentimiento gaucho y Caminito y, por fin, El Danubio azul de nuevo, esta vez con los presentes arracimados, cada uno con los brazos sobre los hombros de los adyacentes balanceándose al compás del tres por cuatro vienés.
Por fin, el bandoneón pudo regresar a su estuche. Mi padre lo estaba guardando y protegiendo con el viejo paño granate de siempre cuando oyó una voz femenina a su espalda:
—Me ha gustado mucho cómo tocas el bandoneón. ¿Pero por qué no tocas el clavicémbalo, o el arpa?
Mi padre se incorporó lentamente y se volvió hacia ella. Era una mujer muy alta y muy bella que le sonreía. Sonrió y respondió con actitud de hombre de mundo.
—En Argentina nadie toca el clavicémbalo ni el arpa.