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Mientras pasaba la plancha sobre una camisa blanca de mi padre, aquel día en que saltaban tapones de champán en todas direcciones porque el Caudillo había muerto al fin, mi madre hablaba y hablaba ensimismada, de tal manera que me pareció que se había olvidado de que yo estaba allí.

—Parecía —repetía—. Parecía. Todo parece. Sólo vemos las apariencias, no podemos ver más allá. Y nada es como parece, pero de eso nos damos cuenta luego, cuando ya es demasiado tarde. Me dijo: «Yo a ti no te voy a dejar nunca sola». Él no iba a ser como Daniel. No me iba a dejar nunca sola. Y, para demostrármelo, me llevó a Atenas.

»De diciembre, cuando nos casamos, a abril, fueron los meses más felices de mi vida, eso sí. Unas Navidades espléndidas. Tu padre tocando el bandoneón y cantando tangos para mi familia. Y contando chistes. Fue el rey de las fiestas. Tus abuelos lo adoraban. Nos compramos un coche, un Citroën estupendo, como de lujo. Íbamos de aquí para allá, excursiones al Montseny, o a la playa de Castelldefels, que en invierno es más romántica, largos paseos por la Ciudadela o por Montjuïc. Nos besábamos, a escondidas porque entonces podían llevarte a comisaría si te veían besándote por la calle, “escándalo público”, pero a escondidas era mejor, más picante. Largas conversaciones, planes, esperanzas. En febrero me quedé embarazada. De ti. Fue una gran alegría. Tu padre pensaba que ya era mayor para engendrar un hijo. Y ahí llegabas tú. Era maravilloso. Siempre juntos. Tu padre tan atento, tan detallista. Hasta que llamó Lalo Valente desde Atenas. «Te necesitamos». Por lo visto, el agente artístico de la orquesta, un tal Iván Kiriakof, había conseguido un contrato en Nueva Delhi.

»Bueno, nosotros también los necesitábamos a ellos, ésa es la verdad. La cuenta del banco había disminuido muchísimo entre montar el piso, la boda, el viaje de novios, el coche. Y el embarazo. Tu padre tenía que trabajar.

»Era difícil viajar en aquella época, estando Europa como estaba, pero tu padre dijo: “Nada, si tú no vienes, yo tampoco voy. No te voy a dejar sola”. Se me llenaron los ojos de lágrimas. «Mira qué bueno». Removió cielo y tierra, recurrió a la influencia de Miguel Jinete, a la de Ignacio Fuster del consulado de allá. Se necesitaban visados y salvoconductos para dar un paso. Pero lo conseguimos.

»Salimos en avión de Barcelona para Zúrich, de país neutral a país neutral. Un DC-3. Era la primera vez que tu padre viajaba en avión. Estaba emocionado como un niño. Nos dijeron que iríamos por el corredor aéreo K-22. Teníamos que creer que existían corredores aéreos para aviones de pasajeros supuestamente respetados por la aviación de combate, pero no ignorábamos que corríamos peligro. Sobrevolaríamos una Francia sometida a una guerra terrible y no sería raro que nos encontráramos con bombarderos aliados de camino para destruir Alemania, o con un combate aéreo de Spitfires contra Messerschmitts. Hacía cuatro días que habían bombardeado una ciudad suiza por error. Pero, bueno, no sucedió nada de eso. Llegamos a Zúrich sin problemas y, desde allí, nos trasladamos en coche alquilado hasta la frontera de Austria. Nos recibió un funcionario alemán muy huraño y nos proporcionó los salvoconductos que nos permitirían continuar el viaje. Después de pasar mil controles y registros del equipaje y de nuestras personas, y de rellenar formularios y sufrir no sé cuántos interrogatorios, pudimos ir a tomar el tren que descendía a Atenas, sin abandonar territorio ocupado por los alemanes.

»El recibimiento que le dieron a tu padre fue emocionante. Dejaba bien a las claras su capacidad de hacerse querer. Los abrazos que le dieron Ignacio Fuster y Lalo Valente, y los músicos; incluso la sonrisa que dulcificó el rostro del alemán llamado Böhm, me convencieron una vez más de que estaba casada con una persona excepcional. Palmadas en la espalda, grandes risotadas, pellizcos en las mejillas, y miradas muy complacientes para mí, que me sentí tratada como una reina.

»Nos dejaron descansar lo justo y, en seguida, nos organizaron una fastuosa cena de bienvenida en un comedor privado del Grande Bretagne.

—Montserrat —me contó mi padre— se quedó helada ante la fachada de aquel hotel de lujo decorada con la impresionante y temible bandera de la cruz gamada. Ella sólo había visto aquella parafernalia en los noticiarios de cine, en blanco y negro, y le había parecido algo tan extraño e imposible como las fantasías de la película Metrópolis, de Fritz Lang, que vio en el cine Kursaal cuando tenía trece años. En la vida real, contemplándolo con sus propios ojos, resultaba horripilante. Y más si, para llegar hasta la fachada, había que cruzar unas cuantas barreras de alambre de espinos y recibir el beneplácito de unos cuantos soldados robóticos.

—… Pero, una vez dentro —continuaba mi madre—, nadie diría que estábamos en una ciudad ocupada por un ejército invasor y que en las calles de Atenas reinaba la miseria. Allí no faltó de nada y todo el mundo era feliz.

Además de mis padres, asistieron a la cena Lothar Böhm como anfitrión, Ignacio Fuster, Lalo Valente y su esposa Liliana, el agente artístico Iván Kiriakof y una acompañante muy excéntrica; el pianista de la orquesta, que se llamaba Marañón y lo llamaban Cromañón, y el batería, uno rechoncho conocido como Charles.

—¿Y sabes qué? —mi madre dejó de planchar y exhaló un suspiro de fatiga—. Que no me gustaron. No me gustaron tampoco aquellos amigos de tu padre. Entre risas y chistes y brindis, me pareció percibir unas miradas cargadas de malas intenciones. Me dije: «No puede ser, eres una desagradecida, nos están tratando muy bien, no puedes desconfiar siempre de los amigos de Fernando». No me había gustado Miguel Jinete, ni aquella Carmen dipsómana, ni siquiera la modosita Teresa, porque miraba a tu padre con demasiado fervor, como si me lo quisiera quitar. Y no me gustó Fuster, con su ojo desviado y sus dientes mellados, que me observaba como a una intrusa; ni Lothar, tan alto y apuesto, con aquel uniforme de demonio, frío como un cadáver, seguro que cruel y despiadado; ni Lalo Valente y su esposa, que eran la viva caricatura del chulo y la furcia; ni los músicos, que parecían dos facinerosos de películas. Tuve la sensación de que aquella cena era una trampa de la que no íbamos a poder escapar.

Mi padre, siempre solícito, reparó en seguida en su incomodidad y la atribuyó al embarazo.

—¿Te encuentras mal? ¿Quieres que nos retiremos?

Ella murmuró un sí tan débil que quedó enterrado bajo las protestas exaltadas de los amigotes. «¡No te vas a ir, Fernando, es muy temprano, no me digas que el matrimonio te está convirtiendo en una persona formal!». Y mi madre se apresuró a añadir:

—No, no, me retiro yo. Él se queda, hasta que el cuerpo aguante.

Se levantaron todos de sus sillas. Mis padres se dieron un beso muy aplaudido por los presentes y mi padre le susurró al oído: «Si quieres que vaya contigo, dímelo», y ella replicó: «¡No, no!», y él insistió: «Si me necesitas, no tienes más que llamar a recepción, que me localicen, no me voy a mover de aquí», y ella concluyó: «No voy a necesitarte, todo está bien».

Lothar Böhm le comunicó que tenía a su disposición un coche que la llevaría a la pensión de la calle Kydathinaion, donde se habían alojado.

—Está bien, gracias —iba diciendo mi madre desmayadamente—. Gracias. Está bien.

—… Al salir por la puerta, oí que uno de los presentes decía a mi espalda: «Sí, Fernando, tenemos que hablar», supongo que era la voz de Lalo Valente, y se me fue el alma a los pies. Pensé: «Ya está, se acabó, lo he perdido». Me encerré en la habitación de la pensión y no pude dormir. Muy nerviosa y angustiada, estuve caminando de un lado para otro. Me eché a llorar y, mientras me convulsionaba sobre la cama, con el rostro hundido en la almohada, me decía: «Eres una tonta histérica que llora sin motivos, todo son imaginaciones tuyas».

—Sí, Fernando, tenemos que hablar —dijo Lalo Valente.

Mi padre también tuvo el pálpito de que iban a darle una mala noticia. Le sirvieron una copa de coñac. Todos los presentes le miraban. Todos estaban al corriente de algo muy importante que él ignoraba. Para su sorpresa, fue Lothar Böhm quien tomó la palabra.

—¿Te ha caído alguna vez una bomba cerca?

Por un instante, se vio en el Clínico ante los cadáveres de Elena y Tomasín, y se vio en las arenas de la playa de Argelers completamente ido y vacío, y estuvo a punto de responder: «Me cayó una tan cerca como puede caerte una bomba, destrozándote por dentro pero sin matarte». Pero no lo dijo. Tragó saliva y se armó de valor para aparentar que no pasaba nada, que no había malas experiencias ni malos presagios. Disimuló su inquietud y se acodó en la mesa, sonriendo:

—Muy cerca. Pensad que a Barcelona se la conocía como «la ciudad de las bombas». Una noche, estaba yo tocando en el music-hall Pompeya, con la orquesta de Pablo Alfaro, y cantaba en el escenario una mujer admirable y hermosísima, cuando estalló una bomba en la platea.

Mi padre sabía contar historias. En seguida los tuvo hipnotizados. Tocaban «Aquel maldito tango», «tango que mata y que domina», y fuera estaba lloviendo, y de pronto fue el chillido, el relámpago cegador, aquel estampido ensordecedor, la granizada de piedras y cascotes, la oscuridad, las lágrimas, el humo, el caos, el desorden, el dolor, pedazos de personas descuartizadas.

—Pompeya —recogió Lothar Böhm al final, con esa solemnidad con que suelen hablar siempre los alemanes—. Bonito nombre para un lugar destrozado por una explosión. Como la ciudad de Pompeya, destrozada por el Vesubio. Casi premonitorio.

—Mira, Fernando —empezó Lalo Valente, con brusquedad—. El contrato de Nueva Delhi no ha salido. Y, en cambio, tenemos una propuesta, que hemos estado discutiendo y nos parece interesante.

—¿Cuál?

—Podemos ganar mucho dinero, Fernando. Mucho dinero —mi padre nunca había olvidado ni la expresión de codicia del rostro del cantante ni sus palabras exactas—. Iríamos donde nadie, en este momento, nadie quiere ir.

—¿Dónde?

—Cuarenta mil libras esterlinas para cada uno. Unos dos millones de pesetas.

—¿Cuarenta mil libras esterlinas? —gimió mi padre.

—Para cada uno de nosotros. Dos millones de pesetas.

Era una fortuna inimaginable en aquel momento. Mi padre había vendido la empresa del abuelo, con todo su contenido, por sólo medio millón. No podía ser legal de ninguna manera.

—Pero…

—Formaremos un terceto, tú al bandoneón o guitarra, Cromañón al piano y Charles a la batería. Yo cantaría y vendría también Lola Córdoba, para cantar y, en algunos números, bailaría conmigo.

Mi padre hizo un cálculo rápido. Cinco personas a razón de cuarenta mil libras esterlinas por persona. ¿Quién estaba dispuesto a gastarse doscientas mil libras esterlinas en ellos?

—¿De dónde estamos hablando? —volvió a preguntar, cada vez más alarmado.

—Berlín —soltó Lalo Valente.

Y, en seguida, Lothar Böhm:

—Es una idea de Goebbels para levantar la moral de los oficiales que están allí. Se empiezan a notar unos ciertos indicios de derrotismo. La Luftwaffe prácticamente ha destruido todo el centro de Londres y Gran Bretaña ya está a punto de rendirse. Pero esto no pueden saberlo quienes están en Berlín apabullados cada día por la furia de los bombarderos aliados. Para ellos se acaba el mundo. Ellos no pueden entender que esta furia enloquecida de la RAF son las últimas boqueadas, el ataque a la desesperada antes de la rendición. Y tenemos que llevarles vida, optimismo, alegría, baile y chicas bonitas. Desde Berlín, no se entiende que el repliegue actual sólo es momentáneo y táctico para que los aliados se confíen, bajen la guardia y crean en su superioridad, que es falsa. Estamos provocando que salgan de su isla inexpugnable y vengan a por nosotros creyéndose omnipotentes, creyéndose lo que no son. No pueden ni imaginarse el contraataque que les tenemos preparado —se había exaltado un poco. Rebajó el tono—: Tus amigos me han pedido que os paguemos en libras esterlinas, porque no se fían de lo que estoy diciendo. De acuerdo, yo les digo que pagaremos en libras, en Berlín tenemos de sobra, en Berlín tenemos de todo. Pero, cuando lleguéis a Berlín y os enteréis de cómo están realmente las cosas, me vais a pedir que os pague en marcos, seguro, porque pronto el marco será la moneda única en toda Europa.

Hacía un rato que mi padre había dejado de prestar atención a las palabras del alemán para orientarla hacia los rostros de los amigos que le rodeaban. Lalo, Liliana, Fuster, Cromañón, Charles. Todos parecían muy convencidos.

—Fernando —se adelantó Lalo Valente a cualquier pregunta u objeción—. Hemos pasado una guerra, hemos estado en campos de concentración, nos han bombardeado, nos han disparado, nos han dado palizas y hemos sobrevivido. También sobreviviremos a esto, ¿te das cuenta? Por dos millones de pesetas.

Ignacio Fuster también se acodó en la mesa y fijó en mi padre sus ojos estrábicos.

—Estaréis seguros, Fernando —aseguró—. Todo Berlín es un búnker. Allí están Hitler, Goebbels, Himmler y toda la compañía, y están seguros, segurísimos, puedes estar convencido de que a ellos no los va a matar una bomba aliada. Son búnkers alemanes, de lo más resistente, y no tenéis que salir de ellos. No estarás nunca expuesto a nada.

—Y son cuarenta mil libras esterlinas, Fernando —lo tentaba la voz grave de Cromañón—. Dos millones de pesetas. ¿Tú sabes lo que puedes hacer con dos millones de pesetas en España, hoy día? Montamos un negocio y nos retiramos para siempre, Fernando. A vivir del cuento el resto de nuestros días.

—Os lo ingresaremos en un banco suizo. Vuestras familias podrán tener acceso al dinero desde cualquier banco español. En Berlín, tendréis marcos alemanes para vuestros gastos.

Dos noches antes de morir, mi padre me habló de mi madre, de su incomunicación, de sus silencios, de sus desencuentros. Daba un repaso a su comportamiento de la época y se le ensombrecía el rostro y se le curvaba la espalda.

—Yo todavía estaba un poco loco —rezongó con aliento a coñac, envuelto en el humo y el aroma del puro habano—. Todavía estoy loco ahora. He estado loco toda mi vida. ¿Sabes que a tu madre nunca le he hablado de Elena y de Tomasín? «Tuve una mujer y un hijo, me los mataron en la guerra, prefiero no hablar de eso», y nada más. Ni siquiera sabe sus nombres. Y tu madre se conformó. No preguntó. Supongo que no le apetecía hablar de la esposa que había tenido antes de ella, ni del hijo que te precedía a ti. Ni de cualquier otra mujer que hubiera podido haber en mi vida. ¿Cómo le iba a hablar de Aurorita Escolá? Yo no decía nada y ella no preguntaba. Había muchos otros temas de conversación. Pero el silencio hace daño. El silencio lo pudre todo —me sorprendió que recurriese a la misma expresión que yo había utilizado cuando hablaba con mi madre—. Las mentiras germinan en el silencio y arraigan y fructifican y se convierten en verdades asquerosas. La ignorancia crece en el silencio, y se fortalece y se convierte en sabiduría mendaz sobre la que se construyen injusticias.

—Pues habla, habla —le instaba yo.

—Supongo que yo tenía necesidad de recordar a Elena y a Tomasín —murmuraba él, ajeno a mí— y, a la vez, tenía necesidad de olvidarlos, y esa contradicción mantenía latente mi demencia.

—Pues habla. Todavía estás a tiempo.

—Ya estoy hablando. Contigo. Como nunca lo había hecho. Pero ya no estoy a tiempo de nada —y prosiguió, ahogándose en amargura—: Cuando tu madre me dijo que estaba embarazada, me llevé una gran alegría, pero también un gran susto. Sentí pánico. La maldición de los Gavanza. Las pavas soltando bombas sobre la Gran Vía, sobre el número 451 de la Gran Vía de les Corts Catalanes. Si Montse continuaba a mi lado, le ocurriría alguna desgracia. No sé qué me pasó. Pensé: «No seré capaz de vivir todo eso otra vez, quiero irme de aquí». Me di cuenta de ello en cuanto me propusieron ir a Berlín. No viajaba a Berlín para ganar dinero, me iba para huir de tu madre y de ti.

»Después de la cena en el Grande Bretagne, Ignacio Fuster me acompañó en su coche a la pensión del barrio de Plaka. Era de noche y conducía él, habíamos prescindido del chófer. Nos pararon unos soldados alemanes para pedirnos la documentación. En cuanto los dejamos atrás, Fuster se aclaró la garganta y dijo:

»—¿Sabes que mataron a Rolf Mettert? —el bulldog que se parecía a Edward G. Robinson y presumía de matar judíos—. La resistencia griega. Está más activa que nunca. Le pegaron un tiro en la nuca cuando salía de la casa de maman Elefteria.

—Vaya —comentó mi padre, inexpresivo.

Era Fuster quien los había llevado al burdel de maman Elefteria la primera vez.

Y Fuster prosiguió, como si una cosa estuviera relacionada con la otra.

—No hagas caso de lo que dice Lothar. Los alemanes ya están vencidos. Los aliados van a ganar la guerra. Pero no te preocupes por tu seguridad. Tengo amigos en Berlín que te protegerán.

Mi padre sintió cómo se le evaporaba la borrachera. Suele suceder, cuando uno se ve amenazado por algún peligro.

—¿Me protegerán a mí? —preguntó después de una pausa—. ¿Y a Lalo, y a los otros?

—También, claro. Pero digamos que tú serás el portavoz. Sólo tú hablarás con esos amigos que tengo. Son aliadófilos, comprenderás que no pueden andar pregonándolo a los cuatro vientos.

—¿De qué estamos hablando?

Habían llegado.

—Ya continuaremos mañana, u otro día. Sólo quería que estuvieras tranquilo. En Berlín estarás protegido.

Se mantuvieron las miradas, tratando de leer cada uno los pensamientos del otro.

—¿Por qué no se lo pides a Lalo? ¿Por qué no puede ser él quien hable con esos amigos tuyos?

—Porque me fío más de ti. Porque te conozco. Porque sé que lo harás, y lo harás bien. Ya tendremos tiempo de hablar sobre ello.

—¿Que haré qué?

—Buenas noches, Fernando. Es tarde. Montse te espera.

Entró mi padre en la pensión. Subió a su cuarto. Se metió en él sin hacer ruido. Todo a oscuras. Montse dormía.

No dormía. Quizá pretendía fingirlo, pero no pudo permanecer callada.

—¿Todo va bien? —susurró de pronto.

—Ah. ¿Estás despierta?

—Sí. ¿Cómo ha ido? ¿Qué te querían decir?

Mi padre se iba quitando la ropa.

—Bueno, que no vamos a Nueva Delhi. Se ha rescindido el contrato.

—¿Y qué vais a hacer?

—Nos vamos a Berlín.

—¿Nos vamos a Berlín?

Todo esto a oscuras y en susurros.

—No, tú no vas a poder venir, embarazada como estás y con la que allí está cayendo. Pero a nosotros no nos queda más remedio. Y, además, pagan muy bien. Dos millones de pesetas a cada uno. No podemos dejar pasar esta oportunidad.

—¿Vas a tocar para los nazis?

—Ya he tocado para los nazis. Ahora sólo voy a cambiar de sitio.

Mi madre se quedó en silencio.

Mi padre no sabía ya qué decir.

Se metió en la cama y le hizo el amor. En silencio. Un silencio espeso, asfixiante, desconsolado, como la oscuridad en la que se movían.

—Tu madre no se opuso. Me dejó hacer.